Y seguían allí. Inmóviles. Sin vida y descomponiéndose cada minuto un poquito más. El aire era empalagoso. Dulce y ácido a la vez, pero a ella no le importaba. Desnuda, se contemplaba en todos los espejos que colgaban, como cuerpos decapitados, en las paredes de aquel lugar subterráneo, donde el moho y la humedad convergían con la muerte. El suelo estaba lleno de bolsas de comida basura, huesos, y ratas correteando con un trozo de pizza en la boca. Evidentemente, no tenía teléfono; pero sí alguien allá afuera.
Porque eran legión.
Y tenía un largo rosario de un metro colgado en su cuello acariciando sus senos y el ombligo.