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Recogieron la cabeza del aquel pobre niño y la metieron en una bolsa como si fuera un objeto, pero aquellos ojos parecían vivos con esas cruces introducidas con fuerza. Hasta el final del nervio óptico.

Scott la miró de reojo, y una aprensión se apoderó de sus entrañas, pero se mantuvo callado gran parte del tiempo. Era un hombre parco en palabras. Siempre observaba, y analizaba las cosas después. Y ahora, después de todo, tenía que callar porque, sin duda, reconoció el asesinato que diez años atrás había descubierto.

Uno de los policías ordenó que llevaran el cuerpo y la cabeza al anatómico forense. Las carpetas donde corrían ríos de tinta se golpearon en el suelo, sacudiéndose aquellas letras difusas. Las luces destellaron más de lo habitual, como si se estuviera celebrando una macabra fiesta, y los policías se movieron con cierto nerviosismo y terror en sus cuerpos. Y, como si todo estuviera escrito, un rayo partió el cielo en dos, dando lugar a un aguacero que elevó el nivel del río. Empapado hasta los dedos de los pies, el teniente había cabeceado ante la pregunta de uno de aquellos desconcertados policías.

—Señor, ¿retiramos todo?

—Sí —había contestado Scott, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, que se había tornado oscura, mientras miraba en derredor como si presagiara algo.

Que un maldito imitador estuviera riéndose desde alguna parte de aquel lugar. Pero no había nadie. De eso estaba seguro, aunque no comprendía nada.

Absolutamente nada.