Alan caminaba bajo la lluvia, de forma errática. Estaba desnudo, y algunas curiosas, con la cabeza girada, esperaban verle el culo. Otras, más retorcidas, le veían de frente, contemplando su pene flácido flotando en su entrepierna, sobre unos testículos hinchados, y entonces ocultaban una estúpida sonrisa malévola tras sus manos de dedos largos.
Pero en el corazón de Manhattan nada pasa desapercibido, y un coche de la policía encendió la sirena y la luz cuando frenó junto a sus pies. El agua de los riachuelos que jugaban en las calles le roció de una brisa intensa y helada.
—¡Alto ahí! —ordenó el policía desde detrás de la ventanilla del vehículo. Llevaba gafas, de esas tan grandes como absurdas. Se llenaron de agua—. Agáchese, por favor.
Y Alan continuó caminando.
El policía abrió la portezuela y le siguió, al tiempo que el vehículo zozobraba con la lluvia y los perseguía.
—¡Dale por el culo! —jaleaba el otro policía, tras el volante. Era un tipo obeso, con los mofletes en forma de unas gigantescas hamburguesas con queso. El idiota se estaba riendo.
—¿Por qué no te bajas tú y le jodes? —refunfuñó el primero. Estaba empapado de agua, y eso era algo que odiaba hasta la saciedad. El frío era lo que peor soportaba.
Su compañero le enseñó el dedo corazón y le mostró la lengua medio enfilada fuera de su dentadura, como si fuera un camaleón.
—Yo soy él —prorrumpió Alan, dándose la vuelta—. ¡Yo soy él!
—¡Ya! Eso nos lo explicarás en comisaría —aclaró el primer policía, es decir, el que le estaba siguiendo a pie.
Y sacó su revólver al no ver que aquel tipo desnudo se detenía.
«Era él y muchos otros», había dicho entre susurros.