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Le había pillado desprevenido en la comisaría, en horas fuera de turno. Había regresado para recoger algo que le pertenecía. Una carpeta con algo de información que le podría resultar valiosa, o al menos eso era lo que creía. En el momento en el que la puerta de entrada se abrió, una ráfaga de viento y agua se proyectó sobre aquellos rostros atónitos.

Un policía llamado Wes, uno de los suyos, había irrumpido como un asaltante a un banco revólver en mano, pero, en lugar de esto, tenía el intercomunicador entre sus dedos, y desde aquel diminuto altavoz se escapaban las crispaciones de una voz que decía: lo tenemos.

—¡Teniente! —casi gritó de euforia y pánico al mismo tiempo—. Tengo que decirle algo espantoso.

Los demás policías, que momentos antes habían estado garabateando cosas en ciertos documentos, con la cabeza gacha mientras un delincuente común les atisbaba desde la silla de enfrente, fueron testigos de la ira de uno de sus compañeros. Era como ver a un loco desatado. Parecía decir incoherencias; y, tras descifrar sus palabras, se entendía algo así como: El muerto está vivo. Entonces, sus corazones se detenían antes de un ataque de risa, o una cara de pasmado en otros que guardaban silencio.

Se adelantó en medio del pasillo, arrastrando el agua que llevaba en sus suelas y en las perneras de los pantalones, que goteaban como un cerdo acuchillado.

Scott había elevado la mirada por encima de su hombro. Estaba sentado, con los pies angulosos apoyados en el suelo. No. No era de ese tipo de tenientes que ponen sus sucios pies sobre la mesa. Era escrupuloso y mantenía en orden la mesa. El teléfono, bien atendido en una esquina de la mesa de metal color beis. El revólver, sobre la misma, al lado derecho, en línea con el teléfono.

—Wes, ¿qué te pasa?

La voz de Scott era lo suficientemente grave y potente como para recorrer distancias, aunque por medio hubiese turbulencias del tipo que fuera; en este caso, frases eufóricas sin sentido.

—Lo están comentando todos en el distrito. Dicen que el tipo ese del otro día ha aparecido caminando por nuestras calles. ¿Lo entiende?

Wes estaba ya cerca de la puerta de cristales opacos, que en ese momento estaba abierta de par en par, como un hombre crucificado con los brazos tan abiertos que pareciese que se le fueran a arrancar las extremidades.

—Ven. Siéntate y explícate mejor. —La mano de Scott se movía en el aire como queriendo atraer un cuerpo ajeno. Como arrastrando las olas del mar hacia sí. Su rostro estaba serio, como era característico en él.

Wes entró y temblequeando cogió la silla y la desplazó hacia atrás, chirriando esta como una descosida.

—El joven ese del otro día. La pareja asesinada. ¿Recuerda?

—Sí. Sí.

—Pues el chico se llamaba o se llama Alan. No fue enviado a la morgue, y lo acaban de encontrar caminando por nuestras calles. Dice que son muchos y no sé qué historias. ¿Ese tipo no estaba muerto? Por Dios, si yo mismo lo vi, joder...

—¿Pero no fue enviado directamente al anatómico forense? —le atajó Scott—. Malditos inútiles. Seguro que todavía respiraba. ¿Dónde se supone que había ido a parar su cuerpo?

—No lo sé señor. Además, dice que hacía mucho frío dentro del ataúd, que, de no ser por el hombre que le habría ayudado, ahora estaría congelado. Bueno, algo de eso decía, no lo recuerdo bien. Puede hablar con los agentes que lo tienen retenido.

Wes le acercó el micrófono atado a un cordel oscuro. Era como una especie de cajetilla de cigarrillos llena de alquitrán a la que le habían dibujado una rejilla de un desagüe.

Scott movió la mano con los dedos abiertos inexorablemente.

—Quiero que lo traigan aquí.

—Está bien, señor.

—Malditos inútiles —rezongó.

Pero en su fuero interno sintió gran parte de culpa.