La droga fluyó por sus venas y se había extasiado de placer. Aquella cocaína era tan pura como su locura, y tan real como aquellos cadáveres que la miraban. Ella se contoneaba y se acariciaba el cuerpo porque su mente no le pedía hacer otra cosa que eso. No tenía alucinaciones ni deseos de tirarse bajo las ruedas del tren. En cambio, sí tenía control total de su mente y de su cuerpo, aún bajo los efectos de esa letal droga, porque disfrutaba haciendo lo único que se le ocurría en las gélidas noches torrenciales.
Y aquellos espejos eran el reflejo de su alma deteriorada, destrozada o aniquilada por una maldad o locura que no tenía límites. En la pared húmeda que había tras el sofá donde pasaba la mayor parte de su tiempo muerto había escrito SOBERBIA, y más abajo: HUMILDAD.
Y esto último no lo tenía tan claro.
Besó un rosario de un metro de largo, cuan cadenas de un condenado, y siguió tocándose la cara mientras abría la boca como si de pronto un cura le diera de comer una hostia sagrada.
Eso era para ella algo inapto desde hacía más de diez años.
Cuando su cordura se había perdido.
Pero su vida parecía de lo más aburrida del mundo ahora mismo, o su mortalidad.