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Cambiaron de idea.

No lo llevaron a comisaría. En su lugar, se había decidido enviarlo, como un paquete infectado de un virus, al Centro Hospitalario Bellevue. El reloj de la pared del pasillo principal, tan blanco como el forro del ataúd donde había estado dormido al menos dos días.

El médico que lo atendía, un tipo de estatura alta, casi un metro noventa, gafas de oro metalizado y barbilla prominente, llamado Carl, le hizo una serie de pruebas médicas, como rayos X, tacs y medidas de sus constantes vitales. En algún momento de todo esto, le abrió uno de los ojos enfocándole con una luz, que hizo que la córnea de Alan quisiera saltar como un muelle.

Scott llegó al hospital después de todo esto por la falta de coordinación de los agentes. Estaba algo cabreado y apretaba los dientes como si quisiera morderlos a todos como un perro rabioso.

Caminaba deprisa, deslizándose sobre el encerado suelo, en dirección hacia dos agentes de policía que custodiaban la entrada de una de las habitaciones con la puerta verde.

—Hola, señor Scott —dijo uno de ellos saludándole con la mano recta sobre la frente. Parecía un soldado.

Scott lo miró de soslayo, pero no lo reconoció.

—A las tres de la mañana no se dice nada —gruñó y empujó la puerta con la mano extendida y los nudillos blancuzcos.

Detrás de ella, estaban el doctor, un policía medio regordete y Alan, quien estaba hablando, sentado en la cama. Solo decía lo siguiente:

—Soy SOBERBIA.

A Scott se le heló la sangre, y los pies, ya que dejó de caminar deprisa...