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—Somos legión. Somos muchos —repetía hasta la saciedad Alan, el hombre que había volado tres pisos y había sido enterrado hacía pocas horas.

Scott se había sentado frente a él, en una de las sillas de la habitación del hospital. Lo hizo sobre el reposamanos. La tendencia a doblegarse ante su peso era evidente, pero no cedió lo más mínimo. Lo veía a él y miraba en el espejo de su memoria a aquel joven hecho añicos, literalmente, en el suelo, tras volar sin alas. Y se preguntó si existía Dios o el Demonio, o ambas cosas, porque lo que tenía delante no era un hombre, sino algo que había venido de alguna parte que el teniente desconocía.

Aun así, mantenía el temple.

—Tú eres Alan Reilik. Te tiraron desde un tercer piso. Agujereaste el suelo con tu cabeza. Estabas muerto. ¿Cómo diablos nadie te llevó al anatómico forense? —Scott creía, por un momento, que estaba delirando.

El joven desvió la mirada hacia la ventana cerrada de la habitación y, tras señalar posiblemente al sonido de la lluvia, dijo:

—Vienen más. Yo soy SOBERBIA.

—¿Alguien de esta habitación conoce a un cura exorcista? —preguntó al aire el teniente, sabiendo que obtendría el silencio como respuesta. Los dos policías habían entrado en la habitación y tomaban nota de todo lo que allí sucedía. El médico abrió la puerta de un golpe y se unió a ellos con un montón de placas oscuras y a veces con evidentes marcas grisáceas que para Scott no eran más que absurdas imágenes sin sentido.

Wes se acercó al teniente y le extendió la mano con los fotolitos3 abiertos, como un abanico de cartas gigantes. En todos ellos se veía claramente el perfil de un cráneo delimitado por un aura; y, dentro, algo oscuro parecía comerse la pintura.

—Estos son los resultados. ¿Ve los hematomas en la parte frontal? —Wes señaló uno de ellos con la mirada guiada por la varita mágica que te dice: mira aquí, capullo.

Scott los recogió casi en el aire mientras sentía cómo se le dormían los pies. Clavó la vista en uno de ellos y lo despachó arrugando los labios. Tras deleitarse en tales radiografías y tomografías, miró a Wes y dijo:

—No entiendo nada.

El médico sonrió en el final del rictus.

—Está claro. Puedes ver el cráneo y esto de aquí. —Señaló una raja oscura—. Es una fisura por la cual se le podría haber escapado una importante cantidad de sangre si hubiese atravesado el hueso. Más al centro observamos unos coágulos de sangre y alguna variación en el propio cerebro...

—¿Su cerebro ha cambiado? —le interrumpió Scott levantándose de la silla. La desplazó hacia atrás en un chillido de las patas que acababan de arañar el suelo—. ¿Ha querido decir eso? Ahora entiendo menos la jerga de los médicos. El de los forenses lo tengo más asumido, pero este tipo no está muerto, por lo que veo, y esto no es una fría habitación con una camilla metálica y un instrumental dispuesto para abrirle el pecho. Explíquese mejor, señor...

—Carl.

—Eso, Carl. A secas, ¿verdad? Bueno, no pasa nada. Explíquemelo otra vez, pero ahora de otra forma.

El médico borró toda sonrisa de su boca y empezó su cháchara.

—Mis colegas y yo creemos que ha recibido fuertes golpes en el cráneo y, además de los coágulos detectados, deberíamos hacerle una resonancia para comprobar si alguna parte de su cerebro se ha movido de sitio o ha sufrido algún daño cerebral. En lo que estamos de acuerdo es que ha padecido, o padece, una especie de amnesia, y que anteriormente ha sufrido lo que se conoce como catalepsia. Es un estado en el que el pulso casi se detiene, cuando en realidad lo que hace es enlentecer. Late, pero a un nivel tan profundo que no se detecta el pulso. Además, con la respiración sucede lo mismo. El cerebro, y el propio cuerpo, guardan el suficiente oxígeno como para mantenerse en un estado de muerte regresiva durante horas y, a veces, días. Es lo que le habrá sucedido. Sus hombres le habrían dado por muerto. Y sin pasar por la autopsia, por la razón que sea, ha sido enterrado. Durante un tiempo, el estado es casi catatónico. Está muerto, pero, como ya le he dicho, es reversible. Se conoce también como la muerte de Lázaro.

Después de esa verborrea, sus ojos brillaron como los de un sabiondo. Scott se había tragado aquellas palabras, una tras otra, sin kétchup ni tomate, y casi se había atragantado con ellas, pero no dijo nada de forma inmediata. Decidió que era el mejor momento de reflexionar, callar y responder con otra pregunta:

—¿Puede recordar lo que le ha sucedido?

—No.

—Pues eso me gusta, así me jode más a gusto. —Se acercó al médico cogiéndole del brazo y, acercando sus labios al oído, añadió—. ¿Está vivo, ahora, sin más?

—Sí.

El teniente hizo un sonoro golpe seco con las palmas de sus manos.

Una sola vez.

Una sola.