36

El vehículo patrulla llegó no demasiado tarde. Sobre una media hora después. Y casi se empotra en las escaleras, como el Titanic en el iceberg maldito. En el aire no flotaba ningún olor a caucho, pues el suelo era un lago. Y sí. Algo sucedió. Y es que los allí presentes, todos vecinos, se vieron salpicados de agua hasta las orejas mientras ponían cara de enfado.

El pito ululante se retorció como el pescuezo de un pavo y se ahogó con total deliberación. Parecía una sirena cansada de su trabajo. Las luces, eso sí, servían para iluminar la fachada de la iglesia, como si esta fuera un gran lienzo que pintar. Aquellos rostros enjutos brillaban en todos los tonos.

Del vehículo se bajaron dos policías, con un arma en un lado de la cintura y la porra en el otro extremo. No tenían intención de usarlas. Bueno, al menos de momento. Las portezuelas se quedaron abiertas como bocas que pedían alimentos o un poco de agua, la misma que sacudía el interior del coche a ráfagas tormentosas. Sus chaquetas adoptaron un color enfático, es decir, oscuro, y pronto se quejaron de la jodida lluvia que les tenía varios días sin descanso.

—Apártense de aquí, por favor. ¿Quién ha dado la voz de alarma? —preguntó el primer policía al abrir la boca.

Nadie contestó.

—Joder. ¿Algo ha debido de pasar, no? —se exacerbó el otro. Tenía cara de mala leche, como si no se la hubiera visto ese día.

La picha.

En ese momento, una mano tímida se alzó sobre las cabezas.

—He sido yo. Es por esto. —Señaló la sombra de la mancha que se había llevado la lluvia mientras avanzaba abriéndose paso entre los curiosos, que no hacían más que dar por culo con sus cuerpos apretujados.

—Dejen pasar a la señorita, por favor —ordenó el primer policía. Sus ojos, llenos de agua, parecían estar a favor de volcarse hacia el suelo por el peso de sus párpados, que parecían cansados o hartos.

—Gracias, señor agente.

Detrás de ella, una voz de un crío —que no lo era, porque era su novio— la invitaba a regresar a su puesto de observadora. «Annie», había dicho, «ven aquí», pero ella pisó el supuesto charco, que no era ahora más que agua.

—Dígame con calma qué es lo que ha sucedido aquí, como para levantar todo este revuelo.

Ella miró a los ojos al policía rubio.

—¿No huele?

—¿El qué?

—Toque con sus dedos debajo de la puerta. Sabrá lo que digo.

El policía no daba crédito a lo que le decía la chica de cabello estirado por la lluvia. «En algún momento debió de ser bella», pensó, pero ahora le parecía un gato mojado. Le había desconcertado el modo en cómo le explicaba las cosas, es decir, cómo ordenaba. Tan inusual.

Le hizo caso.

Cuando se agachó, y sus dedos tocaron algo sedoso, los retiró deprisa. Miró el charco de agua y, con la ayuda del foco del vehículo, observó que en el fondo del agua salía algo más denso y oscuro o... rojo... Se llevó los dedos a la lengua y se echó para atrás repentinamente.

—¡Hay que entrar en esta iglesia! Esto es sangre —gritó como un descosido.

Su cuerpo se convulsionaba, como si un rayo le atravesara desde el culo hasta la cabeza.