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Estuvo otra noche más en vela. Las pruebas se recogieron y se enviaron todas a un lugar desconocido. A Scott no le interesaba que eso fuera público, y se le notaba en el rostro enjuto y arañado por las dudas que subyacían en él.

La maldita tormenta no amainaba, y ya estaba empezando a estar harto de escuchar el repiqueteo sobre las calles y el alféizar de la ventana de su habitación. Había abierto el segundo cajón, y los expedientes habían sido abiertos como los pétalos de una margarita, pero estas estaban marchitas.

Recordó que al principio le llamaba “el asesino del rosario”, pero la palabra "Soberbia" presente en cada crimen le aseguró el apodo más horripilante de cuantos había escuchado. No es que fuera para tanto, pero era cierto que el asesino pecaba de ello.

—Has regresado —dijo al aire de la habitación fría. Tenía todavía puesta la chaqueta, y la mancha oscura ya no se discernía bajo aquella amarillenta luz de la lámpara del escritorio. Era como rezar a Dios desde allí.

Claro que lo sabía, y lo detestaba con todas sus fuerzas hasta que el corazón le diera un aviso en forma de dolor. El hombre pasivo, tranquilo y correcto estaba empezando a perder la cordura.

—Sí, te atravesé la cabeza con tres balas —añadió a la fría noche, y en ese preciso momento sonó el teléfono empujándole un dolor fuerte de cabeza. Se tocó la frente con los dedos, presionándose, y descolgó de mala gana.

—¿Eres tú, Biron?

—Sí —dijo una voz interrumpida por una serie de chasquidos antinaturales.

Scott siguió férreo y seguro, con el auricular pegado al teléfono, aunque le pareció escuchar algo más: «capullo».

—Dime que al menos tenía doce rosarios dentro de su cuerpo y que la sangre estaba toda en esos jodidos botes.

—Exacto. ¿Cómo lo sabes?

Era evidente que Biron desconocía a SOBERBIA.

Y Scott escuchó entre el entresijo de ruidos y chasquidos en la comunicación algo fuera de lo normal.

Somos legión. Yo soy uno de ellos.