Alan estaba ingresado en el Manhattan Psychiatric Center, y eso era algo que Scott había ocultado a la justicia. Lo ingresaron en una celda o habitación acolchada por los cuatro costados. Sin ventana. Con una cama blanca en un lado de la pared. Atado con una camisa de fuerza que parecía una boa a punto de romperle los huesos. Tenía el cabello deslavazado y los ojos inyectados en sangre. No podía moverse porque estaba atado con unas cuerdas en los tobillos. Joder, con unas jodidas cuerdas, como si fuera una bestia.
Scott eligió el día perfecto para visitarlo: el día de más lluvia de aquel asqueroso otoño en lo que moverse por Manhattan era ya una tarea casi imposible.
—Soy SOBERBIA —aseguró Alan con voz de ultratumba. Su aspecto. Su mirada y su voz habían cambiado desde que apareciera por primera vez caminando totalmente perdido.
Scott había comprendido bien el tema de la catalepsia, aunque tenía sus dudas, pero era tan cierto como que ahora lo tenía delante, como uno de tantos locos que había ingresados allí.
Pero, este tipo parecía diferente a los demás.
No se comía los mocos o se golpeaba contra la pared acolchada. No se mordía la lengua y dejaba caer el trozo al suelo. No se flagelaba. Solo observaba y hablaba con contundencia hasta que aquella habitación respondía como el calabozo de un castillo en Transilvania.
—Soberbia murió hace diez años, Alan. Tú eres Alan, y te han debido dejar muy majara para que digas estas cosas. Aunque, pensándolo bien, ¿de qué conoces la definición soberbia? ¿Será porque los que te tiraron por la ventana no tenían humildad?
—Yo no soy Alan.
—Claro que lo eres. Según tu identificación, eres Alan Reilik. —El teniente estaba sentado frente a él, a bastante distancia. No en una silla, sino en una especie de tabla acolchada que colgaba de la pared de enfrente como una lengua extendida. Tenía sus manos sobre sus rodillas como si tuviera dolor en ellas—. No insistas más en ello, chico. Aunque lo entiendo. Te tiraron desde una altura respetable y lo raro es que no estés muerto.
—Por eso mismo, digo que soy él. Somos muchos. Somos legión.
—Para ya de repetir las mismas palabras una y otra vez. Te recomiendo que intentes recordar quién o quiénes te hicieron esto. Y lo de tu novia. Lo siento por ella.
—Fui yo. —La boca del joven desquiciado y sereno a la vez, de forma anómala, casi escupe perdigones de esos que viajan hasta tu cara.
—¿Quieres ocultar pruebas? ¿Proteges a alguien? ¿Estás amenazado? —Scott se apoyó con fuerza al colchón de la pared, tan blanca como el sol del mediodía—. Oh, lo siento. Estoy preguntando cosas absurdas. Está claro que hicieron bien el trabajo y que lo único que debería interesarte es tu novia. Además, te tiraron al vacío con la intención de matarte, pero ya no puedes estar asustado. ¿Es así?
—Yo la maté. Le saqué toda la sangre para que...
—¿Para cortarle la cabeza limpiamente? —le zanjó el teniente mordiéndose el labio superior, el cual sangró levemente, pero saboreó su propio oro rojo.
El supuesto Alan esbozó una sonrisa negruzca. Tenía los dientes sucios de barro y estaban macilentos, como si hubiera estado en su tumba un largo periodo de tiempo.
—Exacto. Veo que ya entiende y que sabe quién soy yo.
—Sí. Un tipo que voló, se abrió la cabeza, sufrió un ataque de catalepsia y que ahora está loco de remate. —Scott casi se frotaba las manos con aquello, pero no lo hizo. En ningún momento las apartó de sus rodillas. La lluvia que se había restregado en ellas le recordaba que se estaba haciendo mayor y que algunas cosas se resienten con el paso del tiempo.
—¡Vaya! Veo que no quieres entender o, simplemente, creer. Me tienes delante. Te he explicado todo lo que necesitas saber y no me crees. ¿Quieres saber qué le puse en el interior de sus pulmones a aquel niño del río?
Scott se echó para atrás. Tenía sentido que Alan, o quien quiera que fuese, tuviera datos que solo la policía, o mejor dicho, el teniente, sabía.
—Dime. ¿Quién te ayuda?
—Muchos.
—Esa contestación no me sirve de nada. También dices que eres...
—¿SOBERBIA? —Aquel loco habría escrito esa palabra en mayúsculas en la pared y, de hecho, había entonado el mea culpa añadiendo volumen en sus palabras. Se movía hacia delante y atrás como un poseído, bueno, el caso es que sus ojos empezaban casi a sangrar por alguna extraña razón.
—Tú no eres SOBERBIA —acució Scott apretando los dientes y marcando talante con aquella palabra. Avaricia, envidia, gula. Podría haber dicho muchas más, pero soberbia era algo que le ocurrió en su pasado y que nadie sabía.
—¿Te recuerdo cómo me disparaste tres tiros en la cabeza hace diez años?
El frío y el miedo se adueñaron de Scott, que pudo con toda la firmeza del mundo no perder la compostura. Había clavado su mirada en aquel ser malévolo.
—Estás diciendo tonterías —reaccionó Scott.
Una rata podría estar mirando aquel partido de tenis en el que, en cada turno, uno de ellos sacaba la pelota, de derecha a izquierda, o viceversa. Era como un cuadrilátero de boxeadores dejados fuera de combate que solo se insultaban tras una pausa entre los dos.
—Una de las balas me atravesó la sien derecha. ¿Sabes lo que me dolió aquello?
—Estás loco.
—Sabes que no. Y todo por tu pequeña hija...
—¡¡¡Cállate!!! —gritó de repente Scott, saltando sobre él, con los brazos extendidos.
Y entonces comprendió que algo extraño estaba pasando, porque lo de su hija era verdad.