Como si de un cine se tratara, la decoración de la iglesia Pentecostal de Washington Heights contrastaba con lo que había aparecido bajo las cortinas que cubrían el gran ojo de estadio donde el pastor se subía cada domingo por la mañana a dar su eterno sermón del Dios que todo lo ve con buenos ojos.
La religiosa, Isabel, de raza hispana, yacía con los brazos sobre sus pechos desnudos, aferrada a un largo crucifijo, mientras que su cabeza estaba en una de las butacas rojas, en primera fila.
Aquellos ojos podrían haber brillado porque estaban abiertos, pero dos cruces los habían hundido en sus cuencas no tan profundas como un pozo, y detrás de todo se podía percibir el horror que vivió antes de que la cabeza, tras ser separada del cuerpo, viera cómo unos espasmos en las manos hacían cobrar vida a un cuerpo sutilmente cosido, el cual había sido rellenado de rosarios hasta el colon.
El padre Joseph gritó al verla.