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Debía estarlo o, si no, no se comprendía su estilo de vida.

La mujer de la máscara era tan inútil como un muñeco de trapo, ya que solo bailaba y se tocaba para excitarse sexualmente. Un pecado muy lejos de la soberbia, pero que entraba dentro de los pecados capitales. Al ritmo de la canción que hacia vibrar la carretera que existía sobre ese suburbio. Pero como no bastaba con eso, empezaba a chillar ante aquellos fenecidos y levantaba los brazos como si tratase de alcanzar las ruedas de aquellos coches que navegaban sobre la lluvia.

Porque espejos no le faltaban.

Y locura, tampoco.

Esta mujer no parecía tener mucha presencia en ninguna historia jamás contada. Scott la desconocía, y aquellos que sucumbieron a sus actos vieron repentinamente la muerte sin saber por qué. Toda ella era, ahora, un enigma.