El teniente Scott no tardó mucho en meter sus narices en aquel nuevo escenario. ¡Dios!, todo sucedía tan rápido que él mismo notó cómo su corazón bombeaba más deprisa de lo habitual. Sobre todo después de que los enfermeros lo arrancasen del cuello de Alan. Sus dedos estaban a punto de romperle la nuez de Adán y algo más. Ahora estaba nervioso y, lejos de creerlo a pies juntillas, aunque ya dudaba, vio que la historia se había repetido de nuevo.
El mismo trasiego de agentes. Luces estroboscópicas que daban por culo, sirenas desgañitadas, agentes que se movían precozmente, y otros que vomitaban en una esquina. Todo le resultaba hastiado y desmedido, hasta tal punto que tuvo que tomar decisiones que no llegaron a buen puerto, como comprobar, una vez más, si había una maldita huella, y que en la frente de cada cabeza, esta vez de la religiosa, había una nota que decía:
SOBERBIA.
Y eso ya le molestaba como una hemorroide trombosada. Algo que sabes que está metido en tu culo y que duele horrores por mucho que no te muevas. Ahora, todo se le hacía más pesado, cansino e incoherente, o a lo mejor, más directo hacia la locura. Se pellizcó para comprobar que no estaba soñando.
—¿Quién la encontró? —preguntó con un tono de voz que insinuaba: «bien, yo te pregunto y tú me dices algo positivo, ¿vale?»
—Ese de ahí —señaló el policía empapado de agua ya que había entrado por el jardín, en el cual no tenían acceso los coches patrulla, y el agua de la lluvia era tan espesa que fue suficiente como para lamerlo como un gran gatazo babeante.
Joseph estaba declarando entre dos policías cabizbajos, y el agente del orden le había señalado como ese rastrojo. Así de sencillo.
—¿Otro cura? —Scott quiso conectar los casos, pero no pudo.
—Un pastor evangélico, creo, o algo parecido —declaró el policía de barba rala y ojos oscuros como las castañas.
—Está bien —dijo Scott, y se encaminó hacia él con algo de premura esta vez.