—¿Usted fue quien la encontró?
—Sí.
—¿Escuchó algún tipo de ruido anormal?
—No le entiendo, señor...
—Scott. Richard Scott, para servirle.
—Pues no sé qué entiende por algo anormal.
—Algo que se asemejara a un ritual. Digamos, una verborrea antes de algunos gritos, por ejemplo.
—Pues no. No escuché nada en todo el tiempo.
—¿Qué tiempo?
—Hablo desde que me levanté de la cama hasta que la vi tirada ahí, en el suelo.
Joseph la señaló cuando estaba cubierta con una manta isotérmica tan dorada como el sol en el alba, casi broncínea en el horizonte.
—¿No escuchó ninguna voz?
—No.
—¿Ni gritos?
—Tampoco.
—¿Y sabe lo que tiene dentro esa pobre mujer?
—No.
—Está llena de rosarios, y eso que no la he abierto en canal todavía. —Scott fue algo más que sutil.
El hombre abrió la boca, asombrado.
—Dios mío.
—Eso digo yo. ¿Ha visto su cabeza?
El pastor no contestó de inmediato.
—No. Solo le vi el torso, creo...
—Exacto, porque la cabeza estaba allí. —Scott señaló la butaca precintada. Por supuesto, la cabeza ya no estaba allí.
—Santo Cristo —jadeó Joseph, llevándose la mano a la boca, tan abierta que pareciera que se había tragado un vaso de tubo.
—Vaya, falta la Virgen María.
—Yo... Yo, de veras que… lo siento.
—No lo sienta, padre —zozobró Scott tocándole el hombro—. ¿O debo llamarle pastor?
—Como usted quiera.
—Lo tendré en cuenta para más adelante.
Pero el teniente no lo volvió a ver jamás.