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Y en alguna parte debía brillar el sol, pero, en el corazón de Manhattan, Nueva York y alrededores, eran las nubes las que brillaban desde lo alto con su aguacero impecable. La humedad trepaba hasta los rascacielos, y los coches tenían que remar en medio de las calles inundadas. Las ratas, las más perjudicadas, salían a nadar en los riachuelos, y las alcantarillas se resistían a abrirle el paso. Era como la puerta de un castillo medieval que tiene a todos los presos gritando en su interior. Los gatos, literalmente acojonados por el impacto de las gotas de agua que parecían balas del calibre del 22, no se atrevían a perseguir a aquellos pequeños roedores. Y la loca que esnifaba hasta la saciedad, en algún punto de las entrañas de la ciudad financiera seguía en su onda —una jerga utilizada entre los más jóvenes—, acicalándose como los felinos, mientras que en la superficie, en el centro psiquiátrico, Alan se daba cabezazos contra la pared acolchada, y Scott lo contemplaba.