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—La rajé de todas formas. Tiré el bisturí a un basurero, en un callejón oscuro cercano. No quiero ni recordar cómo chillaba aquella desgraciada, pero lo hice. La vacié de sangre, y de todas sus entrañas, y la llené de rosarios, como nos mandan que hagamos. Fue todo tan fácil y placentero... —Y entonces Alan se echaba a reír como si se descoyuntara la mandíbula. Sus dientes parecían cada vez más oscuros, y el color de sus ojos se tornaba entre rojo y amarillo, como si fuera una linterna instalada en cada retina.

—¿Cómo saliste de aquí?

Scott estaba sereno. Después de todo, no le quedaba otra. Alan estaba chalado, pero en cualquier rincón de su locura había atisbos de verdad. Demasiados secretos revelados. Demasiados detalles.

—Por la puerta.

—¿Cómo?

—Fácil.

—No logro entenderte.

—¿Tan difícil es salir por la puerta y regresar por la misma, después?

—En este caso, sí.

Ambos estaban encarados uno enfrente del otro. Alan, meciéndose como un columpio; y Scott, inmóvil, con los pies clavados como estacas en el suelo.

—Verás. Hay cosas que nunca comprenderás. Me quito la camisa de fuerza, abro la puerta y salgo afuera.

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Esta puerta no tiene manivela de apertura desde dentro y, además, está cerrada desde fuera con dos cerraduras. Las correas de la camisa de fuerza están intactas, y ni Houdini podría zafarse de ella. Y por último, ¿por qué volver si ya has escapado?

—Porque así es como debo hacerlo.

—No te creo.

—¿Tampoco crees que tu hija gritó hasta la saciedad cuando suplicaba por su vida y llamaba a su padre, el teniente Scott, y este nunca llegaba?

Scott sintió cómo su corazón le dio un vuelco.

—¡No hables así! —ordenó con una mirada furiosa.

Alan se echó a reír, y aquella risa, además de tener un tono grave, era como la erupción de un volcán. Estruendosa.

—¿No soportas saber la verdad?

—¡Tú no sabes nada!

—Claro que lo sé. Por eso soy SOBERBIA.

—Estás loco.

—Y entonces, ¿por qué vienes a visitarme? ¿Tanto te gusto? Dime, ¿estaba atractivo desnudo?

—Estás como una puta cabra.

—La madre de tu hija era tan extremadamente religiosa que se entregó en cuerpo y alma a un dios equivocado. ¿Estoy en lo cierto?

—No sé quién te ha contado todo el expediente, pero todo eso ya no importa.

—Claro que importa. Y tú lo sabes. Todavía sientes ese fuerte dolor en tu corazón. Ella lo tiró todo por el retrete.

—Estaba loca.

—¿Todos los que no piensan como tú han perdido la cordura?

—No.

—Pues ella hizo lo correcto. Amó a mi amo.

—¡Púdrete en el infierno! —exclamó Scott, y se levantó enérgicamente con ganas de abofetearle. Pero se limitó a tocar con los nudillos la pequeña ventanita de la puerta acolchada.

—De ahí precisamente vengo.

Y, antes de salir de aquella habitación de la locura, se detuvo y, volviéndose, preguntó:

—¿Tienes ayuda externa?

—¿Tú qué crees?

El teniente se dio la vuelta y empujó al enfermero afroamericano que sujetaba la puerta. Este no cayó al suelo, y Alan comenzó otra secuencia de risotadas infernales. El enfermero los mandó a la mierda a los dos.