No fue tan importante quién entonara el cántico del terror al descubrirlos, sino que, después de todo, había sucedido otra vez. La mujer se arañaba la cara, y sus cabellos parecían electrostáticos por la forma en que apuntaban al cielo moribundo de aquel lluvioso otoño, uno de los más húmedos de los últimos treinta años.
Evelyn había salido a tirar la basura en el fondo del callejón, y se los había encontrado en el contenedor cuando abrió la tapadera. El olor empalagoso a sangre la embriagó hasta sentirse cerca de tener una lipotimia. Se mareó y eso fue todo.
Una hora más tarde, todos habían acudido allí como moscardas a la mierda.