—Scott, ahora me creerás —dijo el joven del manicomio mientras se balanceaba como un poseído y mostraba sus dientes a la espesura de la oscuridad en su particular celda—. Vendrás de nuevo y me suplicarás ayuda.
El enfermero, que dormitaba en la silla en el centro del pasillo, fraguaba en una pesadilla en la que todos los que estaban allí encerrados le perseguían con las manos extendidas, desnudos, y con una podadora en posición horizontal.
Para cortarle la cabeza.
Y se despertó sudando copiosamente.