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No había más que decir. Una llamada en la comisaria. Alguien chillando histérico al otro lado del teléfono. Policías que se movilizaban rápido y salían a recibir el puñetero agujero de aquel terrorífico mes de octubre. Sirenas ululando como locas. Luces de todos los colores destellando en los edificios. Precintado del lugar del crimen. Policías asombrados ante el descubrimiento. Dos cruces en los ojos de una cabeza decapitada, esta vez de una feligresa de una iglesia metódica, o no se podría decir feligresa sino una simpatizante de otros tantos chalados por la fe, la religión y Dios, visto de diferentes maneras.

Y Scott, pasando del asunto como quien se limpia el culo por la mañana temprano en el retrete, porque iba directo a él. «A Alan, a SOBERBIA, o su puta madre», llegó a pensar, porque ya estaba fuera de sí y no tenía contemplaciones.

Mientras la miserable luna seguía sin asomarse en el cielo y las grandes nubes con los mofletes oscuros vomitaban agua para hartarse de la madre naturaleza.