—He visitado a un amigo —dijo Scott, visiblemente nervioso o cabreado. Daba igual, sentía la furia de las dos cosas. Andaba dando círculos delante de Alan. El loco seguía atado con la camisa de fuerza —esa mañana había meado cuatro veces—, y sus pies, anclados en el suelo. Lo que no le dejaba ninguna posibilidad de moverse salvo mecerse, como una cuna que contiene un muñeco diabólico. Aquella mirada era ahora tenebrosa y horrible. Se le habían dilatado las venas rojas de los ojos y las cuencas rezumaban sangre. Sus córneas eran de un color verde brillante y, a veces, rojos. Eso ya daba igual. Finalmente, se sentó frente a él como tantas veces había hecho.
—Y su amigo le ha dicho que las huellas son mías, ¿verdad?
—Claro. Debo suponer que lo sabes todo. Después de verte muerto, y ahora verte en este loquero, me lo espero todo. Suelta por esa boca quién está haciendo todo esto. Tú no puedes ser.
—Sí.
—Dime quién te ayuda.
—La legión.
—¿Y quién puñetas es la legión? ¿Los del Vietnam?
—Ella.
—¿Y ella quién es?
—La que mandaste al infierno hace diez años.
—¿Qué? Eso no puede ser.
Scott estaba apoyado sobre sus rodillas. con los brazos extendidos. Le pareció ver que la lengua de Alan se había vuelto purpúrea.
—Eso es verdad. Ella me abre todas las noches esta mierda de habitación y yo hago mi trabajo. El trabajo que ella hacía mucho tiempo atrás.
—¿Y qué sentido tiene matar? ¿Por qué siempre religiosos? Bueno, también niños. Parece una historia de locos. No tiene sentido.
—Solo se trata de seguir el ritual de ellos. Los que mandan. Es para condenarte y hacerte lo más infeliz que podamos. Si sigues así, perderás la puta cabeza y acabarás aquí. En mi sitio, pero no tendrás poder. La legión no estará contigo.
—Y esa a la que mandé al infierno tiempo atrás ¿es la que te ha contado lo de mi hija?
—Podría ser, pero no es necesario. Lo sabemos todo.
—Joder. Esto sobrepasa mis límites. Las huellas son tuyas. Ninguna cámara de seguridad te ha grabado en ningún momento porque antes de sentarme aquí lo he comprobado. Sin embargo, sabes cosas que solo yo conozco. Y conoces todos los crímenes. Hay algo que no me deja pensar con claridad. Puñetas. ¿Quién narices eres?
Scott se acercó a él encorvándose.
—SOBERBIA.
—Más de lo mismo, mierda. SOBERBIA era el nombre del expediente. Yo lo llame así porque me salió de los cojones. No es un nombre. Es un pecado capital. Lo contrario a ser humilde. Lo contrario a...
—Ella clamaba la presencia de su padre, Scott —le cortó Alan, visiblemente dañado en el rostro por unas marcas como las del cráter de un volcán que se está resquebrajando. Toda su piel se había tornado negruzca.
—¡Basta ya!
Scott saltó como un muelle, con los puños apretados. Le dolían las sienes, y su corazón palpitaba en la punta de su lengua, mientras aquel chalado se mecía como un poseído y reía como un demonio. Tocó en la ventanilla y, cuando el enfermero abrió la puerta, Scott salió visiblemente cabreado, con oscuros deseos de matarlo grabados en sus retinas.