Un mes más tarde.
Acababa de pasar la tormenta. El otoño dejó paso al invierno, y la lluvia fue sustituida por copos de nieve, con los que los más pequeños estarían jugando en los parques con sus manoplas llenas de hielo. Riéndose y cayéndose de culo en cualquier parte.
Richard Scott tenía puesta una camisa de fuerza, y sus ojos brillaban como si fueran fosforescentes. La mirada fría y sin ningún atisbo de ilusión o cordura, pero repetía una y otra vez:
—Son legión. Dios, ampárame en tu poder. El demonio quiere mi alma, pero yo no se la daré. Dios, escucha mis plegarias. Sabes que tuve que hacerlo. Mi hija me perdonará aunque forme parte de ellos. Dios, sácame de aquí.
Se detenía a balancearse durante dos minutos y repetía de nuevo el sermón:
—Son legión. Dios, ampárame en tu poder. El demonio quiere mi alma, pero yo no se la daré. Dios, escucha mis plegarias. Sabes que tuve que hacerlo. Mi hija me perdonará aunque forme parte de ellos. Dios, sácame de aquí.
Y siguió viviendo, o muriendo, en el tormento de la legión.
FIN