MI LENGUA TORCIDA

—¿Por qué no hablas español?

El hombre llevaba una guayabera floja y pantalones de vestir beige, y estaba parado enfrente de mi caja registradora. Habló en español cuando se acercó al mostrador. Entendí lo que dijo, pero le respondí en inglés. Su cara morena se frunció en una mueca de desaprobación. —¿No hablas español?

Le respondí de la manera más educada; como me habían entrenado. —No, señor.

—Sé que te llamas Ninfa Garcia por tu tarjeta de identificación, ¿por qué no hablas español? —su tono agresivo me tomó por sorpresa.

Tartamudeé. —Eh … en realidad nun … nunca lo aprendí.

—¿Y tus padres? ¿Hablan español?

—Sí, señor, sí. Sí lo hablan.

—Y, ¿por qué no te lo enseñaron?

—No querían que tuviéramos problemas en la escuela —le respondí. Había escuchado a mis papás repetir las mismas palabras tantas veces a mis parientes.

—¡Qué vergüenza tus padres! —declaró y chasqueó la lengua con desaprobación.

Las lágrimas me quemaron detrás de los ojos. Tenía dieciséis años, era mi primer trabajo y ahora un cliente había insultado a mi familia. Miré a mi alrededor, buscaba a mi supervisor, alguien, cualquier persona que tomara el control y atendiera a este hombre grosero para que yo no tuviera que hacerlo … pero no había nadie que me pudiera ayudar.

—Tu padre tendría que hacer hecho un mejor trabajo. —El hombre de la guayabera tiró el dinero sobre el mostrador y se alejó.

Me temblaban las piernas, como si un pequeño terremoto hubiera movido el suelo.

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Recién había empezado la secundaria y estaba tomando mi primera clase de español. Esa noche calurosa de agosto, acabábamos de cenar y yo me estaba quejando de haber elegido esa clase, les comentaba a todos que era difícil recordar todas las conjugaciones verbales en español.

—Por lo menos escuchas español todo el tiempo —dijo Adela, mi hermana—. Intenta aprender latín como Santiago y yo en la prepa.

—Es una lengua muerta que nos ayudó a sacar mejores notas en la prueba de aptitud. —Rió mi hermano mayor—. Ni siquiera hay malas palabras en latín. Ni chistes.

Entonces mi papá repitió una de sus historias favoritas de cuando estaba en el ejército. Los soldados mexicanos de su compañía con frecuencia se contaban chistes unos a otros. Nos dijo que si había soldados anglosajones o afroamericanos escuchando todos se divertían durante el chiste en inglés hasta llegar a la mejor parte. Pero cuando llegaban al final cambiaban al español. Siempre se reía cuando imitaba a los otros que gritaban “Oye, ¡dilo en inglés!”

Esta historia también me hacía reír a mí.

Más tarde me senté en la cocina con mi mamá, sufriendo con la tarea. Aunque me iba muy bien en las pruebas de inglés sobre las categorías gramaticales, necesitaba ayuda con los verbos en español. Sabía sustantivos en español como manzana, libro, gato, perro pero hasta los verbos más fáciles como hablar y trabajar me hacían un nudo la lengua.

Mi papá había entrado a la cocina para sacar una cerveza del refrigerador. Me escuchó cuando dije —Mamá, ¿por qué no nos enseñaste español como lo hizo la mamá de Elena? Si habláramos español todo el tiempo, me sacaría As en español como Elena.

Mamá tocó con sus dedos el libro de texto. —Deja de quejarte, mi’jita, y acaba la tarea.

—Pero tú y papá hablan español tan bien. ¿Por qué no nos enseñaron? —pregunté, pensando en por qué no le había hecho esa pregunta antes.

Mamá me medio sonrió, y apoyó la mejilla en su mano. —Pero sí te enseñamos. Hablabas solamente español hasta que cumpliste cuatro años.

—¿Sí? —No me podía imaginar hablando sólo en español. Todos mis recuerdos eran en inglés. Aún con mis amigos imaginarios siempre hablaba en inglés; no importaba si eran de México, Francia o Japón—. No recuerdo nada de eso. Híjole, Mamá, ¿por qué me hicieron la vida tan difícil tú y Papá?

En vez de tomar la cerveza e irse al cuarto de la tele, mi papá vino y se sentó a la cabecera de la mesa. Lo observé con curiosidad, esperaba que contara otra historia divertida sobre los mexicanos que contaban chistes. Quería una distracción porque mi tarea de español no era nada divertida.

Mi padre se pasó el bote frío entre las palmas de las manos un buen rato, observando la mesa con detenimiento. Después levantó la vista y dijo —Estabas muy chica cuando tu hermano Santiago empezó a ir a la escuela. Ninguno de ustedes sabía mucho inglés porque todos sus primos hablaban español y ustedes jugaban con ellos. Los niños del barrio también hablaban español. Todos nuestros amigos nos dijeron que los niños aprendían inglés bien rápido cuando entraban a la escuela, por eso no nos preocupamos mucho.

Se detuvo un momento para mojarse los labios, y luego habló en un tono que jamás le había escuchado. —La mayoría de los maestros en la escuela hablaba español, pero a Santiago le tocó una maestra nueva, una gringa. Tenía el pelo rubio, te acuerdas, ¿Mamá? —miró a mi mamá.

Vi que sus labios se apretaron cuando asintió con la cabeza.

Observé a mi padre. Su tono se hizo más grave con cada palabra que pronunció. —Tu hermano sólo sabía español y unas cuantas palabras en inglés: Apple, book, cat, dog, palabras simples. No sabía cómo pedirle cosas a la maestra, especialmente no sabía cómo pedir permiso para ir al baño … —se le atoró la voz en la garganta, y sus ojos cafés de repente se llenaron de lágrimas—. Santiago se cagó en los calzones, allí en su pequeño pupitre.

Le corrieron las lágrimas por las mejillas y le mojaron el bigote negro. Sentí un dolor en mi corazón al ver llorar a mi padre. Mis propios ojos se llenaron de lágrimas calientes de vergüenza mientras lo escuché decir —Nos llamaron de la escuela para que fuéramos por él. Lo lavamos, y en la noche me senté en esta silla y le dije a tu mamá, No más español. Mis hijos aprenderán inglés de ahora en adelante. Sólo les hablaremos en inglés. Quiero que les vaya bien en la escuela.

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Una cliente carraspeó, y yo moví mi cola de cabello sobre mi hombro, como si así me deshiciera de ese doloroso recuerdo. Le di una sonrisa falsa y parpadeé rápidamente para deshacerme de las lágrimas que no quería que ella viera.

Llevaba un vestido mexicano con flores bordadas, es un estilo típico de los turistas que visitan el Valle o de las mamás de edad que han perdido la figura. Lo único es que esta mujer joven llevaba unos aretes de colores y un collar rojo de cuentas grandes que hacen que el vestido luciera moderno y divertido.

—Sabes, lo que te dijo ese señor tiene sentido —me dijo.

Sentí que el estómago se me caía. Ay no, ¡otra igual! ¿Qué es esto? ¿Día nacional para atacar a Ninfa?

Leyó mi identificación.

—Ninfa, vives en una ciudad bilingüe cerca de la frontera. Así es que saber español es una buena habilidad. Pero ese señor no tenía por qué hacerte sentir vergüenza de tus padres y culpar a tu papá.

Encontré mi voz, pero las palabras temblaron cuando dije —Sólo quería que me fuera bien en la escuela.

—¿Y te ha ido bien?

—¡Sí! —dije rápidamente, sentía que mi corazón poco a poco volvía a su sitio—. Siempre he estado en el cuadro de honor. Y la semana que entra tomaré los exámenes AP. —Levanté la cabeza y me enderecé cuando dije— Mi hermano Santiago acaba de graduarse de la escuela de leyes.

La señora sonrió. —Seguro que tus papás están muy orgullosos.

—Sí, lo están.

—Eso es lo único que tienes que recordar, Ninfa. —Me pagó mientras yo marcaba en la máquina registradora, y antes de irse, me guiñó un ojo—. Yo también trabajé en un lugar como este para pagarme la universidad. ¿Sabes lo que aprendí? Que los clientes groseros actúan así porque sus padres no les enseñaron otra forma de ser. Veo que los tuyos sí hicieron un excelente trabajo.

—Gracias —le respondí. Hasta le sonreí de verdad—. ¡Qué tenga buen día!

Asintió con la cabeza y se fue.

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La brisa de la noche me refrescó la espalda mojada de sudor mientras caminaba a la troca donde mi papá esperaba para llevarme a casa.

—¡Hola, Papá! Gracias por recogerme —dije y me subí. Me puse el cinturón de seguridad y salimos del estacionamiento.

—¿Cómo te fue hoy en el trabajo? —me preguntó, su familiar perfil estaba delineado por las manchas de luz que entraban por la ventana de la troca—. ¿Diste lo mejor de ti?

Sonreí. Hasta cuando me sacaba una C en una prueba difícil, mi papá no se enojaba. ¿Diste lo mejor de ti? Siempre me hacía intentar más, y al mismo tiempo, me daba gusto saber que me quería por sobre todas las cosas.

Le respondí. —Hoy fui cortés cuando un cliente se portó grosero conmigo, y la señora después de él los felicitó a ti y a mamá por criarme tan bien. —Una repentina oleada de lágrimas invadió mis ojos cuando le dije —¡Te quiero, Papá!

Estiró la mano y me acarició el brazo. —Mi’jita, cada día me enorgullece ser tu padre.

Y entendí cada palabra que pronunció en español.