Inez se paró cerca de la ventana del hospital, sus brazos colgaban sin fuerzas a los lados. Como un diente de león cortado de su tallo. Se sentía desnuda y vacía.
La puerta de la habitación se abrió de repente.
Miró sobre su hombro y le dio la espalda a la ventana completamente. Levantó la mano, como para protegerse los ojos de algo muy brillante. Aparte de su mamá, sólo uniformes blancos entraban y salían de su cuarto. Ahora vio a un gran payaso parado en el umbral de la puerta.
Llevaba tenis verdes que parecían medir dos pies de largo. Unas medias de rayas rosas que terminaban en unos pantalones amarillos que le llegaban a los chamorros. Se detuvo para estudiar el saco rojo decorado con trenzas doradas como el que usa el director de la banda. Finalmente vio la cara blanca, los labios delineados con rojo y mechones de una peluca arco iris debajo de un sombrero negro y gastado.
Dio un paso atrás hacia la ventana. —Creo que está en el cuarto equivocado.
El payaso movió la cabeza y dio pasos de pato hacia adentro. Se detuvo, la cama del hospital estaba entre los dos. Se metió la mano en los pantalones amarillos y brillantes, sacó una cajita roja en forma de corazón. Con las manos envueltas en guantes morados, la puso sobre la cama.
Inez leyó las letras blancas en la caja. La curiosidad la hizo acercarse hasta leer las letras pequeñas: Para ti.
Despacito, levantó la vista para ver al payaso a los ojos. En su mirada azul Inez vio una energía cruda. Se preguntó por qué habría ido a su habitación en el hospital.
—¿Qué quiere? —dijo.
Agachando la cabeza, el payaso cerró los ojos. Cuando los abrió, los labios rojos escarlata hicieron una mueca de tristeza. Sacudió la cabeza lentamente. Luego suspiró como si contuviera las lágrimas.
—No necesito un payaso triste —dijo—. ¡Váyase!
La peluca se movió con tres aprobaciones pequeñas. Levantó los dedos hasta tocarse las mejillas. Se las golpeó y empujó hasta que se enderezó la boca. Luego esperó su respuesta.
Inez cruzó los brazos. —Por lo menos no me diste una sonrisa estúpida.
El payaso movió la cabeza.
Inez se sintió impaciente con su silencio. —¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí?
Su brazo pasó sobre la cama de hospital. Inez bajó la vista. La caja se quedó donde la dejó; un corazoncito rojo sobre blancas arrugas y gastadas manchas. Las pequeñas palabras escritas: Para ti.
Inez sólo atinaba a alejarse del regalo estremecida. —Mi bebé murió. Ya se lo dijeron, ¿qué no? —su mirada incendió la caja hasta deshacerla—. Ayer escuché un latido. Por fin era real. Ahora ya no está. Mi mamá me dijo que era una bendición, ¡una bendición! ¿Lo puede creer? ¿Sabe cómo me siento ahora?
Vio al payaso asentir con la cabeza.
—Sí, cómo no —dijo—. No lo sabe. Usted es sólo un tonto payaso.
La cara del payaso se ensanchó sorprendida. Por un momento, Inez pensó que la expresión le haría que le saltara el sombrero de la cabeza. De repente, caminó hacia la cama.
Inez caminó de lado contra la pared blanca.
El payaso levantó sus dedos enguantados frente a sí mismo, abrió la mano. Entrelazó los dedos, los mantuvo así como un abanico morado. Se los puso enfrente de la cara, cubriéndose la boca, la nariz. Pero no los ojos; los había abierto como si se hubiera abierto un cerco entre ellos.
Separó una mano de la otra lentamente, escondiendo una detrás de su espalda. Poco a poco empuño la otra mano. Torciéndose, apretando, girando de lado a lado. Un fuerte dolor que Inez conoció íntimamente, porque había estrangulado su propio corazón tanto que era imposible mantenerlo dentro.
—¡Váyase, por favor! —dijo, su voz se quebró en un sollozo. Se puso las manos en la cara, y se volteó hacia la pared. Odiaba la pena. Quería el sol del invierno, un vaso de leche de chocolate, su camiseta grande favorita, sentarse en su sillón, reír con las caricaturas.
Sus lágrimas salieron en gotas torpes. Se las refregó en la cara, pero sólo regresaron, renaciendo en su dolor.
Dedos envueltos en suaves guantes le tocaron la mejilla y ella sintió algo fresco y blanco. Estrujó el pañuelo entre los dedos; después se lo llevó a la nariz, sorbiendo, limpiando, y al final se sonó la nariz.
Suavemente parpadeó a través de la visión borrosa de la cara del payaso hasta poder verla mejor. Unas arrugas grandes se formaron alrededor de sus ojos, unas más pequeñas se hicieron en las comisuras de la boca. Pero ambas estaban cubiertas con pliegues de maquillaje como pequeñas zanjas sobre su cara. Debajo de la peluca, Inez vio algunas canas. Olía a naftalina y menta.
Y a pesar de la sorpresa de su llegada, Inez descubrió que la ternura de su mirada la hacía sentir menos sola. No estaba allí por deber como una enfermera o por obligación como su madre. No venía a juzgarla, sólo traía un regalo de su corazón.
—Gracias —susurró al final, metiéndose el pañuelo en el bolsillo de la bata.
Los labios del payaso formaron una sonrisa, una amistosa expresión que ella podía aceptar ahora. Él se volteó y apuntó a la cama. Inez miró al payaso. —Y ¿ahora qué?
Sin dejar de verla a los ojos, le tomó firmemente la mano. La suave humedad de sus guantes se derritió contra la palma de su mano.
El payaso dio un paso hacia la cama; ella caminó con él. Para Inez, cada paso duraba más que un momento. La anticipación suavemente reemplazó al dolor. Tenía un regalo frente a ella. Un misterio, una sorpresa que aún la esperaba. Para ti.
Le soltó la mano al payaso.
Inez estiró la mano, levantó la caja de la cama y la dejó descansar en la palma de su mano. —¿La abro? —Miró al payaso para que le diera una respuesta, pero él simplemente se tocó los labios con dos dedos y se dio la vuelta para salir. Ella lo vio salir del cuarto de hospital, y observó la caja, perpleja.
Y por primera vez en dos días, sintió una esperanza. Y su pequeño titileo cabía perfectamente adentro de su cajita roja.