FRENO Y CAMBIO

Otra vez no, pensó al escuchar a su mamá en el teléfono.

Joaquín Padilla empujó el plato de cereal aguado y se desplomó en la silla de la cocina. Sabía que su mamá estaba hablando con el tío Víctor otra vez; parecía como si lo llamara tres veces al día para quejarse de Nanita. Probablemente porque todos en casa estaban cansados de escucharla, especialmente Joaquín.

—¿Así es que le quitaste las llaves? ¡Qué bueno! No tiene que andar manejando ya, Víctor. ¿Qué si choca? ¡Nos demandarían a nosotros!

—Drama, drama, drama —musitó Joaquín cuando se levantó de la mesa. Agarró la cachucha del trabajo y le hizo adiós a su mamá cuando pasó cerca de ella. Ella apenas lo miró cuando le dijo al teléfono —Víctor, ayer pasé por la casa de Mamá. ¡Ay, Dios! ¡Traía puesta la misma blusa sucia de hace dos días!

Qué importa, está bien, quería decirle Joaquín por centésima vez. Pero mientras las llaves del auto tintineaban en su mano, notó el llavero plateado con un rayo verde en el centro. Había sido un regalo de cumpleaños de Nanita. Hacía meses que no veía su abuela, pero había estado ocupado. Unas llamaditas rápidas, pero casi sólo hablaba él, se quejaba de la escuela, de sus papás o de su terrible trabajo haciendo hamburguesas. Ella lo escuchó, como siempre lo hacía.

Nanita fue la primera a quien le contó cuando no ganó la feria de ciencias o cuando no tenía pareja para su baile de octavo. Ella fue a la única persona que llevó a pasear cuando sacó la licencia de conducir. Después de todo había sido Nanita quien lo había dejado manejar su auto los domingos por la mañana cuando salían a desayunar juntos para que pudiera practicar más.

Esos desayunos del domingo no se habían dado en más de un año. Había pedido los turnos del domingo para no estar casa con sus papás cuando ellos no tenían nada más que hacer que molestarlo. Últimamente Mamá se quejaba mucho de Nanita, y eso enfurecía Joaquín.

—Te digo que está perdiendo la cabeza —Mamá les decía a todos constantemente.

Con frecuencia, Joaquín tenía ganas de decirle —Mamá, es una viejita, déjala en paz. —Pero se quedaba callado porque era más fácil ignorar a Mamá que decirle que estaba equivocada.

Lo bueno era que jamás les contó la vez que Nanita se olvidó del tocino que estaba cocinando en la estufa. El humo había activado la alarma de fuego. Joaquín tuvo que subirse en una silla y sacarle las pilas. Abrió las ventanas, y volvió a poner las pilas después de diez minutos. No fue un problema, pero Mamá ¡le habría quitado el sartén para freír a Nanita!

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El turno de Joaquín terminó temprano porque una de las chicas se lo cambió por el del próximo sábado por la noche así es que decidió ir a la casa de Nanita y ver por sí mismo.

Manejó por el barrio conocido, y se dio cuenta de que extrañaba a los divertidos viejitos que había conocido a través de Nanita. Uno por uno, sus amigos habían fallecido a través de los años, y los vecinos nuevos eran reservados. Mientras estacionaba el carro, pensó Híjole, no le quedan amigos.

Joaquín echó un vistazo a la casa, y rápidamente la volvió a mirar. La puerta mosquitera de la entrada estaba completamente abierta. Y luego vio que Nanita estaba parada al lado de su carro. Estaba parada en la puerta abierta del lado del conductor. Su pelo canoso estaba despeinado y llevaba una bata gastada que ella habría hecho trapos antes, pensó Joaquín.

¿Qué estará haciendo? ¡Se ve peor que un vagabundo!

Cuando su abuela se subió al carro y cerró la puerta, Joaquín se bajó del suyo.

—Nanita —gritó Joaquín. Corrió, pero se tropezó con la maleza crecida del jardín. ¿Por qué no han venido a cortarle el pasto?

Su corazón se agitó cuando empezó el motor. En su mente estaba gritando. ¡Pensé que el tío Víctor le había quitado las llaves!

—Nanita —gritó más fuerte—. ¡Espera, Nanita!

Alcanzó la puerta del pasajero y vio la barra roja y gruesa que atravesaba el volante del carro de Nanita. Jaló la manilla. Golpeó la ventana.

Ella de repente metió el cambio, y el carro saltó hacia atrás. Se deslizó camino abajo. —Nanita, ¡para! —gritó otra vez.

Con la barra de fierro, ella no podía mover el volante. A través del parabrisas vio su cara de niño asustado.

Joaquín agarró el espejo, una tonta idea porque tenía las manos sudadas. El carro cobró velocidad mientras se deslizaba en bajada. —Nanita, ¡pisa el freno!

Sin aliento, corrió al lado del auto gritando —Nanita, ¡pisa el freno!

Nanita gritó —¡Joaquín! Joaquín, suéltalo —como si fuera un niño que se podía hacer daño. Pero era ella quien se podía lastimar —¿qué no veía la barra de seguridad? ¿Qué no se daba cuenta que no podría meter el cambio? ¿Qué no podría manejar? ¿Cómo podría ser tan tonta?

—Joaquín, ¡suéltalo! —gritó otra vez bien fuerte, sus dedos soltaron el espejo y se cayó fuerte sobre sus rodillas. Miró hacia arriba. Nanita se cubría la cara con sus manos mientras el impulso de la bajada empinada aumentó más y más con cada vuelta de la llanta. Joaquín se levantó con un salto y trató de correr hacia el lado del conductor.

Pero el carro ya había salido y se deslizaba por la calle. Joaquín movió la cabeza de lado a lado. ¿Vendría algún carro de la esquina? ¿Qué si alguien salía de la otra dirección y chocaba el auto de Nanita? ¿ Qué puedo hacer? ¡Ay, Dios mío, Nanita!

Sólo un raro golpe de suerte los ayudó a ambos. No pasó ningún carro, y cuando estaba ya al nivel de la calle, el carro empezó a detenerse aún moviéndose hacia atrás.

El carro se detuvo en el jardín del vecino, a unas pulgadas del porche de cemento que rodeaba su casa. Joaquín suspiró de alivio y atravesó la calle.

Nanita abrió la puerta del auto, y bajó a tropezones. Se tapó la boca con los dedos temblorosos, moviendo la cabeza.

—¿Nanita, estás bien?

Tomó una bocanada de aire y se tambaleó. Miró a Joaquín, como si no lo conociera. —¿Qué quieres?

Joaquín caminó despacio hacia al lado del conductor. —Nanita, ¿estás bien? —le preguntó otra vez. Frunció el ceño y se dio cuenta que tampoco llevaba puestos los anteojos—. Nanita …

—¿Qué quieres? —Cerró la puerta con una fuerza que él jamás pensó una anciana podría tener—. ¿Quién trabó mi carro? Tengo que ir a la tienda.

—Nanita, yo te puedo llevar a la tienda. —Observó su cara, preguntándose por primera vez si ella sabía quién era—. Nanita, soy Joaquín. ¿Te puedo ayudar? Vamos a casa.

Ella se acercó, empezaba a enrojecerse la cara; lo regañó con el dedo. —Tengo que ir a la tienda. Encuentra las llaves para abrir esa maldita barra. Ahora, ¿me oyes?

—Nanita, yo …

—Nadie te dio permiso para sacar mi carro —Nanita movió las manos. Su voz chilló con ira—. Te metiste al jardín de los vecinos. ¿Qué va a pensar la señora De León?

Joaquín dio un paso atrás. La señora De León había fallecido hacia unos años. Y él esperaba que el nuevo vecino no estuviera en casa para ver el carro en su jardín.

¿Lo culparían a él sus papás? ¿Pero que debía hacer? No podía llamar a su mamá, se alarmaría y además, vivía al otro lado de la ciudad.

—Nanita —dijo, despacito—. Nanita, vamos a casa. Llamaré al tío Víctor, ¿de acuerdo?

—¿Dónde están mis llaves? Voy a la tienda, ¿me oyes?

Le asustó su tono de voz, pero trató de mantener la calma. —Yo te puedo dar las llaves. Y yo te llevaré a la tienda, ¿está bien?

Ella caminó hacia la defensa trasera del auto dando tropezones. Cruzó los brazos sobre sus hombros y se meció para adelante y para atrás sobre sus pies descalzos. No veía a Joaquín; sólo observaba el carro y el jardín.

Joaquín suspiró. Sabía que el tío Víctor trabajaba cerca, y decidió llamarlo. Sacó el celular de su bolsillo. —Tío Víctor, soy Joaquín.

—Hola, Joaquín, ¿qué pasó?

Empezó con las buenas noticias. —Bueno, éste … Nanita está bien, pero su carro está en el jardín enfrente de su casa.

—¡Qué!

—Cuando llegué, estaba tratando de conducirlo a la tienda. Pero la barra de seguridad en el volante la confundió, así es que sólo se deslizó en bajada hacia la calle. —Respiró antes de darle las malas noticias—. Ah, éste, su carro está al otro lado de la calle ahora.

—Ay, Dios, ¿le pegó a algo? O, ¿a alguien?

—No, tuvo suerte —la mano de Joaquín tembló al sostener el teléfono.

—Qué bueno que me llamaste —el tío Víctor dejó de hablar y dejó escapar un suspiro antes de decir—, Quédate con ella. Voy para allá.

¿Y ahora qué? Él siempre esperaba que su abuela lo sacara de aprietos. Pero no reconocía a esta viejita loca que se mecía sobre los talones y le murmuraba al carro. Caminó despacio hacia ella. —Nanita, vamos a casa. El tío Víctor ya está en camino.

Ella volteó a verlo. —¿Llamaste a Víctor? ¿Por qué me hiciste eso?

—Nanita, probablemente él tiene la llave para la barra de seguridad. Él moverá el carro a la cochera —respondió Joaquín. Estiró la mano para tomarla del brazo.

Ella le golpeó la mano. —No debiste haberlo llamado, Joaquín. ¡Sólo te va a gritonear! —Sus ojos de repente se llenaron de lágrimas—. ¿Por qué lo llamaste? Después de todo lo que hecho por ti, ¡ahora vas y me acusas!

Nanita levantó las manos, y empezó a cruzar la calle. Siguió caminando por la banqueta. Subió los escalones del porche y se metió por la puerta de enfrente. Y la dejó abierta de par en par.

Joaquín dejó escapar aire por la boca mientras se recargaba en la defensa del frente del carro. De acuerdo, debería llamar a su mamá, pero dejaría que el tío Víctor lo hiciera más tarde. Su mamá no le gritaría al tío Víctor, y si lo hacía, el Tío Víctor la dejaría desahogarse y con tranquilidad le diría lo que se tenía que hacer.

Siempre le había agradado la amabilidad de su tío, tan distinta al voluble estado de ánimo de su mamá. Pero ahora Joaquín tenía que dejar a su mamá en paz. Sus preocupaciones sobre Nanita eran reales. Demasiado reales.

Joaquín clavó los ojos en el suelo. ¿Dónde está la Nanita que conozco y quiero?

Se quedó allí parado, repasando recuerdos felices en la casa de Nanita, cuando el tío Víctor llegó en su van blanca del trabajo y se estacionó detrás del carro de Joaquín.

Bajó la ventana y gritó —¿Aún están las llaves puestas en el carro?

Joaquín miró en el carro y asintió. —Sí.

Mientras su tío se bajaba de la van, Joaquín caminó hacia él. —¡Toma! ¡Atrápalas! —Su tío le lanzó un llavero pequeño—. Ésas son para la barra. Mueve al carro a la cochera, y vuelve a ponerle la barra, ¿de acuerdo?

Asintió, pero entonces el tío Víctor gritó algo más —Y ¡quédate con las llaves! No se las des a Nanita.

Cuando Joaquín se sentó detrás del volante del carro de su abuelita, la tristeza lo invadió por completo. Abrió el cerrojo de la barra de seguridad, echó a andar el carro de Nanita y lo condujo despacio a través de la calle a la cochera de Nanita. Para cuando puso la barra y cerró el carro, vio que el tío Víctor estaba caminando hacia el porche. Cerró la puerta mosquitera con cuidado y encontró a Joaquín en los escalones.

—Aquí están las llaves, Tío Víctor. ¿Está bien Nanita?

Se encogió de hombros. —Supongo que sí. No me quiere hablar por ahora. Está sentada en el cuarto de la televisión viendo un show en la tele.

—No sabía qué hacer. —Aún le temblaban los dedos de la mano—. Por eso te llamé.

—Hiciste lo correcto, Joaquín. Si le hubieras llamado a tu mamá, se habría puesto a llorar, y ay no, no necesitamos a dos mujeres actuando como locas al mismo tiempo —respondió el tío Víctor —. Tu mamá y Nanita todavía me sorprenden con su melodrama.

Joaquín se dio cuenta de que estaba asintiendo con la cabeza, pero la comparación entre su mamá y Nanita lo dejó con una horrible sensación. Le entregó las llaves a su tío.

El tío Víctor suspiró. —Insistió que el carro tenía que estar afuera de la casa. “Para que la gente sepa que estoy en casa” me dijo. Fui muy tonto al no buscar otro par de llaves, y pensar que la barra de seguridad la detendría. Tu abuela es una mujer muy testaruda.

—Me gritó, Tío Víctor —dijo Joaquín—. Jamás la había visto así.

Su tío asintió. —Gritó cuando le quité las llaves. —Por un momento miró a Joaquín con detenimiento, y luego lo sorprendió con una leve sonrisa—. En diez minutos se habrá olvidado de todos estos problemas. Ve a casa, Joaquín. Llámala mañana. Ya lo verás.

Joaquín asintió. —Nos vemos, Tío Víctor. —Se dio vuelta para irse, pero su tío lo tomó del brazo.

—Joaquín, mantengamos esto entre nosotros, ¿de acuerdo? —Calló, miró al otro lado de la calle y luego lo volvió a ver—. No hay que preocupar a tu mamá, ¿verdad?

—No hay problema —dijo Joaquín, y caminó a su carro. Cuando estaba a punto de partir, vio a su tío Víctor parado solo afuera en el porche de la casa de Nanita, mirando fijamente el carro.

Joaquín se alejó despacio, intentaba entender la terrible escena en la casa de su abuela. Cuando dio la vuelta en la esquina, sintió que había abandonado a Nanita cuando ella más lo necesitaba. ¿Qué estoy haciendo? Nanita debería saber que me importa por sobre todas las cosas. Tengo que regresar hoy, no mañana.

Dio vuelta en la siguiente cuadra y condujo de vuelta a su casa. Ya no estaba la van blanca del tío Víctor. Esta vez, Joaquín decidió estacionarse detrás del carro de su abuela.

En el porche, Joaquín tocó dos veces en el marco de la puerta como siempre lo hacía, y gritó a través de la puerta mosquitera —Oye, Nanita. Me acaban de pagar. Ponte los zapatos. Vamos a comer un helado. Yo invito.