Capítulo 15

 

 

 

 

 

PASARON TRES SEMANAS. Mi castigo de no salir de casa iba acercándose al final, y ya había cumplido el que me habían impuesto en la escuela.

Tal como deseaba, celebramos mi cumpleaños con discreción y sin mucho bombo. No me atreví a invitar a Paul y a Daga a causa de mi castigo, pero ese día todo pareció quedar temporalmente olvidado.

Agneta me obsequió con un abrigo de lana y un valioso chal de un rojo brillante que iba muy bien con mi color de piel y me hacía parecer menos pálida.

—Lo necesitarás cuando quieras recorrer la finca en invierno.

El conde Lennard me había encargado un vestido.

—Para el próximo verano —explicó cuando abrí la caja y comprobé que tenía mangas de globo y era demasiado fino para los meses en los que estábamos.

Casi tenía el mismo color que el chal, así que Agneta debía de haberle ayudado a elegirlo. La tela era tan suave que habría estado horas acariciándola. Al instante supe que sería el vestido que llevaría en la fiesta del solsticio.

Ingmar me regaló una pulsera que había fabricado él mismo con cuentas de colores. La sentí fría sobre la piel, pero enseguida se convirtió en parte de mí. Me pasaba ratos enteros contemplando cada uno de sus cristalitos.

De Magnus, por suerte, no supe nada. Estaba en el internado y quizá no regresara a casa hasta Navidad.

En realidad, ese día hubo dos celebraciones. El banquete que me ofrecieron los Lejongård contó con un menú impresionante, pero antes también disfruté de una pequeña fiesta con el servicio. Entre todos habían hecho un fondo común y me habían comprado un cuaderno de escritura. La señora Bloomquist, a pesar del dolor en las articulaciones, preparó el pastel de cumpleaños mientras Svea se encargaba de la cena. Nos sentamos todas juntas y estuvimos charlando, yo sobre la escuela, las criadas sobre lo que habían visto y oído en el pueblo.

Lo único que empañó un poco mi alegría fue que mi madre no pudiera estar conmigo. De vez en cuando me acordaba de ella y tenía que luchar contra las lágrimas. Con ella, la fiesta habría sido menos lujosa y los regalos de un valor bastante inferior, pero al menos nos tendríamos la una a la otra. Me habría invitado a una cafetería y allí habríamos tomado un café con un trozo de pastel. Hubiéramos hablado sobre la Escuela de Comercio de Estocolmo, y quizá también sobre Paul.

A él lo añoré mucho ese día. Seguro que me habría regalado algo del taller de su padre. Y un beso, que para mí significaría más que cualquier otra cosa.

 

 

SOLO DOS SEMANAS después celebramos el cumpleaños de la condesa. Era toda una casualidad que las dos hubiéramos nacido el mismo mes. Empezaba a entender por qué decía que me parecía a ella en algunas cosas. Daga, que nunca dejaba sin leer el horóscopo de los periódicos, estaba convencida de que las personas que nacían el mismo mes estaban marcadas por características similares. Sin embargo, a Agneta parecía gustarle que a su fiesta acudieran numerosos invitados. En eso nos diferenciábamos bastante.

Por desgracia, Magnus sí estuvo presente en la celebración de su madre. No me lo crucé en demasiadas ocasiones, pero cuando sucedía me miraba como si quisiera ensartarme. Ingmar me había contado que su hermano coleccionó mariposas una temporada, y en la realskola me habían enseñado que los insectos se atravesaban con una aguja estando vivos, o bien ligeramente aturdidos. Solo con pensarlo, sentía un escalofrío en la espalda cada vez que lo veía. Por suerte tuvo que regresar al internado poco después, y para mí fue como si el sol volviera a brillar con un nuevo fulgor.

 

 

CON LA PRIMERA nevada llegó el día de santa Lucía. Tras innumerables preparativos, el trece de diciembre volvimos a tener invitados en la casa. A la mayoría ya los conocía, aunque también encontré caras nuevas entre ellos. Le di la mano a un sinfín de personas e hice numerosas reverencias. Al ver que Magnus no estaba, alguien comentó medio en broma si me habían cambiado por él, y a mí se me puso la cara más roja aún que la faja del esmoquin de Ingmar.

El salón de baile estaba decorado de forma parecida al día de la cena de la cacería, solo que en esta ocasión las ventanas y algunos de los trofeos estaban adornados con ramitas de acebo y cintas rojas. También las mesas estaban vestidas de manera ostentosa, con centros rojos y plateados, y altos candelabros de plata. Junto a cada plato había un paquetito que contenía un lussekatt, un bollito de azafrán que había preparado Svea. Los habíamos envuelto la condesa y yo.

Mientras los invitados ocupaban sus sitios, las chicas del coro de santa Lucía entraron en tropel en el vestíbulo. Muchas tenían la cara colorada y nos miraban como si fuéramos personajes de cuento.

—¡Vaya, por fin! —exclamó Agneta, y me indicó que la acompañara.

—Discúlpeme, por favor, condesa, hemos tenido unos problemillas con la túnica de Kirsten —explicó la mujer que las dirigía—, pero estaremos listas dentro de nada.

Nos contó entonces que Kirsten sería la santa Lucía de ese año y que, por lo visto, en un ensayo se le había manchado el vestido con cera de las velas y nadie se había dado cuenta. Al verlo poco antes de partir, las mujeres del pueblo habían tenido que poner a prueba toda su habilidad con la plancha y el papel secante para que santa Lucía pudiera hacer su aparición.

—Matilda, quiero presentarte a la señora Sundström, la mujer de nuestro pastor. Dirige el grupo de discusión de textos bíblicos y se encarga de las celebraciones religiosas del pueblo.

—Encantada de conocerla —dije, y le ofrecí la mano.

Desde mi llegada habíamos ido a la iglesia todos los domingos, pero solo había visto allí al pastor.

—Matilda es mi pupila —explicó Agneta—. Es de Estocolmo, pero vive en Lejongård desde agosto.

—Estaríamos encantados de que asistiera a nuestras reuniones bíblicas —dijo la mujer—. En el pueblo hay un par de jóvenes de su edad. Tal vez le gustaría charlar con ellos.

—Es usted muy amable, gracias. Pensaré en su ofrecimiento.

No me apetecía nada conocer a la juventud del pueblo. ¿De qué me serviría trabar amistades allí si luego regresaba a la capital? Sin embargo, tampoco quería ofenderla.

—Así lo espero —repuso la mujer del pastor—. Bueno, pues voy a ver qué hacen las chicas.

Dicho eso, se alejó.

—Has sido muy diplomática —comentó Agneta cuando la mujer ya no nos oía—. También podrías haber rechazado la invitación. ¿O de verdad quieres ir a las reuniones bíblicas?

—No, pero no quería que se molestase. Lejongård es importante para la gente de aquí, no me gustaría que pensaran mal de nosotros.

Agneta asintió y en sus ojos creí ver algo de orgullo.

Regresamos al salón, donde las conversaciones se habían convertido ya en un murmullo indescifrable. La condesa consiguió la atención de todos con una campanilla y dio un pequeño discurso. A una señal suya, por fin se apagaron las luces de la sala. Todavía se oían leves susurros.

Entonces se abrió la puerta y las muchachas del coro fueron entrando en procesión, guiadas por la luz de la corona de velas que santa Lucía llevaba sobre la cabeza. También las demás sostenían una vela en la mano, y sus túnicas blancas resplandecían en la oscuridad. Cuando empezaron a cantar con sus voces delicadas y claras, hasta el último susurro se acalló.

 

«Natten går tunga fjät runt gård och stuva.

Kring jord som sol förlät, skuggorna ruva.

Då i vårt mörka hus, stiger med tända ljus,

Sankta Lucia, Sankta Lucia.»[1]

 

Se me llenaron los ojos de lágrimas sin saber por qué. La canción de santa Lucía solo decía que la luz de la santa ahuyentaba la noche, pero me conmovió mucho. Unos versos que hablaban de cómo expulsar la oscuridad. ¡Cuántas veces no había sentido yo que me hundía en un pozo negro!

De repente no pude evitar pensar en mi madre, y en que también ella habría visto algún día esa misma representación. Las criadas, aunque debían quedarse en un rincón, no tenían prohibido asistir a la fiesta, así que presenciaban el mismo recital que los invitados. ¿Qué habría dicho mi madre si supiera que estaba viendo lo mismo que vio ella, solo que desde la mesa de los señores?

Turbada, me sequé las lágrimas de las mejillas y, al mirar a un lado, me di cuenta de que Agneta me observaba. Me obligué a sonreír para demostrarle que no estaba triste.

Las muchachas entraron en el salón y se detuvieron ante nuestra mesa. Les brillaban los ojos y se las veía muy contentas de haber conseguido acabar la primera canción.

Interpretaron también algunas otras. Su canto sonaba cada vez más redondo, y en él se podía distinguir cada una de las voces. Algunas tenían un timbre tan maravilloso que cualquiera habría creído estar ante una futura cantante de ópera o canto lírico. ¿Tendrían algún día la oportunidad de convertirse en algo así?

Las luces volvieron a encenderse con el aplauso de los invitados. Agneta dio las gracias al coro, indicó a las muchachas y a la mujer del pastor que se sentaran a una mesa especialmente dispuesta para ellas y dio por inaugurado el bufé. No solo había pastas tradicionales, sino también muchas otras exquisiteces que habrían sido dignas de una celebración de Navidad.

—Es la última ocasión festiva del año en que recibimos a socios comerciales —me explicó Agneta mientras los invitados marchaban hacia la comida—. Navidad y Fin de Año los celebramos en familia. Por eso debe de parecerte un día de santa Lucía más espléndido de lo que tal vez esperabas.

Yo nunca había celebrado ese día con un banquete, pero no dije nada y me limité a asentir con la cabeza.