DIMOS LA BIENVENIDA a 1934 con una brillante lluvia de colores. Para la noche de fin de año, Agneta encargó unos magníficos fuegos artificiales que dejaron boquiabiertos a los habitantes del pueblo. Mientras la deslumbrante pirotecnia formaba una cúpula de estrellas sobre nuestras cabezas, yo lancé al cielo un deseo secreto: que Paul quisiera casarse conmigo. Soñaba con que el día de mi siguiente cumpleaños se presentara en la finca y me propusiera matrimonio.
Ya lo había esperado cuando él cumplió los veintiuno, pero a Paul le parecía complicado convencer a Agneta. Después de la desastrosa visita de hacía casi dos años, no se había dejado ver más por Lejongård, pero yo no perdía la esperanza. No salía con ninguna otra chica, y en sus cartas siempre me dejaba claro que para él no existía nadie más.
Quizá no había querido interrumpir mis estudios en la Escuela de Comercio, pero ese último año ya me había sacado el título con un «Muy bien», algo que alegró a Agneta tanto como habría entusiasmado a mi madre. Desde entonces, me encontraba en una especie de limbo. Trabajaba en la finca y no parecía que la condesa quisiera cambiar eso, pero mi corazón seguía soñando con tener mi propia empresa y una vida con Paul.
Estaba impaciente por ver lo que me depararía ese nuevo año. Por fin cumpliría los veintiuno, podría marcharme de Lejongård y ser dueña de mi destino.
A un invierno frío y húmedo le siguió una primavera incontenible, pero el verano prometía ser suave.
La finca prosperaba. Aunque en el resto del mundo la economía seguía pasando por grandes dificultades, el campo parecía bailar a un son distinto. Agneta hizo que cubrieran muchas yeguas y en la finca Ekberg las cosechas fueron excelentes. La hermana de Lennard se había recuperado favorablemente de una fuerte gripe que nos tuvo en vilo antes de Navidad.
Ingmar y Magnus pasaban la mayor parte del tiempo fuera y solo regresaban a Lejongård los fines de semana o durante las vacaciones escolares. Seguramente nunca tendría una relación afectuosa con Magnus, que solía evitarme. Cuando estaba en casa, yo siempre tenía miedo de que me hiciera algo, pero todo siguió en calma y no maquinó más maldades. ¿Era posible que poco a poco se hubiera acostumbrado a mi presencia?
El tiempo que pasaba con Ingmar, en cambio, era maravilloso. Me hablaba mucho de Estocolmo y de sus estudios. La ingeniería agraria nunca me había parecido demasiado emocionante, pero de pronto me empapaba de todo lo que me explicaba sobre cultivos, abonos químicos y fitotecnia. Yo, por mi parte, lo mantenía informado sobre la finca, los nuevos caballos y los rumores que las criadas traían del pueblo cuando iban a pasar allí su jueves libre. Si me hubiera casado con Paul y me hubiera marchado, me habría perdido todo aquello.
En esos momentos estábamos ocupadísimos con la preparación de la fiesta del solsticio. Ahora ya sabía en qué consistía. La lista de invitados había tenido muy pocas variaciones durante los últimos años. Siempre se añadían nuevos socios comerciales, pero rara vez se tachaba a alguien de ella. La distribución de las mesas, sin embargo, se regía por un delicado equilibrismo, porque debíamos saber exactamente quiénes se caían bien y quiénes se tenían antipatía.
—Matilda, no vamos a tener suficiente aguardiente para la fiesta, ¿te importaría acercarte a caballo a la taberna del pueblo para encargarle más nubbe al dueño? El chico de los recados está ocupado y yo tengo que ir a la ciudad.
—Claro, con mucho gusto —respondí sonriente, contenta de poder salir un rato del caluroso despacho.
Aunque ventilábamos, seguía haciendo calor, y entre tantos documentos tenía la sensación de marchitarme.
Sabía que a la condesa no le gustaba encargarme ese tipo de recados, pero me alegré de poder ir al pueblo a caballo. Casi esperaba volver a toparme con aquel extraño anciano. Desde la primera vez que nos vimos, siempre pensaba en hablar con él si me lo encontraba, pero de momento no había ocurrido. En cambio, sí conocía ya a otras personas del pueblo: el pastor y su mujer, el tendero, la mayoría de los agricultores y sus familias, y por supuesto el tabernero. Olaf Björnsson llevaba la taberna desde hacía unos años, después de que el antiguo dueño muriera. Durante una temporada pareció que el hostal y su taberna iban a quedarse huérfanos, pero entonces apareció Björnsson junto a su familia y en pocas semanas consiguieron ganarse el corazón de los lugareños.
Salí del despacho y bajé. En el establo encontré a Lasse Broderson, el caballerizo, que estaba comentando algo con uno de sus mozos.
—Señorita Matilda, ¿a qué debemos el honor de su visita? —me saludó de buen humor.
—Tengo que acercarme al pueblo. ¿Podría ordenar que ensillen un caballo?
—¿Cuál quiere?
—Pues me da igual. Lo principal es que no me tire.
Aún no me había decidido por ningún caballo. Había montado mucho con la vieja Berta, pero ya estaba muy mayor y solo la sacaban a pastar por los prados. Desde entonces, cambiaba de animal cada vez.
—Debería escoger usted un caballo —opinó Broderson, y le indicó al mozo de cuadra que me ayudara—. La señora solo cabalga con su montura habitual.
—A mí me gustan todos —repuse.
No quería mencionar que tal vez pronto me marcharía de la finca. Paul todavía no había dicho nada sobre nuestro compromiso, pero estaba segura de que, como muy tarde, hablaríamos de ello después de mi cumpleaños y de mi regreso a Estocolmo. Sin embargo, todo el mundo parecía creer que me quedaría en Lejongård para siempre. Yo les tenía cariño y no quería darles un disgusto antes de tiempo, así que callaba.
—Pero meditaré sobre su consejo —añadí—. ¿Cómo se encuentran las yeguas preñadas? ¿Se puede calcular ya cuándo tendrán los potros?
—Gunda parirá en cualquier momento. No le quitamos ojo. En cuanto veamos alguna señal, la meteremos en la cuadra.
—Avíseme cuando suceda, ¿quiere?
—¡Desde luego, señorita Matilda!
Le di las gracias y acepté las riendas del caballo que me ofreció el mozo de cuadra. Linus era un castrado castaño oscuro con el que me gustaba montar porque reaccionaba muy bien ante situaciones inesperadas. Quizá debiera convertirlo en mi preferido. Tomé impulso para subir a la silla y comencé a cabalgar.
MIENTRAS ME ACERCABA a la verja, el calor se hizo más soportable. Cerré los ojos un instante y disfruté de la brisa. Fuera de la propiedad, dejé que Linus echara a galopar y me incliné completamente sobre su cuello. Cabalgar ya era algo tan natural para mí que me costaba entender cómo había puesto el pie equivocado en el estribo en aquella primera ocasión. Echaría de menos los caballos cuando regresara a Estocolmo, pero quizá Agneta me permitiera ir a Lejongård de visita de vez en cuando.
El cereal todavía maduraba en los campos. Por iniciativa de Lennard, habían empezado a plantar maíz americano y lino para abrirse a nuevos mercados.
Al acercarme al pueblo oí las campanas de la iglesia. ¿Habría muerto alguien?
Seguí cabalgando hasta que vi el cortejo fúnebre. Unos hombres llevaban a hombros un sencillo ataúd de madera de roble. Los transeúntes se detenían junto al camino, se quitaban el sombrero y bajaban la cabeza. Desmonté del caballo y me incliné también ante el ataúd.
—¿Quién es el difunto? —le pregunté a la mujer que tenía al lado. Era Thea Brickholm, la esposa de un aparcero nuestro.
—El viejo Korven —respondió—. Por fin descansa en paz, después de haber soportado tanto sufrimiento.
¿Korven? Ese apellido me sonaba de algo. De repente me vi a mí misma sentada ante el notario que abrió el testamento de mi madre. Su apellido de soltera había sido Korven.
Recordé también el encuentro con aquel anciano. Hacía ya años de eso. Me había llamado Susanna y parecía desconcertado al verme.
—¿Qué le hizo sufrir tanto? —pregunté.
La mujer puso cara de circunstancias.
—Bueno, pues que su hija se quedara embarazada y desapareciera de la noche a la mañana. Su mujer se pasó la vida recriminándole que la hubiera dejado servir en la finca, donde seguramente conoció al sinvergüenza que le hizo aquello.
—¿Que le hizo el qué? —No acababa de comprenderlo.
—¡Pues el niño! Nadie sabe quién la dejó embarazada y ella no quiso decirlo. Luego, de pronto, se marchó.
Me bajó un escalofrío por la nuca. Mi madre nunca me había hablado de sus padres. ¿Era posible que…?
—El caso es que, cuando la hija desapareció, la vieja Korven puso el grito en el cielo. Incluso se comentó que quería denunciar a la condesa, pero la cosa quedó en nada. La mujer solo se dedicó a hostigar a su pobre marido. Ella murió hace unos años, y la soledad acabó con el viejo Korven. Estaba muy abandonado cuando murió. Es triste, la verdad. Ahora por fin descansa en paz, gracias a Dios.
Me quedé de piedra. Esa historia despertó mis sospechas. Desconocía las circunstancias que llevaron a mi madre a Estocolmo, solo sabía que no quiso tener más relación con sus padres. Cuando le preguntaba a Agneta, siempre me respondía con evasivas, así que llegó un momento en que dejé de hacerlo. ¿De verdad mi madre había vivido en el pueblo y se había marchado de la noche a la mañana? ¿Y por qué consideraba la gente un sinvergüenza a mi padre por haberla dejado embarazada, si al final se había casado con ella? Aunque tal vez eso no lo sabían.
Tenía tal cantidad de preguntas en la cabeza que ni siquiera me enteré cuando la mujer se alejó.
¿Y si ese anciano había sido mi abuelo? Al pensarlo me dio un vuelco el corazón. ¿Por qué no se lo pregunté aquella vez? ¿Por qué salí huyendo? Por otro lado, ¿habría estado preparada para semejante revelación? ¿Para descubrir un nuevo secreto mientras todavía estaba ocupada con el anterior?
Al cabo de un rato volví en mí y recordé que quería ir a la taberna. Llevé al caballo de las riendas y lo dejé amarrado a la entrada del pueblo.
Justo delante vi aparcada una motocicleta. Estaba recién estrenada, como una que había visto en Estocolmo. Paul no hacía más que hablar de esas máquinas. Me dio pena no tener una cámara fotográfica, porque habría retratado esa obra maestra. ¿Quién podía permitirse una motocicleta así en el pueblo?
Subí los escalones de la entrada. En verano, el tabernero abría su casa a mediodía para que los viajeros sedientos pudieran tomar algo. Cada vez había más veraneantes que iban a Escania para disfrutar de la naturaleza. Agneta no prohibía a nadie la entrada a sus tierras, siempre y cuando no molestaran a los campesinos en el trabajo.
—¡Buenos días, señorita Matilda! —exclamó Olaf Björnsson al verme—. ¡Ha dejado pasar mucho tiempo sin venir a visitarnos!
La última vez había estado allí con Ingmar, durante sus vacaciones escolares, y el tabernero nos sirvió un café fuerte y un pastel casero.
—En la finca hay mucho que hacer —expliqué, y me acerqué al hombre. La mayoría de los clientes eran excursionistas. Seguro que la motocicleta era de alguno de ellos—. Estamos preparando la fiesta del solsticio. Por eso he venido.
—¿No querrá retirarme la invitación? —preguntó Björnsson en broma.
—¡Ni mucho menos! Pero me temo que este año tendremos a tantos invitados que necesitaremos un poco más de nubbe. Esperaba que pudiera usted servírnoslo.
—Bueno, déjeme pensar… —Björnsson se llevó un dedo a los labios.
—¡Venga, Olaf! Sé que tiene de sobra. ¡Sobre todo para Lejongård!
—¡Me ha descubierto! Por supuesto que tengo, y como es usted una joven tan guapa, se lo dejaré a buen precio.
Sonreí.
—Muchas gracias, Olaf. La condesa se lo agradecerá.
Cuando salí del establecimiento, me tomé un momento para disfrutar del sol que me daba en la cara. La alegre charla con el tabernero me había hecho olvidar un instante al anciano que había fallecido. Preguntaría a alguien de la finca para averiguar si mi madre estaba relacionada con él.
—Señorita, disculpe, por favor —dijo entonces una voz.
Abrí los ojos de golpe. Un hombre al que acababa de ver en el local se me acercó. Lo miré bien; tenía el pelo oscuro con mechones canosos y el rostro surcado de arrugas. En la mejilla se le veía una cicatriz alargada que seguramente llevaba consigo desde hacía muchos años, porque brillaba con un blanco reluciente y destacaba mucho en su tez morena. Era delgado y tenía las manos ajadas. A su abrigo oscuro y raído parecían haberle arrancado todos los elementos decorativos. En general, su imagen no despertaba mucha confianza.
—¿Sí, dígame? —contesté de todos modos, pues había personas cerca a quienes pedir ayuda si era necesario.
—No sé muy bien cómo decirlo… ¿No será usted de la finca, o sabrá algo sobre ella?
—¿Por qué lo pregunta?
—Bueno, allí vive una vieja conocida y me gustaría saber cómo van las cosas.
—¿Quién es esa conocida? —me interesé.
¿Podía resultar aún más raro ese día? Primero el entierro de un hombre que se apellidaba como mi madre, y luego un extraño personaje que quería saber cosas de la finca.
—Eso… prefiero guardármelo para mí. No sé si estaría bien presentarme de pronto, pero me gustaría saber qué ha ocurrido en estos años. Tal vez entonces me pase a saludar.
—No hace tanto que vivo allí. Solo los últimos tres años.
—¿Trabaja en la propiedad?
—Sí. —Una voz interior me advirtió que no era bueno desvelar demasiado.
—Bueno, no es el peor sitio del mundo, yo lo sé bien. Merece la pena conservar ese trabajo.
Percibí un estremecimiento en su rostro. ¿Era algo nervioso? ¿Tenía algún trastorno?
—Me temo que no puedo ayudarle.
Di media vuelta, pero el hombre me agarró del brazo. Lo miré con severidad y me soltó enseguida.
—Disculpe, por favor, pero… ¿la condesa Lejongård sigue siendo la señora de la finca?
—Sí, por supuesto.
—Y… ¿su marido? Quiero decir que… está casada, ¿verdad?
—Sí, lo está. Y tiene dos hijos. Si quiere saber algo más, tendrá que ir allí a preguntarlo. ¡Buenos días!
Giré sobre mis talones y caminé deprisa hacia el caballo. Sentía el cuerpo tenso como un muelle de reloj.
¿Por qué me hacía unas preguntas tan extrañas ese hombre? Cualquiera del pueblo habría podido decirle que la condesa estaba casada y tenía dos hijos. ¿Por qué me había abordado precisamente a mí?
Por suerte, no intentó seguirme. Cuando estuve junto al caballo, me volví, pero ya había desaparecido. Sacudí la cabeza y monté.
AL REGRESAR, LA finca parecía desierta. Seguro que Agneta había salido ya hacia la ciudad. Cómo me habría gustado preguntarle por el viejo Korven…
Puesto que casi era la hora del café, bajé a la cocina. Tal vez pudiera afanarle alguna galleta a la cocinera. Aunque la condesa no recibía a damas en el salón para tomar el café como había hecho su madre, la tradición de las pastas había continuado.
En cualquier caso, allí no encontré a nadie más que a Lena. ¿Había ocurrido algo y habían salido todos corriendo? ¿Qué me había perdido?
—Ah, señorita Matilda, ya ha regresado usted.
Me gustaba que Lena no me llamara solo «señorita», como hacían las criadas más jóvenes. Creía que en algún momento empezarían a dirigirse a mí por mi nombre, pero aún no lo hacían.
—Sí, y veo que todo el mundo ha salido.
—La condesa se ha llevado a la señora Bloomquist y a dos criadas a Kristianstad, pero usted no tiene por qué renunciar al café. Ya lo he preparado.
—¿Le parece mal si me quedo aquí un rato? Ahora mismo tengo tantas cosas en la cabeza que prefiero no estar sola.
—Con mucho gusto, ¡siéntese! Me alegra tener compañía.
Lena sirvió dos tazas y dejó un platito con galletas delante de mí. No tenía mucho apetito, pero el aroma del café me despertó los sentidos.
—Lena, ¿puedo hacerle una pregunta? —dije mientras contemplaba mi rostro reflejado en la taza.
—Por supuesto, señorita Matilda, ¿qué le preocupa?
—Antes he estado en el pueblo y he visto un funeral.
—Ah, qué pena. ¿Ha podido enterarse de quién era? Desde que murió mi madre, voy poco por allí.
—Una mujer me ha dicho que era el viejo Korven. Por eso me pregunto… —Me interrumpí al ver cómo le cambiaba la cara a la doncella.
Apretó los labios y sus ojos adoptaron una expresión casi temerosa.
—El apellido de soltera de mi madre era Korven, y me pregunto si ese hombre tenía algo que ver conmigo. Con mi madre.
Lena seguía mirándome, pero no decía una palabra.
—Hace ya un par de años —proseguí—, fui al pueblo y un anciano me habló. Fue el día que mi ropa desapareció del armario y estuve vagando sin rumbo. El hombre me llamó Susanna.
Lena, temblorosa, bajó la mirada y respiró hondo.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Esto es muy… Yo…
—Se trata otra vez de algo que mi madre no me explicó, ¿verdad?
—Creo que sí —reconoció Lena—. Debe usted saber que aquella época no fue fácil para ella. El embarazo y la salida de la finca… Todo ello supuso un escándalo.
—¿Quiere decir que mi madre abandonó la finca por mi padre?
—Sí. —Se notaba que la cabeza le iba a toda velocidad—. Los padres de su madre… No sé cuánto le explicó ella.
—No mucho —repuse—. O, mejor dicho, nada de nada. Sus padres no existían en nuestra vida. Cuando me interesaba por ellos, ella cambiaba de tema. En aquel momento no le di mayor importancia, pero ahora me pregunto si ese hombre con el que me crucé era el difunto de hoy. Y si también…
—… podría ser su abuelo.
—Sí.
Lena asintió.
—Me temo que lo era.
—¿De verdad?
Enarqué las cejas. Que confirmara mi sospecha fue como un puñetazo en el pecho. ¿Por qué no me había dicho nadie que mi abuelo vivía aún en el pueblo?
—Verá, la forma en la que los padres de Susanna trataron a su hija… Algo muy grave debió de pasar porque, si no, no habría huido de ellos. —Adoptó una expresión pensativa—. La señora se encargó de que Susanna se marchara a Estocolmo y se casara allí. Por entonces yo aún era muy joven y no me enteré muy bien de todo, pero Susanna me escribió y me pidió que no le dijera a mi madre ni a nadie más dónde estaba. Quería desaparecer para siempre.
Recordé al anciano. Me había asustado, aunque en realidad ofrecía una imagen digna de lástima.
—Por mi madre supe que los Korven nunca superaron la desaparición de su hija —dijo Lena—, pero tampoco hicieron nada por intentar encontrarla.
—¿Podría…? —Me interrumpí. ¿De verdad quería saber lo que había ocurrido entre mi madre y mis abuelos? Ella tendría sus motivos. Aun así, sentía curiosidad—. ¿Podría contarme alguien lo que ocurrió?
—Me temo que eso solo lo sabían la propia Susanna y sus padres. Después de su marcha… Es extraño, pero apenas hubo rumores en el pueblo. Los Korven soltaban sapos y culebras sobre la finca, pero al final callaron. La mujer murió y el hombre se abandonó cada vez más. Eso fue todo. No tengo idea de si los Korven le contaron algo a alguien, pero tal vez sea mejor no remover el pasado.
Volví a mirar mi taza como si fuera un espejo que pudiera revelarme la verdad. El café ya estaba tibio, pero yo tenía los dedos como el hielo.
—Gracias, Lena.
—De nada —respondió ella, y se levantó—. Tengo que volver al trabajo. No se lo tome muy a pecho. Su madre era buena persona y merecía salir de este pueblo. Las cosas no le habrían ido bien si se hubiera quedado aquí. Es posible que la hubiesen enterrado incluso antes que a sus padres —dijo, y salió de la cocina.
Yo me quedé sentada un rato más con la mirada puesta en la ventana elevada. El cielo era de un azul inocente. Una abeja zumbaba como tratando de decidir si debía entrar o quedarse fuera; al final optó por lo segundo. ¿Sería eso también lo mejor para mí? ¿Quedarme fuera y no seguir preguntando?
—QUÉ CALLADA ESTÁS hoy… —comentó Agneta en la cena—. ¿Te pasa algo, Matilda?
Como muchas otras veces, nos habíamos quedado las dos solas. Lennard se había ido a la finca Ekberg para supervisar los campos y, sobre todo, visitar a su hermana, que no acababa de encontrarse bien de salud.
Sacudí la cabeza, absorta aún en todo lo que había averiguado esa tarde gracias a Lena.
—No, estoy bien.
Era verdad hasta cierto punto, pero no del todo. Habían enterrado a mi abuelo y yo acababa de descubrir quiénes eran mis abuelos maternos. No eran cosas especialmente agradables, pero aun así sentía que me habían ocultado una parte de mi historia, y eso me tenía bastante confusa.
—Pues pareces diferente.
Sentí que le debía una explicación, pero ¿me apetecía preguntarle por mi madre? Por un lado, quería saber qué le habían hecho mis abuelos, pero por otro me daba miedo enterarme de algo sobrecogedor. Ella había querido protegerme con su silencio. ¿Por qué iba a hacerme daño yo misma indagando sobre algo que había callado?
—Hoy me he cruzado con un hombre peculiar —dije al final, decidiéndome por ese otro encuentro, más inofensivo aunque no menos extraño—. Me ha hecho preguntas al salir de la taberna.
—¿La taberna? —Agneta pensó un momento y entonces lo recordó—. Ah, sí, el aguardiente. ¿Qué te ha dicho el tabernero?
—Que nos servirá el nubbe que necesitemos. Como he ido a encargárselo yo, nos hará un buen precio. O al menos eso ha dicho.
—Ese viejo encantador… Ten cuidado con él. —Agneta sonrió, pero entonces volvió a ponerse seria—. Pero ¿de qué hombre me hablabas? ¿Te ha acosado? ¿Ha hecho algo por lo que deba llamar a la policía?
—No, no me ha acosado. Al menos no como estás pensando. Solo quería hacerme unas preguntas. Por ejemplo, si estabas casada y si la finca había cambiado mucho. Ha sido muy raro, también ha dicho algo así como que no merecía la pena marcharse de la finca.
Agneta dejó el tenedor, tragó lo que tenía en la boca y me miró a los ojos.
—¿Cómo era ese hombre?
—Bueno, iba un poco desaliñado. Llevaba un abrigo viejo y tenía una cicatriz en la cara. Su pelo era canoso, y tenía los ojos azules.
—Y… ¿le has contado algo?
—No. Bueno, solo lo que sabe todo el mundo. Que estás casada y tienes dos hijos. Me he marchado enseguida, porque lo he tomado por loco.
—Has hecho bien —dijo Agneta.
¿Sospechaba de quién podía tratarse?