POR FIN LLEGÓ la fiesta del solsticio, que me ayudó a no pensar tanto en Paul. Tampoco aquel desconocido había vuelto a aparecer. Había oído a Lennard hablar una vez más con Agneta sobre aquel encuentro, pero le aseguró que el hombre se había marchado.
—Quizá no fuera él —dijo—, o le entró miedo. Ambas cosas me parecerían bien.
Yo seguía preguntándome si sería el pirómano.
El día antes de la fiesta, Ingmar y Magnus regresaron de Estocolmo.
—Veo que aún estás aquí —me saludó este último con su acostumbrada vileza—. Pensaba que te habrías escapado con algún canalla. A tu edad, hace tiempo que deberías tener novio.
—Mejor ocúpate de tus asuntos —contesté, y apreté los puños para contener la rabia.
En los últimos años, Magnus se había convertido en un joven cada vez más huraño. Su cuerpo estaba presente, pero su mente vagaba por lugares lejanos. Nos trataba como a desconocidos que estuviéramos de paso en la casa. No teníamos ningún motivo para conversar. Cuando estaba en la finca, solía retirarse a la cabaña del administrador. Su hermano afirmaba que allí se dedicaba a escribir una novela.
Al menos la llegada de Ingmar fue como un rayo de luz. Al verlo, sentí que de mi boca quería salir una auténtica riada de novedades.
—¿Te ha contado tu madre lo del extraño tipo que me abordó en el pueblo? —le pregunté mientras paseábamos por el jardín en flor la víspera de la fiesta.
Los girasoles levantaban la cabeza por encima de nosotros y el dulce aroma de las rosas atraía a las abejas. El escenario para la orquesta ya estaba montado. Había cintas con banderines colgando de un lado a otro del jardín, y el mayo se erguía imponente hacia el cielo.
—¿Te abordó un hombre? —preguntó Ingmar—. ¿Quién era?
—Eso me gustaría saber.
Le conté lo que me había explicado Lena, y también confesé que había oído una conversación entre sus padres.
—Tal vez haya llegado el momento de que regreses a Estocolmo una temporada —dijo—. Lo que cuentas me preocupa un poco.
—No está claro quién era ese hombre, pero en caso de que fuera el incendiario, ¿qué tengo que ver yo con él? Sería Agneta quien debería irse a Estocolmo.
—Jamás abandonaría la finca a su suerte.
—Ojalá supiera qué relación tuvo mi madre con ese hombre —dije.
Estaba convencida de que, si de verdad existiera un peligro, Lennard tomaría medidas.
—¿Tu madre? —preguntó Ingmar, extrañado.
—Lena insinuó algo, pero nadie quiere darme una respuesta clara.
—Pregúntale a la mía.
—No puedo. —Negué con la cabeza.
—Te da miedo.
—Sí. Siempre que hablo con ella de eso, surge algo nuevo. Es como quitarle capas a una cebolla. En algún momento llegas al interior y no puedes evitar llorar.
—Eso es porque lo haces mal —repuso Ingmar, que me tomó del brazo y lo entrelazó con el suyo—. Deberías plantearte seriamente ir a Estocolmo. Solo una temporada. Antes no quería reconocerlo, pero es una ciudad bonita, emocionante y muy diferente del campo, tan amodorrado.
—Solo lo dices porque quieres tenerme cerca —repliqué con una sonrisa sibilina.
—¡Por supuesto! Así podré presumir de ti con mis compañeros. Aunque tendremos que evitar cruzarnos con ese Paul tuyo.
—Me parece que ya no es mi Paul —dije, y me recoloqué el lazo del vestido.
—¿Y eso? ¿Es que os habéis peleado?
—Su padre lo envía a Noruega.
Ingmar me miró con asombro.
—¿Y qué? ¿Qué te impide ir con él? No es que aquí vayas a heredar una finca.
—Pero sí tengo una casa en Estocolmo.
—¡Pues véndela! Consigue dinero y vete a Oslo.
Me sorprendió su postura. Un momento antes quería que fuese a Estocolmo, y ¿de repente me aconsejaba ir a Oslo?
—Paul no me quiere allí —dije en voz baja.
—¿Que no te quiere allí? —repitió con incredulidad.
—Lo que has oído. No me quiere allí con él. Me ha dicho que nuestros planes de antes eran infantiles, que ahora tiene que construirse una vida en Noruega y yo le estorbaría.
—Menudo imbécil —murmuró Ingmar, y me abrazó—. A mí me tienes para lo que necesites, ¿me oyes?
—Gracias —dije, y posé los brazos en sus hombros.
—Bueno, ¿qué me dices? ¿Bailaremos juntos en la fiesta del solsticio? ¿Todavía te acuerdas?
—¡Desde luego! —exclamé—. Y me gusta bailar contigo.
—Por fin algo que me hace ilusión —repuso con una sonrisa.
LOS INVITADOS EMPEZARON a llegar al día siguiente por la tarde, y en cuestión de unas horas el jardín vacío se convirtió en una celebración al aire libre donde la gente comía, cantaba, bailaba y daba la bienvenida al verano.
Como había tantas voces y tantas historias a las que prestar atención, no volví a pensar en Paul ni en el desconocido. De vez en cuando recorría el jardín con la mirada; aunque había muchos rostros nuevos, habría reconocido a aquel hombre.
Magnus seguía sin dejarse ver, y yo bailé mucho con Ingmar. Cuando oscureció, todo el mundo estaba ya muy animado. Incluso Agneta y Lennard, que se habían achispado un poco.
Bajé a la cocina. La anciana señora Bloomquist, que estaba allí charlando con las criadas, hizo una reverencia al verme, aunque a mí me dio un poco de apuro. Al fin y al cabo, no era su señora.
—¡Ay, señorita Matilda! —exclamó la cocinera—. Qué flaca está. ¿Come lo suficiente?
—Claro que sí, señora Bloomquist. ¿Cómo se encuentra?
—Pues depende mucho del momento. Unas veces me siento fuerte y hasta capaz de arrancar un árbol, y otras, en cambio, me pasaría el día durmiendo. Será la edad.
—En cualquier caso, me alegro de que haya venido.
Unos días antes no había parecido posible, porque la mujer tenía molestias en las piernas y la espalda, y su memoria no siempre colaboraba. Esa fue una de las razones por las que Agneta la animó a jubilarse algo antes, porque no quería arriesgarse a que la comida empezara a llegar a la mesa cada vez más salada.
—Bueno, Lejongård no es solo mi antiguo puesto de trabajo, también es como un hogar para mí. Empecé cuando aún era una jovencita, ¿sabe? Y nunca quise moverme de aquí, de esta cocina.
Eso me impresionó. También yo deseaba encontrar un trabajo que me llenara tanto.
La mujer era una de las empleadas con más años de servicio que había tenido la finca. El antiguo cochero, que ya había muerto cuando yo llegué, solo la superaba por dos años. Si alguien había que conociera bien la propiedad, era ella.
Eso me dio una idea.
—¿No sabrá usted por casualidad lo que ocurrió entre mi madre y el caballerizo de aquel entonces? —pregunté mientras me sentaba a su lado.
—¿Su madre? —dijo, algo desconcertada, pero enseguida cayó en la cuenta—. Ah, sí, Susanna.
—Susanna, sí.
—Hubo muchos rumores, pero debo decir que no me creí ninguno de ellos, porque gran parte de esas habladurías son mentiras que solo sirven para hacer daño.
—¿Y qué contaban de mi madre?
—Pues que tuvo una aventura con Langeholm poco después de que echaran a la amante de él. En aquella época, las relaciones entre empleados estaban prohibidas, pero comentaban que él se había dado prisa en encontrar una sustituta.
Me la quedé mirando, atónita.
—Eso fue antes de que Susanna se casara con el padre de usted —añadió la cocinera—. Ya le digo que solo fueron habladurías. ¡No se lo tome muy en serio!
¿Mi madre había tenido una aventura con el pirómano? ¿Qué ocurrió en realidad? ¿Cómo reaccionó cuando declararon culpable a Langeholm y lo condenaron? ¡Ojalá esa historia no fuera tan confusa! ¡Ojalá mi madre me lo hubiera contado todo!
Miré a un lado. Me habría gustado hacerle más preguntas a la cocinera, pero vi que se le cerraban los ojos. Poco después empezó a roncar un poco.
Cuando salí de la cocina, me crucé con Agneta.
—Ah, ¿estás aquí? Pensaba que habías ido a dar un paseo.
—Buscaba un rato de calma —repuse—, pero parece que he aburrido a la señora Bloomquist. Se ha quedado dormida ahí, en su silla.
—Tranquila, tú no aburres a nadie, Matilda. Es tarde y la señora Bloomquist ya no está acostumbrada a trasnochar. Me habría gustado que se mezclara un poco con los invitados, pero no hay forma de sacarla de su cocina. La echa de menos.
—¿Nunca pensó en casarse? —pregunté.
Me parecía una lástima que una mujer se ligara tanto a una casa en la que no era más que una empleada.
—No lo sé. Por desgracia, no leo la mente de las personas. Ya estaba aquí cuando yo era pequeña, pero, por lo que sé, nunca hubo ningún hombre en su vida. Y si tuvo a alguien, lo escondió muy bien.
—Agneta, ¿puedo preguntarte algo?
—Lo que quieras.
—Ese desconocido que habló conmigo… ¿Es posible que fuera el incendiario? ¿El responsable de la muerte de tu padre y tu hermano?
La condesa me miró sobresaltada.
—¿Sigues pensando en él?
—Sí, es que… no me lo quito de la cabeza.
—¿Y qué te ha hecho pensar que pudiera ser el incendiario? Langeholm estará en prisión de por vida.
Sus palabras me sorprendieron. ¿No era lo que ella misma había pensado? ¿No había hablado con Lennard de ello? Sentí que me sonrojaba.
—Lo he oído decir por ahí. Que tal vez fuera él. Y que también tuvo algo que ver con mi madre.
Agneta negó con la cabeza, pero en un primer momento no dijo nada.
—Eso es… imposible. No, no pudo ser él —zanjó después.
—¿Estás segura? Tal vez lo indultaran.
—No, no lo han hecho. Sigue en el lugar al que lo enviaron.
—Entonces, ¿quién era ese hombre?
—No puedo saberlo porque no lo vi. Seguro que solo era un loco. O un periodista. Tal vez un espía de la competencia. Hiciste bien en no contarle nada.
—Jamás lo haría.
Me acarició el brazo.
—Lo sé. Y ahora, será mejor que regreses con los invitados. La noche es joven.
Asentí, pero aún pregunté algo más:
—¿Tuvo mi madre algo que ver con el incendio?
Agneta me miró con gravedad.
—No creas lo que dice la gente. Langeholm era una persona horrible y no se merece que hablemos más de él. Tu madre fue una buena mujer. Todo lo demás no importa.
Asentí de nuevo, pero sospechaba que esa no era toda la verdad. Ahí había algo. Algo que no quería contarme. ¿Tenía razón la cocinera? ¿Cómo podría descubrirlo?
—Gracias —dije.
Salí, pero no me uní a los invitados, sino que me retiré a un rincón tranquilo del jardín y me puse a mirar las estrellas.
«¿Estás ahí? —le pregunté en silencio a mi madre—. ¿Puedes ayudarme a descubrir la verdad?»