EL OTOÑO FUE frío y cubrió los bosques de velos blancos. Mi cumpleaños se acercaba, pero aun siendo algo que esperaba con ilusión desde hacía años, de pronto me invadió la melancolía. En el pasado siempre había sabido lo que haría cuando fuese mayor de edad, había tenido claro el camino a seguir, pero todo eso había cambiado.
Mi infancia había llegado a su fin, y las personas que una vez fueron importantes iban quedando poco a poco relegadas a un segundo plano. Daga había prometido que volvería a escribirme, pero no la creía. Tenía a sus amigas y también a su marido, que le reclamaría más atención que nunca.
El dos de noviembre estaba marcado en rojo en mi calendario desde que regresé de la papelería con él. Se trataba de una simple hoja, pero su significado pesaba mucho. Era el día de mi libertad, y ya había llegado.
Lo acaricié con el dedo y sonreí. A partir de ese momento sería una persona libre. Ya no habría una tutora que cuidara de mí, ni un lugar en el que me viera obligada a vivir. Podría ir adonde quisiera y hacer lo que deseara, aunque todavía no sabía adónde me llevaría mi camino.
Unos golpes en la puerta me hicieron regresar al presente.
—¡Adelante! —exclamé, convencida de que sería una criada.
Sin embargo, era Agneta.
—¡Buenos días, cumpleañera! —Sacó un regalo que llevaba escondido a la espalda—. Quería ser la primera en felicitarte.
—Todavía no ha venido nadie —repuse con una sonrisa enorme.
Me abrazó con fuerza.
—Te deseo todo lo mejor y mucha felicidad en tu nuevo año de vida —dijo, pegada a mi pelo—. Eres casi como una hija para mí, y por eso me gustaría darte esto.
Me entregó el paquete. ¿Lo habría envuelto ella misma con tanto arte? Como me miraba llena de expectación, deshice el lazo y retiré el papel con cuidado. El corazón me latía con fuerza a causa de la emoción. Sentía que ahí dentro había algo muy especial esperando a que lo descubriera. Era una cajita recubierta de terciopelo y, cuando la abrí, vi algo deslumbrante: un collar de perlas y unos pendientes con unos brillantes que destellaban. Lo más especial era que tanto los pendientes como el colgante de oro tenían forma de cabeza de león. Los ojos estaban hechos con piedras preciosas, y también en las melenas de los animales brillaban varias gemas. Las perlas no eran blancas, sino de un suave tono rosado. Debían de haber costado una fortuna. Cuando me pusiera esas joyas en mi boda o para alguna gran celebración de la finca, muchas damas palidecerían de envidia.
—¿Te gusta? —preguntó la condesa, mirándome con ilusión—. He mandado hacer los pendientes y el colgante especialmente para ti, y también he escogido las perlas. No quería las típicas de señora mayor, y ese color me ha parecido más adecuado para una joven.
—¡Son preciosos! —exclamé, sobrecogida—. ¡Muchas gracias, Agneta!
—No hay de qué.
Nos abrazamos de nuevo. Cuando me soltó, vi brillar lágrimas en sus ojos.
—Bueno, lo hemos conseguido. —Me tomó de la mano. Sentí que temblaba e intentaba mantener la compostura—. A partir de ahora, eres una mujer independiente y puedes ir adonde quieras.
—Sí —dije, aunque con pesar en el corazón.
De repente no tenía nada por lo que valiera la pena irme de Lejongård. Sí, claro, estaba la casa de Estocolmo, solo que Paul ya no vivía allí. Habría podido seguirlo a Noruega, pero en nuestro breve encuentro en la boda de Daga había corroborado que ya no quedaba nada entre nosotros.
—Quiero que sepas lo mucho que te valoro y te aprecio. También lo mucho que me alegraría si, a pesar de tu nueva libertad, consideraras la opción de quedarte en Lejongård. Sé que sueñas con tener tu propio negocio, pero aquí, en la finca, te has convertido en una ayuda imprescindible para mí. No, no es cierto. Eres mucho más que eso. Me alegraría mucho que te quedaras a mi lado como nuestra nueva administradora. En la práctica, llevas ya gran parte de los negocios.
La miré a los ojos.
—¿Lo dices en serio? ¿Es una oferta de trabajo?
—Sí, y también una oferta para seguir siendo parte de la familia. Tal vez quieras pensarlo.
—Lo haré —dije, aunque en ese mismo instante supe que aceptaría.
Tenía razón, colaboraba mucho con ella y me daba cuenta de que a Agneta le sentaba bien verse un poco descargada. Magnus se dedicaba a la literatura, y yo sentía que eso preocupaba a la condesa, aunque le dejaba hacer, seguramente porque también ella había estudiado una disciplina artística y sabía lo que era que tus padres quisieran apartarte de ello y decidir tu camino.
Sin embargo, no era momento para reflexionar sobre los próximos días. Solo quería celebrar que por fin era una mujer adulta.
MI FIESTA DE cumpleaños tuvo lugar tal como yo deseaba, en la intimidad, y eso que Agneta había querido organizar un gran acontecimiento, sobre todo porque yo había decidido no debutar en el palacio real. No me quitaba de encima la idea de que la condesa intentaba buscarme novio.
No era eso lo que yo deseaba. Conocía a los hijos de sus amigas y socios comerciales, y entre ellos no había ninguno que me gustara. Además, no quería volver a dejarme llevar por un sueño que luego acabara en nada. Primero debía vivir y encontrar mi lugar en el mundo.
Después de la cena, que como de costumbre fue opípara, salí a dar un paseo con Ingmar. Estaba muy contenta de que hubiera regresado, aunque se hubiera traído a Magnus con él. ¿Por qué lo había convencido para que asistiera a mi cumpleaños? Seguro que había apelado a sus modales.
—¿Y qué se siente? —preguntó Ingmar—. Ahora que ya eres una mujer libre, puedes decidir lo que quieras por ti misma.
Intuí adónde quería ir a parar.
—Si te soy sincera, no me siento tan distinta, aunque a mi alrededor todo parece cambiar continuamente. Pero así es el curso de la vida, supongo. Todo cambia. Por suerte, sí hay un par de cosas que siguen igual.
—Es cierto. Yo, por ejemplo.
—Sí, tú —repuse, y lo miré.
Sabía que, si le daba alguna señal, se decidiría a cortejarme, pero no quería perder a mi amigo. Me gustaban las cosas como estaban.
Nos interrumpió el crujido de una rama.
Me volví y vi a Magnus. Debía de llevar un rato siguiéndonos.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunté, y me puse tensa de pronto.
¿Por qué no dejaba de espiarnos de una vez?
—Tengo algo para ti —dijo, y se acercó.
Me quedé mirando el paquetito que llevaba en la mano como si en cualquier momento pudiera arrancarme el brazo.
—¿Qué es?
—Un regalo de cumpleaños.
Llegaba bastante tarde, así que me dio mala espina.
—Venga —dijo Ingmar—. Ábrelo, así verás lo que es.
Lo miré. ¿Estaba él al tanto? ¿Habría obligado a Magnus a regalarme algo después de que, como siempre, se hubiera pasado días enteros evitándome?
¿O era posible que Magnus hubiera cambiado?
Acepté el paquete con vacilación.
—Gracias. —Sentí que debía abrirlo en ese momento, pero antes pregunté—: ¿Por qué me haces un regalo? Pensaba que no me soportabas.
—Bueno, las cosas cambian, ¿verdad?
En su voz creí percibir un matiz que no me gustó. Aun así, rompí el papel y vi lo que parecía un pequeño cofre. Era muy antiguo y debía de proceder de su colección.
Por un momento me sentí conmovida. Sin embargo, no me libraba de la sensación de malestar. Abrí la tapa y dentro encontré un papel delicadamente enrollado. Lo saqué, desaté la cinta y entonces vi lo que me había regalado Magnus.
Un billete de tren a Estocolmo.
Desconcertada, primero lo miré a él y luego a Ingmar.
—Ahora que ya eres libre, puedes marcharte —dijo Magnus—. Con esto podrás irte mañana mismo a primera hora.
Estaba atónita. También Ingmar se había quedado mudo con el regalo. Vi de reojo cómo sacudía la cabeza. Magnus, sin embargo, sonreía como si acabara de hacerme un gran favor a mí, pero sobre todo a sí mismo.
Mientras agradecía que no me hubiera entregado su regalo al principio del día, de pronto sentí una extraña tranquilidad en mi interior. Comprendí que Magnus esperaba una reacción por mi parte. Una reacción negativa, a poder ser, para reírse durante mucho tiempo.
Pasaron varios segundos y yo no hacía más que pensar, hasta que por fin se me ocurrió algo.
—¡Qué amable por tu parte! —exclamé con la mayor sonrisa que fui capaz de poner—. Entonces, ¿podré ir a visitaros también a Estocolmo?
A Magnus se le congeló la expresión. Debía de contar con que me echaría a llorar. Y, sinceramente, tenía ganas. Pero me obligué a mantenerme entera. Ya no era una niña y no debía acudir corriendo a Agneta. Era una mujer adulta e iba siendo hora de que me enfrentara a Magnus como tal.
—Ingmar, mira. —Le enseñé el billete—. Tu hermano no quiere que me gaste los ahorros. Ahora solo tenemos que buscar una fecha que os vaya bien para que pueda haceros una visita.
Ingmar me miró con asombro, pero vi que alrededor de sus ojos aparecían las arruguitas de una sonrisa. Se notaba que intentaba contener una carcajada.
Magnus me fulminó con la mirada y se marchó dando zancadas furiosas.
Tuve que taparme la boca con la mano para no echarme a reír. En realidad, la situación no era para tomársela a risa, pero sentí una extraña liberación. Por primera vez había conseguido plantarle cara a Magnus.
—Y yo que pensaba que por fin había hecho algo bonito —suspiró Ingmar.
—Así ha sido —repuse—. Me ha regalado un billete de tren. Puedo tomármelo como una invitación a desaparecer o verlo como una buena contable: es un ahorro. Los billetes de tren son caros. La próxima vez que viaje a Estocolmo, lo utilizaré.
Ingmar me miró con vacilación.
—Podría devolverle el billete.
Negué con la cabeza.
—No hace falta. A Magnus nunca le caeré bien, y de todos modos llegará un momento en que tendré que irme de la finca. Pero, cuando lo haga, será porque yo quiera, y no porque él me haya comprado un billete.
Ingmar asintió y me pasó un brazo por los hombros.
—Regresemos y brindemos por ello. Estoy seguro de que Magnus ya habrá vuelto a esconderse en algún rincón.
—Y si no, lo invitaremos. No pienso permitir que me provoque más con sus jueguecitos, y tampoco enfadarme con él.
NI A AGNETA ni a Lennard les dije nada del regalo de Magnus. Lo guardé en un cajón sin hacer caso de la intención con la que me lo había comprado.
Un día después de mi fiesta, Silja me entregó una carta en una bandejita de plata.
—Ha llegado hace un rato para usted, señorita Matilda.
La acepté intrigada.
—¡Gracias!
Al principio pensé que sería de Paul, que sabía cuándo era mi cumpleaños, y hasta cierto punto incluso esperaba que se hubiera acordado. El corazón me dio un vuelco y luego siguió latiendo con nerviosismo.
El remitente era una notaría de Estocolmo.
Sopesé el sobre en la mano un momento, luego saqué el abrecartas. El papel era grueso y elegante, y contenía unas líneas mecanografiadas muy meticulosas y limpias. La hoja estaba coronada por un pequeño blasón que, aunque casi parecía de la casa real, era del notario Ole Malmström, quien me pedía que acudiera a su despacho la mañana del martes seis de noviembre para hablar de una herencia.
No decía más.
¿Una herencia? ¿Quién me habría incluido en su herencia? Volví a leer los renglones, casi esperando ordenar de nuevo las palabras y comprender mejor su significado.
¿Habría incluido mi madre una disposición más? ¿Recibiría por fin una última carta suya? En ese caso, ¿por qué se lo habría encargado a un notario diferente y no al mismo que había abierto su testamento? ¿Sería tal vez un mensaje tardío de mi padre?
Recordé que mi madre había ido sola a la apertura de su testamento. Cuando llegó a casa después, estuvo muy callada. Yo quería preguntarle qué había dicho el notario, pero no me atreví. Esa noche la oí llorar en voz baja.
¿Iban a echarnos de la casa? Pasé casi toda la noche en vela luchando contra el miedo, hasta que por la mañana encontré el valor para preguntárselo.
—No te inquietes, cariño. —Me acarició el pelo—. Nunca perderemos esta casa. Tu padre me la ha dejado a mí, y después será tuya.
Sin embargo, parecía afligida. Nunca llegué a saber por qué, y al cabo de un tiempo la cuestión quedó olvidada.
¿Qué me anunciarían ahora? No podía ser la pérdida de mi propiedad. ¿Había algo más que mi padre quiso darme o comunicarme? ¿Algo para lo que debía ser mayor de edad?
ME PASÉ EL día entero debatiéndome entre si debía hablarle a Agneta de la carta o si era mejor no hacerlo. Ya no era mi tutora, así que, de hecho, no tenía por qué saber nada. Sin embargo, sentía la necesidad de compartirlo con alguien. Pero ¿con quién? Conocía bien a la condesa y sabía que se ofrecería a acompañarme. Tal vez bastaría con decirle que debía ocuparme de un asunto en la capital.
—El lunes me gustaría ir a Estocolmo —les comuniqué a los condes durante la cena—. Regresaré el martes por la noche.
—Como tú quieras —dijo Agneta—. ¿Te apetece decirme para qué?
—He recibido una carta y creo que es algo relacionado con mi padre. Tengo que ocuparme de ello.
Agneta asintió y luego miró a Lennard, pero no supe interpretar esa mirada entre ambos.
—¿De verdad os parece bien?
—Por supuesto que sí. —Agneta hizo una pausa—. Si quieres, puedo acompañarte.
—Gracias, pero no será necesario. Debo hacerlo yo sola. Cuando regrese os lo contaré todo.
La condesa volvió a asentir. Su mirada tenía una expresión temerosa, aunque en realidad era yo quien debería sentir miedo.
ESA NOCHE SUBÍ temprano a mi habitación. Tenía el estómago revuelto a causa de los nervios. Volví a leer la carta, pero no encontré ningún indicio que la relacionara con mi padre. Aun así, estaba segura de que tenía que ser eso. ¿Me habría dejado una carta de despedida? ¿Quería que supiera por qué se había quitado la vida?
Por un lado me daba miedo, pero también deseaba enterarme. Era una laguna en mi vida, algo que nunca se había resuelto del todo. No había podido despedirme de mi padre y nunca supe qué le ocurrió. Solo tenía suposiciones…
Fui al escritorio, abrí el cajón y saqué el regalo de Magnus. No había pensado que fuera a utilizarlo tan pronto.