Capítulo 29

 

 

 

 

 

ESTUVE TODO EL trayecto moviéndome intranquila en mi asiento del compartimento del tren. Repasaba una y otra vez las palabras del notario, leía incansablemente la carta que me había dado. Lo tenía en negro sobre blanco: Stella Lejongård me reconocía como nieta.

Pero ¿por qué no me habían dicho nada? ¿Acaso no estaban enterados? No lo creía. Agneta lo sabía sin lugar a dudas, porque Stella la mencionaba en su carta. ¿Por qué se lo había callado? ¿Porque temía que sus propios hijos perdieran el derecho a la herencia? No, debía comprender que ya no podían declararme hija legítima.

Cuanto más me acercaba a Kristianstad, más crecía mi ira. Agneta ya me había engañado una vez al ocultarme que mi madre había trabajado allí. Entonces pude perdonarla, pero ¿y ahora? Además, ¿por qué no se había casado su hermano con mi madre, como dictaba la decencia? ¿Porque no era lo bastante buena para él? ¿Porque se sentían sometidos al escrutinio de la sociedad? ¿Porque él no se planteaba un matrimonio que no se correspondiera con su posición?

Llegué a Kristianstad por la tarde. Como no había informado a Agneta de mi hora de llegada, el chofer no me estaba esperando, pero me dio igual. Tomé un taxi. En realidad era muy caro, pero al menos ya no tendría que preocuparme por el dinero.

Cuando entré en Lejongård, había oscurecido. La hora perfecta para hablar con Agneta y Lennard. Estaba furiosa. ¡Se habían acabado las mentiras y los secretos! Llena de rabia, subí los escalones de la entrada mientras la carta parecía arder en mi bolso.

—¡Señorita Matilda, buenas tardes! —exclamó Rika al cruzarse conmigo.

—Buenas tardes —repuse, escueta, y me fui directa al comedor.

Como era de esperar, Lennard y Agneta estaban cenando.

—Buenas tardes, Matilda, ¿ya has vuelto?

—¡Agneta, tengo que hablar contigo! —exclamé, temblando.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha ocurrido? —preguntó, y se levantó.

—¡Esto ha ocurrido! —Saqué la carta de su madre y la lancé a la mesa.

Por poco aterrizó en su plato.

—Matilda, tranquilízate—intervino Lennard.

Pero yo no quería tranquilizarme. Miraba fijamente a Agneta, que se quedó de piedra al ver el sobre.

Al cabo de un momento lo levantó con cuidado, como si el papel pudiera morderla igual que un perro rabioso.

«¡Venga, léela!», me habría gustado gritar, pero un nudo me cerraba la garganta. Oía el susurro de mi propio pulso en los oídos, y poco después tuve la sensación de que me faltaba el aire.

Agneta, que se había quedado blanca, sacó la carta con cautela y la leyó.

Tras las primeras líneas se tapó la boca con la mano. Sus ojos, sin embargo, siguieron pegados a esas palabras que habían sacudido los cimientos de mi vida y me habían arrancado parte de ella.

—¿Qué tienes que decir? —pregunté al cabo de un rato. No sabía hasta dónde había leído, pero tenía que soltarlo—. ¿Qué, tía Agneta?

Me miró. En sus ojos había confusión. Las lágrimas emborronaron su color azul claro, pero no me dejé conmover.

—¿Y bien? ¿Te has quedado sin habla? ¿Cuándo ibas a contármelo? ¿Cuándo ibas a decirme que echasteis a mi madre porque tu hermano la dejó embarazada? ¡Porque no se casó con ella, como habría sido su deber!

—Matilda, escúchame, por favor —repuso temblando—. No es lo que tú crees. Las circunstancias de aquel entonces…

—¿Qué circunstancias? ¿Que mi madre no era lo bastante buena para él? ¡En su cama sí lo era! ¿Por qué la hicisteis pasar por todo eso? ¿Por qué?

Me quedé sin voz. Los latidos de mi propio corazón me ensordecían. Las rodillas me temblaban y sentí un mareo, pero no era de las que se desmayaban por algo así. La rabia me recorría como si fuera fuego.

—Tu madre… Ella… —Agneta no encontraba las palabras.

Parecía querer protegerme, pero el tiempo para eso ya había acabado.

—Solo era una criada, ¿verdad? No era lo suficientemente buena para vosotros, y quizá por eso yo tampoco era lo bastante buena para saber la verdad.

—Matilda…

—¡Ahórratelo! —espeté, y subí corriendo a mi habitación.

Ya había tenido suficiente.

Cerré de un portazo y fui dando zancadas hasta la ventana. No sabía de qué forma expresar mi ira. ¿Gritando, vociferando, lanzando cosas por la ventana? ¡Me habían mentido durante todos esos años! Por fin me desbordaron las lágrimas.

Mi vida entera era una mentira. Todo lo que había conocido estaba destrozado. Daga se había casado y se había alejado de mí, Paul había desaparecido, y de pronto me enteraba de que el hombre que había saltado al agua y al que tanto añoraba no era mi padre. Que mi madre se había quedado embarazada del hijo del conde y la habían echado de la finca. Una finca que me había acogido tras su muerte. Una finca que, en realidad, siempre había sido mía también.

Me acerqué al escritorio y, llorando aún, saqué el encendedor de mi padre. ¡Cómo me habría gustado prenderle fuego a la habitación!

Llegué a encenderlo y poco después sentí que me quemaba el pulgar. Esperé un poco más e imaginé cómo sería si todo lo que había allí, incluida mi propia vida, ardiera en llamas.

Cuando el dolor se hizo demasiado fuerte, recobré la cordura.

La destrucción no serviría de nada. Sería mejor aprovechar la información que me habían dado. Debía empezar una nueva vida, y sin demora. Había aceptado la herencia, pero el dinero sería lo único que me acompañaría en mi nueva existencia.

Poco después, llamaron a la puerta. Aunque no quería ver a nadie, mi boca exclamó un «¡Adelante!» de forma casi automática.

Agneta se detuvo en el umbral.

—¿Puedo pasar?

—Estás en tu casa —repliqué, y me senté.

Tenía los ojos arrasados en lágrimas y la garganta dolorida.

La condesa cerró la puerta y se acercó a mí. Arrastró una silla y se sentó a mi lado.

—Siento mucho no habértelo dicho, Matilda. No podía. Tenía miedo. Mucho miedo.

—¿Miedo a mi reacción? —repuse—. ¿No crees que habría sido mejor que me lo hubieras contado enseguida?

—Tal vez. En todo caso, las circunstancias eran algo complicadas…

—Ahora no son mejores. —La miré, aunque me costaba contener la rabia—. ¿Sabías que tu madre había dispuesto todo esto?

Negó con la cabeza.

—Ni siquiera sospechaba que significaras algo para ella. La fecha de la carta… Murió unos tres meses después, poco antes de Navidad. Ese año no celebramos las fiestas…

La ira invadía todo mi cuerpo cuando me oí preguntar:

—Entonces, ¿no me lo habrías dicho nunca? ¿Habrías permitido que siguiera viviendo sin saber quién era en realidad?

—Tenía miedo. ¡Miedo a perderte! —Agneta levantó los brazos, suplicante, pero los dejó caer al ver mi expresión—. Me asustaba que todo lo que conformaba tu vida se viniera abajo.

—¿Y no crees que vivir una mentira habría sido igual de horrible?

—Sí, seguramente. —Soltó un hondo suspiro—. Confiaba en que nunca se supiera, pero a veces no hay forma de contener la verdad. Me gustaría explicártelo. Estoy segura de que tu ira no desaparecerá por ello, pero al menos tendrás toda la información que te concierne.

La miré con expectación. ¿Iba a contármelo al fin?

—En realidad, deberías haber crecido aquí —empezó a decir con la voz quebrada—. Habrías tenido que heredar la finca. Pero tu madre era una criada y, además, no estaba casada con mi hermano. No tengo ni idea de cuáles eran las intenciones de Hendrik en cuanto a su relación con ella, pero sería muy ingenuo pensar que habría renunciado a la finca por tu madre. Y esa habría sido la única forma de casarse con una mujer que no se correspondía con su posición.

Resoplé con desdén. Que no se correspondía con su posición… ¿Cuándo dejaría el mundo de pensar en esas categorías? Sin embargo, no era eso lo que me irritaba.

—Tendrías que habérmelo contado —siseé—. Comprendo que mi madre quisiera protegerme, pero tú deberías haberme dicho la verdad cuando te convertiste en mi tutora.

—Sí, lo reconozco. Pero aún hay más. Mi hermano amaba a tu madre, de eso estoy segura, y probablemente no era capaz de calcular hasta dónde llegaría ese amor. Tal vez creyera que la relación saldría adelante. Por desgracia, no tuvo ocasión de averiguarlo ni de ocuparse de Susanna. Murió cuando ni siquiera sabía lo que había hecho. —Se le escapó una risa amarga—. Nunca te he contado por qué mis padres están separados en los cuadros del vestíbulo. Mi padre y mi madre…

No sabía qué tenía eso que ver, pero la dejé hablar.

—Mi padre falleció hace casi veintidós años, en un incendio que hubo en los establos. Seguro que te has fijado en que uno de ellos es más nuevo que los demás. En el antiguo establo fue donde él murió. El tejado se le cayó encima mientras intentaba proteger a mi hermano. Hendrik… —Calló un momento. Vi cómo la embargaba el dolor—. Mi hermano Hendrik pasó dos días en el hospital. Todos esperábamos que sobreviviera, yo contaba con ello. Había planeado otra vida para mí. Quería ser pintora, conquistar el mundo. Pero Hendrik murió, y el mundo entero se me cayó encima. Intenté engañarme pensando que podría retomar aquí mi vida anterior, pero no fue así. Lo perdí todo. Para cumplir con mi deber, el deber como heredera de Lejongård, tuve que dejar los estudios. El hombre al que amaba me abandonó. Destruí gran parte de mis cuadros y me convertí en la mujer que soy hoy. —Dirigió su mirada hacia la ventana, hacia la oscuridad—. Unas semanas después, tu madre se desmayó mientras trabajaba. Descubrimos que estaba embarazada, pero no quería decirle a nadie quién era el padre. Como mi madre ha señalado en su carta, soy obstinada. Tendría que haber despedido a Susanna, pero no lo hice. Quise encontrar una solución.

—¿Te refieres a un tonto que asumiera la responsabilidad? —pregunté con retintín.

—No, un tonto no. Aquellos eran otros tiempos. Una época en la que las mujeres todavía teníamos que solicitar la emancipación en los tribunales. En la que no podíamos votar. Una época en la que no se pensaba siquiera que un embarazo pudiera ser también culpa del hombre. Cuando sucedía algo así, una mujer sin marido se convertía automáticamente en una prostituta. Lo cierto es que todavía sucede hoy en día. En Estocolmo, mis amigas y yo luchábamos por los derechos de las mujeres. Éramos sufragistas. —Entonces volvió a mirarme, y en sus ojos percibí nostalgia—. Entre otras cosas, nos ocupábamos de las mujeres que se quedaban embarazadas sin marido. Les buscábamos uno. Hombres que accedían de manera voluntaria porque necesitaban una esposa para mantener su prestigio social.

—¿Y qué hombres eran esos? —pregunté.

Mi padre, o por lo menos el hombre que me había criado, siempre fue un contable respetable. ¿Cómo podría haber perdido su prestigio? Quedarse soltero no estaba ni mucho menos tan mal visto como ser una solterona.

—Bueno, hombres que en realidad no deseaban una esposa. Hombres que amaban a otros hombres y que se arriesgaban a ser castigados por ello.

—¡No! —se me escapó—. ¡Mi padre no era así!

—No sé cómo sería tu padre. Solo sé que fue un hombre decente y se hizo cargo de una mujer y de su hija. Susanna estuvo de acuerdo, no le quedaba otra opción. Aunque Hendrik lo hubiese querido, ya no podía casarse con ella.

—Y eso qué más da… —repuse con acritud—. De todas formas, no le habrían dejado hacerlo.

—No subestimes a mi hermano, por favor. Podía ser tan obstinado como yo. Pero ahora no se trata de eso. Tu padre, Sigurd Wallin, aceptó a Susanna y le dio un apellido a la niña que esperaba. Todo acabó bien.

—¿Cuándo supiste que tu hermano era mi padre?

—Cuando fui a buscar a tu madre para decirle que quería ayudarla. Le puse como condición saber quién era el padre de la criatura, y me lo explicó… Me quedé de piedra, pero no dudé ni por un segundo de que me estaba contando la verdad. La mañana que murió Hendrik, la encontré llorando en su habitación. Al principio no le di mucha importancia, pero la tenía. Ayudé a Susanna, y ella, agradecida, mantuvo el contacto conmigo.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. En realidad quería seguir enfadada, pero de repente sentía una losa de tristeza que me oprimía el pecho.

—Ambas consideramos mejor no decirte quién eras. Queríamos que tuvieras una vida normal, que no pensaras cómo habría sido todo si… Fui una boba al confesárselo a mi madre. Le enseñé fotografías tuyas, pero pensaba que no le importabas. Jamás habría esperado que te escribiera una carta así, ni que abriera una cuenta para ti, para dejarte algo por lo menos. Para compartir algo contigo. Según parece, esta familia está llena de secretos. Todos los hemos tenido, o los tenemos aún.

A sus palabras les siguió el silencio. Su voz quedó flotando en la habitación como el eco de unas campanas, y yo me sentía tan aturdida como si hubiera estado justo debajo de una de ellas.

Si el mundo hubiese sido de otra forma, habría vivido siempre en la finca. Habría tenido primos, una familia. En cambio, primero había perdido a mi padre y luego a mi madre. Llegué a creer que estaba desamparada.

De pronto me enteraba de que sí tenía una familia, solo que no habían querido aceptarme y habían dado por hecho que jamás descubriría mi ascendencia. Eso me dejó sin respiración.

La cabeza me iba a toda velocidad. Mientras seguíamos sentadas en silencio la una junto a la otra, intenté encontrar una solución. Una salida. La vida que había imaginado junto a Paul jamás se haría realidad, y la que me esperaba en la finca ya no la quería. No deseaba ser la pobre sobrina a quien le dejaban unas migajas aunque en realidad habría podido disfrutar de una vida muy diferente. Cuando Sigurd Wallin me reconoció como hija suya, perdí todos los derechos patrimoniales sobre Lejongård, y además carecía de pruebas oficiales de que Hendrik Lejongård fuera mi padre. Pero, sobre todo, no quería tomar posesión de la herencia de un desconocido.

—Me iré a Estocolmo —dije entonces—. Intentaré construir una vida lejos de Lejongård. El dinero de tu madre me da la oportunidad de hacerlo, y pienso aprovecharla.

Vi que Agneta se derrumbaba. Ya no era mi tutora, yo era libre y quería hacerle daño, igual que ella me lo había hecho a mí. Sabía muy bien que esperaba que me quedase con ella, pero no pensaba hacerlo. Aunque lo sintiera por Lennard e Ingmar.

—Ahora la casa de mis padres es mía, tengo un título de la Escuela de Comercio y experiencia laboral. Algo podré hacer con todo eso. No quiero vivir en una finca llena de secretos. Quién sabe qué más cosas me ocultas.

Agneta bajó la cabeza. Habría podido contestar que no escondía nada más, pero no lo hizo. De ello deduje que aún quedaban misterios.

Recordé aquella vez, poco después de mi llegada, cuando me dijo que esperaba que Lejongård se convirtiera en un hogar para mí.

—Lo siento.

—Sí —repuse—. Y será mejor que lo dejemos así. Lo sucedido no puede cambiarse. Lo acepto y dejo Lejongård atrás.

Comprobé con satisfacción que cada una de mis palabras era para Agneta una bofetada que sabía que se merecía.

Al cabo de un rato se levantó sin decir nada.

—¿Cuándo quieres marcharte? —preguntó al llegar a la puerta.

—Mañana. Me llevaré solo lo imprescindible, más adelante mandaré a alguien a por mis cosas, si te parece bien.

Asintió y salió de la habitación.

Inspiré. Estaba temblando. Las fuerzas habían abandonado mi cuerpo y mi cabeza solo podía pensar en una cosa. Mi infancia y mi juventud habían sido una mentira. Un secreto que la mujer que debía cuidar de mí conocía, pero que nunca me había contado.

¿Qué sería de mí? Me había hecho la valiente, pero, si era sincera, no sabía qué me deparaba el futuro.