Capítulo 33

 

 

 

 

 

TANTO EL INCIDENTE de la estación radiofónica de Gliwice del 31 de agosto de 1939 como la invasión de Polonia por parte de tropas alemanas, dejaron de piedra a la opinión pública de Estocolmo. Habían pasado veintiún años desde el fin de la última gran guerra en Europa.

En las noticias de la radio casi no hablaban de otra cosa y, por supuesto, a todo el mundo le preocupaba que pudiera estallar un nuevo conflicto. Muchos temían que Suecia no saliera tan airosa esta vez como dos décadas atrás.

El rey Gustavo no parecía tener intención de criticar a los dirigentes alemanes por sus políticas. Al contrario, en su entorno había hombres que incluso estaban fascinados con Hitler. Suecia se había mantenido fuera de toda contienda durante más de ciento veinte años, pero gozaba de buenas relaciones con Alemania. Era posible que los veteranos que advertían de una posible guerra tuvieran razón y que Suecia pronto se viera inmersa en una debacle de horror y sangre.

Esa mañana, la preocupación se hacía sentir también entre los clientes del Grand Hotel. Allí, en aquel continuo ir y venir de personalidades importantes, las noticias corrían deprisa, tanto las buenas como las malas.

Hacía casi cinco años que trabajaba en el hotel, con su preciosa fachada y el fastuoso comedor lleno de brillantes arañas de cristal. En esos últimos años había visto muchas caras. Había vivido alegrías y penas, historias de amor, escenas escandalosas y alguna que otra pelea. No era frecuente que un cliente necesitara ayuda para salir del hotel por no poder hacerlo por su propio pie, pero también había ocurrido. Todos los años, además, teníamos unas cuantas personas que se marchaban sin pagar, lo cual molestaba especialmente a nuestro portero, el señor Clausen.

No había lamentado ni un segundo mi decisión de solicitar trabajo allí.

Me daba un poco de pena que los banquetes del Premio Nobel ya no se celebrasen en el hotel. En 1901 tuvo lugar el primero, y el último, en 1929. El señor Clausen, que hacía más de veinte años que trabajaba en la casa, nos explicaba de vez en cuando lo maravillosas que habían sido aquellas galas antes de que las trasladasen al ayuntamiento de Estocolmo.

Sin embargo, aunque ya no se entregaran allí, todavía celebrábamos muchos acontecimientos espectaculares. Uno de los lugares que más me gustaban era la terraza acristalada, una de las últimas incorporaciones del hotel. Cuando había concierto de jazz, a menudo me quedaba después del trabajo para escuchar un rato. Siempre había soñado con los clubes de jazz, pero aquello era mucho mejor, aunque tuviera que colocarme al fondo para no molestar a los clientes.

De todos modos, nunca había visto a los huéspedes tan intranquilos como esa mañana, tres días después del incidente en la radio polaca. Los asientos del vestíbulo estaban llenos y numerosas personas leían con atención los periódicos, cuyos titulares competían en sensacionalismo. Algunos hombres discutían acaloradamente, y no habría sabido decir cuántas veces había oído el nombre de Hitler mientras recorría el hotel.

También el personal estaba fuera de sí. Los chicos de los recados informaban de que la marina de guerra temía por la seguridad de nuestros buques en el Báltico. Entre las camareras se comentaba si no sería mejor acaparar café y azúcar antes de que impusieran medidas de racionamiento. Habría apostado todo mi dinero a que algunas de ellas se disponían a arrasar las tiendas de comestibles al terminar la jornada laboral para comprar todo lo que les permitiera su sueldo.

Yo, en cambio, no sentía ningún pánico. Tenía cuanto necesitaba y no creía que el rey se dejase arrastrar a una guerra. La difunta reina era alemana, cierto, pero eso no lo había empujado a participar tampoco en el conflicto anterior. Si estallaba la contienda, actuaría igual.

—Matilda, creo que tenemos un problema con las reservas —me dijo Tilda desde recepción mientras pasaba un dedo por la lista de fechas—. Es evidente que hemos hecho más de la cuenta. No sé cómo ha ocurrido, pero ahora tenemos un buen lío.

Arrugué la frente. Un exceso de reservas podía ser bastante peliagudo si no había posibilidad de redistribuir a los clientes en otros hoteles de la misma categoría.

—¿Estás segura de que van a venir todos? —pregunté, y me acerqué para ver el libro.

—Me temo que sí. —Tilda agachó un poco la cabeza.

Dudaba que fuera ella la responsable de la equivocación. Quizá el recepcionista de la noche, a causa del cansancio, no había mirado bien el libro al aceptar nuevos clientes. Lo único que podíamos hacer era enviar a algunos a otro establecimiento. No íbamos a ofrecerles los aposentos del servicio, claro.

—Bueno —dije—, creo que entre los Horneby y los Wildström hay algún hueco. Los Hermannsson se marchan el día quince, y su habitación quedará libre. Colocaremos allí a los señores de la reserva extra de la habitación veinte y les pediremos que se trasladen a su habitación original cuando los Wildström se marchen.

—Protestarán —anticipó Tilda.

—Sí, pero es mejor que tener que enviarlos a otro hotel. Les suavizaremos la noticia con una botella de champán.

La recepcionista asintió y se puso manos a la obra.

Todavía recordaba nuestro primer encuentro. A veces hablábamos sobre la loca que se presentó un día diciendo que quería trabajar allí a toda costa. ¡Qué deprisa pasaba el tiempo!

Entré en la sala que había tras el mostrador. Como ayudante de dirección, entre mis deberes estaba el de reunirme con la gobernanta para ver si todo iba bien con el personal, o si se habían recibido quejas por parte de los clientes. Intentábamos estar a la altura de las expectativas más exigentes, pues solo así podía justificarse el precio de las habitaciones. En especial ahora que la situación en Europa volvía a ser incierta.

Levanté la vista y, al ver al cliente que acababa de entrar, sentí como si me alcanzara un rayo.

—No puede ser —murmuré mientras el hombre, acompañado de una mujer con un abrigo rojo, se acercaba a la recepción.

Tilda había desaparecido, así que regresé al mostrador.

—Buenos días, señores —saludé, haciendo esfuerzos por mostrarme lo más profesional posible mientras intentaba confirmar que el hombre era quien yo creía.

—Buenos días, mi mujer y yo tenemos una habitación reservada —dijo—. Soy…

—Paul Ringström. —Ya estaba del todo segura.

Me miró estupefacto y entonces me reconoció.

—¿Matilda? ¿Es posible? ¿Matilda Wallin?

La sonrisa que tan bien conocía y que siempre me había parecido encantadora iluminó su rostro.

—Sí, soy yo.

No pude evitar sonreír también. De repente volvieron a mí todas las imágenes de aquel día que estuvimos bajo el roble, cuando Paul vino a visitarme.

Y también recordé algo más.

Hacía mucho tiempo que no pensaba en Lejongård de manera consciente. Desde mi marcha, había logrado reprimir casi todos los recuerdos de la finca.

Al convertirme en parte del Grand Hotel, empecé a vivir solo por y para esa casa, sus empleados y sus clientes. El hotel me acogió con alegría y me recompensó con una lealtad que me llegaba al alma. También allí había secretos y mentiras, por supuesto. Por ejemplo, cuando un empresario aparecía con su atractiva secretaria y decía estar de viaje de negocios, pero luego se pasaba todo el día con el cartelito de «No molestar» colgado en la puerta de la habitación. O cuando una pareja visiblemente insegura se inscribía como matrimonio y cualquiera podía deducir que no compartían ese vínculo entre ellos, sino con otras personas. Sin embargo, por regla general, entre el personal no nos mentíamos. Si a alguien no le parecía bien algo, lo decía. Compartíamos tanto las alegrías como las penas.

Paul, que no sospechaba nada de lo que me pasaba por la cabeza, sonreía como si hubiera tenido una revelación.

—¿Cuánto tiempo hace? ¿Cinco años?

—Sí, creo que eso es bastante exacto.

Con el recuerdo de Lejongård recuperé también el del día que se presentó allí para decirme que se marchaba a Noruega. Desde entonces no había sabido nada de él, salvo por el breve encuentro en la boda de Daga. Tampoco había tenido más noticias de mi amiga. Desde que se casó, había desaparecido de mi vida.

Paul callaba, cohibido, y entonces se dio cuenta de que iba acompañado.

—Ah, a Ingrid no la conoces. —Se volvió hacia su mujer—. Esta es mi esposa, Ingrid. Ingrid, esta es una vieja amiga, Matilda Wallin.

Una gran sonrisa apareció en su rostro cuando me tendió la mano.

—Me alegro de conocerla —dijo con un ligero acento.

—Gracias, lo mismo digo. Habla muy bien el sueco.

—Bueno, nuestros idiomas tampoco son tan diferentes —repuso, sonrojada—. ¿Es usted amiga de mi marido?

—Una amiga de juventud. Nos conocemos desde que íbamos a la escuela.

Miré a Paul, que me eludió con disimulo. Sin duda recordaba muy bien lo que habíamos hablado y soñado en aquella época.

—Ingrid y yo hemos venido por negocios —explicó entonces, y así puso fin a la pequeña pausa incómoda que se había producido—. Trabaja en mi empresa. Es la mejor.

Ella sonrió, halagada, y se acercó más a él.

Mientras Paul hablaba, sentí que mi rostro se convertía en una máscara.

—¿Trabajáis juntos? —pregunté, perpleja.

Eso hizo que Paul se avergonzara más aún. ¿Recordaba las numerosas horas que habíamos dedicado a hacer planes de futuro? ¿Comprendía que había sido él quien había desenhebrado la aguja que debía bordar la imagen de nuestra vida?

—Sí, Ingrid me ayuda con la dirección del negocio.

No lo dijo, pero intuí que se refería a la contabilidad. Mi especialidad. La razón por la que había ido a la Escuela de Comercio.

De pronto sentí un nudo en el estómago. Sí, él había cumplido su sueño. Nuestro sueño. Solo que yo no figuraba en él.

—Me alegro mucho —dije, quizá demasiado forzada para resultar sincera. De todos modos, ninguno de ellos pareció darse cuenta. Los años en Lejongård y en el hotel me habían convertido en una buena actriz—. Espero que tengáis una agradable estancia en Estocolmo. La señorita Lundt se encargará de asignaros vuestras habitaciones. Yo, por desgracia, debo excusarme. En la administración, el papeleo no le da descanso a una, ¿verdad?

Tilda apareció justo en ese momento y dejé a la pareja con ella. Sonreí una vez más y di media vuelta. Me habría gustado ver la cara de Paul, pero no quería girarme. No me apetecía que viera mis ojos, ni la decepción en mi rostro.

Fui a mi despacho esforzándome por mantener la compostura, aunque en realidad habría querido estar en cualquier otra parte. Sin embargo, sentía que mi fachada se venía abajo por momentos y no quería que nadie me viera así.

Al llegar, cerré la puerta y me apoyé contra ella. Notaba un latido en las sienes, los ojos me ardían, en mi vientre se removía la rabia de la impotencia.

Paul e Ingrid. Imaginé sus invitaciones de boda. Seguro que habían sido parecidas a las de Daga.

La culpa de no haber tenido más noticias de mi amiga había sido mía, pero en el caso de Paul, ¿acaso no debería haberme informado de que se había prometido? ¿De que se había casado?

Respiré hondo y pensé que tal vez sí me había escrito, solo que a Lejongård. Quizá Agneta me había remitido la invitación, pero yo no había abierto la carta.

La repentina angustia que sentí me habría hecho correr a casa para comprobarlo, pero no podía. Me esperaba una jornada laboral intensa que quizá no acabaría hasta las ocho de la tarde. Todavía no podía dejarme llevar por mis sentimientos.

Apoyada aún en la puerta, intenté serenarme y finalmente lo conseguí pensando en todo lo que tenía pendiente de hacer ese día.

Poco después, había recobrado hasta cierto punto la compostura. Salí del despacho y me sorprendió comprobar que casi deseaba volver a encontrarme con Paul, pero su mujer y él ya estarían de camino a la habitación con su equipaje.

«Es un cliente como cualquier otro —me dije—. Seguro que no volveré a cruzármelo.»