CONSEGUÍ DEJAR DE pensar un poco en Paul y en la invitación de boda cuando, dos días después, me vi ante la puerta de la escuela de conducción donde iba a sacarme el permiso.
El nerviosismo hacía que no pudiera estarme quieta. Llevaba semanas asistiendo a clase por las tardes y era una de las únicas dos mujeres de la escuela. Nuestros compañeros varones se burlaban de nosotras, algunos preguntaban en broma si queríamos trabajar de chofer, pero nosotras hacíamos oídos sordos siempre que podíamos. Por fin había llegado el gran día. Si esa tarde todo iba según lo esperado, pronto podría recorrer las calles de Estocolmo conduciendo un automóvil.
Tal vez por superstición, me había puesto mi mejor vestido pese a las bajas temperaturas. Era de color malva, tenía la cintura alta y una falda con un volante que llegaba hasta debajo de las rodillas. En lugar de mangas, más volantes caían desde los hombros. En realidad era un vestido de verano, pero pensé que me daría suerte aunque tuviera que ponerme una chaqueta de lana por encima, además del abrigo.
Antes que yo se examinaba otro joven. Después de interminables minutos de espera, vi aparecer el vehículo por la esquina. ¿Cómo lo habría hecho mi compañero?
Los tres hombres se quedaron un rato dentro del coche. ¿De qué estarían hablando? Intenté no mirarlos con demasiado descaro para no dar la sensación de ser una cotilla. El examinado se apeó poco después.
—¿Qué tal? —pregunté—. ¿Cómo te ha ido?
En lugar de responder, hizo un gesto negativo con la mano, lo cual seguramente quería decir que no demasiado bien. Se alejó por la calle a paso ligero.
Estaba nerviosa. ¿Y si el examinador estaba de mal humor ese día? ¿Y si era más duro aún que nuestro profesor?
Justo entonces se abrió la puerta del coche.
—¿Señorita Wallin? —me llamó el señor Drugesand, el profesor.
Durante las últimas semanas había sido bastante exigente conmigo y había dejado bien clara su opinión de que las mujeres no deberían ponerse al volante de un coche, pero había aceptado mi dinero y me había enseñado bien. Cuando acabara el día, ya no tendría que volver a verlo.
—¡Sí! —contesté.
—¡Suba!
Obedecí y ocupé el asiento del conductor. Olía un poco a sudor, tal vez del joven de antes. Por el retrovisor vi la cara del examinador. Llevaba uniforme de policía y tenía el pelo algo ralo, peinado de lado a lado para tapar su calva incipiente. Unas gafas de cristales redondos se sostenían sobre su nariz.
—Bueno, señorita Wallin, demuéstrenos lo que ha aprendido —dijo sin levantar la mirada de su tablilla sujetapapeles.
Su voz hizo que se me acelerara un poco más el pulso. Miré al profesor, que estaba en el asiento del acompañante, pero sabía que no podía esperar ninguna ayuda por su parte. De modo que encendí el motor del vehículo, pisé el embrague y puse primera. Despacio, como me había enseñado el señor Drugesand, fui soltando el embrague y el coche empezó a moverse. Era una maniobra que había realizado muchas veces, pero de pronto tenía la sensación de haberlo olvidado todo.
Me incorporé al tráfico y me sentí como una náufraga rodeada de tiburones que solo esperaban el momento oportuno para atacar. En realidad, el problema no eran los demás vehículos a motor, sino los carros de caballos, las bicicletas y también los peatones, a los que había que prestar mucha atención porque ocupaban la calzada como les venía en gana.
La ruta del examen me hizo cruzar la ciudad y me llevó incluso hasta la empinada calle donde vivía. El examinador me pidió que subiera por la pendiente y frenara a la mitad, así que luego, para arrancar otra vez, tuve que maniobrar con el freno de mano. Me salió mejor de lo esperado. Al coche le costó un poco esa subida, pero por fin llegamos a lo alto. Respiré con alivio. No porque hubiese dudado de poder controlar el vehículo, sino porque era algo viejo y debía de haber pasado por las manos de muchos conductores diferentes.
De vuelta en el centro de la ciudad, intenté circular con toda la precaución posible entre las aglomeraciones. Un par de peatones temerarios cruzaron justo por delante del parachoques, pero por suerte sabía dónde estaba el freno, y funcionaba bastante bien.
Aun así, cuando regresamos a la escuela tenía las manos empapadas en sudor. Tardé un poco en retirarlas del volante, para que el profesor y el examinador no vieran que el cuero había quedado todo mojado.
—Bueno, señorita Wallin, su estilo de conducción me ha parecido bastante deportivo —comentó el examinador—. No tengo ninguna duda de que podría participar en las carreras del autódromo alemán de AVUS, si algo así estuviese abierto a las damas.
Cerré los ojos. ¿Había ido demasiado deprisa? Me había sentido como en plena fuga, pero había controlado el velocímetro. ¿Tal vez el hombre consideraba que la velocidad habitual era poco adecuada para una mujer?
—Por eso, y porque me ha dado la sensación de que sabe usted manejarse bien con el vehículo, voy a concederle el permiso.
Me volví de golpe.
—¿De verdad?
El examinador me dirigió una mirada severa.
—¿Acaso no se ha sentido dueña de la situación?
—¡Sí, sí, desde luego!
—Entonces, haga el favor de no cuestionar mi decisión.
Apreté los labios. El hombre garabateó algo en el sujetapapeles y me entregó un certificado que llevaba mi fotografía pegada.
¡Ya lo tenía! ¡Mi permiso de conducir!
—Enhorabuena —dijo el examinador—. Por cierto, ¿sabía que su dirección es muy conocida entre las autoescuelas de Estocolmo?
—¿Y eso por qué? —pregunté.
Nunca había oído que Brännkyrkagatan fuese de especial importancia para nadie.
—Resulta que, en 1907, la primera mujer que obtuvo el permiso de conducir en Suecia demostró que era capaz de dominar el vehículo en esa calle. Igual que usted hace un momento, pasó la prueba de frenos en ese punto y después le concedieron el permiso. Es una lástima que muriera hace un mes. Era una mujer interesante. Incluso participó en carreras automovilísticas. Tal vez pueda usted seguir sus pasos.
—No, no lo creo. —Sacudí la cabeza—. Solo quiero ir en coche al hotel donde trabajo y, de vez en cuando, hacer algún recado que resulta más fácil con automóvil.
—Seguramente acierta usted en eso. —El examinador esbozó una sonrisa—. Bueno, ¡pues que tenga buen viaje!
Me apeé y me despedí de mi profesor. ¡Podía conducir! ¡Tenía el mundo a mis pies!
POCO DESPUÉS ME dirigí al hotel con mi flamante permiso de conducir. Me sentía como en las nubes. Incluso había olvidado el sueño con Ingmar y el hecho de que Paul se alojaba en nuestro establecimiento.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Tilda con las mejillas sonrojadas.
El día anterior se había emocionado cuando le conté que iba a examinarme.
—Pues, al ver al joven que iba antes que yo, por un momento he tenido la sensación de que tal vez fuera mejor dar media vuelta y seguir siendo una transeúnte más.
—¿Es que no había aprobado?
—No lo sé, no me ha dicho una palabra. Y entonces he visto al examinador.
Tilda unió las manos con fuerza. Siempre hacía ese gesto cuando escuchaba la novela policíaca de la radio.
—Iba vestido de uniforme y llevaba unas gafas pequeñas que le hacían parecer antipático. —Por supuesto, sabía que debía decorar un poco la historia para no perder a mi público—. En las manos tenía una tablilla sujetapapeles llena de certificados, y entonces me ha dicho que le enseñara lo que sabía hacer.
—¿Y tú qué has hecho? —Los ojos de Tilda estaban cada vez más abiertos.
—He puesto la marcha y he empezado a conducir. Con osadía, como esos actores que hacen de gánsteres en las películas. Y por fin ha llegado el momento culminante: cuando me ha hecho subir por Brännkyrkagatan. No sé por qué, hoy la he visto más empinada que de costumbre.
—¿Cómo va a ser más empinada todavía? —preguntó Tilda—. Creía que vivías allí y te la conocías de memoria.
—Sí, pero cuando conduces un coche viejo de la escuela de conducción, de pronto la ciudad es muy diferente. Incluso la calle donde nací. En esas estábamos cuando el examinador va y me dice que suba la pendiente y me detenga a la mitad. He puesto el freno de mano y he soltado el embrague y el freno lentamente, al mismo tiempo que empezaba a pisar el acelerador. Por un momento parecía que el coche iba a dejarse ir hacia atrás, pero entonces se ha puesto en movimiento y ha avanzado por los adoquines resollando y petardeando… ¡Y al final he conseguido llegar arriba!
A Tilda le brillaban los ojos.
—¡Qué emocionante! Cuántas ganas tengo de aprender a conducir yo también…
—Bueno, cuando reúnas el dinero, dímelo y te recomendaré una buena escuela. El profesor es un poco gruñón, la verdad, pero no es peor que nuestros clientes. Ya estás acostumbrada.
—¡Eso espero! —repuso, y me abrazó—. Cuánto me alegro por ti. Algún día tienes que llevarme de excursión al campo.
—¡Pues claro que sí!
Me volví para ir a mi despacho y en ese momento me crucé con alguien. Me sobresalté al ver que era Paul. ¿Acaso me estaba esperando?
—Ha sido una historia muy emocionante —comentó—. ¿Vas a presentarla en la radio?
—Hoy me he examinado para el permiso de conducir.
—¿Y qué tal ha ido?
—He aprobado.
—¡Enhorabuena!
—¡Gracias! —Lo miré con curiosidad—. ¿Me estabas buscando?
—Matilda, ¿podríamos hablar un momento?
Me quedé de piedra. Un segundo antes habría podido abrazar al mundo entero, y de pronto lo miré y sentí que mi corazón se detenía un instante y luego latía a trompicones.
—¿Por qué?
—Porque me gustaría explicarte algo. Yo… tengo la sensación de que me rehúyes, y por eso…
Respiré hondo. La expresión de mi cara debió de hacerlo callar.
—Está bien. Acompáñame.
Lo llevé al comedor, donde en esos momentos no había mucha actividad. La hora del café había terminado hacía rato y la cena no se serviría hasta dos horas más tarde.
Nos retiramos a un rincón, detrás de unas plantas. Allí había una mesita con dos sillas. Era un lugar muy buscado por parejas que querían algo de intimidad para poder acaramelarse. Sin embargo, eso era lo último que me apetecía. Me crucé de brazos.
—¿Y bien?
—Matilda, por favor —empezó a decir Paul en cuanto se sentó frente a mí—. Quiero explicártelo. Te… Te envié una invitación —dijo, y bajó la cabeza—. Lo siento mucho.
—Ya lo sé. He encontrado la invitación, aunque fue ayer. Agneta… —Me costaba pronunciar su nombre. Sentía la rabia que hervía en mi interior, y al mismo tiempo una dolorosa nostalgia al recordar cuando paseaba con ella por los prados o la ayudaba. Al pensar que me había ofrecido formar parte de su familia. En aquel entonces no sabía aún que ya lo era… Aparté esos recuerdos, no era el momento de rememorarlos—. Agneta me la remitió a Estocolmo, pero estaba tan furiosa con ella que no abrí la carta. Hasta ayer.
Paul me miró con asombro.
—¿Por qué estabas furiosa con tu tutora?
—Ya no es mi tutora. Preferiría no volver a verla y seguramente acabaré quemando sus cartas, pero eso ahora no importa. ¿Qué querías decirme?
Paul inspiró con gravedad.
—Nada ha salido… como habíamos soñado de niños, ¿verdad?
—No, lo cierto es que no. Pero yo estoy satisfecha con mi vida. He encontrado mi camino.
—¿Te has casado?
—No.
—¿Y eso por qué?
—¿Acaso importa? —pregunté.
—No, claro que no.
Callamos un momento.
—¿Cómo os conocisteis? —quise saber—. En tu empresa, supongo.
Paul me miró.
—No. En un local. Durante un concierto de jazz.
—De jazz… —comenté con tono soñador—. Aquí también tenemos conciertos de jazz. ¿Os quedáis hasta el próximo viernes? Vendrá un grupo de Estados Unidos.
—Estaría muy bien, pero ya habremos regresado a casa. Ingrid y yo… nos enamoramos enseguida.
—Y entonces pensaste en contratarla.
—Es hija de un empresario. Lo lleva en la sangre.
Sus palabras fueron como una puñalada. Se había buscado a la hija de un empresario. Yo, con mi formación de contable, no era suficiente para él.
—Me saqué el título de la Escuela de Comercio, y en aquel entonces me habría ido contigo.
—¿De verdad? ¿Y si hubiera sido un error? ¿Y si hubieras descubierto que no era la vida que deseabas?
—Sí era la vida que deseaba. Me daba igual vivirla en Estocolmo o en Oslo.
—Pero te habías convertido en una persona completamente diferente. Eras la pupila de una condesa, vivías en una finca… Ella tendría que habernos dado permiso. Todo eso… se me hacía demasiado complicado. Además, cuando aquel chico se cayó… Vi cómo era vuestra relación, cómo te preocupaste por él. Parecía que lo amabas.
—Paul —dije—. Sí, le tenía cariño. Y si te soy sincera, todavía es así, porque no tuvo ninguna culpa del embrollo en el que me vi metida. Pero… es mi primo.
—¿Tu primo?
—Sí. Lo supe poco después de cumplir los veintiún años. Mi madre se quedó embarazada del hermano de Agneta. Soy su sobrina. Por eso me marché de allí. No quería que me mintieran más.
Paul se quedó callado. Parecía que esas informaciones sobre mí fueran piezas que debía encajar en el orden correcto.
—¿Cómo te enteraste? —preguntó después.
Sacudí la cabeza.
—Eso sería demasiado largo de explicar. El caso es que Ingmar desapareció de mi vida hace dos años. Acabó la carrera y regresó a la finca Ekberg, que será suya cuando la herede.
—¿Habéis perdido el contacto?
—Sí. Al principio todavía nos escribíamos, pero luego se acabó. Seguro que tiene otras cosas de las que ocuparse. Nunca fue un gran entusiasta de las cartas, pero eso poco importa, ¿verdad? Se trata de ti y de mí.
—Sí —admitió—. De ti y de mí.
Hizo una pequeña pausa y me miró. De repente lo sentí muy cerca, su mirada hizo que me estremeciera. Fue como si volviéramos a estar debajo de aquel roble, tumbados en la manta. Lo que sentía no era apropiado, pero no podía evitarlo. Sin darme cuenta, me acerqué a él y nuestros labios se encontraron.
Solo que ese beso había perdido la inocencia de nuestra juventud. Paul me atrajo hacia sí con pasión, y yo no pude por menos que responder a su abrazo. Sentí claramente lo que deseaba, porque era justo lo mismo que deseaba yo en ese momento.
Pero estábamos en el comedor, y en cualquier momento podía descubrirnos alguien tras las plantas.
—Paul, por favor —rogué mientras me acariciaba el cuello. Me costó mucho separarme de él, pero debía hacerlo si no quería que ambos nos abocáramos a la desgracia—. ¡Piensa en Ingrid! No podemos hacer esto.
Al oír el nombre de su mujer, recuperó la cordura. Jadeante, se apartó de mí y se pasó una mano por la cara. Tardó un poco en conseguir controlar su excitación.
—Lo siento —dijo entonces con la voz temblorosa.
Asentí. También yo tenía el corazón desbocado. ¡Cómo me habría gustado rendirme a su deseo! Pero no era sensato. Paul había elegido a otra. Además, estábamos en el hotel. Yo podía perder mi puesto si hacía algo impropio.
—Deberías irte. Tu mujer se estará preguntando dónde estás.
—Matilda…
—No pasa nada —lo interrumpí—. Ve y déjame hacer mi trabajo.
—Desde luego.
Se levantó y lo vi desaparecer al otro lado de las plantas. Me apoyé en la mesa y cerré un momento los ojos mientras mis latidos se normalizaban.
Maldita sea, ¿de dónde había salido eso?
Esperé un momento más antes de abandonar también el comedor. Menos mal que Tilda estaba ocupada con un cliente que acababa de llegar y no me había visto. Me dirigí a mi despacho sin llamar la atención y esperé no tener que salir de allí en un buen rato.