Capítulo 36

 

 

 

 

 

ESA NOCHE REGRESÉ abatida a casa. Por suerte, Paul no había vuelto a aparecer. Habría podido preguntarle al portero si su mujer y él habían salido del hotel, pero en realidad no quería saberlo.

Recogí el correo del buzón y entré por la puerta. Al hacerlo me fijé en que había que limpiar las telarañas y los bichos de la lámpara. ¿Cuándo la había limpiado por última vez? ¿Y por qué me daba cuenta precisamente ahora?

Me senté a la mesa de la cocina. Ni siquiera encendí la radio. En lugar de eso, escuché el silencio. El reloj de la cocina emitía un tenue tictac.

Habían pasado cinco años desde que me fui de Lejongård. ¿Cómo habría sido mi vida si Paul me hubiera llevado consigo? Seguro que la herencia de Stella habría llegado hasta mí también en Oslo, pero al menos habría tenido a mi lado a alguien que me apoyara. En cambio, me había enfrentado sola a la situación, igual que cuando murió mi madre.

Me invadió la tristeza. Yo debería haber ocupado el lugar de Ingrid. Sin embargo, estaba en mi casa mientras Paul estaba con su mujer en el hotel. Ellos tenían su vida; yo solo contaba con el hogar de mis padres. Desde que había entrado en el hotel, me había estancado. No tenía marido ni familia, solo una vieja casa y una profesión que me ocupaba la mayor parte del tiempo.

Me enfadé conmigo misma. Debería haber avanzado, haberme buscado un hombre hacía tiempo. Así, por lo menos habría tenido algo que mostrarle a Paul. Habría podido decirle que no lo necesitaba. Y en lugar de eso, ¡le había dejado besarme! Estaba abochornada. Me avergonzaba de mi vida, que avanzaba sin rumbo desde que me marché de la finca.

Mis pensamientos siguieron girando en círculo hasta que me acosté. Esperaba conciliar un sueño misericordioso, pero me quedé mirando fijamente el techo mientras imaginaba toda clase de cosas.

Me sobresaltó el ruido de una piedrecita al chocar contra el cristal de la ventana. Al principio lo tomé como parte de un sueño, pero después se repitió. Alguien estaba lanzando algo contra mi ventana de verdad.

Me acerqué a las cortinas con el corazón palpitante. No había olvidado que esas piedrecitas eran una señal, la señal de Paul.

Y en efecto, ahí estaba. No era una sombra del pasado, sino él, en carne y hueso.

Abrí la ventana.

—Veo que sigue funcionando —dijo con una tímida sonrisa.

—¿Qué haces aquí? —pregunté con más brusquedad de la que pretendía.

—He venido a verte. Hace un buen rato que recorro la ciudad y…

—… ¿y ahora necesitas un lugar donde pasar la noche? —Sentí que algo se endurecía en mi corazón—. Te recomiendo que vuelvas al hotel.

—No me refería a eso. Solo… quería hablar contigo.

—Ya hemos hablado esta tarde.

—Sí, pero… quería disculparme.

—¡No te sientas obligado!

—Matilda, por favor.

Me debatí conmigo misma. Ya no había ojos observándonos, nadie a quien pudiera parecerle escandaloso y que fuera a contárselo a sus padres.

Sus padres… ¿Por qué no había ido con su mujer a su casa? ¿Por qué se hospedaban en nuestro hotel, en lugar de con ellos?

—Un momento —dije, y me aparté de la ventana.

En realidad no quería dejarlo entrar, porque no sabía cómo reaccionaría si él volvía a intentar algo. Aun así, al final me puse el vestido y los zapatos y fui a abrir la puerta.

Paul seguía en la calle y lo invité a pasar con una señal.

—¿E Ingrid? —pregunté al cerrar—. ¿Dónde cree que estás?

—Le he dicho que había quedado con unos viejos amigos.

—¿Te parece bonito mentirle mientras estás con una antigua novia?

—Pero entre nosotros ya no hay hada, ¿verdad? —preguntó.

¡Cómo que no! Paul estaba de viaje de negocios con su mujer, quien al parecer no había ni oído hablar de mí hasta el día anterior, cuando entraron en el Grand Hotel. Aunque, ¿quién le explicaba a su esposa que, antes que ella, hubo otra muchacha con quien se había hecho ilusiones y a la que había abandonado? Nos sentamos en la sala de estar.

—¿Te apetece un café?

—Sí, por favor.

Corrí a la cocina para poner el hervidor de agua en el fogón. Estuve un rato contemplando cómo danzaban las llamas azuladas y después saqué el bote de café del armario. No me sentaba nada bien tomar café por la noche, seguro que se me haría de madrugada sin haber pegado ojo.

De todos modos, mientras preparaba el café tuve ocasión de anticiparme a la conversación con Paul. ¿Por qué deseaba disculparse? ¿Por haberme besado tras las plantas del comedor? ¿Por haberme abandonado años atrás? Intenté convencerme de que eso era agua pasada, aunque sabía muy bien que no era cierto, porque todavía sentía una punzada de ira en el estómago. Aún no lo había perdonado.

El silbido del hervidor me devolvió al presente. Vertí el agua caliente en el filtro y dejé que se colara, después puse la cafetera y dos tazas en una bandeja. Seguro que Paul no esperaba un servicio completo de café a esas horas. Aun así, saqué un poco de leche condensada y azúcar, porque no quería tomarme el mío solo. Cuando regresé a la sala de estar lo encontré de pie, mirándolo todo.

—Tienes que arreglar el techo —comentó—. Un par de meses más y la pintura empezará a desconcharse.

—Deja que me ocupe yo de eso —repliqué, y puse la bandeja en la mesita auxiliar—. Bueno, ¿qué querías decirme? —pregunté después de servir el café.

Intenté no dejarme seducir por su aspecto, pero me costaba mucho. Su rostro era más atractivo que antes; solo en los ojos se reconocía aún al muchacho que había sido. Su cuerpo también se había transformado. Tenía los hombros más anchos y los brazos más musculosos, cosa que sin duda se debía al trabajo.

—Cuando me marché… —empezó a decir por fin, con la taza en las manos. El calor que emanaba no parecía importarle—. Hubo muchos momentos en los que me pregunté si había obrado bien. No podía olvidar el daño que te había hecho. Me preguntaba si no te habría prometido demasiadas cosas.

—Para ser justos, en realidad no me prometiste nada —repuse—. Eran sueños de niños y yo me dejé llevar por ellos. Ahora ya he encontrado mi lugar y estoy contenta de haberlo logrado.

No quería que supiera cómo me sentía por dentro. Si deseaba la absolución, ahí la tenía.

—No te imaginas lo mucho que me alegra oír eso —dijo—. Y aun así, tengo la sensación de haberte dejado en la estacada. Verás, cuando a mi padre se le ocurrió la idea de comprar la empresa de Noruega… yo me opuse. Incluso le dije que no podía irme, por ti.

—¿Eso hiciste? —pregunté, asombrada.

—Sí. Creo que no te gustará oírlo, pero fue mi madre quien me convenció. «Una chica como ella, que ahora vive con unos condes…», dijo. «Seguro que ya no le parecerás lo bastante bueno. Nunca serás suficiente para esa condesa. Es mejor que te concentres en tu propia vida.»

Me lo quedé mirando. En la boda de Daga me había llamado la atención el extraño comportamiento de su madre, pero lo había achacado a que me consideraba una pobre huérfana. Sin embargo, en realidad me tenía envidia porque creía que había conseguido ascender en la escala social. De haber sabido entonces que estaba emparentada con los Lejongård…

—Y le hiciste caso.

Paul miró al suelo.

—Sí. Después de lo de ese muchacho… Dudaba de todo, y al final escuché las palabras de mi madre y accedí a la propuesta de mi padre. Estaba convencido de que Lejongård era lo mejor para ti.

Respiré hondo. Jamás habría esperado que Paul hiciera caso a su madre. Qué mala era la envidia…

—Me gustaría mucho pedirte perdón —dijo después de beber un buen trago de café—. Por no haber seguido lo que me dictaba el corazón. Por haberte abandonado.

Me tomó de las manos. Mi fuero interno me decía que me apartara, pero no era capaz.

—¿Y eres feliz con Ingrid?

—Sí —contestó Paul—, pero ahora veo que una parte de mí todavía te pertenece. Estos últimos días, mientras le enseñaba la ciudad a ella y acudíamos a nuestras citas comerciales, no hacía más que preguntarme cómo serían las cosas si fueses tú quien estuviera a mi lado. Enseguida te habrías metido a todo el mundo en el bolsillo con tu encanto natural.

—¿Es que Ingrid no lo hace?

—Es muy diferente a ti. Es reservada y prefiere aguardar en un segundo plano. Tú estarías a mi lado, lo supe en cuanto volví a verte.

Nos miramos largo rato. Paul no podía sospechar lo que habían desencadenado sus palabras en mí. Todos esos años de separación, aquella tarde en Lejongård y el frío encuentro en la boda de Daga parecieron desvanecerse. Solo existíamos nosotros dos, igual que antes, cuando recorríamos la ciudad. Pero esta vez más maduros.

Dejó la taza y me abrazó. Me sentí tan a gusto que no intenté impedírselo. Nos besamos y de repente me pareció estar de nuevo en el prado, bajo el roble, aquel día de verano.

—Paul… —dije cuando separó sus labios de los míos.

Todo mi cuerpo ardía en deseos de sentirlo. Aunque sabía que estaba mal, no tenía fuerzas para apartarme. En lugar de eso, me acurruqué más contra él y nuestros labios volvieron a encontrarse.

Mientras nos besábamos con pasión, lo llevé al dormitorio.

«No deberías hacer esto —me dijo una tenue voz interior—. Está casado y ha mentido a su mujer. Quién sabe si está aquí solo por esto. Para conseguir lo que no tuvo en su día.»

Sin embargo, no podía evitarlo. Tenía que hacerlo.

Nos arrancamos la ropa a toda prisa. Nuestros cuerpos ardían. Clavé los dedos en su espalda, apreté los pechos contra su torso. Él me rodeó la cintura con los brazos, después fue bajándolos y me levantó para posarme en la cama. Separé las piernas llevada por el deseo y él se abrió paso entre ellas. En el momento de la unión, solté un suspiro.

Nos amamos como dos salvajes, como si los años de distancia no hubieran existido. Cuando alcancé el clímax y Paul se vació en mi interior, me pregunté por qué no lo habíamos hecho ya entonces. Por qué había permitido que otros hombres entraran en mí.

En su momento me había parecido lo correcto, pero de pronto comprendía que había estado mal.

Para mí solo existía Paul. Daba igual lo que hubiera ocurrido.

Sin embargo, en cuanto se desplomó jadeante sobre mí, recuperé la cordura. ¡Aquello no podía ser! Él estaba de viaje con su mujer en la ciudad, y en cambio se acostaba conmigo.

—¡Aparta! —grité.

—¿Qué? —preguntó él, aturdido, incorporándose un poco.

Me escabullí de debajo de su cuerpo y salté de la cama.

—¡Esto no puede ser, es imposible! —exclamé, y empecé a caminar de un lado a otro de la habitación.

—Matilda… —empezó a decir él, pero mi mirada lo hizo callar.

Me vibraba todo el cuerpo. Por un lado, las réplicas del orgasmo eran lo mejor que había sentido en la vida; por otro, la culpa me subía por la garganta en forma de sabor amargo.

—¡No! —grité sin saber qué era lo que no quería.

Aturdida, alcancé el vestido y me lo puse por encima como si de repente me avergonzara de mi desnudez.

—¡Matilda, tranquilízate! ¿Qué te pasa?

—¿Que qué me pasa? Que acabo de acostarme con un amigo de la niñez. ¡Que acabamos de engañar a tu mujer!

—Nunca lo sabrá.

—¿Ah, no? Puede que a ti no te importe, pero ¿y a mí? Resulta que a mí sí me importa. No debería haber ocurrido…

De nuevo me puse a andar de aquí para allá. Paul se levantó e intentó abrazarme, pero lo esquivé, pues sabía muy bien que en cuanto lo sintiera contra mi piel me desarmaría. Sabía que me convertiría en una de esas mujeres con quienes los hombres podían hacer cualquier cosa.

—¿Para qué has venido? —pregunté, y lo miré con frialdad—. ¡Habría sido mejor que te quedaras en el hotel!

Paul parecía herido, pero eso era justo lo que yo pretendía. Quería hacerle daño. Tanto como me había hecho él a mí cuando apareció con esa tal Ingrid. O cuando se marchó sin prometerme que regresaría para llevarme con él a Noruega.

—Entonces, ¿lo que acabamos de hacer no ha significado nada para ti? —quiso saber.

—¿Lo que acabamos de hacer? —Señalé la cama—. ¿De verdad crees que lo que acabamos de hacer ha sido correcto?

No respondió.

—¡Tenemos que olvidarlo! —exclamé—. A menos que quieras divorciarte de tu mujer y llevarme contigo a Noruega.

—Matilda…

Maldita sea, acabaría por desgastarme el nombre.

Me habría gustado gritar con todas mis fuerzas, pero sentía que me faltaba el aire y empezaba a marearme. Me dejé caer en la cama.

Parecía que Paul quería sentarse a mi lado, pero se contuvo. En lugar de eso, recogió su ropa y se vistió.

Yo miraba al vacío. Tenía demasiadas ideas dando vueltas en mi mente, demasiadas palabras que luchaban por salir. Pero se me había cerrado la garganta. Ya sospechaba lo que diría él. Que no podía divorciarse. Que no renunciaría a su empresa en Noruega. Que regresaría junto a todo lo que había construido. Que no había venido para cambiar a su mujer por ninguna otra, aunque durante unos instantes lo hubiera hecho.

—Será mejor que te marches —me oí decir. Mi voz parecía la de alguien que hablaba en sueños—. Ingrid te está esperando.

De reojo, vi que asentía.

—Debes… —Carraspeó. De pronto tenía la voz ronca—. Debes saber que yo… siempre sentiré algo por ti. Por eso he venido.

De modo que sentía algo por mí, pero ¿de qué me servía eso?

—Buenas noches, Paul.

No fui capaz de decir nada más.

Podría haberle hecho mil reproches o haberle exigido algo. Sin embargo, lo único que quería era que desapareciera. Que la oscuridad de la noche me arropara y me permitiera olvidar lo que acababa de suceder.