Capítulo 51

 

 

 

 

 

LOS PREPARATIVOS NOS tuvieron ocupados hasta noviembre. Reunimos camas y colchones, ropa infantil y otras cosas que podíamos necesitar.

Todos los días esperábamos un mensaje, pero el enlace de Ingmar guardaba silencio. Agneta casi temía que hubieran cambiado de opinión, pero yo le aconsejaba paciencia. Ahora que se acercaba el invierno, la humedad y el frío harían difícil organizar el transporte. Además, casi todos los días llegaban noticias poco tranquilizadoras.

Pasamos la Navidad en tensión. Agneta refunfuñaba porque Ingmar no escribía y a mí me costaba mucho evitar que pensara lo peor. Lennard había empeorado, pero intentaba que no se le notara. Los dos éramos planetas que orbitaban alrededor de Agneta como si ella fuera un sol que pudiera apagarse en cualquier momento.

Y entonces, en enero de 1941, Ingmar me escribió una carta en clave que descifré con la ayuda de una plantilla que me había entregado el enlace. Casi me sentía como en una de las novelas de detectives que había en la biblioteca de Lejongård.

 

Todo bien por aquí. Tenemos a cincuenta viajeros para vosotros que entrarán en el país por Gotemburgo. La llegada está prevista para el 17 de febrero.

 

¿Gotemburgo? ¿Por qué no bordeaban la costa? Desde Åhus se llegaba a Lejongård mucho más deprisa.

Entonces recordé que la costa sueca del Báltico estaba minada. Las noticias habían informado de ello hacía tiempo. Si a los alemanes se les ocurría hacer alguna tontería, pagarían un alto precio.

Sin embargo, ¿cómo pretendían que trasladáramos a los refugiados hasta Lejongård? Cincuenta personas de diferentes edades. Hospedarlos en la casa no era ningún problema, para eso ya nos habíamos preparado, pero el transporte sería un quebradero de cabeza. En nuestro coche podíamos llevar a cinco como máximo. Y no me atrevía a pedírselo a los militares.

Entonces recordé el encuentro con mi pizpireta compañera de clase. Birgitta tenía dos camiones. ¿Podría prescindir de alguno?

Ese mismo día me dirigí a Kristianstad. Los empleados de Birgitta se sorprendieron al verme entrar con el coche en el patio. Se pegaron a las ventanas como si acabara de llegar el rey.

Intenté no hacerles mucho caso mientras me apeaba y entraba en el edificio. Ya se había corrido la voz de mi llegada, así que Birgitta me estaba esperando.

—Madre mía, ¿cómo se te ocurre revolucionarme así a los trabajadores? —preguntó riendo, y me dio un abrazo.

También había pensado en llamarla por teléfono, pero me pareció mejor explicarle mis intenciones en persona.

—No imaginaba que llegar en coche causaría tal sensación —repuse—. La gente ya debería estar acostumbrada a que las mujeres conduzcamos.

—No es por ti, es por ese automóvil. Parece salido de un museo.

—Pues va de maravilla. En estos tiempos hay que aprovechar lo que se tiene. —Hice una breve pausa y luego añadí—: Por eso estoy aquí.

Birgitta levantó las cejas bien depiladas. Con las ondas que se hacía en el pelo, casi parecía una estrella de cine.

—Parece algo peligroso.

—No lo es, pero necesito tu ayuda. Es urgente.

—Vayamos al despacho, entonces. ¿Quieres un café? Martha puede prepararnos uno. No me queda mucho, pero podemos permitírnoslo para celebrar la ocasión.

—Gracias, eres muy amable.

Entramos en su despacho. Si había creído que en el nuestro reinaba el caos, mi compañera de clase nos superaba.

—El inventario anual —dijo a modo de disculpa mientras liberaba enseguida los dos sillones, que estaban enterrados bajo montañas de documentos—. Lo cierto es que deberíamos haber acabado hace tiempo, pero mi marido tuvo que alistarse en el ejército. Una lata. Espero que la guerra acabe pronto. A mí casi me da igual quién gane, solo deseo que vuelva a haber tranquilidad.

Me senté en uno de los sillones de respaldo alto. Un instante después apareció la auxiliar administrativa de Birgitta con una bandeja en la que llevaba una cafetera de porcelana con sus correspondientes tazas. Me sentó bien oler a café de verdad.

—Gracias, Martha —dijo Birgitta, y se sentó en el otro sillón—. Bueno, ¿qué te trae por aquí?

—Quería pedirte que me prestaras los camiones un par de días.

Una expresión de incredulidad le asomó al rostro.

—¿Los camiones?

Asentí.

—He prometido ayudar a Ingmar y eres la única persona que conozco que todavía tiene vehículos de transporte.

—Vaya, vaya. ¿El mismo Ingmar que no quiso salir conmigo? —comentó medio en broma.

—Colabora con la resistencia noruega —expliqué—. Han organizado una salida de refugiados, pero solo llegarán hasta la costa. Queremos hospedar a esas personas en la finca, pero para eso debemos traerlas hasta aquí. Con este clima tan frío, y como también habrá niños entre ellos, no podemos arriesgarnos a organizar una marcha. Los camiones no tardarían más de dos días en transportarlos, aunque fuéramos despacio.

—¿Y hasta dónde tenéis que ir?

—Gotemburgo —respondí—. No sé mucho más, solo que el barco tiene previsto arribar el 17 de febrero. Así que necesitaría llevármelos el 15, y el 19 te los devolvería.

—Eso es mucho tiempo —dijo Birgitta mientras se lo pensaba.

—Sí, pero ayudarías a esas personas. No sé a quién más acudir. La mayoría de los empresarios ya no tienen vehículos, e ir con muchos coches pequeños en los que quepan pocas personas sería un desperdicio de combustible.

Me miró un momento y luego sacó un encendedor y un paquete de cigarrillos del bolsillo de la falda. Parecía nerviosa.

—Nuestros camiones solo tienen permiso para salir en casos excepcionales —explicó—. El combustible está racionado. Deben de necesitarlo para sacar a los soldados a pasear de vez en cuando…

—Birgitta, sabes muy bien que protegen nuestro país —señalé.

—Si quieres saber mi opinión, es tirar el dinero. —Encendió un cigarrillo con dedos temblorosos—. También han racionado esto. Ni siquiera yo consigo suficientes.

—Tal vez deberías dejar de fumar —opiné, y volví a ponerme seria—. ¡Por favor, Birgitta, ayúdanos! A tus vehículos no les pasará nada, te lo prometo. Lo único que necesito son dos hombres que puedan conducirlos. O dos mujeres, como quieras. Alguien de quien puedas prescindir. Les compensaremos y te devolveremos los camiones con el depósito lleno. Si es necesario, te pagaré un alquiler.

Expulsó el humo y lo meditó.

—Bueno, no puedo decidirlo yo sola —dijo—. Tengo que consultarlo con mi marido y seguro que él querrá saber si el asunto podría llegar de algún modo a oídos de los alemanes.

—¿Por qué?

—Porque tiene negocios con ellos.

—¿Con los alemanes? —La miré sin poder creerlo. Quizá no había sido tan buena idea acudir a ella. Pero, por otro lado, ¿qué les importaban esos dos camiones a los alemanes?—. No creo que se enteren de nada. Solo son personas para las que Noruega se ha vuelto un lugar peligroso.

—Comunistas y judíos, supongo.

—Es posible. Pero ten presente que estamos en Suecia. ¿Qué les importa a los alemanes si los acogemos? Tampoco le buscan las cosquillas a Estados Unidos por los judíos que han emigrado allí.

—Todavía no. Pero si los alemanes llegaran aquí algún día, a mi marido no le haría gracia que hubiéramos ayudado a unos judíos.

Sacudí la cabeza sin dar crédito.

—¡No puedes hablar en serio! —exclamé—. Esos judíos son personas como nosotros. Puede que tengan otra fe, pero por sus venas corre la misma sangre. Y si nos piden asilo, tenemos la obligación cristiana de ayudarlos.

—¿Desde cuándo eres religiosa? —preguntó.

Me habría gustado levantarme en ese instante y marcharme de allí. No solo porque su marido y ella hicieran negocios con los alemanes, sino porque tal vez incluso sacaban beneficio de la guerra.

—¿De modo que no me vas a ayudar?

Me miró.

—A mí me gustaría hacerlo, pero si las tornas se vuelven…

—Creía que tu marido estaba con el ejército para que eso no ocurra —repliqué—. Solo serán cinco días. Cinco días en los que seguramente tampoco habrías transportado mercancías. No soy quién para juzgar vuestros negocios con los alemanes, pero, por favor, no olvidéis vuestra humanidad. ¿Acaso no desearías que alguien fuera a buscarte con un camión si te encontraras varada sin recursos en un país extraño? ¿No querrías que te ayudaran? Y no creas que podrías echar mano de buenos contactos. ¡Esas personas que vienen de Noruega lo han perdido todo! Sus contactos no les han servido de nada. Quién sabe lo que alegarían los alemanes contra nosotros si quisieran invadirnos.

Birgitta guardó silencio y dio otra calada nerviosa a su cigarrillo.

—Como te he dicho, no puedo decidir nada sin contar con mi marido —repuso entonces, y sentí que me invadía el desaliento—. Pero hablaré con él. Te lo prometo.

La miré y asentí.

—Gracias.

Se hizo un silencio incómodo. Había sido un error ir a verla. Lo mejor sería que me marchara cuanto antes. Solo podía esperar que el marido de Birgitta no delatara a los refugiados ante los alemanes.

Me levanté.

—Bueno, pues gracias por el café.

En realidad no lo había tocado, pero quería ser amable.

—Quédate un poco más —dijo, como si nuestra conversación no se hubiera producido.

—No puedo. Tengo que volver y pensar en alternativas por si tu marido dice que no. ¡Hasta pronto!

Fuera tuve que detenerme un momento. Cerré los ojos e intenté tranquilizarme. ¿Cómo podía haberme equivocado tanto con mi antigua compañera?

Intuía que volvía a tener encima las miradas de los empleados, así que me cuadré y caminé con toda la dignidad posible hacia el coche. En cuanto estuviera sola en la carretera tendría ocasión de gritar para desahogarme.

 

 

PASÉ LOS SIGUIENTES dos días en ascuas. No me quitaba de la cabeza la idea de que los alemanes pudieran descubrir a los refugiados por culpa del marido de Birgitta.

Al tercer día, mientras Agneta, Lennard y yo escuchábamos las noticias, llamaron a la puerta. Levanté la vista, alarmada. ¿Quién podía ser a esas horas?

Poco después, Rika apareció con una carta en una bandejita de plata.

—La ha traído un chico de los recados —dijo—. Para usted, señorita Matilda.

¿Un chico de los recados? ¿Sería de la oficina de telégrafos?

—Gracias, Rika.

Le di la vuelta al sobre. Solo llevaba mi nombre y Lejongård como dirección. ¿Sería otro mensaje secreto de la gente de Ingmar? ¿O algo peor?

Lo abrí con dedos temblorosos.

El papel de carta que contenía era grueso. El corazón se me aceleró al desdoblarlo y sin darme cuenta contuve la respiración.

Entonces leí lo que decía.

 

Querida Matilda:

Tendrás tus camiones. Karl ha accedido. También te proporcionaré conductores y los gastos correrán de mi parte. Puede que ya vaya siendo hora de mostrarme un poco patriótica. El día 15 por la mañana estarán preparados.

Un saludo cordial,

Birgitta

 

Respiré con alivio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lennard—. ¿Buenas noticias?

—Sí —contesté—. Birgitta me deja los camiones. La verdad es que aún no estoy convencida de que los alemanes no se enteren de algo por ella, pero al menos es algo.

—¿Cómo pueden hacer negocios con el enemigo? —preguntó Agneta, sacudiendo la cabeza.

—En realidad, los alemanes no son nuestros enemigos —dije.

—Pero sí del resto del mundo, según parece. En fin, al menos tus palabras han hecho cambiar de opinión a Birgitta.

—Eso espero —añadí, y volví a meter la carta en el sobre.