Capítulo 6

 

 

 

 

 

A LA MAÑANA siguiente me levanté llena de confianza. Tampoco esa noche había logrado dormir apenas, solo que esta vez por motivos diferentes. Con lo amable que había sido Ingmar el día anterior, estaba impaciente por salir a dar otra vuelta y cabalgar con él por los campos. Sonreí al imaginar el día en el que fuera capaz de montar sola a lomos de un caballo. Así podría explorar los alrededores y no tendría que cruzarme con Magnus en ningún momento. La noche anterior se había pasado toda la cena enfurruñado mientras Ingmar y yo explicábamos lo de la clase de equitación y nuestra excursión. Cuando su madre le dirigía la palabra, él contestaba con monosílabos.

Fui al baño, contenta de poder refrescarme y eliminar de mi piel el calor de la noche. Regresé a la habitación con el pelo aún mojado y me hice una trenza, porque así luego la melena me caería en bonitas ondas. Era como más le gustaba a Paul. Siempre decía que parecía un ángel. Aunque Paul no estuviera conmigo, pensar en él me alegraba, y quizá por eso se me ocurrió la idea de ponerme mi mejor vestido de verano para bajar a desayunar.

Al abrir el armario, sin embargo, me quedé de una pieza. ¡Toda mi ropa había desaparecido! Una única prenda negra y sin gracia colgaba de una percha solitaria. Tardé un instante en reaccionar. ¿Dónde estaban todas mis cosas?

Corrí a la cómoda y abrí el cajón de la lencería. Por suerte, allí nadie había tocado nada, pero me era imposible bajar al desayuno solo en ropa interior.

Sentí que el corazón me cerraba la garganta. ¿Se habrían llevado mis vestidos las criadas? En tal caso, ¿por qué? ¿O era todo solo una broma estúpida?

Sentí el rumor de la sangre en mis oídos. ¿Qué debía hacer? Me volví hacia el armario y comprendí que al menos me habían dejado una prenda. Parecía uno de mis vestidos de luto. Saqué la percha.

Un instante después me quedé helada. En cuanto toqué la tela, supe que el vestido no era mío. El tejido era rígido y olía a moho. Desanudé el cinturón y entonces vi lo que era: un uniforme de criada. Me lo quedé mirando como si fuera imposible que estuviera ahí mientras una sensación imprecisa me atravesaba el estómago. Estaba a punto de echarme a llorar, solo que no me salían las lágrimas.

Retrocedí hasta la cama tambaleándome y me senté sin dejar de mirar el vestido. Permanecí así varios minutos, como si pretendiera grabar la imagen a fuego en mis retinas.

Entonces sentí que el nudo de mi interior se desataba y rompí a llorar mientras mi ira crecía como nunca antes. Era un sentimiento parecido a la impotencia, que otras veces me había paralizado frente a mis compañeras de clase, solo que muchísimo más fuerte. Con ese vestido de criada no solo me estaban humillando a mí, sino también a mi madre. ¿A quién se le habría ocurrido restregarme de esa forma mis orígenes? Estaba convencida de que tenía que agradecérselo a los gemelos. ¡Ninguna criada se atrevería a hacer algo así!

Estuve un rato tumbada en la cama, llorando. El pulso me golpeteaba con tal fuerza en los oídos que no me percaté de que alguien entraba en la habitación.

—Señorita —dijo una voz cautelosa—, ¿qué le ocurre?

Con los ojos rebosantes de lágrimas reconocí a Rika, la criada responsable de mi habitación desde el día anterior.

—Nada —respondí con orgullo, pero al incorporarme volví a ver el armario abierto de par en par con el uniforme dentro—. ¡Mi ropa ha desaparecido!

También Rika miró el ropero entonces.

—Estará en la lavandería —intentó explicar con perplejidad, sin pensar que no podía haber enviado a lavar todo mi vestuario a la vez—. Iré abajo a buscarla.

—¡No!

La muchacha se detuvo en seco, mirándome desconcertada.

—¡Déjelo todo como está! —pedí, porque de pronto supe lo que debía hacer.

—Pero podría traerle algo que ponerse.

—Después —dije, y corrí al cuarto de baño—. Antes quiero enseñarle esto a la condesa.

—Es que…

Ni siquiera presté atención a sus reparos. Me envolví a toda prisa en un albornoz y salí corriendo de la habitación. Estaba furiosa. ¡Como pillara a los culpables, era capaz de arrancarles el pelo a tirones!

Bajé la escalera todo lo deprisa que pude. Una de las criadas, que estaba en el pasillo con una bandeja, se apartó sobresaltada.

—¡Perdón! —exclamé, y seguí corriendo.

En efecto, tanto Agneta como sus hijos estaban ya en el comedor, aunque todavía no habían empezado a desayunar. Qué lástima que las tazas aún estuvieran vacías, porque me habría encantado tirarles el café sobre los pantalones a Magnus y a Ingmar.

—Buenos días —dije, y fui directa hacia los chicos. Ingmar me miraba con los ojos muy abiertos, mientras que Magnus apenas podía contener la risa. Me planté erguida ante ambos—. ¿Dónde está mi ropa?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —preguntó Magnus sin mirarme.

—¡Lo sabes perfectamente! ¡Y también sabes cómo ha llegado a mi armario ese uniforme de criada!

Un momento después sentí una mano en el brazo.

—¡Matilda, acompáñame, por favor!

Habría querido quitarle la sonrisa de la cara a Magnus de un bofetón, pero no tuve más remedio que seguir a la condesa, que me acompañó hasta el salón.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué no estás vestida?

—Porque mi ropa ha desaparecido —expliqué—. Y, en su lugar, en el armario solo hay colgado un uniforme de criada.

Agneta sacudió la cabeza sin acabar de entenderlo.

—Pero ¿quién habrá hecho algo así?

—Estoy segura de que ha sido Magnus. No me soporta.

Sentía el corazón en la boca.

—Jamás me ha dicho nada parecido.

La condesa parecía perpleja. Eso me ponía las cosas más difíciles. Evidentemente, no podía creer que su querido hijo hubiese hecho una travesura de ese calibre. De pronto lo comprendí: al acompañarme Ingmar a clase de equitación, también me había alejado de la habitación para que Magnus pudiera llevar a cabo su infame plan. La tarde anterior no había abierto el armario, porque la criada ya me había dejado preparada la ropa para la cena.

—¿Acaso debería hacerlo? —pregunté—. ¿Decirle a usted que me odia?

—Bueno, bueno… —repuso Agneta—. Tan grave no será. —Lo pensó un momento y luego añadió—: Vamos a tu habitación para que pueda verlo.

—¿Es que no me cree? —pregunté—. ¡Le aseguro que no habría montado este revuelo si no fuera cierto!

—Te creo, pero quiero verlo con mis propios ojos.

Sonrió para animarme y echó a andar. La seguí y contuve el aliento un instante. Sentí que el pecho iba a estallarme en cualquier momento a causa de las palabras que tenía acumuladas dentro, pero no dije nada más. Si la condesa quería ver de qué eran capaces sus hijos, se lo enseñaría.

Abrí la puerta de golpe y allí estaba, el uniforme de criada colgado en el armario como una gran burla. Agneta me hizo pasar y cerró con suavidad. Sus ojos no se apartaban del armario abierto. Al cabo de un rato, soltó un hondo suspiro.

—Matilda —dijo sin levantar la voz—. Siento mucho que haya ocurrido esto.

—Seguro que Magnus estuvo espiándonos —repuse, y sentí que la ira quedaba desplazada por un extraño aturdimiento—. Debió de oír que soy la hija de una criada.

—No tiene por qué haber ocurrido así. Tu madre… Aquí hay muchos empleados que la conocieron. Puede haberse enterado por cualquiera.

Sentí un enorme vacío en mi interior. Probablemente siempre sería la hija de la criada. A saber qué más me harían…

—¿Y le tiene manía al servicio? —pregunté, obstinada.

—Son miembros importantes de nuestra casa. No, no creo que sea por eso. Es probable que solo quisiera hacer una travesura estúpida. Si es que ha sido cosa de Magnus.

¿Acaso lo dudaba? ¿Quién más habría podido ser?

—Hablaré con él —me aseguró—. De ningún modo debes sentirte agredida o denigrada. Soy responsable de ti y me encargaré de que te traten como a un miembro más de esta familia. —Se levantó—. Le diré a Lena que suba algo para ponerte. Y, si quieres, también algo para desayunar.

—Gracias —dije asintiendo con la cabeza.

Agneta sonrió para animarme y salió de la habitación.

Bajé la cabeza y me miré las manos. Ya hacía algo más de una semana que vivía allí. Había notado que a Magnus no le caía bien, pero que hubiera llegado tan lejos… ¿Para qué más debía prepararme? ¿Leería Magnus mis cartas cuando yo no estuviera en mi cuarto? ¿Tendría que empezar a cerrarla con llave?

 

 

PUES SÍ, DESPUÉS de desayunar cerré con llave. No pensaba darle a Magnus otra oportunidad para revolver mis cosas.

Lena me había llevado un bonito vestido de verano que seguramente era de la condesa, y me aseguró que todas mis cosas volverían a estar en su sitio a la mañana siguiente como muy tarde. En efecto, todo había acabado en la lavandería con la ropa sucia, entre sábanas y manteles manchados. Eso me hizo sentir otra puñalada, pero Lena fue muy amable y me consoló.

—Un uniforme de criada es algo muy digno. No sabe usted el honor que supuso para mí ser aceptada en esta casa.

Me habló de cuando empezó a trabajar allí, siendo muy jovencita, y de cómo había vivido todos los altibajos de la propiedad. Hacía ya dieciocho años que estaba en Lejongård y no se arrepentía de un solo minuto que había pasado allí. Eso me impresionó mucho y por fin encontré algo de paz.

Aun así, cuando salí a los terrenos esperé no encontrarme con los gemelos en todo el día.

—¡Matilda! —oí de pronto tras de mí.

Conocía perfectamente esa voz. Ingmar. Se me aceleró el pulso y apreté el paso. Me habría gustado huir corriendo.

—¡Matilda, espérame!

Aun sin volverme a mirar, supe que me perseguía, pero me apetecía tan poco verlo a él como a su hermano. Sin embargo, me alcanzó y se me plantó delante.

—Para un momento. ¡Quiero hablar contigo!

—¿Por qué? —pregunté, y lo esquivé.

—Porque yo no tuve nada que ver. ¡Te lo juro!

—Por mí, puedes jurar todo lo que quieras —repliqué y seguí andando—. ¡No me creo ni una palabra! Me distrajiste cabalgando para que tu hermano pudiera sacar mis cosas del armario. Tendría que haberlo sabido.

Aceleré un poco más, pero no sirvió de nada. Un segundo después volvía a tenerlo a mi lado. Me agarró del brazo.

—¡Ni te atrevas! —espeté.

Me soltó.

—Vamos a hablar —dijo—. ¡Por favor!

Apreté mucho los labios. Me habría encantado decirle que se fuera al diablo, pero su consternación parecía auténtica, así que quise darle una oportunidad para que se explicara.

—Muy bien.

—Te prometo que no tuve nada que ver. Mi madre me pidió que te llevara a aprender a montar, ¡puedes preguntárselo a ella!

Esa explicación me tranquilizó muy poco.

—Si de verdad fue cosa de mi hermano, me disculpo por él. Pero tienes que creerme, no fue ocurrencia mía. No sabía que fuera a hacerte eso.

Magnus e Ingmar eran gemelos y, por lo que me habían contado, ni los matrimonios estaban tan unidos. ¿Y, aun así, Ingmar pretendía hacerme creer que no sabía nada?

—¿Acaso no te ha dicho lo mucho que odia a mi madre? —pregunté.

Ingmar me miró con sorpresa.

—No. Nunca me ha dicho nada de ella.

—¿Ah, no? ¿Y por qué me humilla precisamente restregándome por la cara el tiempo que trabajó de criada, como si fuera algo malo?

Ingmar levantó las manos con impotencia.

—A veces no entiendo lo que le pasa por la cabeza. Somos gemelos, pero eso no quiere decir que Magnus y yo seamos la misma persona. No puedo leerle el pensamiento. Si no, le habría parado los pies. Puedes creerme.

Me habría gustado hacerlo, pero ¿de verdad podía confiar en él?

—¡Ninguno de los dos habéis perdido nunca nada! —espeté de repente—. A vosotros todo os parece un chiste, ¿verdad? La pobre huerfanita recogida por la condesa, que ahora vive a vuestra costa. —Me ardían los ojos y me temblaban las manos. Aunque Ingmar se había disculpado, me habría gustado agarrarlo del cuello y zarandearlo—. ¡Pues que sepas que, si pudiera, me habría quedado en Estocolmo! ¡Allí estaba mi hogar! No me entusiasma haber tenido que venir aquí. A tu madre la nombraron mi tutora por deseo de la mía, y fue ella quien tomó la decisión. En cuanto sea mayor de edad, desapareceré y por fin os libraréis de mí. Ahora déjame tranquila. ¡Tengo que pensar!

Lo miré a los ojos un momento, di media vuelta y me alejé hacia la verja dando grandes zancadas y apretando los puños.

 

 

ESTUVE UN BUEN rato vagando sin rumbo. No sabía adónde ir. Lo único que sabía era que no quería estar en la finca, pero había quedado con el señor Blom por la tarde para dar otra clase de equitación, así que tendría que regresar para entonces.

Por fin llegué al pueblo al que Agneta me había llevado a hacer una breve visita. Era un lugar idílico, casi de postal. Algunas casas estaban pintadas de rojo o de azul; todas ellas tenían en común los jardines delanteros, repletos de lozanas plantas con flores. Pude ver enormes girasoles, malvas, lupinos y rosas. Me detuve ante una valla pintada de azul y de repente me sentí rodeada de magia. Hasta ese momento solo me había fijado en las plantas del jardín, pero entonces mi mirada quedó atrapada por la casa y la paz que se respiraba allí. Todo estaba tan tranquilo que podía oírse a las abejas zumbar entre las flores. El aire olía a mieses segadas y a polvo recalentado por el sol. Era como si el tiempo se hubiese detenido un instante.

Un movimiento me distrajo de mi contemplación. Sobre la valla apareció de pronto un gato blanco y rojizo que me miró con curiosidad.

—¿Y tú de dónde sales? Espero no molestarte.

El gato bostezó y saltó de la valla. Me quedé completamente inmóvil mientras el animal venía directo hacia mí y empezaba a frotarse contra mi pierna. Me agaché y pasé una mano insegura por su pelaje, pero él apretó la cabeza contra mis dedos como pidiendo que lo acariciara. Empezó a ronronear apaciblemente.

—¿Susanna? —preguntó una voz.

Me estremecí. El gato me tenía tan hechizada que no había oído acercarse a nadie.

Me volví y encontré a un anciano justo detrás de mí. Se le veía un poco descuidado, tenía un agujero en la chaqueta y las rodillas de los pantalones muy desgastadas. Debía de rondar los setenta años. Su bigote cano tenía los extremos amarillentos, tal vez por fumar puros. Me miraba con la cabeza ladeada y unos ojos acuosos de color azul claro.

—Disculpe, ¿el gato es suyo?

El hombre no contestó, solo siguió observándome mientras los labios se le movían sin que de ellos saliera ningún sonido.

Hizo algo que me resultó inquietante. ¿Por qué me había llamado «Susanna», el nombre de mi madre? ¿Me había confundido con ella? Era posible. Como criada de la finca, seguro que habría visitado el pueblo.

—Lo siento, no soy Susanna —repuse. El hombre seguía sin moverse de su sitio—. Yo…

Estuve a punto de decirle cómo me llamaba y que ahora vivía en Lejongård, pero algo me lo impidió. Retrocedí poco a poco y el gato saltó a un lado, espantado. Al final di media vuelta y eché a correr. ¿Me seguiría ese anciano confundido? Regresé a la calle principal y miré alrededor.

El hombre no estaba por ninguna parte. Respiré hondo e intenté tranquilizarme. El corazón me latía a toda velocidad. ¿A qué Susanna había creído ver? ¿De verdad me había confundido con mi madre? Me parecía a ella, claro, pero nunca nos habían tomado a una por la otra. Además, solo tenía diecisiete años. Tal vez el viejo la había conocido en el pasado, pero de eso hacía mucho tiempo. Debería saber que ahora esa Susanna sería mayor.

Me puse de nuevo en marcha. Más me valía regresar a Lejongård.

 

 

NO PUDE QUITARME de la cabeza al anciano en todo el camino. ¡Se encontraba en un estado lamentable! ¿No tenía a nadie que le remendara la chaqueta? ¿Era tan pobre que ni siquiera podía permitirse unos pantalones nuevos? ¿Quién sería?

Con cada paso que me alejaba del pueblo, más ridícula me parecía mi reacción. En lugar de espantarme y echar a correr, debería haberme acercado a él y explicarle que Susanna era mi madre. Habría podido preguntarle si la conocía. Tal vez así me habría enterado de algún detalle más sobre ella. Quizá me había ocultado secretos mucho más importantes que su antiguo empleo en la finca.

Pero tampoco quería volver al pueblo. Mi reloj de pulsera, uno de los últimos regalos de mi padre, marcaba la una y diez, y a las tres en punto tenía clase de equitación. Si Ingmar también se presentaba, pensaba actuar como si fuera invisible.

Llegué a la verja de Lejongård y caminé hacia la casa señorial. Había varios hombres sentados que charlaban a la sombra de un árbol, porque ya era la hora de comer. Reconocí a un par de mozos de cuadra y los saludé sin saber si me oirían. Cuando subí los escalones de la entrada, Lena salió a mi encuentro.

—Pero ¿dónde se había metido? ¡La hemos buscado por todas partes!

«¿Por qué?», estuve a punto de preguntar, pero me reprimí. ¿Había ocurrido algo?

—Venga conmigo, la llevaré con la señora.

—¿Qué ha pasado?

Me invadió un miedo repentino. ¿Qué clase de noticia me estaría esperando? Enseguida me vino a la cabeza Paul. ¿Le habría sucedido algo? ¿O a Daga? Ellos dos eran los únicos que sabían dónde vivía…

Con el corazón palpitante, seguí a Lena hasta una pequeña sala que había junto al despacho. Agneta me había explicado que tenía la costumbre de recibir allí a los socios comerciales, puesto que resultaba menos formal que el gran despacho. En lugar de estanterías altas e intimidantes llenas de pesados libros de cuentas, tenía un papel de pared claro y alegre. Los sillones estaban tapizados con tela azul, y en la pared colgaban bodegones e idílicos paisajes campestres.

Me senté en uno de los sillones, pero solo hasta que Lena se fue. La tensión que me invadía creció tanto que me levanté de inmediato y empecé a caminar de un lado a otro, inquieta. Me retorcía las manos heladas mientras mis pensamientos giraban en círculo. Desde la muerte de mi madre, sentía un pavor constante a que ocurriera otra catástrofe similar. A parte de Daga y Paul, no tenía a nadie que fuera importante para mí, por eso temía más aún por ellos.

Al cabo de un rato oí que en la habitación contigua se cerraba una puerta. Regresé al sillón y entrelacé los dedos, fríos y sudorosos, sobre mi regazo. ¿Por qué no entraba a verme la condesa? Los segundos se alargaron. ¿Estaría sopesando cómo darme la terrible noticia? ¿Tan mala era? Un instante después, la puerta del despacho de al lado volvió a abrirse.

—¿Querías hablar conmigo, madre?

Al oír esa voz me quedé de piedra. Tal vez no pudiera distinguir a Magnus de Ingmar a simple vista, pero sus voces eran inconfundibles. Mientras que Ingmar casi exclamaba las palabras, su hermano hablaba con mucha parsimonia.

—Siéntate —repuso Agneta con frialdad. Magnus debió de seguir su orden, porque ella prosiguió—: Sin duda sabrás por qué te he hecho venir.

—Puedo imaginarlo. —Su tono no dejaba entrever si tenía miedo o estaba avergonzado.

Parecía tan tranquilo como si su madre solo fuese a corregirle los deberes. Me habría encantado acercarme a la puerta y espiar por la cerradura. ¿Por qué lo habría llamado la condesa? ¿Y por qué estaba yo en la sala contigua?

—Lo cierto es que no sé por dónde empezar —la oí decir—. Me pregunto si no fui lo bastante clara cuando anuncié que acogeríamos a un nuevo miembro en la familia.

—Esa no es un miembro de la familia —replicó Magnus—. Es la hija de una criada.

—Y mi pupila. Magnus, eres un joven inteligente, sabes lo que es un pupilo, ¿verdad?

Esta vez su hijo no respondió, pero sus palabras habían vuelto a herirme en lo más hondo. ¿Por qué me hacían tanto daño sus opiniones? Pertenecer al servicio era algo habitual. Muchas jóvenes empezaban siendo criadas y después trabajaban en otras profesiones. Mi madre se casó con un contable y se trasladó a Estocolmo, donde fue una esposa burguesa. Teníamos una casa de nuestra propiedad. Sin embargo, el denigrante desdén de Magnus me ofendía. El uniforme de criada que había colgado en mi armario era algo que mi madre había dejado atrás al salir de Lejongård.

Me habría gustado abrir la puerta para decirle exactamente eso, pero la condesa había hecho que me llevaran a la sala anexa para que lo oyera todo, así que debía seguir esperando. Ni siquiera me atrevía a hacer ruido al respirar.

—Matilda está bajo mi amparo, no importa quién fuera su madre. Además, la existencia de una criada no tiene nada de deshonroso, nada en absoluto. Y cuando una de ellas consigue labrarse un camino en la vida tal como hizo la madre de Matilda, merece reconocimiento, no que la desacrediten.

Intenté imaginar cómo miraría Magnus a su madre en esos momentos. Seguro que con ojos tenebrosos, porque no se atrevería a ponerle las mismas expresiones burlonas y desdeñosas que a mí.

—Tú cuentas con un gran privilegio que tal vez no tendrías si nuestra historia hubiese tomado otros derroteros. Eres el heredero de la finca, pero eso jamás debe inducirte a mirar por encima del hombro a quienes trabajan en esta casa. Esas personas son importantes para nuestra familia, y un día serán importantes para ti. No quiero dejar la finca en manos de un hombre que no sabe que nuestros privilegios implican obligaciones. La obligación de servir. Servimos al rey, y servimos también a las gentes de aquí. Los señores somos su punto de referencia, un modelo a seguir. No te equivoques al cerrar el corazón a esas personas que te parecen menos que tú.

—Pero…

Agneta acalló su protesta, seguramente con una mirada o un gesto.

—En esto no hay pero que valga. Y ahora, dime, ¿qué es lo que tanto te desagrada de Matilda?

Contuve la respiración. Estaba a punto de enterarme.

—Pues que este no es su sitio. Que se vuelva a la ciudad.

—A ella todavía no la he oído quejarse ni un solo día de que añore algo. No exige de nosotros ningún trato especial y se ha amoldado bien a esta casa. ¿Te ha ofendido de alguna forma o te ha hecho algo?

—¿Aparte de con su presencia, quieres decir?

—¡Magnus! —El nombre resonó por toda la sala—. ¡O bien me expones argumentos sensatos o te callas! ¿Y bien?

—Es que no puedo con ella. Tarde o temprano intentará interponerse entre Ingmar y yo. Ya estoy viendo que la queréis más a ella que a mí.

—Eso no es cierto —replicó Agneta. Su voz volvía a ser más calmada, pero noté lo mucho que le costaba dominarse—. La trato con el mismo cariño que a vosotros. Ya sabes que no tengo preferidos.

Magnus masculló algo que no entendí. La condesa, en cambio, sí que lo oyó, porque dijo:

—Bueno, Magnus, deja que vaya al grano, porque veo que hablar no sirve de nada. Espero que no vuelvas a convertir a Matilda en el blanco de tus travesuras. Me da igual que te caiga bien o mal, si en algún momento vuelves a cometer una tropelía así, me plantearé enviarte a un internado. Sin tu hermano.

—Eso no puedes hacerlo. ¿Qué voy a…?

—Si me entero de que has vuelto a quitarle sus pertenencias a Matilda o a humillarla de alguna otra forma, te enviaré lejos para que te enseñen modales. Me da pena no haberlo logrado yo misma, así que, me guste o no, tendré que dejarlo en manos de profesores más estrictos. De ti depende. Si te comportas como es debido, todo seguirá igual. Si no lo haces, me encargaré de corregir mi negligencia.

A aquellas palabras les siguió el silencio. Respiré hondo y noté que estaba temblando. En la escuela había aprendido que esa clase de amenazas servían de poco cuando a alguien se le había metido en la cabeza hacerte daño. Magnus lo intentaría de alguna otra manera, y justo eso era lo que temía. En algún momento se vengaría de mí por esa reprimenda.

—¿Me has entendido?

—Sí, madre —contestó Magnus, ofendido.

De nuevo guardaron silencio.

—Bien, ya puedes irte.

Oí que se movía una silla y alguien salía del despacho.

Me hundí más en el sillón. Tenía el corazón en la boca. No podía creer lo que acababa de oír, y al mismo tiempo me preguntaba por qué habría querido la condesa que me enterara de todo. ¿Para que la creyera?

Al cabo de un rato se abrió la puerta y me levanté enseguida.

—Tranquila, siéntate —dijo Agneta. Cerró y tomó asiento también—. Seguro que te ha extrañado que Lena te trajera a esta sala, ¿verdad?

Asentí.

—No suelo reprender a los miembros de la familia en público —explicó mientras se retorcía las manos con nerviosismo—. Estas cosas solemos hablarlas en privado, pero en este caso quería que tú lo supieras. No me gustaría que te sintieras desprotegida. Lo que acabo de decirle a Magnus lo pienso de verdad. Eres parte de esta familia y él no tiene ningún derecho a humillarte.

—Se lo agradezco —dije casi sin voz.

En realidad, habría tenido que estar más tranquila, pero por algún motivo no era así. Casi me sentía peor, y eso que yo no había hecho nada.

La intención de Agneta había sido buena, pero no me gustaba saber que Magnus solo me dejaría tranquila si sabía que se arriesgaba a recibir un castigo. No era eso lo que yo quería. Deseaba que me dejara en paz por sí mismo.

La condesa me miró durante un rato, luego añadió:

—Estoy segura de que mi hijo acabará acostumbrándose a que estés aquí. Siempre le cuesta adaptarse a las novedades.

Calló un momento. Parecía que sus pensamientos tomaban otros derroteros. ¿Qué más habría hecho Magnus antes? ¿Les habría chamuscado el pelo a las criadas nuevas? ¿Habría escondido su ropa? ¿Las habría insultado? Era probable que la caída del caballo le hubiese dejado más secuelas que una cicatriz en la cabeza…

—Pero confío en que se tome en serio mis palabras.

—¿De verdad lo enviará a un internado si vuelve a hacer algo así? —pregunté.

—Si te soy sincera, eso me partiría el corazón —contestó Agneta con una sonrisa triste—, pero también me lo parte ver que te trata injustamente. No te lo mereces, y me encargaré de que no se repita. ¿Entendido?

Asentí. Lo había entendido, pero temía que Magnus encontrara otras formas de humillación. Al fin y al cabo, durante los próximos cuatro años no podría esconderme de él a menos que me retirara a esa horrible cabaña de la linde del bosque.

La condesa me dio la mano. Tenía los dedos cálidos, mientras que los míos parecían témpanos de hielo.

—Eres bienvenida entre nosotros, nunca lo olvides. Le hice una promesa a tu madre y la mantendré. Que Magnus no esté a gusto contigo es algo que lamento, pero tal vez algún día cambie de opinión.

—Siempre que no me inmiscuya entre su hermano y él… —dije abatida.

—Eso son tonterías. ¡Un mero pretexto! Conozco bien a mi hijo. A menudo siente antipatía por algo sin saber por qué. Ya era así de pequeño. Ingmar siempre fue el más simpático de los dos. Se lo toma todo con sentido del humor y disfruta estando con más gente. Por eso le pedí a él que te acompañara a la clase de equitación.

Recordé el viento alborotando mi pelo cuando cabalgamos juntos hasta la cabaña. De no ser por Magnus, tal vez habría esperado esa tarde con alegría.

—Bien, pues ahora te dejo sola —dijo Agneta, y se levantó—. Si Magnus vuelve a hacer algo que te ofenda, no temas venir a contármelo.

Asentí de nuevo, aunque sabía muy bien que en la siguiente ocasión yo misma tomaría cartas en el asunto. No podía esperar que la condesa se pasara cuatro años sacándome las castañas del fuego. También en la escuela me había defendido sola, hasta con bofetones si hacía falta. Como Magnus volviera a tocar mis cosas, se enteraría de quién era yo.

—Gracias. —Me obligué a sonreír—. Le agradezco mucho que me apoye.

—Siempre lo haré —repuso Agneta y regresó a su despacho.

Dejé pasar un momento más en silencio antes de salir al pasillo. Avancé un poco y entonces percibí un movimiento entre las sombras. ¿Habría vuelto Magnus a espiarnos? Apreté los puños y respiré hondo. «Cuatro años», me dije. ¡Tenía que aguantar como fuera!