Tomás abre los ojos y permanece un instante desorientado sin saber muy bien dónde se encuentra. Ha olvidado lo que es dormir durante varias horas y despertar ignorando el tiempo trascurrido. El perfume de Rosa sobre las sábanas le recuerda qué hace allí, le trae a la memoria la terrible noche que ha pasado en el cementerio, y el rostro de la chica encerrada en lo que parecía un ataúd vuelve a su mente con todo detalle.
Son más de las tres de la tarde, eso quiere decir que ha logrado dormir casi cinco horas seguidas. Se incorpora y siente que la cabeza va a explotarle. Se la sujeta fuerte con las dos manos, aliviando la tensión que le aplasta las sienes. Se levanta y sale del dormitorio. Oye ruido en la cocina. Rosa está fregando unos platos en la pila. Tomás la observa desde la puerta sin que ella se percate, testigo mudo de su cambio de vida. Tantas veces había intentado sacarla de la calle, convencerla de que merecía algo mejor que acostarse con esa mugrienta y asquerosa caterva de hombres, que había dejado de creer que ese día llegaría. Es consciente de que los motivos que le daba para que dejara la calle no eran más que frases hechas, vacías. Le parece mentira verla fregando unos platos en una casa normal, estudiando para conseguir un trabajo normal sin que nadie que la viera sospechara que apenas un año antes su vida giraba en torno a diez metros cuadrados de calle y una sucia habitación en una pensión aún más repugnante.
Cuando Rosa repara en él, detenido en la puerta, cierra el grifo y se seca las manos con un trapo de cocina.
—No sabía si despertarte —dice—. No me dijiste nada.
—No suelo dormir tanto. En realidad, no suelo dormir nada.
—¿Quieres un café? He hecho hace poco.
—No, me voy a marchar, tengo que pasar por casa antes de entrar a trabajar.
—¿Dónde estás trabajando?
—De guarda de seguridad, en el cementerio.
—¿En serio? —pregunta sorprendida.
—Sí —dice con una triste sonrisa—. Todo en mi vida parece una broma pesada, pero es en serio.
Rosa guarda los platos que ha fregado en un armario.
—¿No me vas a preguntar por qué he venido?
—No.
—¿No sientes curiosidad?
—La gente opina sobre la vida de los demás muy a la ligera. Yo me he pasado cinco años siendo puta. Casi nadie lo sabía, y los que sí, me daban consejos, y lo veían todo tan fácil y a la vez tan lejano que no podían ni siquiera imaginarse que quizá algún día podrían estar en mi lugar. Se sentían libres de pecado y de peligro.
—Yo era uno de esos, de los que trataba de hacerte cambiar.
—No te lo reprocho, la mayoría de la gente lo hacía con buena intención. Pero era yo la que había decidido ganarme la vida acostándome con cualquiera, y era yo la que tenía que apechugar con las consecuencias. Tú tomaste una decisión y ahora sufres las consecuencias. Si me pides mi opinión no te la voy a dar, porque no doy consejos a nadie, ni soy quién para meterme en la vida de los demás. Lo único que puedo ofrecerte es mi casa si alguna vez necesitas escapar un poco. Siempre estaré en deuda contigo.
Por primera vez se da cuenta de que Rosa es y ha sido siempre más dueña de su vida que cualquiera. Nunca, por mal que le fueran las cosas, ha perdido la dignidad ni ha dejado de tener las ideas claras, a pesar de que él no hubiera sido capaz de verlo. Se despide de ella prometiéndole que le dejará que le corte el pelo cuando acabe el curso de peluquería.
En el coche, trata de ordenar las excusas que tiene que contarle a Sara. Las mentiras se olvidan con mucha facilidad y ha de ser cuidadoso si no quiere que ella le pille en un renuncio.
Al llegar a casa siente un pequeño alivio al comprobar que no hay nadie, cualquier prórroga antes de enfrentarse a ella le viene bien. Imagina que estará recogiendo a Samuel en el colegio. Se quita la ropa, deja el uniforme sobre la cama y, una vez desnudo, se sienta sobre el colchón, como si desvestirse le hubiera consumido todas las fuerzas. Mira su cara reflejada en el espejo del dormitorio y sin poder evitarlo comienza a llorar. Al principio en silencio, después rompe en un llanto desesperado, de niño sin consuelo, y por primera vez la palabra rendición comienza a tomar forma. Ya no puede más. Mientras se desahoga, asume que en cuanto Sara entre por la puerta le contará todo, le pedirá perdón, y ella sabrá perdonarle, y entre los dos buscarán ayuda, intentarán solucionar el dolor que le aprisiona el pecho y le impide respirar. Está convencido de que contarle la verdad es lo mejor y lo ve con tanta claridad que no entiende por qué no lo ha hecho antes, que lleve tantos meses guardando tantos secretos, tantas mentiras. Pone frases de consuelo que él necesita escuchar en boca de Sara, palabras que le dicen que todo va a ir bien, que ella siempre va a estar a su lado. Se tranquiliza, se seca los ojos, respira hondo y alivia la tensión en sus músculos agarrotados. Llorar le ha sentado bien. Ha descargado los nervios y consigue recuperar la calma. Escucha el sonido de la llave en la cerradura y oye los pasos de Samuel, que entra en la casa como una exhalación. Abre el armario, coge una toalla y se tapa. Antes de que entre el niño en el dormitorio ya sabe que no va a contar nada. Solo ha tenido un momento de debilidad, normal para lo que está soportando, no lo suficiente como para poner de nuevo patas arriba su vida después de lo que le ha costado volver a ponerla en pie.
Samuel salta sobre él abrazándole, y caen los dos sobre la cama. Tomás le abraza con fuerza.
—¿Qué tal el cole?
—Bien.
—¿Qué has hecho hoy?
—No sé —dice desenfadado el niño.
—¿Cómo que no sabes? Algo habrás hecho.
—Que no me acuerdo —contesta Samuel soltándose del abrazo de su padre.
—Pues vaya memoria tienes, no sé cómo vas a aprender nada —dice Tomás mientras Samuel sale del cuarto.
Sara entra, le besa con ternura y se sienta a su lado en la cama, cogiéndole la mano.
—¿Has comido?
—Me iba a duchar.
—Te prepararé la comida. Estarás cansado, ¿no?
—No, estoy bien, si me he pasado la noche durmiendo. En el centro comercial solo hay que hacer un par de rondas. Aquello es muy tranquilo.
Sara le acaricia la cabeza con una sonrisa. Él sonríe también, y comprueba con tristeza cómo la mentira ha vuelto a salir de sus labios con naturalidad y entre los dos se levanta, cada vez más alto, un muro invisible e insalvable, fabricado de excusas, falsedades, verdades a medias que se han convertido en el centro de sus vidas. Bajo la ducha recupera fuerzas. Debe tener la cabeza despejada, no dejarse llevar ni por el miedo ni por la ansiedad, no pensar en nada, ni en el pasado ni en el futuro, solo en el minuto actual, nada más, y después en el minuto siguiente, nada más, salir de la ducha, comer, hablar con Sara sin escuchar muy bien lo que dice, sin procesarlo, aparentando tener una conversación que no recordará, vestirse sin pensar en cómo se viste, despedirse de Samuel sin efusividad. Porque actuar como un autómata, observador ciego de su propia vida, es la única manera que ha encontrado de no recordar, ni por un solo segundo, que en unas pocas horas volverá a pasar la noche en la solitaria garita entre tumbas y lápidas, con el miedo clavado en los huesos.
Tomás, sin tener una noción clara de qué ha pasado en las últimas tres horas, vuelve a la garita, que está caldeada gracias a que Sebas deja la estufa encendida. Se queda detenido en la puerta, igual que la primera vez que entró allí. Después se dirige al ordenador y lo apaga. Se quita el anorak, lo cuelga en la percha y se tumba en el jergón dispuesto a pasar allí toda la noche. En el camino de su casa al cementerio ha decidido que no saldrá a hacer las guardias. Nadie va a enterarse, nadie va a salir de allí, y a los que entran ya los conoce y sabe que son inofensivos.
Tumbado en el jergón, trata de concentrarse en las figuras que la pintura forma sobre su cabeza. En un rincón, una mancha de humedad avanza desde la esquina, igual que un ejército invasor que va conquistando un territorio. Decide hacer una marca en el techo para comprobar su avance. Se levanta, saca un rotulador de uno de los cajones, se sube a la silla y marca la frontera que separa la mancha de humedad del resto del techo, que permanece ajeno a la amenaza silenciosa. En la vida es igual, piensa, una mancha de humedad comienza a avanzar hacia nosotros sin que seamos conscientes de ello, sin que le demos importancia, y para cuando lo hacemos ya estamos rodeados, hundidos hasta las rodillas en el fango, del que no podemos salir. Al notar que su mente comienza a divagar, vuelve a tumbarse en el jergón y a concentrarse en la pintura del techo, en la mancha de humedad, vigilada ya por la marca del rotulador. Luego observa la ventana, empañada por la condensación. Una ligera lluvia salpica el cristal, por el que resbalan lentas gotas abrumadas por el peso del agua. Trata de adivinar qué gota será la siguiente en caer, en rendirse, y por alguna razón se acuerda de la gente que se arrojaba de las ventanas del World Trade Center, agotada, asfixiada, abrasada. Elegían saltar al vacío antes que morir devoradas por las llamas. Aunque puede resultar una locura, está convencido de que antes de saltar, durante una décima de segundo, esas personas tenían una última esperanza de poder sobrevivir, de que la caída no tenía por qué matarlos. Hasta el último segundo la gente sigue pensando que la muerte es algo que solo le pasa a los demás. Lo que ha aprendido en esos terribles meses es que ni el dolor más intenso, ni la desesperación más profunda ni el miedo instalado en cada segundo del día son suficientes para desear la muerte. Al revés, cuanto más duras son las circunstancias más se aferra uno a las pocas fuerzas que le quedan para continuar. Ahora sabe que el suicida, el que decide quitarse la vida, no siente nada, solo un vacío inmenso que le va tragando, dejándole sin voluntad, sin emociones, sin sentimientos, convertido en carne y huesos sin alma hasta que decide que si la vida es ese discurrir diario por el absurdo de no esperar nada lo mejor es no perder mucho el tiempo y acabar con ello cuanto antes.
Unos ligeros golpes en la puerta le sacan de sus cavilaciones. Se incorpora en el jergón para escuchar con atención. Al cabo de unos segundos los golpes vuelven a repetirse con más firmeza. Al abrir la puerta encuentra al otro lado a Antonio y Carmen con sus ropas negras, sus caras pálidas y el pelo mojado por la ligera lluvia que sigue cayendo.
—¿Podemos pasar? —pregunta ella—. Está lloviendo.
—Claro —contesta Tomás reaccionando—. Pasad, anda, no sé qué hacéis aquí con el frío que hace.
Los chicos entran, se quitan los abrigos mojados y permanecen en silencio, mirándole como si tuvieran algo que decir y no supieran por dónde empezar.
—¿Qué pasa? —pregunta Tomás.
—Verás —dice por fin Carmen—, hemos estado pensando mucho en lo que pasó la otra noche.
—Os dije que no le dierais importancia.
—Ya, a eso nos referimos, creemos que sí que la tiene —prosigue—. Estamos convencidos de que lo que te pasó fue real.
Tomás se dirige al jergón y se deja caer agotado.
—Escuchad —dice frotándose la cabeza—, preferiría no darle más vueltas a eso, ya os dije que tengo insomnio. Cuando no duermes nada es normal sufrir alucinaciones, y estoy seguro de que eso es lo que pasó la otra noche...
—El monje —dice Antonio sin dejarle terminar.
—¿Qué monje?
—La estatua del monje. Viste en la pantalla la estatua del monje y era real.
No entiende muy bien a dónde quieren llegar.
—Tú nunca habías visto esa estatua, ¿verdad?
—No, creo que no.
—Seguro que no —dice Carmen—, no está en tu zona de vigilancia. Además, está muy escondida como para que la hayas visto.
—¿Y qué me queréis decir con eso?
—Pues que es imposible tener alucinaciones con algo que es real. No puedes inventarte la estatua si no la has visto. El vídeo era real y la chica que estaba atrapada también.
Se queda callado. No entiende cómo habiendo sido policía durante más de veinte años no ha sido capaz de llegar a una conclusión tan simple y que en su cabeza la opción de la locura sea la única posibilidad que ha barajado.
—Bien —dice por fin—, ¿y ahora qué?
Los chicos le miran sin saber muy bien qué respuesta darle.
—Deberías encenderlo —dice Antonio señalando el ordenador—. Si todo empezó ahí es posible que vuelva a suceder.
Decide hacerles caso. El ordenador comienza a emitir ruidos de ventiladores y circuitos en marcha. Mientras el sistema se va configurando observa la pantalla con la esperanza de que falle el aparato y no termine de arrancar.
—Quizá lo del otro día no fue casual —opina Carmen—, quizá hay alguien que tiene algo en contra tuya.
Tomás suelta una risa irónica. Los chicos se miran sin entender muy bien a qué viene esa reacción.
—Bueno, después de todo lo que pasó os aseguro que tengo más enemigos que amigos.
Los jóvenes cruzan entre ellos una mirada interrogativa.
—¿A qué te refieres con todo lo que pasó?
Tomás examina el rostro de la chica tratando de descubrir un atisbo de hipocresía. Se da cuenta de que su pregunta nace de la más absoluta ignorancia.
—¿No veis la tele? ¿No leéis periódicos?
—No nos interesa demasiado lo que cuentan. ¿Por qué?
Podría contarles la verdad, ponerlos al corriente de todo lo ocurrido. Es la primera vez que se encuentra ante alguien que no le prejuzga, que no le mira con la condescendencia y el aire de superioridad de quien conoce todos tus defectos y errores, aunque no sea capaz de decírtelo a la cara, y esa sensación de igualdad, de equilibrio ante ellos, es tentadora.
—Por nada, es una historia muy larga.
Las horas siguientes las pasan casi sin hablar, inician breves retazos de conversación que mueren igual que han empezado, sin muchas ganas de que continúen. Los tres miran cada cierto tiempo de reojo hacia la pantalla. Cuando se acerca la hora del amanecer obliga a los chicos a marcharse a casa, no quiere que nadie los sorprenda allí.
—Mañana volveremos —dice Carmen, cuyo tono de voz no admite discusión.
Tomás no le replica. Es mejor el silencio acompañado que el silencio en soledad, y si alguna vez vuelve a aparecer el rostro de una chica en la pantalla del ordenador prefiere que ellos estén con él.
Al poco de marcharse los chicos, el padre Manuel llega, y como cada mañana Tomás le ayuda a ordenar y limpiar el interior del templo. Una vez que han acabado se sienta en uno de los bancos y se queda pensativo mirando el enorme crucifijo que domina la iglesia. Sin acordarse muy bien de cómo se hacía y sin saber qué decir, improvisa un intento de oración en la que no tiene claro qué pedir. ¿Perdón, ayuda, misericordia? El padre Manuel se sienta a su lado y permanece en silencio durante unos minutos.
—¿Es usted creyente? —pregunta.
—No me acuerdo, hace demasiado tiempo que no pienso en ello.
—¿Y su hermano? ¿Lo es? ¿Él es creyente?
Es la primera vez que hace referencia a Joaquín, hasta entonces se había comportado como si no supiera quién es. El padre Manuel no es igual que los dos chicos, ajenos al mundo que les rodea, sino un hombre discreto que sabe cuándo y por qué guardar silencio.
—No creo que lo sea mucho —dice—. Vamos, no creo que lo sea en absoluto, ¿por qué?
El sacerdote encoge los hombros y después respira hondo.
—¿Ha oído hablar de la gran tribulación? En la Biblia, en sus profecías, la gran tribulación es un período de destrucción y sufrimiento previo a la segunda venida de Cristo, una época de falsos dioses a los que la humanidad seguirá. Según los profetas será un período corto, después vendrá el rapto, la salvación de los creyentes.
—No entiendo muy bien qué tiene que ver todo esto con mi hermano.
—Según la Biblia, solo los verdaderos creyentes, los que sepan diferenciar a Dios de los dioses falsos, serán llevados. Los que no, los infieles, quedarán en la Tierra intentando conseguir el perdón.
—¿Y cómo pueden conseguir ese perdón?
El padre Manuel hace una pausa y mira a Tomás un instante.
—Para lograr la salvación la cabeza del pecador debe ser cortada, de esa forma conseguirá el perdón.
Un silencio profundo inunda el templo, y un escalofrío recorre el cuerpo de Tomás, que vuelve a ver a Joaquín saliendo del chalet con la maleta hecha a toda prisa, con el pelo teñido y la absurda barba postiza. Le recuerda entrando en el coche, temblando todo su cuerpo mientras le agradece casi en un sollozo que le esté ayudando a escapar.
—¿Y eso lo dice la Biblia?
—No, eso son interpretaciones absurdas que algunas corrientes han hecho de las profecías, y ya sabe que hay gente que interpreta las cosas a su modo y hay fanáticos que están convencidos de que ellos son un instrumento de Dios. Por eso le he preguntado si su hermano es creyente. Cuando salió en la prensa el caso, no sé, pensé que alguien muy perturbado, a su manera, trataba de salvarlas.
Tomás ha deseado muchas veces que la locura estuviera detrás de los actos de Joaquín, que se tratara de un enfermo incapaz de discernir entre el bien y el mal. Lo peor era admitir que había sido consciente de lo que hacía, que sus actos fueron calculados con premeditación y cometidos con frialdad con el único objetivo de preservar lo que estaba convencido que tenía derecho a mantener.
Los siguientes días pasan sin dejar huella en su memoria. No es capaz de recordar nada excepto las horas en la garita acompañado por los chicos, esperando que ocurra algo que los tres comienzan a dudar que pueda pasar otra vez. La segunda noche Carmen había hablado apurada, sin saber muy bien qué palabras ni qué tono utilizar.
—Ya... sabemos quién eres —dijo por fin—. Nos hemos enterado de lo que pasó.
Cualquiera podía ponerse al día sobre su vida con solo buscar en internet.
—Entonces ya no queda nadie que no lo sepa —dijo con una sonrisa amarga—. Erais mi última esperanza.
—Nosotros no te juzgamos —dijo Antonio—. No somos quiénes para hacerlo, todo el mundo tiene una razón para hacer lo que hace.
Ninguno de los dos sacó de nuevo el tema y las noches siguientes hablaron de todo un poco.
Esta noche Carmen cuenta sus planes de marcharse a estudiar Literatura a Escocia, a Edimburgo, y le habla de la ciudad, en la que nunca ha estado, como si la conociera de memoria.
—En el siglo XVII —cuenta— hubo una terrible epidemia de peste bubónica. Afectaba sobre todo a los barrios más humildes, los más insalubres. En uno de esos barrios está la calle de Mary King. Allí la peste se cebó con sus habitantes. Para tratar de impedir que la epidemia se extendiera se construyeron altos muros alrededor de esas calles, dejando encerrados a cientos de personas enfermas condenadas a una muerte segura. Se fueron construyendo más muros, convirtiendo la zona en un laberinto de callejones subterráneos sobre los que paseaban aquellos que no habían contraído la enfermedad. Miles de personas murieron en ese barrio. Hace unos años una médium realizó una sesión de espiritismo en los callejones de Mary King y contactó con el espíritu de una niña...
Carmen se queda callada de repente. Tomás y Antonio la miran expectantes esperando que continúe. Al instante se dan cuenta de la razón por la que la chica ha interrumpido de una forma tan abrupta su relato. En la pantalla ha surgido el aviso de un nuevo correo entrante. Tomás se queda inmóvil unos segundos para después acercarse a la mesa. Clica dos veces sobre el correo. De los altavoces surge una leve música de violines que va ascendiendo hasta acabar inundando el reducido espacio de la garita.
—Es la misma música —dice con un hilo de voz.
—Mozart —apunta Antonio.
—¿Mozart?
—Sí, es el Réquiem de Mozart, el principio.
—Es una misa de difuntos —dice Carmen—. Está compuesta para que suene en la iglesia durante un funeral.
—Lo sé —dice Tomás con la mirada fija en el suelo.
La pantalla se oscurece, e igual que ocurrió la otra vez una frase comienza a pasar de izquierda a derecha, una y otra vez. Los tres leen varias veces la frase. Cada uno por su cuenta trata de darle una explicación, buscar el sentido de aquellas palabras que como una letanía siguen repitiéndose: «¡Qué poco vale la penitencia sin la continua mortificación!».
Ninguno duda del destinatario de esa frase. Ahora que los chicos saben todos sus antecedentes pueden deducir que quien decide entrar en su ordenador sin permiso lo hace con la única idea de mortificarle, para que no olvide por qué, habiendo sido un inspector de policía de prestigio, ha terminado siendo el guarda de seguridad del cementerio donde pasa las noches intentando no pensar lo que con esas nueve palabras tratan de recordarle.
—Hijos de puta —dice Tomás.
—¿Quiénes? —pregunta Carmen—. ¿Quién hace esto?
—Cualquiera sabe, hay mucha gente deseando joderme la vida aún más.
Antonio teclea, el ordenador no responde.
—Está bloqueado, no se puede salir a no ser que lo apagues.
La idea de cogerlo y arrojarlo por la ventana cruza por su mente. Pero hay algo que le obliga a desecharla. En el fondo quiere saber, como cuando era policía. No puede ni quiere cerrar los ojos ante ese misterio que está obligado a resolver. Igual que la primera vez, aparece en la pantalla el rostro de una mujer. No es la misma, esta es morena, más delgada, tiene el pelo corto y no está dormida. Mira con ojos aterrados. Está claro que se encuentra sumida en la más absoluta oscuridad. Comienza a golpear angustiada las cuatro paredes del lugar en el que está encerrada. La imagen de la chica se desvanece y al instante aparece en la pantalla un muro de nichos alineados uno al lado del otro. La imagen avanza recorriendo la pared. Algunos de los nichos están semiderruidos, sin la lápida; otros, en mejor estado, con flores. Entre todos destaca uno en el que hay un pequeño cirio blanco encendido cuya llama tiembla en la noche fría. La imagen se acerca y, tras la vela, se ve una lápida con un nombre escrito: Claudia Marugán. Tomás no ha podido olvidar el día que la enterraron en ese nicho que ahora aparece iluminado con la débil luz de una vela. Después vuelve a aparecer el rostro desesperado de la otra chica, la que sigue viva, y el mismo cronómetro que descuenta segundos. El silencio en la garita se hace mucho más evidente.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Carmen con un susurro ahogado.
—Nada —dice él—. No vamos a hacer nada. Está claro que esto no es más que alguien que se aburre demasiado.
—Pero no podemos quedarnos sin hacer nada, esa chica puede estar encerrada en ese nicho.
—Mira, lo que no voy a hacer es ir abriendo todas las tumbas de este cementerio solo porque a un tarado le apetece divertirse puteándome todas las noches. ¿Entendido? Nos vamos a sentar y vamos a quedarnos calladitos un rato. Si no, ya sabéis dónde está la puerta.
Al callarse, se da cuenta de que ha levantado la voz más de lo necesario. Siente el pulso acelerado y trata de contener los nervios que luchan por desbocarse dentro de su cuerpo. Carmen se sienta en el jergón. Antonio, inmóvil, permanece de pie sin decir nada. A pesar de su aire siniestro, de su madurez y su distancia con el resto de la gente, no dejan de ser unos críos, y ese aire de niños que se esconde detrás de la cara de un adolescente está asomando a la superficie en esos momentos.
En la pantalla el cronómetro sigue descontando tiempo sin que nada pueda pararlo. Los tres se quedan en silencio durante seis minutos. Seis minutos que ven caer uno a uno en la pantalla, seis minutos que Tomás utiliza para analizar la situación, para tratar de poner en marcha su capacidad deductiva y encontrar ese hilo que pueda darle una pista de que hay una sola posibilidad, por pequeña que sea, de que la chica que, histérica, sigue agitándose esté de verdad encerrada en ese nicho señalado por una solitaria vela. No la encuentra. Analiza las dificultades a las que cualquiera se enfrentaría si quisiera meter a una persona viva en una de las sepulturas. Debería salvar demasiados obstáculos, además de correr un gran riesgo de ser descubierto. Sabe que nadie en su sano juicio sería capaz. Pero también sabe que a una persona desequilibrada, a un maniaco de los muchos con los que se ha encontrado a lo largo de su carrera, nada le detendría.
Eso es suficiente para darse cuenta de que su voluntad de no hacer nada no es más que una demora de lo inevitable. Coge el anorak del perchero, se lo pone, comprueba la linterna y sale al exterior, donde una inesperada bofetada de frío le hace detenerse un instante. Carmen y Antonio le siguen sin decir nada. Nadie ha dicho nada desde que él mandó callarse a todos.
El coche avanza con seguridad por los caminos flanqueados por las sepulturas. Tomás conoce el camino, tiene todavía muy presente aquel lugar. Recuerda la mañana en que los padres de Claudia pudieron por fin enterrarla. Habían pasado semanas desde que supieron que su hija había sido asesinada, y hasta entonces la policía no había podido hallar el cuerpo de la modelo. Un par de días atrás había aparecido junto a la cabeza de una nueva víctima. Recuerda haber asistido al entierro. Aquella noche no había dormido y ya llevaba varias sin hacerlo. Fueron las primeras de un millón que vinieron después. Recuerda también que aquel día había empezado a comprender todos los entresijos del caso, se había dado cuenta de la trampa que, como una tela de araña, se había tejido a su alrededor, sabía que le habían utilizado y por qué. El problema era que a esas alturas había mentido tanto, había cometido tantas irregularidades, que solo le quedaba resolver el caso intentando salir lo mejor parado posible.
Detiene el coche junto a un camino flanqueado por dos muros altos de nichos por donde solo se puede avanzar a pie. Sale con la linterna en la mano. Los chicos van detrás de él. En la oscuridad, unos metros más adelante, brilla, débil pero nítida, la pequeña luz del cirio. Cuando llegan frente a la lápida, con el nombre de Claudia grabado y las dos fechas delimitando su vida, Tomás alumbra con la linterna la zona alrededor de la piedra. El nicho está en el tercer piso y tiene que apoyarse en el borde de los inferiores para poder llegar, no sin dificultad.
—¿Ves algo? —pregunta Carmen rompiendo por fin un silencio que parecía eterno.
No contesta. Examina los bordes de la lápida para comprobar si alguien la ha movido recientemente. Los sigue con los dedos y nota que parte del cemento cede a la mínima presión. Empuja la losa y esta se mueve sin dificultad. Consigue meter las yemas de los dedos en la parte superior, donde el cemento más ha cedido, y tira de la lápida hasta que puede cogerla con las manos. Salta al suelo sin dejar caer la pesada piedra, que deja apoyada sobre el muro. Ilumina con la linterna el hueco que, negro como un túnel, parece interrogarle con su quietud. Observa la oscuridad profunda como si pudiera ver más allá.
—¿Qué vas a...? —pregunta Antonio.
Con un gesto de la mano Tomás le hace callar.
Intenta escuchar cualquier ruido, golpes, gritos que puedan provenir de dentro del nicho, pero solo se oye el murmullo lejano de los coches que, ajenos a lo que ocurre tras los muros, parecen recordarles que eso no es una fantasía o un mal sueño. Vuelve a encaramarse a la boca del nicho con la linterna en la mano. Alumbra el interior y ve la madera podrida y desgastada del ataúd. Agudiza de nuevo el oído en busca de ese gemido, ese grito que le indique que dentro del féretro hay una chica, no la que él sabe desde hace meses que descansa allí, sino otra que no quiere por nada del mundo descansar. Está convencido de que no hay nadie, de que una vez más todo ha sido una broma macabra, un truco o una putada que alguien está empeñado en hacerle pasar de nuevo. Pero con el convencimiento no puede dar por seguro nada, él ha vivido años ciñéndose a las pruebas, que son las únicas capaces de dar o quitar razones. Sabe que no hay nada mejor que un testigo ocular para resolver un caso, alguien que lo haya visto todo. Los ojos son el mejor testigo de lo ocurrido. Por eso, por muy seguro que esté de que en ese ataúd no hay nadie, debe comprobarlo, debe mirar dentro de él para que sean sus propios ojos y no su intuición los que lo confirmen. Ayudándose con el extremo opuesto de la linterna, golpea la madera unas cuantas veces hasta que consigue agujerearla. Sigue golpeando hasta que la madera se desprende casi por completo. Tomás echa una última mirada a los chicos, que a los pies del muro tiemblan de frío y miedo. Dirige el haz de luz hacia el interior del ataúd y se topa con unos zapatos de tacón negros elegantes, fuera de lugar, con los que Claudia nunca pensó que sería enterrada, abandonados por toda la eternidad sin que nadie los pueda usar. Ve los huesos de unas piernas, tibias y peronés de aspecto grisáceo. No necesita más. Baja de nuevo al suelo y, agotado, se deja caer apoyando la espalda en la alta pared de nichos. Carmen se agacha frente a él y le pone una mano en el hombro.
—Quiero que os vayáis a casa y que no vengáis más —dice—. Os agradezco vuestra ayuda, pero esto es peligroso.
—Deberías ir a la policía —dice Carmen.
—Sí, estoy seguro de que estarían encantados de verme. De verdad, marchaos ya.
—¿Por qué has dicho que esto es peligroso? —pregunta la chica.
Tomás coge la vela que está a su lado, ya apagada. El cirio se ha consumido un poco más de la mitad.
—Quien ha puesto la vela en el nicho lo ha hecho un poco antes de enviarnos el vídeo, por eso la vela no está consumida.
—¿Quieres decir que quien sea ha entrado esta misma noche? —pregunta Antonio con el miedo incrustado en cada palabra.
—Sí, y es posible que no se haya ido. Quizá nos esté observando ahora mismo, por eso quiero que os vayáis.
Los dos chicos miran buscando en la oscuridad esos ojos siniestros que pueden estar acechando detrás de cualquier tumba, de cualquier árbol. Las sombras, las siluetas se convierten en ese momento en una amenaza de la que intuyen que no podrían escapar. Tomás se levanta con dificultad, coge la lápida del suelo y, tras encaramarse, vuelve a colocarla con cuidado en su sitio.
—Venga, os acompañaré a la puerta.
En el coche hacen el mismo recorrido que la noche que se encontraron.
—Prométeme que vas a ir a la policía —dice Carmen antes de salir.
—Gracias, de verdad —dice sin contestar a su sugerencia—. Olvidad lo que ha pasado, seguid con vuestras vidas. Buscad otro sitio a donde ir, hay lugares mejores que este para que paséis la noche, os lo aseguro.
Una lágrima asoma al rostro tembloroso de Carmen.
—No es justo que alguien pase por lo que tú estás pasando. No sé, alguien debería ayudarte, alguien debería saber lo que está ocurriendo —dice sin poder controlar el tono desesperado en su voz.
—Sois muy jóvenes para entender todavía algunas cosas. Esto pasará. Quien hace esto se cansará o se aburrirá, o si tiene mala suerte acabaré dando con él. Pero no quiero que vosotros estéis cerca, es un problema mío y yo tengo que solucionarlo, ¿de acuerdo?
Los chicos comprenden lo que él dice, aunque no estén muy conformes. A través de los barrotes de la verja los ve alejarse esperando que sea la última vez que se los encuentra en aquel lugar. De vuelta en la garita comprueba que de la pantalla han desaparecido la chica y el cronómetro. El enlace del correo ya no conduce a ninguna parte. A pesar de lo ocurrido está tranquilo, sereno. Una semana antes, cuando tuvo que levantar la primera lápida para comprobar si dentro de la tumba había enterrada una chica viva, lo único que le preocupaba era estar perdiendo la razón, que todo fuera producto de su imaginación y que la locura, que llevaba tanto tiempo acechándole, hubiera ganado por fin la batalla. Ahora que sabe que quien está detrás de los vídeos, de las frases y de la maldita música para muertos es alguien real, alguien de carne y hueso, no siente ningún temor. Se ha enfrentado a gente mucho peor a lo largo de los años. Asesinos de todo tipo: despiadados, calculadores, fríos, impulsivos, sádicos, fetichistas, vengativos, delirantes. A todos sin excepción les unía lo mismo, un denominador común que ninguno podía evitar, aunque quisiera. Todos en algún momento cometían un error que los descubría, que los desarmaba. Joaquín había cometido un error a última hora. Y sabe que el tipo que se dedica a enviarle vídeos, que le manda frases lapidarias recordándole sus pecados y que merodea justo cuando él está de guardia acabará cometiéndolo también. Lo único que no sabe es qué hará con él cuando lo tenga delante. Meses atrás lo habría puesto frente a un juez y se habría olvidado. Pero entre esos muros y en sus circunstancias él es el policía, el juez y el encargado de ejecutar la sentencia, sea cual sea. Coge el walkie de la mesa y se pone en contacto con David, el joven opositor a juez.
—¿Qué tal la guardia? —pregunta David.
—Bien, más o menos tranquila. Quería hacerte una pregunta.
—Tú dirás.
—¿Has visto algo fuera de lo normal esta noche? No sé, alguien que entrara o que saliera.
—No, no he visto a nadie, ¿por qué me lo preguntas?
—Han destrozado uno de los nichos, y creo que quien lo ha hecho ha entrado esta noche.
—Todas las noches entra gente.
La afirmación de David, aun siendo verdadera, no deja de causarle cierta desazón y temor, a pesar de que él mismo lleva días conviviendo con dos jóvenes que se entretienen pasando las noches entre lápidas y cruces. Había llegado a asumir que eran una excepción, pero por qué iban a serlo, y más teniendo en cuenta que se los había encontrado la primera noche en la que hizo guardia.
—Claro —dice—. No lo había pensado, y me imagino que no se puede hacer mucho.
—¿Y qué vas a hacer? Yo me limito a hacer las guardias y a volver a la garita. No tengo ningunas ganas de enfrentarme a nadie. Ya saldrán por donde han entrado, estos muros no son muy altos.
—Quien entra por la noche lo hace a pie —dice Tomás pronunciando un pensamiento en voz alta.
—Eso seguro. Coches no pueden entrar, las puertas se cierran.
—Bueno, de todas formas, mantén los ojos abiertos, por favor.
—Lo haré.
Tras despedirse de David, Tomás sale de la garita y camina por el sendero que hay a su derecha hasta llegar a una zona más elevada del terreno, desde donde se observa gran parte de la extensión del camposanto. A esas horas lo único que ve ante sus ojos es oscuridad. Adivina que en algún lugar entre las tumbas, las lápidas y las cruces alguien se esconde, alguien acecha. Alguien calculador y confiado, con aires de grandeza y un sentido muy particular de la justicia, un tipo soberbio y engreído que cree dominar la situación y que no sospecha que Tomás ya le tiene en su punto de mira y solo aguarda a que cometa un fallo para acabar con él.
Las pocas horas que quedan de noche desde que los dos chicos se han ido hasta que llega el padre Manuel anunciando el alba las utiliza para pensar la mejor manera de atrapar a quien ha decidido malgastar el tiempo acosándole con vídeos y mensajes amenazadores. Intuye que dar con el acosador marcará un punto de inflexión en su vida, será una forma de resucitar su autoestima, de recordarse a sí mismo que una vez fue un buen policía capaz de resolver casos difíciles, a los que se enfrentaba con las manos vacías. Con trabajo y esfuerzo iba descubriendo la verdad por muy oculta que estuviera. También resolvió el caso de las chicas decapitadas. Lo hizo él solo cuando todo el mundo pensaba que el culpable era otro. Su error fue no poner al culpable frente a un juez. Un error imperdonable que, después de abrir el nicho de Claudia y ver con sus propios ojos lo que la muerte significa, lo efímero de la vida y de la alegría, no está dispuesto a que le persiga por más tiempo. Quiere, por fin, levantar la cabeza, poder mirarse al espejo reconociéndose sin la sensación de encontrarse en el corredor de la muerte esperando una ejecución que nunca va a llegar.
Con la luz del nuevo día tiene muy claro los pasos a seguir. Hasta ese momento el acosador es quien ha marcado los tiempos, ha decidido cuándo aparecer y cómo hacerlo. Tomás se ha limitado a esperar su llegada y seguir sus instrucciones. Ahora quiere ser él quien marque el ritmo y le haga esperar. Para ello, lo primero que hace nada más salir es pasarse por la oficina para solicitar diez días de vacaciones.
—Deberías haberme avisado con más tiempo —dice Germán, encajado como siempre tras la mesa de su despacho.
—Lo sé, me ha surgido una urgencia y necesito esos días.
—De acuerdo, buscaré a alguien que pueda sustituirte.
—Gracias, solo una cosa más. Si alguien llama preguntando por mí, por si sigo trabajando en el cementerio, no le digas nada, avísame.
—Sí —dice Germán extrañado—. ¿Quién va a querer saberlo?
—Tú avísame.
El primer paso está dado, y solo con eso Tomás siente que comienza a dominar la situación. Falta lo más difícil. Le ha dado muchas vueltas a la cabeza durante toda la noche. Hay dos opciones: una, que el acosador no actúe solo y las chicas de los vídeos formen parte de un grupo, lo que significa que estarán bien organizados y será más difícil atraparlos; o bien actúa solo y las chicas encerradas en el ataúd son también víctimas de una mente enferma de las que ignora qué suerte han corrido. Es por esas chicas por las que se ve obligado a dar un paso que nunca pensó que sería capaz de dar.
Protegido por los cristales tintados, lleva veinte minutos viendo entrar y salir de la comisaría a sus antiguos compañeros y sus subordinados, que le habían tratado siempre con respeto y pasaron a no mirarle a la cara, a retirarle el saludo y a convertirle en un apestado al que no querían ni acercarse. Viendo los uniformes, las pistolas, las placas, los coches patrulla alineados en el aparcamiento —casi puede sentir el olor a café, humo, polvo y horas de guardia—, se da cuenta de lo mucho que lo echa de menos, de lo difícil que le resulta vivir sin la tensión de la investigación, los interrogatorios, la búsqueda de pistas, los callejones sin salida de los que siempre se acaba saliendo, las detenciones, la satisfacción de cerrar un caso. Son demasiadas cosas las que ha perdido, y frente a la comisaría se le hacen mucho más evidentes. Tomás observa a María. Sale del edificio vestida con vaqueros, una camisa blanca y una cazadora negra de cuero, cruza por delante de él sin percatarse de su presencia y entra en la cafetería. Tomás abre la puerta del coche, sale y la sigue.
Necesita cinco segundos antes de abrir la puerta del bar para mentalizarse de lo que intuye que se va a encontrar. Primero el giro curioso de las cabezas al escuchar el sonido de la puerta, después las miradas incrédulas y el silencio adueñándose del local. Reconoce la mayoría de los rostros que centran sus miradas en él. No sabe muy bien cómo actuar, le gustaría saludar a todos uno por uno, pero no está seguro de cómo reaccionarán. Una leve inclinación de cabeza dirigida a nadie en particular es a lo máximo a lo que se atreve. Después avanza sereno en dirección a una de las mesas del fondo, donde María, con el periódico extendido frente a ella, da cuenta de un café solo. Es la única que no se ha percatado de su presencia. Cuando levanta la cabeza, no puede evitar mostrar la incredulidad que su presencia le ocasiona. Tomás agradece que no sea de fastidio o desagrado. María comprueba que todo el mundo les está observando.
—¿Puedo sentarme?
—Sí, claro que puedes sentarte —contesta cerrando el periódico y apartándolo de la mesa—. ¿Quieres tomar algo?
—No, no te preocupes, estoy bien.
Está claro que si alguien tiene que empezar a hablar es él, pero no está muy seguro de cómo hacerlo, ni siquiera está seguro de que deba estar allí. Nota la presencia de alguien en la barra y repara en Pilar, la agente de patrulla, que le mira con desagrado y desprecio. Tomás amaga un atisbo de sonrisa conciliadora, suficiente para que ella se levante y salga de la cafetería sin decir nada.
—El mes pasado soltaron a su marido —dice María—. Se ha chupado un año, al final.
—De eso es de lo poco de lo que no me siento culpable. Lo siento por ella, las cosas son como son.
María piensa lo mismo, aunque no puede expresarlo tan a las claras teniendo en cuenta que tiene que ver a Pilar todos los días.
—¿Sigues en el parking de Gran Vía?
—No, me trasladaron al cementerio de la Almudena, estoy ahora allí por las noches.
—Ya.
Es todo lo que consigue decir María, aunque con los ojos expresa una mezcla de lástima, rabia e incomprensión que se le acumulan cada vez que piensa en él y en todo lo que pasó.
—Pero estoy bien, no es tan malo como parece. Aunque he tenido un problema.
Cuando Tomás ha terminado de contarle lo ocurrido se percata de que el bar se ha vaciado. María nota en su rostro todo por lo que ha pasado, aunque es incapaz de olvidar que una de las personas a las que traicionó fue a ella misma, que se hubiera dejado cortar un brazo antes que sospechar que él pudiera encubrir y dejar escapar a un asesino. Esa confianza fue la que utilizó para manipular pruebas, para ocultar evidencias, y a ella casi le costó la vida.
—¿Qué tal el hombro?
María hace un gesto ambiguo con la cara.
—Ya sabes, solo me molesta cuando va a llover.
Tomás sonríe con tristeza, asumiendo que entre ellos se han roto demasiadas cosas.
—¿Qué opinas? —pregunta—. ¿Crees que puede ser algo serio?
—Cabreaste a mucha gente, entre las que me incluyo, y es posible que alguien no aceptara que salieras tan bien parado.
Va a protestar, pero ella le detiene alzando la mano.
—Ya. Ya sé que perdiste el trabajo, que te dio un infarto, que te has tirado un año sin dormir y que durante meses te han machacado en la prensa y en la calle, eso ya lo sé. Pero la gente lo que quería era que acabaras en la cárcel, que te pasaras allí una buena temporada, y de eso te libraste. Eso es lo que piensa la gente. Gente como Pilar, que se ha pasado un año visitando a su marido en Alcalá-Meco.
—Lo que quieres decir es que cualquiera puede estar detrás de esto.
—No, cualquiera no. Por lo que me cuentas, los vídeos, la música, las frases, el hecho de que haya elegido el nicho de Claudia, es alguien que ha planificado esto con calma. Ese tipo te persigue porque quiere hacerte pagar lo que los jueces no han hecho que pagues. Porque considera que tienes una deuda con él.
Si Tomás hubiera podido, con gusto habría elegido cinco años de cárcel a cambio de no pasar los últimos meses de pesadilla.
—Puede ser alguien relacionado con el caso.
—O con cualquier caso. En este trabajo, amigos, lo que se dice amigos, no se hacen muchos.
—Me preocupan las chicas.
—Comprobaré si hay alguna denuncia, si alguna chica ha desaparecido o la han atacado, pero no sé, quizá colaboran con el descerebrado ese.
—Si vieras sus caras —dice Tomás pensativo—. Están enterradas vivas, su miedo es demasiado real como para ser mentira.
María se echa hacia delante.
—¿Qué quieres que hagamos? ¿Vas a poner una denuncia? No podemos mandar una patrulla todas las noches a esperar a que a ese tipo se le ocurra aparecer.
—Tranquila, ya sé que estoy solo en esto.
—No, no estás solo, a mí me puedes llamar cada vez que lo necesites, puedes venir o podemos quedar en cualquier parte, y si puedo ayudarte, lo haré. Ahora, si lo que quieres es solicitar ayuda de la policía para que te proteja como a un ciudadano más, te diré lo que te diría el jefe en cuanto entraras por la puerta de la comisaría. Si quieres que te ayuden, primero admite que ayudaste a escapar a tu hermano, di qué avión cogió, a dónde huyó y dónde coño está. Si no estás dispuesto a eso, entonces no esperes que les preocupe mucho lo que te pase.
A Tomás no le sorprende nada de lo que le dice María. Ya suponía que cualquier ayuda que pudiera exigir a sus antiguos compañeros debería ir precedida de un quid pro quo que él no está dispuesto a comenzar. El objetivo de su visita era alertarla. Conociéndola, sabe que en cuanto llegue a su despacho comprobará si en los últimos días se ha producido alguna denuncia que pueda tener algo que ver y tratará de estrechar un cerco en torno a posibles sospechosos. Puede que se decida a hacerles algunas preguntas sobre sus últimos movimientos, consiguiendo, quizá, poner nervioso a quien hasta entonces se habría sentido seguro, tranquilo, oculto tras la oscuridad y el anonimato, y que al verse acosado cometa un error que él sabrá aprovechar para conseguir atraparle. Se despide de María prometiendo que la llamará si el tipo vuelve a aparecer.
Durante los siguientes días trata de no darle demasiadas vueltas al asunto. Intenta descansar, recuperar las muchas horas de sueño perdidas. Disfruta de Samuel, al que puede llevar y traer del colegio, algo que hacía tiempo que no ocurría, y conversa con Sara sin tener que estar midiendo sus palabras a cada instante ni tener que inventar excusas y mentiras. Siente que su casa vuelve a ser un hogar, que junto a su mujer y a su hijo forma una familia, no el trío de personas que viven bajo un mismo techo en el que se habían convertido. Imagina que el acosador habrá regresado al cementerio y comprobado que él no está en la garita, e imagina que habrá vuelto al día siguiente y al siguiente sin encontrarle en su puesto, lo que le habrá desconcertado y le habrá hecho perder algo del poder que hasta entonces ostentaba. Piensa en las preguntas que se habrá hecho y aventura los pasos que dará. Lo que tiene claro es que no va a detenerse, su obsesión está por encima de cualquier contratiempo.
Cinco días después recibe una llamada de Germán, su jefe, pidiéndole que acuda a la oficina, tiene que hablar con él de un asunto y no quiere hacerlo por teléfono. Tomás entiende que las cosas han empezado a moverse, tal y como había supuesto. Al entrar en el despacho se encuentra a Germán más serio que de costumbre. Se sienta frente a él y comprueba que tiene en su mesa un informe que lee con atención.
—¿Ha preguntado alguien por mí?
Germán le mira extrañado sin saber muy bien de qué habla.
—Sí —dice por fin—. Han preguntado por ti dos personas.
—¿Dos personas? ¿Quiénes?
—La primera una chica que vino hace un par de días. Quería saber si estabas bien, si seguías trabajando en el cementerio y dónde te podía localizar.
—¿Cómo era la chica?
—Pálida como un puto fantasma, vestida de negro de la cabeza a los pies.
Carmen. Está claro que se preocupa por él más que cualquier otra persona, lo que le hace sentirse agradecido.
—¿Quién más ha preguntado?
—Llamó un tipo por teléfono, quería saber lo mismo. No le dije nada. De todas formas, no te he llamado para hablar de eso.
—¿Se identificó, dijo quién era?
—No. No dijo nada.
—¿Cómo era su voz? ¿Tenía algo especial?
—Era una voz normal. Escucha, ocurre algo grave, y no son buenas noticias. Hace unas semanas que viene faltando dinero de la caja del parking de Gran Vía, donde trabajabas antes.
Tomás cierra los ojos como si no quisiera seguir escuchando.
—He estado investigando. Tú sabías lo de Vicente y el póquer, ¿verdad?
—Me aseguró que lo había dejado.
—¡No me jodas, Tomás! —exclama Germán arrojando el informe sobre la mesa—. Confié en ti cuando nadie lo hacía, te di un trabajo y así es como me lo pagas.
—Hablé con él y me prometió que no jugaba. Pensé que él también merecía una oportunidad.
—Pero esa es una decisión que debería haber tomado yo, no tú. ¿Sabes la imagen que le da a la empresa que un trabajador meta la mano en la caja? A final de año tenemos que renovar el contrato con el parking, ¿crees que nos van a conceder la vigilancia otra vez? Ya te lo digo yo, no.
Por primera vez desde que le conoce, Germán se levanta de su silla y se dirige a la ventana que está a su espalda para observar desde allí la calle.
—Lo siento —dice Tomás—. De verdad pensé que era alguien en quien confiar.
—Pues te has equivocado, y tus disculpas no me valen de nada. Yo necesito estar seguro de la gente con la que trabajo y, perdona, he perdido toda la confianza en ti.
Germán hace una pausa y se apoya en el respaldo de su silla.
—Le diré a Toñi que te prepare el finiquito, lo siento, no puedo hacer otra cosa.
—Un momento —dice Tomás, que siente cómo el suelo parece ceder bajo sus pies—. No me puedes despedir, por favor, te lo ruego, justo ahora no.
—¿Ahora no? ¿Qué quieres decir con ahora no? ¿Qué coño te traes entre manos? ¿Quiénes son esos que preguntan por ti? ¡Di! Una razón más para que no trabajes ni un día más aquí.
—No lo entiendes.
—No, no lo entiendo. No lo entiendo porque te di un trabajo cuando nadie te miraba a la cara, por eso no lo entiendo.
—Necesito el trabajo, necesito volver al cementerio, es importante —dice incorporándose desesperado.
El pequeño despacho parece aún más pequeño con los dos hombres frente a frente.
—Lo siento. Devuelve el uniforme cuando puedas.
Tomás se deja caer en la silla rendido. En un segundo se le agolpan en la cabeza las terribles consecuencias de lo que acaba de ocurrir. Al tiempo que busca desesperado una salida, siente que su vida retrocede a los días en los que no encontraba mucha diferencia entre estar vivo o muerto. Durante la última semana ha creído que recuperaba su vida, que era él quien la manejaba, sin esa sensación de ser arrastrado por una corriente que no sabe a dónde le lleva y no le deja ningún lugar al que agarrarse. Asume que los últimos días no han sido más que un espejismo, y despertar a la verdadera realidad es mucho más duro tras haber vislumbrado, aunque sea de lejos, una débil luz que indicaba la salida.
—¿Le has denunciado? A Vicente, quiero decir.
—No, le he pedido que se tomara una semana de vacaciones. Todavía no le he dicho nada.
—Espera, ¿él no ha confesado? —pregunta percibiendo un rayo de esperanza.
—No, ya te he dicho que he estado investigando a todo el que trabaja allí. Es cuando he descubierto lo de Vicente.
—Pero entonces no estás seguro de que sea él, es decir, podría ser cualquiera.
—Sí, cualquiera que necesite el dinero para jugar al póquer, y ese es Vicente.
—Estoy convencido de que no ha sido él —dice Tomás con seguridad—. Ese tipo lo perdió todo, y te aseguro que no estaba dispuesto a seguir perdiendo más.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—Porque había recuperado la dignidad después de tocar fondo. Había vuelto a poder mirarse al espejo, y sé de lo que hablo, te lo aseguro. Déjame que hable con él. Si ha robado el dinero me voy de la empresa y no me vuelves a ver. Pero si no ha sido él y averiguo quién ha sido me mantienes en el puesto.
Germán sopesa su decisión mientras se rasca el mentón. Él permanece inalterable, tratando de que su actitud trasmita toda la firmeza necesaria para hacerle cambiar de opinión. De las próximas palabras que Germán pronuncie depende que su vida siga un camino o que regrese al oscuro laberinto en el que lleva tanto tiempo perdido.