La mano de Tomás sigue firme apuntando a la cabeza del hombre, que mira el cañón de la pistola incrédulo. En un movimiento reflejo o de simple supervivencia levanta las manos tratando de mostrarse inofensivo. Tomás alza un poco más la pistola para que le quede claro que es a su cabeza adonde irá a parar la bala si decide disparar. El hombre mira hacia la puerta, donde acaba de aparecer Sara.
—¡Tomás!
—Quédate ahí, Sara.
—Dile quién soy —dice el hombre con un temblor en la voz.
—Baja la pistola de una vez. Es un alumno mío.
Tomás tarda aún unos segundos en bajar el arma, como si necesitara descifrar las palabras de Sara antes de entenderlas. El hombre respira aliviado.
—Lo siento, me he asustado. Entiéndelo, oigo ruido y me encuentro a un desconocido en mi salón.
—Y en vez de preguntar es mejor apuntarme con una pistola, ¿no? —dice el hombre, que ha sustituido el miedo por la indignación.
—¿Por qué no me esperas en la cocina, Alberto? —le pide Sara.
—Mejor me marcho, ya hablaremos más tarde.
Alberto sale del salón y al instante retumba la puerta de la calle al cerrarse. Por primera vez en mucho tiempo no hay en los ojos de Sara esa paciencia comprensiva hasta la ceguera.
—Deberías haberme avisado de que habías vuelto a dar clase —dice Tomás dejando la pistola descargada sobre la mesa del salón.
Sara suelta una especie de risa mezclada con llanto y desesperación que no puede ni quiere controlar.
—Te lo conté. Llevo toda la semana hablándote de ello. Ayer mismo comiendo te hablé de mi temor a volver a dar clase, del miedo a haber perdido la práctica después de tanto tiempo. Pero está claro que tú no me escuchabas, ni ayer ni ningún día. Te sientas frente a mí, comemos, hablamos, pero en realidad no estás aquí y, lo que es peor, no sé dónde coño estás. He aguantado todos tus bajones, te he ayudado a levantarte mil veces. Pensaba que por fin todo había pasado. Pero vuelves a tener esa mirada que se te ponía cuando tenías un caso que resolver, no puedes vernos ni a mí ni a tu hijo, ya no existimos para ti. No estoy dispuesta a volver a pasar por todo eso otra vez. No sé en qué coño estás metido, no sé qué es lo que ocupa tu cabeza. Y estoy tan cansada que te juro que no tengo ganas de saberlo.
Tomás busca una excusa que pueda paliar el error, pero ninguna le viene a la cabeza.
—Me voy a ver si consigo hablar con Alberto y convencerlo de que puede venir a dar clase sin miedo a que le vueles la cabeza. Piensa un poco en todo lo que te he dicho... O haz lo que quieras, nada de lo que te diga parece afectarte. Acuéstate y duerme, te hace falta. Ya hablaremos después.
Sara se marcha y retumba en la casa el mismo portazo que poco antes ha dado Alberto. No tiene tiempo de poder replicarle, quizá tampoco hubiera acertado a decir nada, como mucho un escueto «perdón» que por su brevedad y su convencionalismo no hubieran servido para arreglar lo que estaba destrozado. Coge la pistola y vuelve a guardarla en el armario. Después se sienta en la cama y trata de pensar en lo que acaba de ocurrir. Intenta empatizar con el dolor de Sara, y aunque sabe que ella tiene razón y que debe hacer algo, no logra que ese pensamiento ocupe el primer plano de su mente. Sara y sus palabras flotan como una nebulosa detrás de lo que de verdad le preocupa, las fotos que ha encontrado, los rostros de las mujeres asesinadas, que no puede hacer desaparecer y que se entremezclan con el rostro triste de su mujer y con la cara de miedo del hombre al que acaba de apuntar con una pistola, a pesar de que sus rasgos aparecen difuminados.
Lo más fácil hubiera sido acostarse, tomarse un somnífero y dormir varias horas ajeno a cualquier preocupación. Pero no sería más que aplazar algo que tarde o temprano acabará ocurriendo. Además, necesita saber para poder descartar lo que no quiere ni siquiera plantearse. Si pretende averiguar quién y cómo ha tenido acceso a esas fotografías que se le han inoculado en el cerebro debe buscar entre aquellos que más cerca estuvieron de las chicas, aquellos que movieron los hilos para tratar de salir indemnes de tanto horror y acabaron consiguiéndolo. Se levanta de la cama, se viste y sale a la calle.
Una vez en el coche se detiene a meditar si son correctos los pasos que está dando, si merece la pena complicarse aún más la vida o es mejor seguir en la ignorancia feliz del que decide dar la espalda a lo que debe afrontar por miedo a hundirse. Está dispuesto a asumir todas las consecuencias. Lo que persigue es ese punto final que acabe con esa historia que parece no terminar nunca. Hace mucho tiempo, cuando se formaba como policía, alguien le dijo que lo bueno de un policía es que siempre busca la verdad y lo malo es que siempre busca la verdad. Cuando uno tiene un presentimiento, una intuición de que algo terrible está sucediendo en su vida, tiene dos opciones: confirmar el presagio o huir de él y olvidarlo, con el convencimiento de que la verdad es mucho más dolorosa que cualquier duda.
Una hora después aparca junto al edificio donde se encuentra la redacción del periódico El Futuro. En el espejo retrovisor observa las ojeras y la barba de dos días que le dan el aspecto de alguien que no inspira mucha confianza. Respira hondo y baja del coche. Es un edificio acristalado moderno de quince plantas al que se accede por una amplia escalera. Tomás entra por las puertas correderas y se dirige a un mostrador de recepción, detrás del cual una mujer trajeada está sentada ante la pantalla de un ordenador.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta sin alzar la vista.
—Me gustaría ver al señor Belmonte.
Cuando la mujer levanta la cabeza no puede disimular que lo ha reconocido y la incertidumbre que su presencia allí le ocasiona.
—¿Tiene usted cita?
—No, no tengo cita, necesito verle —contesta tratando de que su tono de voz sea amable.
—No sé si podrá recibirle, suele estar muy ocupado.
—Llámele y dígale que quiero hablar con él.
—¿Quién le digo que quiere verle? —pregunta la mujer.
Tomás calla sabiendo que ella tiene la respuesta a esa pregunta. La mujer se siente pillada en falta, y sin decir nada más descuelga un teléfono y habla con alguien durante unos segundos.
—En unos minutos vendrán a buscarle, puede sentarse si quiere.
—No se preocupe, estoy bien.
Tomás deambula con pasos lentos por toda la sala, mirando a través de los ventanales la calle, por la que circulan decenas de coches en todas direcciones. El timbre del ascensor le saca de sus cavilaciones. Un hombre joven, de no más de treinta años, se acerca a él.
—Señor Abad —dice el hombre a la vez que le ofrece la mano—. Soy Carlos Pastor, secretario personal del señor Belmonte, ¿quiere hacer el favor de acompañarme? El señor Belmonte le recibirá enseguida.
En el ascensor ninguno de los dos pronuncia una sola palabra. Tomás repara en que se dirigen a la última planta del edificio. Cuando salen continúan a través de un pequeño tramo de escaleras hasta llegar a una puerta que da a la azotea del edificio, que el secretario le abre para que pase.
—El señor Belmonte le está esperando —anuncia antes de dejarle solo.
La luz en la azotea hace que Tomás cierre los ojos deslumbrado. Una vez que se ha acostumbrado a la claridad avanza unos metros y, junto a uno de los laterales, ve a Belmonte fumando un cigarro. Desde allí tienen una visión completa de toda la ciudad.
—Entienda que no le reciba en mi despacho —dice Belmonte sacudiéndose un poco de ceniza de la solapa de su traje gris—. Tendría que atravesar toda la redacción y todo el mundo le vería. No creo que sea necesario provocar comentarios por parte de nadie.
Entiende su actitud. Le ha costado mucho esfuerzo y empeño rehabilitar su imagen, algo a lo que han contribuido mucho el grupo de comunicación para el que trabaja y el cobarde corporativismo del resto de su profesión. Ahora Belmonte vuelve a ser el líder de opinión que siempre ha sido, y casi nadie parece acordarse de que durante semanas su nombre estuvo ligado al caso de las mujeres decapitadas.
—Le agradezco que me reciba. No sé muy bien ni por qué he venido. Quizá usted y yo teníamos una conversación pendiente desde hace tiempo.
—Tiene razón, soy partidario de cerrar bien las cosas. Si no, siempre pueden volver. Y a nadie le interesa que lo que se ha quedado en el pasado vuelva al presente, ¿verdad?
Tomás no puede evitar sonreír por que pueda sospechar que él tiene algún poder para remover las cosas sin que le aplasten antes con todo su poder mediático.
—Tranquilo, no he venido a remover nada. Solo tengo algunas preguntas que hacerle.
—¿Qué preguntas? —dice Belmonte dejando claro que no está dispuesto a ser parte de un posible interrogatorio.
—Hay algunas cosas que nunca llegué a entender y necesito que usted, si puede, me las aclare.
—No hay nada que no le haya contado ya a la policía.
—Lo sé, estoy seguro de ello. Pero, con el tiempo, a veces uno encuentra preguntas que no se hicieron en su momento. Cuando mi hermano se marchó y yo perdí el puesto no tuve oportunidad de hacerlas.
Belmonte le observa midiendo la posible amenaza que pueda representar.
—Usted dirá.
Tomás respira hondo. A lo lejos la ciudad se extiende casi hasta la línea del horizonte.
—¿Por qué protegieron a mi hermano?
—Nos convenía tenerle fuera, nos podía ayudar más. En realidad, fue idea de él. Dijo que podía controlarle, que podía influir en usted.
Tomás no puede objetar nada porque en realidad fue como sucedió.
—¿Llegaron a pensar que él estaba detrás del chantaje?
—Se nos pasó por la cabeza, aunque no teníamos pruebas. Entonces decidimos mandarle un mensaje.
—¿Qué tipo de mensaje?
—Uno que le dejara claro que podía perder su buena estrella ascendente.
Tomás recuerda ahora artículos y columnas de opinión en los que Joaquín no había salido bien parado.
—Al final, decidimos poner las cartas sobre la mesa y quedó claro que él no sabía nada del chantaje. Era fácil llegar a la conclusión de que una de las chicas tenía que estar detrás, solo ellas tenían acceso a la casa. Joaquín nos pidió que lo dejáramos todo en sus manos, él se encargaría de solucionarlo.
—¿Cómo se iba a encargar de solucionarlo?
—Si cree que nos dijo que pensaba asesinarlas, por supuesto que no fue así. Ni siquiera lo imaginamos. Es más, hasta hoy no puedo entender que lo hiciera.
—Y cuando empezaron a aparecer chicas asesinadas ¿qué les dijo?
Belmonte saca un cigarro y lo enciende. Expulsa el humo hacia arriba para que el viento no lo devuelva hacia su cara.
—Tardamos en enterarnos. Ustedes llevaron la investigación con mucha discreción. Decían que el tipo que nos había chantajeado era quien estaba asesinando a las chicas.
—Esa era la teoría que nosotros seguíamos —dice Tomás recordando el error cometido—. Y la que él nos animó a seguir.
—Por eso dijo que le podía manejar. No se culpe, él sabía que usted nunca podría imaginar que estuviera detrás de los asesinatos. Nadie hubiera podido imaginarlo.
—A cambio de solucionar el problema ustedes le ofrecieron su apoyo para seguir ascendiendo en su carrera, ¿me equivoco?
—Era nuestro caballo ganador, lo teníamos claro. Por preparación, por carisma y por su falta de escrúpulos, no se lo voy a negar. Pero está claro que en su cabeza algo no funcionaba bien. ¿Nunca notó nada extraño?
Tomás niega. Esa pregunta, a la que no tiene respuesta, es la que lleva haciéndose todo este tiempo. ¿Qué puede decirle, que hace muchos años, cuando eran niños, le vio torturando a un gato? No sabe si es suficiente, si es algo. Respira hondo y ve de nuevo a Joaquín acercándose al cobertizo de su chalet la noche en la que se fugó.
—¿Nos vamos ya? —le preguntó mientras seguía inmóvil junto a la puerta, con su pelo recién teñido, su barba oscura, su maleta en la mano y el coche en marcha aguardando con las luces encendidas.
—Vamos —dijo, y entraron en el vehículo.
—Sería bueno para todos que dijera de una vez a dónde fue su hermano. Puede decir lo que quiera, pero yo sé que usted le ayudó —dice Belmonte—. La gente no soporta que un asesino salga impune.
—Ya lo están buscando ustedes por todo el mundo, ¿no? Encontrarle sería el broche final a su campaña de limpieza.
—Su imagen también se vería rehabilitada.
—Nada me importa menos que mi imagen, se lo aseguro. Escuche. Ustedes, los periodistas, a veces consiguen averiguar cosas que la policía no consigue. En todos estos meses me imagino que habrán conocido muchos detalles de lo que ocurrió. ¿No han encontrado nada que se le hubiera pasado por alto a la policía, algún detalle que hubieran podido averiguar reconstruyendo lo que ocurrió?
—Si no es usted más preciso, no voy a poder ayudarle —responde Belmonte, cada vez más interesado en las preguntas del expolicía.
Si Tomás ha acudido allí es para realizar la pregunta que ahora duda si hacer. Sabe que si menciona, aunque sea solo de pasada, las fotografías de las chicas asesinadas, le pondrá en alerta, y lo que menos quiere es abrir un nuevo frente.
—No me haga mucho caso —dice rindiéndose al fin—. Ni yo mismo sé a qué me refiero. Gracias por atenderme. No volveré a molestarle.
Se dirige hacia la puerta, pero Belmonte le detiene.
—¿Qué es lo que buscaba al venir aquí? Lo que me ha preguntado podría haberlo averiguado por su cuenta, está todo en el informe policial. Ya sé que no tiene acceso a él, pero todos sabemos que hay mil maneras de saltar las barreras.
Tomás se gira. Tiene claro que Belmonte es quien es no solo por su capacidad para medrar y conspirar, sino por su fina inteligencia y su instinto.
—¿Sabe?, un periodista y un policía tienen muchas cosas en común. Nunca están seguros de la verdad, siempre piensan que hay algo más que no les cuentan.
—Pero usted ya no es policía.
Él sonríe con tristeza mientras asiente con la cabeza. Después sale de la azotea.
Una vez en el coche atraviesa la ciudad de punta a punta. La vida, a pesar de todo, sigue, ajena a cualquier dolor. Esta visión de la cotidianeidad se le hace cada vez más incomprensible. Habita un mundo distinto, subterráneo, donde solo el horror tiene cabida. El insomnio le ha hecho despertarse a otra realidad, y lo peor es que cada vez está más seguro de que es la verdadera, que lo que ve en las calles no es más que una farsa, un anestésico para no sentir el horror que se oculta detrás de cada mirada, de cada gesto, de cada palabra. Baja la ventanilla para que el aire fresco le alivie. Lleva muchas horas sin dormir, siente la espalda agarrotada y los músculos de sus brazos y piernas parecen estar perdiendo elasticidad, como si se estuviera convirtiendo en una estatua de mármol.
Cuando llega a casa espera que a Sara se le haya pasado un poco el enfado, pero al verla sentada en una silla de la cocina con la caja de somníferos en la mesa sabe que las cosas no han hecho más que empeorar.
—¿Desde cuándo los tomas? —le pregunta sin darle tiempo a decir nada.
Tomás va a coger la caja, ella se la quita antes de que pueda agarrarla.
—¡Contesta! —dice de manera imperiosa.
Ya no hay tiempo para excusas vagas.
—Los tengo para una emergencia, a veces me cuesta dormir.
Sara abre la caja y saca el blíster de las pastillas. Solo quedan seis.
—Dices que son para una emergencia y la caja está casi vacía. Sabes que no puedes tomar somníferos. El médico te lo dejó bien claro.
—También me dejó claro que si no dormía acabaría muriendo.
—Pero tú duermes ya, ¿no? Todas las mañanas sales diciendo que has dormido bien, ¿o es mentira?
Trata de decidir cuál es la mejor respuesta, no para él, sino para ella.
—Claro que duermo —miente una vez más—. Pero hay semanas peores, por eso tomo un somnífero de vez en cuando, para no dejar que vaya a más.
Sara tiene tres opciones. Creerse las explicaciones de Tomás, hacer que se las cree o no creérselas en absoluto. Ella también se ha convertido en todo este tiempo en una fingidora, en alguien que expresa lo contrario de lo que siente.
—Cuéntame qué está pasando —dice tratando de mostrarse calmada—. ¿Para qué te llamó María el otro día?
—No está pasando nada, me llamó para interesarse por mí, por nosotros. Te juro, Sara, que no está pasando nada, aunque es verdad que hay semanas en que todo se me hace cuesta arriba. He perdido demasiadas cosas...
Sara no puede evitar que los ojos se le llenen de lágrimas.
—Júramelo. Por mí y por Samuel. Júralo.
—Lo juro —dice sin poder evitar sentirse una mierda.
Sara se levanta y le da un abrazo, que viene a sellar ese juramento o a renovar el nuevo plazo de aceptación de mentiras. Después vacía las pastillas que quedan en el fregadero y abre el grifo. Tomás siente miedo y desprotección cuando ve cómo las pastillas desaparecen por el desagüe. Sonríe para tratar de recomponer la farsa que lleva tanto tiempo representando y de la que Sara ha sido parte activa.
—Voy a acostarme, aún puedo dormir unas horas.
—No me has dicho de dónde vienes.
—He ido a airearme un poco, nada más. ¿Has conseguido hablar con tu alumno?
—Sí. Daremos las clases en su casa a partir de ahora, es lo que he podido conseguir.
—Lo siento —dice Tomás, y la besa en el cabello.
Después se dirige al dormitorio, y sin desvestirse se tumba en la cama y cierra los ojos convencido de que no va a dormir.
Todavía es de día cuando llega al cementerio. La cercanía de la primavera hace que los días se alarguen y oscurezca más tarde. Sin la noche rodeándolo todo, la visión del paisaje es mucho más apacible y pacífica. Incluso las cruces y las lápidas, amenazantes en la sombra, tienen un aspecto protector, como si la verdad absoluta que encierran no pudiera ser trasgredida por nada ni nadie. Pero Tomás sabe que cuando llegue la noche esa seguridad desaparecerá. Sigue sin saber cómo su acosador ha podido acceder a las fotografías. Es posible que María no le haya dicho la verdad y las encontraran en el ordenador de Joaquín. O quizá Belmonte y la gente del periódico consiguieron hacerse con ellas, aunque nunca las publicaran. Eso no lo quiere ver nadie en la portada de un diario mientras desayuna. La tercera opción vuelve a atravesar su cerebro igual que un fogonazo. Decide bloquearla. Persistir en ella solo va a ocasionarle una nueva obsesión de la que no podrá escapar. Suficiente tiene con lidiar con la realidad como para enfrentarse a suposiciones sin fundamento. Por primera vez tiene la tentación de echarse atrás, de pedir el traslado a otro lugar o incluso de dejar el trabajo si no consigue salir de allí. Es consciente de que ha entrado demasiado en el juego del acosador y quizá ese juego no tenga final. Por otro lado, su instinto policial le impide rendirse sin llegar hasta el final del asunto.
Con todas las posibilidades bullendo en su mente, y ya de noche, hace su primera ronda. Recorre el camino, que ya conoce de memoria. Es capaz de hacerlo casi con los ojos cerrados y ha llegado a memorizar algunos de los nombres grabados en las lápidas, datos que se acumulan en su cerebro ocupando un lugar inútil e inservible. Regresa a la garita. Abre la puerta con cautela, con miedo a lo que pueda encontrarse. Las paredes vacías, blancas. En el techo la mancha de humedad ha sobrepasado ya la marca que con el rotulador hizo tiempo atrás. La pantalla del ordenador sigue inalterable. Todo está en orden. Cuando va a tumbarse, dos golpes en la puerta le hacen detenerse en seco. Se vuelve hacia la puerta cerrada y espera a que se abra. Los golpes vuelven a sonar. Saca la pistola y se dispone a abrir. Agarra el picaporte y tira de golpe con el arma en alto. Al otro lado, María levanta las manos sobresaltada.
—Baja eso, joder. ¿Recibes así a todo el mundo?
—No. Pero no es normal que alguien venga a esta hora.
—A lo mejor pensabas que era otra persona, no sé, el tipo ese que te está acosando, ¿no?
—No sé nada de él desde hace tiempo.
—Ya —dice María con una sonrisa irónica.
Su excompañera se sienta en el sofá. Tomás se apoya en la mesa sin dejar de observarla. Se conocen tan bien que no pueden ocultarse nada el uno al otro.
—¿Vas a contármelo o no? ¿Por qué fuiste anoche a por tus cosas a la comisaría?
—Ya te lo dije, prefería ir por la noche. Hay menos gente, no me quería cruzar con nadie.
—Venga, déjalo ya. ¿Qué coño buscabas? ¿Por qué me preguntaste si en el ordenador de tu hermano había fotografías de las chicas?
Tomás deja escapar un suspiro.
—A veces le doy vueltas al caso, no lo puedo evitar. A ti te pasaría lo mismo si estuvieras en mi situación. No sé, busco cualquier hilo que dejáramos sin investigar, pienso en qué momento cometimos los errores.
—En todos los casos se cometen errores. Este no fue distinto a los demás. Pero si te soy sincera, el máximo culpable de nuestros fallos fue tu hermano. Nunca sospechamos de él.
—Porque no podía imaginar que él fuera el asesino. Todavía hoy me cuesta creerlo. Joder, es mi hermano. ¿Cómo iba a sospechar de él?
—Él sabía que contaba con esa ventaja. Iba por delante de ti todo el rato.
Tomás se sienta en la silla. En su cabeza, la tentación de contarle el hallazgo de las fotos lucha con el convencimiento de que no debe hacerlo.
—Mira por la ventana, mira dónde trabajo —dice con una sonrisa amarga—. Es normal que me coma la cabeza con todo. Lo raro es que no me haya vuelto loco aún.
María sigue mirándole sin dudar ni un instante que su amigo oculta algo.
—Si tu hermano volviera o si se pusiera en contacto contigo, me lo dirías, ¿no?
—Claro que te lo diría. Pero te aseguro que no lo ha hecho —dice.
Vuelve a recordar la última vez que lo vio, sentado a su lado en el coche mientras avanzaban por el camino de tierra, con el pensamiento muy lejos de allí, en el recuerdo de su padre afeitándose antes de ir a trabajar mientras él y Joaquín se preparaban para ir al colegio. Cada mañana, antes de salir, su padre siempre le decía lo mismo: «Vigila a tu hermano».
Se detuvo cuando el camino de tierra se acabó. La carretera, perpendicular a él, estaba desierta a esa hora, oscura.
—Joaquín, ¿estás seguro de lo que vas a hacer?
—Sí. Y no es necesario que vengas conmigo. Déjame cerca del aeropuerto, yo me apaño desde allí.
María se levanta sacándole de su evocación. Él sabe que no se ha creído nada de lo que le ha dicho. No le importa. Que ella trate de averiguar lo que está ocurriendo le da seguridad, y la sensación de encontrarse solo se desvanece por un instante. También sabe que lo que ella busca no es lo mismo que busca él, y es posible que si los dos llegan a cierto punto tengan que poner las cartas boca arriba. Intuye que ese momento llegará. Está dispuesto a enfrentarse a ello si así consigue atrapar de una vez al acosador y resolver las dudas que su presencia le ha planteado.
—Perdona si el otro día estuve borde contigo —dice Tomás—. Sé que siempre me has apoyado en todo a pesar de que no te lo he puesto fácil.
—No tiene importancia. Ojalá pudiera hacer algo más por ti.
María se marcha y él no puede evitar que se acentúe el sentimiento de culpabilidad que le acosa cada vez que habla con ella. Porque eso es lo que decidió hacer: callar, negarlo todo y así poder salvarse.
—Acaban de avisar por radio de que el coche de Joaquín ha sido encontrado en un chalet de las afueras. Es un chalet de su propiedad que está a medio construir —dijo María la noche en la que todos comenzaron a buscarle.
—Conozco ese chalet —dijo Tomás—. He ido allí esta noche, pero mi hermano no estaba, no he visto su coche.
—Han encontrado rastros de tinte para el pelo en uno de los lavabos. Es posible que quiera escapar. No lo entiendo, ¿por qué querría escapar? —preguntó María.
Tomás no reaccionó, como si la pregunta no se la hubieran hecho a él, y consciente también de que esos segundos de duda eran necesarios para fingir extrañeza por lo que le estaban contando.
—Necesitamos que nos digas si has visto a tu hermano esta noche.
—No, María, ya te lo he dicho, no le he visto, no sé dónde puede estar.
Recuerda su propia voz, modulada, sin temblores, controlando con la respiración cada mentira que salía por su boca, unas mentiras que no puede olvidar porque son las que han destrozado su vida y le han llevado a pasar las noches en ese oscuro cementerio. Y recuerda a María asintiendo confiada, convencida de que él nunca podría mentir, no a ella.
Al regresar a casa desayuna junto a Sara. Los dos tratan de recomponer los pedazos que el día anterior saltaron por los aires. De nada le valdrá ya fingir porque la sombra de la duda ya está instalada en ella. Tiene que dejar cualquier preocupación encerrada en la garita, evitar los silencios meditabundos y hablar de cualquier tema que pueda llenar una conversación. Después de desayunar se mete en la cama. Es consciente de que lleva más de setenta y dos horas despierto, como si dormir no fuera una función vital para él. También sabe que no hacerlo es el inicio de una muerte lenta. Cierra los ojos y logra perder la consciencia. Se despierta sudoroso, no sabe qué hora es ni el tiempo que lleva durmiendo. Sale de la habitación y encuentra a Sara en la cocina preparando la comida.
—¿Qué te pasa? —pregunta preocupada nada más verle.
—Nada, una pesadilla —dice recobrando la calma—. Era muy real, no sé, nunca había tenido un sueño así.
—Pero ¿qué pasaba en el sueño?
—No sé, no entendía nada. Intentaba llamar a Samuel, él no me oía y cada vez se alejaba más. Tú me decías que no pasaba nada. Luego él caía por un agujero y me he despertado.
—Bueno, eso quiere decir que por lo menos has dormido.
Han pasado casi cuatro horas, lo que para él es un triunfo.
—Ha llamado tu cuñada Laura. Quería hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—No me lo ha dicho. Que era importante. Y que si podías pasarte por su casa.
—¿Cómo estaba?
—Nerviosa, como siempre. Le pase lo que le pase parecía urgente.
—Bueno, ya la conoces, seguro que no será nada.
—Yo me habría vuelto loca también. No digas que no será nada. Bastante tiene con aguantar lo que ha aguantado.
Después de comer y de darse una ducha Tomás sale hacia la casa de su cuñada. No le gusta ir, cada vez que va a visitarla sale con una opresión en el pecho que no desaparece en días. Laura le abre la puerta y le hace pasar al salón.
—¿Quieres tomar algo? —pregunta mientras se sujeta las manos nerviosa.
—No, no tengo mucho tiempo, entro a trabajar en un par de horas.
Laura se queda inmóvil en medio del salón sin saber cuál es el siguiente paso que debe dar.
—¿Para qué me has llamado? —le pregunta tratando de ayudarla.
—La policía vino esta mañana.
—¿Qué querían? —pregunta Tomás.
—No lo sé bien, primero se interesaron por mí, luego por Julia.
—¿Cómo está?
—La veo poco. Por la mañana va a clase y cuando llega a casa se encierra en su cuarto y casi no sale. Vivimos como dos extrañas.
—¿Y tú cómo estás?
—¿Yo? —dice Laura meditando la respuesta—. Yo no siento nada. Es como vivir anestesiada. He tomado tantas pastillas todos estos meses que creo que su efecto ya es permanente.
Laura sonríe con tristeza, como si lo que acaba de decir fuera algo cómico.
—¿Qué te ha dicho la policía? —pregunta él tratando de retomar la conversación.
—Me han preguntado si Joaquín se ha puesto en contacto conmigo en estas últimas semanas.
—¿Y qué les has dicho?
—Qué les voy a decir, que no. Además, estoy segura de que tienen el teléfono pinchado. Si me hubiera llamado se habrían enterado.
—Bueno, hay más maneras de ponerse en contacto con alguien. No quiero decir que lo haya hecho.
—¿Por qué me lo preguntan ahora? ¿Ha pasado algo?
—No. Vamos, no lo sé. Me imagino que comprueban cualquier pista que pueda ayudarlos a dar con él. La primera persona con la que se pondría en contacto serías tú.
—¡Después de casi dos años! No sé dónde está, pero estoy segura de que no se la va a jugar por nadie, y mucho menos por mí. Si la policía piensa que tu hermano va a aparecer es que siguen igual de perdidos. En el fondo aún no se han dado cuenta de quién es: un monstruo, un asesino, y no va a volver porque eso supondría enfrentarse a lo que siempre ha querido ocultar.
Tomás entiende el odio de su cuñada hacia quien fue su marido. Hasta hoy Laura se había mostrado aletargada, incapaz de mostrar una reacción que no fuera el completo abatimiento que le supuso el descubrimiento de la verdad. Ahora, ese odio, ese rencor, son la primera señal de que ha superado esa fase y de que su personalidad está emergiendo de entre todo el dolor en el que quedó sepultada.
Mientras Laura prepara un café en la cocina él deambula por la casa. Quiere imaginar las veces que Joaquín caminó por ese mismo lugar sin mostrar un atisbo de lo que ocultaba, las veces que utilizó el baño con el olor de la sangre reciente en su piel, o las veces que dio un beso de buenas noches a su hija antes de dormir sin que nada le quitara el sueño. Se detiene un instante en la puerta del despacho, que permanece igual que el día en que decidió marcharse. Todavía hay varios papeles sobre la mesa, su juego de plumas en una caja de madera. Repara en un portátil que está abierto, apagado, con una ligera película de polvo sobre el teclado.
—Yo también debí darme cuenta —dice Laura a su espalda con la taza de café en la mano.
Tomás se gira y la observa.
—Ninguno lo hicimos.
—Pero tú no vivías con él, no le veías llegar de madrugada sin saber de dónde venía, ni veías su mirada perdida, sus cambios de humor. Estaba aquí como si no estuviera. Y yo nunca pregunté nada. En el fondo tenía miedo a la respuesta que me pudiera dar.
Él prefiere no darle vueltas a lo que ya no tiene solución.
—Me imagino que la policía se llevaría casi todo. Me refiero al ordenador y todos los papeles —dice Tomás cambiando de tema.
—Sí. Me lo devolvieron meses después. Ni siquiera sé por qué me he quedado con todo. Cualquier día lo tiro a la basura, por lo menos podré entrar en esta habitación.
Si la policía se llevó el ordenador y lo tuvo durante meses debió de analizar hasta el último archivo, por lo que está convencido de que las fotografías no han salido de ahí. Piensa que su hermano nunca hubiera sido tan estúpido de almacenarlas tan a la vista de cualquiera, aunque tampoco pensó nunca que fuera un asesino. Al salir de la casa después de tomarse el café ve aparcado junto a la acera un coche con dos tipos dentro. Sabe que son policías. Julia, su sobrina, se acerca a él y le rescata de sus pensamientos.
—Hola, ¿qué haces aquí? —le dice después de darle un beso.
—He venido a ver a tu madre, tenía que hablar con ella. Esta mañana la policía le ha estado haciendo unas preguntas.
—Sobre mi padre, ¿no? ¿Qué querían?
—Le han preguntado si se ha puesto en contacto con ella.
—¿Y ella qué ha dicho?
—Que no, que no ha hablado con él.
Tomás nota su intranquilidad, como si algo de pronto le hubiera asustado.
—¿Qué te pasa?
—Nada, pensé que la policía había dejado de investigar.
—No te preocupes. No creo que os molesten mucho.
Julia se sube el cuello del abrigo para protegerse de una ráfaga de frío inexistente. Le da dos besos y entra en el portal.
Al regresar a casa Tomás le cuenta a Sara la conversación que ha tenido con Laura.
—¿Tú crees que tu hermano se arriesgaría a volver?
—Espero que no. Ya hizo lo más difícil, escaparse. ¿Para qué iba a hacerlo?
—Para jodernos un poco más la vida —dice Sara sin poder ocultar su rabia—. Como si no lo hubiera hecho ya lo suficiente.
—No va a volver a menos que le detengan. No te preocupes —dice besándola para calmarla.
—¿Quién no va a volver? —pregunta Samuel, que entra en ese momento en la cocina.
—Nadie —dice su padre cogiéndole y dándole un beso.
Samuel es el único al que se le ha borrado el recuerdo de Joaquín. Nunca habla de él y si lo ve en alguna foto pregunta quién es. Tomás se alegra de ello, y a la vez envidia poder eliminar de la memoria aquello que no se quiere recordar. Pero sabe que algunos recuerdos le acompañarán hasta su último aliento, y encerrado en la garita, observando las tumbas a través de la ventana, esa sensación se hace mucho más intensa. En sus rondas nocturnas los muros se le asemejan a los de una prisión de la que nunca podrá escapar. Siente un escalofrío al imaginarse allí mismo, en ese mismo puesto, dentro de veinte años. De manera inconsciente sigue pensando que la situación en la que se encuentra es provisional y que aún puede cambiar, volver a la de antes o avanzar en cualquier dirección que le saque de allí.
De lo que no tiene ninguna duda es de que algo va a ocurrir, de que quien aguarda escondido está esperando para dar un nuevo golpe. Quien ha decidido convertirlo en su objetivo tiene un plan meditado que ha ido cumpliendo paso a paso: los vídeos de las chicas enterradas, la música, los mensajes, las fotografías. Todo está orquestado, todo tiene un porqué y un fin. Solo debe esperar a que dé el siguiente paso para saber qué más ha tramado la retorcida cabeza de alguien para quien Tomás se ha convertido en su única obsesión. Se ha tomado demasiadas molestias como para detenerse ahora, y Tomás intuye que oculta una verdad que hasta ese momento no ha sido capaz de afrontar.
Tomás pasa las siguientes noches con la falsa tranquilidad de quien espera. En cada ronda por el cementerio, en cada paseo entre las tumbas, en cada regreso a la garita tiene la impresión de asomarse al abismo, como si fuera un condenado a muerte caminando por un patíbulo sin fin. Trata de mantener la mente fría, de no adelantar nada de lo que está por venir. Si se deja llevar demasiado por las hipótesis perderá la objetividad necesaria para actuar de forma racional. Pase lo que pase solo tendrá una oportunidad para reaccionar, y la opción que tome deberá ser la correcta.
En casa, a pesar de lo duro de las noches, trata de disimular. Sara está demasiado advertida. Pero hay algo que no puede dominar, algo que escapa a su control: no consigue dormir. Que Sara tirara los somníferos por el fregadero no ayuda.
Dos semanas después renuncia a hacer las rondas nocturnas. Según llega a la garita apaga la luz y se tumba en el catre. El retumbar de los latidos dentro de la cabeza le desesperan, llegando a golpearse contra la pared intentando detenerlos. A veces, parece faltarle el aire, entonces sale al exterior en plena noche y corre desesperado deseando caer al suelo fulminado y no moverse más. En la garita las horas pasan lentas, todo parece detenido. Sin saber cómo, en un estado de casi aletargamiento, un pequeño rescoldo de claridad sigue encendido en su cerebro esperando a que todo comience. Es como un náufrago a bordo de un bote mecido por las olas que se ha quedado sin agua y comida, abrasado por el sol, extenuado, pero que todavía tiene la vista alerta ante la esperanza de ver a lo lejos un barco o el perfil de la tierra firme. Un par de veces llega a quedarse dormido apenas unos minutos sobre el estrecho jergón y se despierta sobresaltado, creyendo haber escuchado una voz que le llama, lejana, más allá de la garita, más allá de las tumbas, una voz que él sabe que no es real, contra la que tiene que luchar para no perseguirla como un enajenado. Algunas noches las pasa mirando una y otra vez las fotografías de las chicas asesinadas. Incluso en un momento de delirio llega a pegarlas de nuevo en la pared para poder observarlas en toda su amplitud, para apreciar con detenimiento cada detalle. Agotado, tumbado en el jergón, cierra los ojos. Siente un millón de pequeños dolores repartidos por todo el cuerpo, no hay un solo centímetro de piel que no le duela. Ni siquiera al principio, en los días de mayor desesperación, cuando el insomnio se hizo más agudo, había alcanzado tal nivel de agotamiento y rendición. Cuenta cada latido, cada pulsación que el corazón emite, seguro de que en cualquier momento se detendrá y dejará de escucharlo. Pero es otro sonido, que tarda en identificar, el que le hace abrir los ojos. Son las interferencias de su walkie, que de pie sobre la mesa parece observarle.
—Tomás, ¿estás ahí? Cambio —dice la voz de David, el chico joven que vigila otra de las puertas.
Se arrastra del jergón a la mesa y coge el walkie.
—Sí, estoy aquí, ¿ocurre algo? Cambio.
—Acabo de salir a hacer la ronda y he visto una columna de humo cerca de tu zona. No sé, parece un incendio.
Tomás tarda en asimilar la información.
—¿Dónde estás ahora? Cambio.
—Voy hacia allí. ¿No lo has visto tú cuando has hecho la ronda?
—No, no he hecho la ronda, no me encontraba bien. Enseguida voy para allá. Espérame a que llegue, ¿de acuerdo?
—Sí, tranquilo, te espero.
Se incorpora buscando alguna prueba, alguna señal de que lo que está ocurriendo es real. Solo hay una forma de averiguarlo, salir afuera y buscar el rastro de un incendio.
Los faros del coche deslumbran su vista cansada y hace un esfuerzo para mantener el vehículo entre los límites de la estrecha carretera. Se dirige a una de las zonas más elevadas para poder abarcar una superficie más amplia. Se baja y observa, a unos trescientos metros, una fina columna de humo que sale de un grupo de sepulturas. Cerca del pequeño incendio ve el vehículo de David. No puede evitar sonreír, está casi convencido de que lo que ocurre no es una alucinación. Vuelve a subir al coche y, mientras se acerca al lugar, le asalta una sospecha. Nadie mejor que su compañero, que se pasa las noches allí, que puede vigilarle desde la oscuridad, para convertirse en el principal sospechoso.
Baja del coche tratando de dar forma a la hipótesis, que todavía no es más que una suposición a la que le faltan demasiadas columnas para mantenerse en pie. David también baja de su vehículo con la linterna en la mano. Alumbra la cara de Tomás, que alza la mano.
—Baja eso, ¿quieres dejarme ciego?
—Perdona, ha sido sin querer —responde el chico bajando la linterna—. Tienes muy mala cara, ¿te pasa algo?
—No, no es nada. He dormido mal. Eso es todo. ¿Desde dónde has visto el incendio?
El chico se gira y señala un lugar elevado casi enfrente de donde él se ha detenido.
—Cuando pasaba por allí lo he visto. Ahora está casi apagado, antes las llamas eran un poco más altas.
Tomás se acerca a la pequeña hoguera que alguien ha encendido sobre una de las tumbas. Han juntado unas cuantas ramas y papeles, de los que solo quedan pequeños rescoldos. Alumbra con la linterna la lápida y la cruz de mármol que está en la cabecera. David también alumbra con su linterna entre las demás sepulturas.
—No creo que quien haya sido esté cerca —dice el chico—. Estoy hasta los cojones de zumbaos, no hay semana en la que no pase algo.
David da un paso a su derecha, dando una patada a un objeto, inconfundible por el sonido que hace al chocar contra la piedra de la lápida.
—¿Qué es eso? —pregunta Tomás alumbrando con la linterna.
David se agacha y coge una botella de cristal.
—Es una botella.
Tomás ilumina la botella y se percata de que en su interior hay algo. Se la quita de las manos al chico y, tras ponerla boca abajo, saca un pequeño rollo de papel. Lo desenrolla hasta poder leer una frase escrita en él: «Aquí debajo se esconde la verdad».
—¿Qué coño quiere decir esto?
—No lo sé, dímelo tú.
—A mí qué cojones me cuentas —dice David—. ¿No pensarás que yo he hecho esto?
—¿Por qué no me dices qué es lo que haces por las noches?
—Ya te lo dije, estudio unas oposiciones. A lo mejor si hicieras tus rondas no tendría que estar yo pendiente de lo que ocurre en tu zona.
Su instinto le dice que el chico no tiene nada que ver con lo ocurrido, ni esa noche ni las anteriores. Vuelve a leer el papel, y de una patada aparta los últimos rescoldos de la hoguera descubriendo la lápida, que ha quedado un poco ennegrecida. Dirige el haz de luz hacia ella, y al leer el nombre que tiene grabado siente cómo la noche se hace más noche, la oscuridad se apodera de todo y la vida más allá de los muros del cementerio deja de existir. David no se ha percatado de nada. Sigue enfadado por sus insinuaciones.
—Oye, lo siento, no he querido acusarte de nada, de verdad. Lo mejor será que te vayas, seguro que tienes mucho que estudiar.
—Sí, mejor me marcho. Cada vez me gusta menos estar fuera.
—Yo me quedaré recogiendo esto un poco.
David se dirige al coche, entra en él y se aleja. Hasta que Tomás no ve desaparecer del todo las luces no vuelve a girarse hacia la lápida. Alumbra de nuevo la piedra con la linterna deseando que lo que ha leído sea, ahora sí, una alucinación. Pero no lo es. El mismo nombre sigue grabado allí: Tomás Abad Moreno, y debajo las dos fechas entre las que su padre habitó la tierra.
No reconoce el lugar, no tiene casi recuerdos del día del entierro de su padre. Se acuerda de la lluvia monótona, del agua escurriéndose por los bordes del paraguas, de Sara a su lado, agarrada a su brazo reconfortándole, de su hermano Joaquín y de Laura frente a él, en ese mismo lugar donde está ahora, de los operarios haciendo descender el ataúd sujetado por dos sogas, de la espuerta con el cemento con el que sellarían las juntas de la lápida y de las ganas de acabar con el trámite de una vez y marcharse de allí cuanto antes.
Está en un lugar al que nunca había pensado regresar, con una nota de papel que le indica que allí debajo se oculta la verdad. Hasta ahora el acosador le ha hecho abrir una sepultura y un nicho sin encontrar nada en ellos. Esta vez no hay una chica encerrada, no existe esa urgencia por salvar a alguien. Pero el reto al que se enfrenta es mucho mayor, la prueba que lleva esperando todo este tiempo. Arruga el papel. Termina de limpiar con las manos la lápida. Al inclinarse nota que la losa no está alineada con los bordes de la sepultura, está un poco desplazada hacia uno de los lados. Se agacha y alumbra con la linterna los bordes, donde el cemento debería sellar la sepultura. Pero el cemento ha desaparecido. En el suelo, los pequeños pedazos que se amontonan junto a sus pies y las marcas en la lápida, como si algo o alguien la hubiera golpeado, dejan claro que esa tumba ha sido abierta hace poco.
Vuelve a mirar a su alrededor. Sabe que alguien le está observando. Nadie planea algo tan retorcido si no va a darse luego el placer de poder contemplarlo. Pero tratar de saber dónde está, en qué lugar de la oscuridad se esconde, es una pérdida de tiempo. Pasea el haz de la linterna como un faro alumbrando el mar, siguiendo con la vista el terreno iluminado, tratando de diferenciar, en el segundo en el que la luz tarda en pasar, un rostro, una silueta, algo fuera de lugar en aquel amontonamiento de piedras. Cuando completa el círculo vuelve a dirigir la linterna a la sepultura y se da cuenta de que desde que David se ha marchado no ha hecho más que aplazar algo que él sabe que acabará pasando. Quizá solo es el tiempo que alguien, cualquiera, necesita para abrir en mitad de la noche la tumba en la que está enterrado su padre.
Tomás agarra el borde de la lápida con las manos y tira con fuerza de ella. La losa se mueve, rasgando la noche con el sonido áspero de piedra rozando con piedra. Un pequeño hueco por el que puede meter los dedos se abre bajo ella. Vuelve a tirar con fuerza desplazándola hasta dejar casi al descubierto la fosa. Coge la linterna y alumbra el agujero oscuro que se abre a sus pies. Ve al fondo la madera avejentada y putrefacta del ataúd, el crucifijo oxidado y herrumbroso. Aparta del todo la lápida. Alumbra de nuevo hacia abajo. Comprueba que a los pies del ataúd queda un hueco estrecho de tierra al que poder descender. Sujeta la linterna con la boca y, apoyando las manos a ambos lados de la sepultura, se deja caer con cuidado hacia la zona que parece más firme. Se queda inmóvil esperando que el suelo ceda y la tierra se lo trague. No pasa nada. Coge la linterna y alumbra el ataúd. Arriba, el cielo negro parece la oscura lápida que falta. Se inclina con cuidado e ilumina una vez más el féretro. Apaga la luz, como si la oscuridad fuera a ponérselo más fácil. Agarra con manos temblorosas el borde de la tapa del ataúd y, tras unos segundos en los que pide perdón sin saber muy bien a quién, tira hacia arriba y abre el féretro, sintiendo cómo la madera cruje y parece deshacerse.
La oscuridad no le permite ver nada. Sabe que el cuerpo de su padre o lo que quede de él está allí. Ni siquiera imagina en qué estado puede hallarse. Respira hondo y enciende la linterna. Alumbra el féretro. Cierra los ojos tratando de tranquilizarse y mantener la calma a pesar de que los latidos frenéticos de su corazón se empeñan en llevarle la contraria. Vuelve a abrir los ojos y lo primero que ve es la tela raída, casi deshecha, de las perneras del traje con el que enterraron a su padre. En algunas partes puede adivinar las grises tibias sin carne a las que han quedado reducidas sus piernas. Sigue subiendo la vista. Donde debería estar el tronco la tela casi no abulta, está pegada al suelo, como si el cuerpo hubiera desaparecido. El pecho vuelve a coger volumen, la caja torácica permanece firme, y Tomás recuerda el cuerpo joven de su padre alzándole en volandas cuando era un niño, la fuerza de sus brazos y lo ancho de su espalda y su tórax, que parecían protegerle igual que si de un escudo se tratara. Sube la linterna hacia la parte superior y allí está la calavera, sonriente como todas. Le impresiona menos de lo que pensaba, quizá porque en el fondo todas las calaveras son iguales, o porque era mucho peor lo que se esperaba que lo que se ha encontrado. De alguna forma extraña se siente protegido sabiendo que quien está en esos momentos a su lado es su padre.
Pero sigue sin entender la nota que le han dejado diciendo que la verdad la encontraría allí abajo. Ni siquiera sabe a qué verdad se refiere. Más calmado, trata de averiguar su significado. Alumbra con la linterna las paredes de la fosa, pero no halla en ellas más que manchas de humedad y desconchones. Vuelve a observar el cuerpo de su padre. Esta vez la mirada es más analítica, es la mirada de un policía. Levanta una de las solapas del traje, y en uno de los bolsillos interiores ve un sobre blanco, demasiado blanco como para llevar diez años bajo tierra. Lo saca con cuidado y lo observa. Está seguro de que es lo que tenía que encontrar. Se lo guarda en el interior del anorak, cierra de nuevo el ataúd y se agarra al borde de la tumba y de un salto sale. Le recibe una ráfaga de frío que hace volar algunas hojas secas que hay en el suelo. Tomás recupera el resuello, saca el sobre y lo observa a la luz de la linterna. Está cerrado, sin nada escrito que pueda dar una pista de lo que esconde. Respira hondo, deja la linterna a un lado y rasga el lateral del sobre con cuidado. Extrae los papeles que hay en el interior. Los reconoce sin necesidad de que la luz los ilumine. Pertenecen al diario de Valeria, son unas seis páginas, escritas con su letra redondeada y un poco infantil, que debieron de arrancar para que nadie las leyera. Una nueva ráfaga de viento se levanta arrastrando arena y polvo, que se le meten en los ojos. Se guarda las hojas en el bolsillo interior del anorak. Con esfuerzo vuelve a colocar la lápida sobre la tumba. Coge la linterna y se dirige al coche. Quiere llegar cuanto antes a la garita para poder leer con calma lo que esas páginas prometen, la verdad. Entra, enciende las luces y entonces lo ve. Una sombra junto a uno de los panteones, que se oculta con rapidez, pero no la suficiente como para que Tomás no le vea. Sale del coche y, con la linterna en la mano, corre hacia el lugar donde ha visto la inconfundible silueta de una persona. Llega junto al panteón y se detiene a escuchar alumbrando cada rincón, cada sombra. Oye un ruido a su espalda, y a unos veinte metros ve que alguien trata de escabullirse por una pared de nichos. Corre tras él dando voces para que se detenga, el aire frío de la noche le atraviesa como agujas de hielo. Le tiene a la vista, se acerca cada vez más, incluso llega a alargar la mano y a rozarle, pero no lo suficiente como para cerrar el puño y atraparle. La sombra hace un giro seco y se mete detrás de un grupo de panteones, donde se esfuma. Desesperado, Tomás mira en todas direcciones, alumbra con la linterna cada hueco, cada sepultura tras la que pueda haberse ocultado. A izquierda, derecha, detrás, delante, la luz de la linterna se mueve sin tregua. La sombra ha desaparecido. Tarde, cuando ya no tiene escapatoria, se da cuenta de que hay una dirección hacia la que no ha mirado. Escucha sobre su cabeza un ruido ligero que en el silencio absoluto parece atronador, y cuando alza la cabeza ve una sombra cayéndole encima desde el tejado del panteón. Solo tiene tiempo de poner las manos para protegerse. El peso del cuerpo cayendo sobre él trasforma lo que antes era una sombra en alguien real. Tomás cae al suelo, y cuando trata de incorporarse siente una sacudida en la cabeza, como si le acabara de estallar o se la hubieran arrancado. Nota que el cuerpo pierde toda su fuerza y la oscuridad inunda sus ojos hasta que deja de ver, de oír, de sentir, y lo último que piensa antes de abandonarse es que esa, y no otra, será la manera en la que todo termine.