En el pasado

50

Hacía ya un par de minutos que Tomás había dejado de ver el coche en el que había huido Antúnez llevándose a Samuel y aun así seguía corriendo, persiguiendo el horizonte, el final de la calle por la que había desaparecido. Hacia allí se dirigía a ciegas, como se persigue una obsesión, movido por la voluntad más que por la razón. Al final fueron las piernas, los pulmones, el cuerpo entero, los que le obligaron a detenerse con la vista cegada a causa del esfuerzo. Doblado por la cintura, trataba de acompasar la respiración, coger el máximo de aire posible para que el oxígeno llegara cuanto antes a los músculos y al cerebro. Se incorporó y volvió a mirar al final de la calle. Marcó en el móvil el número del comisario Bolaños y en menos de un minuto le contó todo lo ocurrido.

—Daré aviso a todas las patrullas y cerraremos las salidas de la ciudad —dijo el comisario tratando de trasmitirle la seguridad y confianza que necesitaba—. No te preocupes, vamos a coger a ese hijo de puta.

Tomás regresó al lugar en el que tuvo que bajarse del coche y comprobó que, al final de la calle, continuaba la patrulla que alertó a Antúnez y le hizo huir. No pudo evitar soltar un sollozo, un gemido desesperado al pensar en Samuel.

Dentro del coche patrulla a Tomás le faltaban ojos para mirar cada automóvil con el que se cruzaba, a los que estaban aparcados, a cada callejón o bocacalle. Circulaban en un silencio cargado de tensión que nadie se atrevía a romper. La emisora de la policía informaba del dispositivo que se estaba desplegando, dando la descripción del vehículo que buscaban y pidiendo que se extremasen las precauciones, ya que «el sospechoso tiene un rehén». Al escuchar la palabra rehén asociada a Samuel, Tomás sintió miedo, un sudor frío recorriéndole la espalda, la boca seca como el esparto y una sensación de asfixia que trató de aliviar bajando la ventanilla. Respiró hondo un par de veces, no podía dejar que el pánico le dominara. Trató de ponerse por un segundo en la piel de Antúnez para intentar adivinar qué paso daría. Por la manera en la que se dirigía a Samuel tratando de tranquilizarle y de que no se asustara, y porque necesitaba creerlo, intuía que no sería capaz de hacerle daño; dentro de su locura había un resto de humanidad que le haría darse cuenta de que no era más que un niño.

El sentimiento de culpa era algo que no podía quitarse de encima. Repasó lo ocurrido, el instante en el que Antúnez entró en el coche. Pensó en mil maneras de actuar en las que conseguía que no se llevara a Samuel, en las que era capaz de desarmarle y detenerle y acabar por fin con la pesadilla. Pero abrió los ojos y seguía en el coche patrulla. Una voz lejana surgió de la radio.

—Acabamos de localizar al niño —dijo en un tono neutro.

Tomás, paralizado, sin apartar la vista del aparato, esperaba aterrado a que más allá del ruido estático surgiera de nuevo esa voz. Tras unos segundos, que duraron como tres vidas, se escuchó:

—El niño está bien.

 

 

Poco después Sara recorría la casa con Samuel en brazos mientras Tomás metía en una bolsa de viaje todo lo que iban a necesitar para pasar unos días fuera. En la habitación del niño abrió un cajón y cogió su contenido de una sola brazada, metiéndolo sin pararse a doblar nada en el fondo de la bolsa. Sara temblaba, y daba la impresión de que era Samuel quien la sostenía a ella con su pequeño cuerpo. El niño permanecía ajeno a todo, sin ser muy consciente de lo que había ocurrido.

Cuando lo había visto después del aviso de la patrulla estaba jugando con uno de los agentes, y al ver a su padre le había sonreído como si todo aquello no fuera más que un motivo para divertirse. Varias patrullas estaban peinando la zona para tratar de localizar a Antúnez. Había huido con el coche de Tomás, que no pudo evitar mirar hacia la salida de una autopista cercana. Su intuición le decía que era por allí por donde había escapado, pero eran otros los que tenían que ir en su busca, él solo pensaba en poner a salvo a su familia.

—He hablado ya con mi madre —dijo Sara—. Mi padre se empeñaba en venir a buscarme.

—No —dijo Tomás—. Te acompañará una patrulla y habrá alguien de guardia las veinticuatro horas. No va a pasar nada. Ese tipo no va a ir por ti ni por Samuel, pero prefiero que os marchéis unos días, hasta que todo haya acabado.

—¿Y cuándo va a acabar todo? —preguntó ella sin poder evitar que se le quebrara la voz.

Tomás no tenía respuesta. Le costaba pensar con claridad. Las noches sin dormir comenzaban a colgarle del cuello como las cadenas de un esclavo. Le hubiera gustado coger el coche con Sara y Samuel y alejarse de esa ciudad, de la que se habían apoderado la locura y el horror. Pero no podía hacerlo. De alguna manera se sentía en deuda con Antúnez. Le estaba agradecido por haber atendido su ruego de no hacerle daño al niño, por eso quería ayudarle.

Metió el equipaje en el maletero. Un vehículo se detuvo junto a ellos y de él bajó Joaquín. Se acercó a su hermano y se abrazaron.

—Ese hijo de puta —dijo sin poder ocultar su rabia—. ¿Cómo está el niño, está bien?

—Sí, como si no hubiera pasado nada, compruébalo tú mismo.

Joaquín se asomó por la ventanilla y miró a Samuel, que se había quedado dormido. Volvió a incorporarse emocionado. Tomás se acercó a los agentes que aguardaban en un coche patrulla, justo detrás del de Sara.

—No va a pasar nada, estoy seguro. Aun así, vigilen todo el tiempo y si notan algo raro no duden en solicitar ayuda.

—Descuide, jefe, iremos con mil ojos.

Sara salió del portal, todavía con el miedo reflejado en el rostro. Se abrazó a Joaquín, que le prometió al oído, casi en un susurro, que todo terminaría pronto, que no debía preocuparse por nada. Después acarició el rostro de Sara.

—¿A dónde te marchas? —le preguntó.

—Voy a la playa, a casa de mis padres.

—Si quieres puede conducir uno de los agentes —dijo Tomás.

—No, prefiero llevarlo yo. Conducir me relaja.

Se fundieron en un abrazo.

—Será mejor que os vayáis ya —dijo Tomás.

El policía no se movió del centro de la calzada hasta que vio perderse a los dos coches al final de la calle, como si con su mirada pudiera salvaguardarlos de cualquier peligro. Después se volvió hacia su hermano, que permanecía inmóvil a su lado, ausente.

—¿Qué pasa, Joaquín? —le preguntó esperando que reaccionara—, ¿estás bien?

—No pensé que esto se nos pudiera ir tanto de las manos —dijo casi en un susurro—. Si le llega a pasar algo a Samuel...

—No es culpa tuya. Este caso es el más complicado que he llevado nunca. Lo supe desde el principio, lo noté en las tripas cuando descubrimos el cadáver de la primera chica. Como si se acabara de abrir la puerta del infierno.

—El infierno está más cerca de lo que creemos y todos tenemos el nuestro —dijo pensativo, ausente.

Después miró a Tomás, reparando de pronto en su presencia:

—No te preocupes, todo esto acabará muy pronto.

Le vio entrar en su coche sin llegar a entender del todo sus palabras. No tenía tiempo para desentrañarlas. Una vez que Sara y Samuel se encontraban a salvo necesitaba proteger también a Nadia. No olvidaba que era a ella a quien buscaba Antúnez.

 

 

Una hora después llegó a casa de Rosa y le explicó a Nadia la situación.

—No puedes quedarte aquí más tiempo, puede ser peligroso.

—¿Y a dónde voy a ir? —preguntó con el miedo marcado en su voz.

—Te voy a llevar a un hotel. Tendrás protección policial las veinticuatro horas.

—Ya —dijo Nadia dejando traslucir desconfianza.

La última vez que él la llevó a un lugar seguro junto a un policía tuvo que salir corriendo y meterse en un contenedor de basura para no acabar con la cabeza separada del cuerpo.

—No va a pasar nada, estarás protegida. Es más, creo que deberíais ir las dos.

—Yo no me voy a mover de casa —dijo Rosa tajantemente—. A por mí no va a venir.

—Me quedaría más tranquilo. Serán solo unos días.

—Unos días ya han pasado. Yo tengo una vida, no puedo pasarme todo el tiempo encerrada en casa o en una habitación de hotel.

A Tomás le sorprendió que Rosa asegurara tener una vida o que pudiera denominar como tal a la miseria en la que vivía.

—Te vamos a compensar por esto —le aseguró—. Este tipo de colaboración se paga, tenlo claro.

—Lo tengo claro, pero no me voy a marchar. Estoy en mi casa, aquí no va a venir nadie. Y si viene ya sabré apañarme, estoy acostumbrada a defenderme.

Su tono de voz era firme y dejaba claro que no había forma de hacerle cambiar de opinión.

—Como quieras —dijo Tomás.

De cualquier forma, ya había decidido poner una patrulla de vigilancia en la puerta de su casa. No estaba dispuesto a que le pasara algo, y mucho menos a cargar con la culpa de lo que pudiera ocurrir.

Nadia tardó poco en recoger sus cosas y se despidió de Rosa agradecida por lo que había hecho por ella. En el abrazo que se dieron él notó que en los días que habían pasado juntas en esa diminuta y miserable casa habían compartido un dolor y una realidad de la que no podían hablar con nadie, que ocultaban con dignidad para evitar sentirse señaladas y, sobre todo, para huir de una compasión que nunca habían pedido.

Al llegar al hotel dos coches patrulla estaban aguardando en el aparcamiento. Era un hotel de carretera con una amplia entrada por la que era imposible pasar sin ser visto. Bajaron del automóvil. Tomás sacó la maleta y el bolso de Nadia del maletero y se dirigieron al interior. Había otros dos policías vigilando junto a la puerta de la habitación. Entraron. Era una habitación pequeña, con una cama, una mesilla, un baño y una televisión. Tomás se asomó a la ventana que daba al aparcamiento, corrió las cortinas y la habitación quedó a oscuras. Nadia dio una luz.

—No te asomes a la ventana. Es mejor que nadie te vea.

—O sea que me voy a pasar el día encerrada y a oscuras.

—Será por poco tiempo, de verdad.

Tomás cogió la maleta y el bolso de Nadia y los colocó en un rincón de la habitación. Entonces lo vio. Se quedó inmóvil, después cogió el bolso y observó con detenimiento el pequeño corazón plateado que colgaba de la cremallera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nadia al notar su indecisión.

—Fuiste tú —dijo Tomás con el bolso en la mano—. Tú metiste la cámara en el chalet. Fue a ti a quien convenció Antúnez para que lo hicieras. Este corazón se veía en una de las fotos.

El rostro de Nadia se endureció. Dejó de ser la chica vulnerable e indefensa que hasta ese momento había aparentado ser.

—¿Qué hubieras hecho tú? —preguntó casi retándole—. Podía ganar mucho dinero y además hacer pagar a esos hijos de puta por todo lo que me habían hecho.

—El primer día que fuimos al club y te enseñamos las fotos de las dos chicas asesinadas, tú sabías quién podía estar detrás de todo y no dijiste nada.

—¿Qué pretendías, que te lo contara a ti, a un policía? —preguntó Nadia casi con desprecio.

—Esas dos chicas ya estaban muertas —dijo Tomás sin poder evitar la rabia—, pero si hubieras hablado, si hubieras contado la verdad, quizá podríamos haber evitado la muerte de Claudia y la del agente Ortiz, el policía que te protegió. Iba a ser padre. Mi compañera está viva de milagro y a mi hijo se lo ha llevado esta mañana el psicópata con quien tú decidiste hacer negocios. Sí, creo que deberías habérmelo contado todo.

Nadia se sentó en la cama afectada. Toda su seguridad, su aire retador, había desaparecido.

—Si hubiera sabido lo que iba a pasar habría contado la verdad, te lo juro.

A pesar de la rabia y la frustración, Tomás no podía evitar sentir lástima por ella, pero también sabía que detrás de cada decisión solía haber un interés, algún objetivo.

—Tú tienes el dinero, ¿verdad? —le preguntó—. El que le sacasteis a esos tipos. Medio millón de euros. Lo tienes tú.

—Lo tengo en la maleta —dijo sin mirarle a la cara.

—Por eso te busca Antúnez. No solo para matarte, quiere el dinero también. Te presentaste en la comisaría para que te protegiéramos.

—Ese tipo está loco, ya has visto lo que les ha hecho a las demás chicas. ¿Qué querías, que me sentara tranquilamente con él a repartirme el dinero? Hubiera acabado cortándome la cabeza también.

Tomás se dejó caer en una silla que había junto a la ventana vencido por el cansancio.

—Dime una cosa, y procura decirme la verdad, ¿las otras chicas también estaban en el asunto?

—No. En esto estábamos solo los dos, ¿por qué?

—Porque no sé muy bien por qué las ha matado. ¿Qué tenía contra ellas?

Nadia se levantó, cogió el bolso y sacó un cigarro, que encendió con una calada que parecía necesitar desde hacía tiempo.

—Nos tendieron una trampa la segunda vez que nos citamos para que nos entregaran el dinero. Le estaban esperando. Escapó de milagro en la moto. Ese día estaba fuera de sí, yo me di cuenta de que no estaba bien. Decía cosas sin sentido. Hablaba de que le habían traicionado. Tuve que convencerle de que yo no podía haber sido. Dijo que había tenido que ser una de las otras chicas, que siempre le pasaba lo mismo, siempre le traicionaban. Creo que su novia, Claudia, le había dejado.

Nadia apagó el cigarro en un cenicero que había sobre la mesilla.

—¿Por qué no colgasteis las fotos en internet? Se supone que era eso lo que ibais a hacer si no os pagaban.

—Yo conocía a esos tipos, sabía cómo eran. Habíamos tenido mucha suerte. Le dije que teníamos suficiente dinero, aunque no parecía escucharme. Estaba loco, decía que no pensaba dejar las cosas así. Le convencí para que no lo hiciera.

—¿Cómo le convenciste?

—Sé cómo hacerlo —dijo Nadia desviando la mirada avergonzada—. Al final decidimos no hacer nada durante unos meses y guardamos el dinero en un apartado de correos. Lo cogí antes de ir a la comisaría.

—¿Por qué tenías tú la llave del buzón donde estaba el dinero?

—Le cambié la llave sin que él se diera cuenta. No podía arriesgarme a quedarme sin nada. No sabes lo que significa este dinero para mí.

—Entiendo que para ti no es fácil confiar en la gente, pero todo esto tendrías que habérmelo contado mucho antes.

—Sí confío en ti. Pero no puedo volver a mi casa igual que me fui.

Tomás se dirigió a la puerta asumiendo que el único testigo que tenía contra los cuatro tipos del chalet acababa de perder toda su credibilidad.

—¿Podré quedarme con el dinero?

Tomás no dijo nada. Salió de la habitación cerrando la puerta.

En el aparcamiento del hotel, aguardó dentro del coche unos minutos antes de ponerse de nuevo en marcha. La tarde empezaba a caer, en el horizonte el sol descendía entre unas cuantas nubes que parecían querer acompañarle.

 

 

Llegó a la comisaría y encontró a María en el despacho con el brazo en cabestrillo y el rostro todavía pálido.

—¿Qué haces, ya te han dado el alta?

—La he pedido yo en cuanto me he enterado de lo que ha pasado con Samuel esta mañana.

Tomás sonrió emocionado ante el gesto de su compañera. Tenerla a su lado en esos momentos era algo que necesitaba. Desde que había caído herida se había sentido solo, sin el punto de apoyo en el que llevaba tantos años sosteniéndose.

—Tenemos un dispositivo en toda la ciudad para cazar a ese malnacido —dijo María indicándole un mapa donde estaban señalados los lugares en los que habían colocado un control—. Hemos cubierto todas las salidas. Es imposible que escape.

—Es posible que haya salido de la ciudad —dijo él mirando el mapa como si al hacerlo pudiera encontrar a Antúnez entre la infinita tela de araña de calles y carreteras—. Dejó a Samuel a pocos metros de la autopista. No creo que fuera casual.

—Estamos analizando las cámaras de tráfico, pero no hemos podido identificarle. Mañana ampliaremos la zona de búsqueda.

El teléfono de Tomás sonó. Era Sara, que le contó que ya habían llegado y que no había habido ningún problema en el viaje.

—Siento lo que ha ocurrido esta mañana —dijo.

—No es culpa tuya. Sé que has actuado bien, no tengo ninguna duda.

—Dale un beso a Samuel de mi parte.

María le contempló en silencio.

—Parece que es a ti a quien le han metido dos tiros.

—Lo sé, llevo varias noches sin dormir.

—Vete a casa, anda. En ese estado no eres de mucha ayuda. Descansa, yo me quedo.

—No, María, tú no estás para quedarte toda la noche.

—Y no lo voy a hacer, no te preocupes. Siempre va a haber alguien. Están los nuestros, Tomás, no piensan parar hasta que metamos a ese tipo en la cárcel. Lo que ha pasado esta mañana es como si nos hubiera pasado a todos.

Le gustaría quedarse, coger el coche y recorrer la ciudad palmo a palmo hasta dar con él, pero ella tenía razón, su cuerpo necesitaba descanso. Sabía que con cinco horas de sueño esa sombra oscura que el cansancio producía acabaría desapareciendo. Se despidió de ella y en el aparcamiento de la comisaría, dentro del nuevo vehículo que le habían asignado, llamó a Joaquín. Estaba preocupado por la extraña conversación que habían tenido esa mañana. A él ese caso también le estaba costando muchas horas de sueño. El teléfono de Joaquín estaba desconectado. Tomás arrancó y se dirigió a casa.

Una vez allí se dio una ducha, cenó algo y se sentó en el sofá con la televisión encendida tratando de convocar al sueño. Volvió a llamarlo y volvió a encontrarse con el teléfono apagado. Llamó a su casa y fue Laura, su cuñada, la que contestó.

—No, no está. Ha salido, no sé a dónde iba. ¿Qué tal Samuel y Sara?

—Más tranquilos. Ya están con mis suegros.

—Me alegro. Oye, Tomás, ¿tú sabes si le pasa algo a Joaquín?

—¿Por qué lo dices?

—No sé, lleva semanas muy raro, ausente, como si no fuera él. Y luego sale por las noches, nunca me dice a dónde va.

—Bueno, ya sabes que estamos intentando coger a ese tipo. Estamos de trabajo hasta arriba, es normal que esté estresado. Se le pasará.

Laura pareció tranquilizarse con la respuesta. Aun así, Tomás llamó a Fidel, el hombre de seguridad de su hermano, esperando que pudiera ponerle en contacto con él.

—Yo estoy en casa. Si tu hermano tenía que salir no me ha dicho nada. Alguna vez sale solo, sobre todo si es tarde y ya he terminado la jornada. Oye, ¿cómo está Samuel?

—Ha sido un día terrible, pero está bien. Se ha ido con Sara a casa de sus abuelos. ¿Y tú? ¿Has vuelto a saber algo de Valeria?

—No —dijo Fidel—. No he vuelto a verla ni a hablar con ella. Mejor, me estaba complicando demasiado la vida. Creo que, como tú dijiste, Valeria necesitaba poner algo de distancia. Si su padre volvió a aparecer es normal que saliera corriendo.

Tomás colgó y se quedó pensativo. Apagó la televisión y se fue a la cama esperando caer rendido. A pesar de llevar casi setenta y dos horas sin dormir el sueño parecía rehuirle. Cerraba los ojos, trataba de no pensar en nada, pero su cerebro no parecía querer desconectar. Era un torbellino que lo agitaba una y otra vez y no había manera de detenerlo. No podía dejar de saltar de una imagen a otra, de un pensamiento a otro. De las chicas asesinadas a Samuel en el coche, de María desangrándose en sus brazos al aullido lejano de un lobo, del sonido de un disparo a los ojos de Nadia, que no llegaba a interpretar, de la casa de Rosa a los padres de Claudia derrumbándose. Y todo terminaba siempre en la mirada desquiciada de Antúnez.

Se incorporó en la cama, paseó por la casa a oscuras, se asomó a la ventana y observó la calle un rato largo en el que nada se movió en el exterior, como si de una fotografía se tratase. Volvió a la cama y siguió dando vueltas, incapaz de encontrar una postura en la que poder descansar. El colchón se fue convirtiendo en una tabla dura. Las arrugas de las sábanas se le clavaban en el cuerpo, y pasaba de los escalofríos, que le obligaban a arroparse, al sofoco, con el que tiraba la ropa al suelo. El reloj en la mesilla vigilaba su desvelo. Solo imaginar que en pocas horas debía estar de nuevo en pie le desesperaba más que el propio insomnio. Decidió levantarse. El cielo comenzaba a clarear. No había dormido ni un minuto. Cuando salió de la ducha el teléfono comenzó a sonar. Se quedó mirándolo sin atreverse a contestar. Intuía, casi podía asegurar, que no eran buenas noticias.

—¿Sí? —contestó con la voz ronca del que lleva horas sin hablar con nadie.

—Tomás —dijo María, que llamaba desde la comisaría—. Han encontrado el cadáver de otra chica decapitada.

—¿Dónde?

—En la Casa de Campo. Yo salgo ahora para allá.

Se vistió y tomó un café procurando no pensar en nada. No pensó en esa chica recién hallada, no pensó en el caso, no pensó en nada. Lo que tuviera que pasar comenzaría en el momento en que estuviera frente al cadáver y este empezara a contarle una nueva y a la vez vieja historia.

51

El cielo cubierto de nubes oscuras se reflejaba en el lago de la Casa de Campo dándole al agua un tono gris, monocromo, que se extendía también sobre la tierra, sobre el tronco, las ramas y las hojas de los árboles, como si un incendio los hubiera arrasado dejando solo el esqueleto consumido lleno de cenizas. Tomás aparcó al lado de un par de coches patrulla, delante de la cinta que acordonaba la zona.

—¿Has dormido algo?

—Sí, he dormido bien —mintió para acabar cuanto antes con la conversación—. ¿Y tú, qué tal el brazo?

—A base de calmantes.

A unos metros varios agentes estaban vueltos hacia el agua. Una barca con dos policías a los remos se acercaba a otra pequeña embarcación que se encontraba detenida en medio del lago.

—El cuerpo está en aquella barca —le informó María—. El tipo que se encarga de ellas ha sido quien lo ha descubierto. La barca estaba en medio del lago, ha ido hasta allí para tratar de recuperarla y se ha encontrado con el cadáver.

—¿Y ha dejado la barca allí?

—¿Qué iba a hacer? Bastante ha tenido con no morirse del susto. Además, es mejor, así no ha tocado nada.

—¿Alguien le ha interrogado? —preguntó Tomás alzando la voz para que todos los agentes pudieran escucharle.

—Sí —dijo uno de ellos—. Dice que no ha visto nada extraño, que no es raro lo de la barca, hay mucho imbécil que entra por la noche y le da por empujarlas.

Mientras hablaba con el agente, Tomás veía cómo llegaban sus compañeros hasta la otra embarcación y ataban una cuerda a la proa. Comenzaron el camino de regreso a la orilla. Todos seguían con atención el recorrido. Nadie decía nada. No había palabras capaces de llenar ese tipo de espera.

La barca con los policías se acercó a la orilla. Uno de ellos cogió la cuerda que iba amarrada a la otra barca y la lanzó a tierra. Un par de agentes tiraron de ella. María fue la primera que se acercó y miró hacia el interior de la barca. Después se volvió hacia Tomás esperando que se acercara también. Por fin, él se colocó a su lado. Igual que la primera chica que encontraron, esta también estaba envuelta en un plástico traslúcido que dejaba adivinar su cuerpo desnudo. Era morena, el pelo le caía por la cara ocultándosela casi en su totalidad. María se agachó y, con las manos enguantadas, retiró el plástico. A la altura del cuello descubrieron el tajo seco que separaba la cabeza del tronco. El inspector se fijó en el fondo de la barca tratando de encontrar algún rastro, alguna pista que pudiera ayudarlos, y para no mirar de frente su piel pálida, fría y azulada de quien ya nunca más podrá entrar en calor. María le apartó con cuidado el pelo del rostro para poder apreciar con detenimiento sus facciones.

—Debe de tener unos veinticinco años, no más —dijo sin saber que Tomás ya no la escuchaba.

Había entrado en otra dimensión a la que el sonido llegaba atenuado, las voces lejanas, un mundo en el que solo había sitio para él y para el rostro que acababan de desvelar. Un rostro que Tomás había observado solo una décima de segundo. Eso le había bastado para que se desatara la sensación de caer a un abismo sin fin, sin asideros a los que poder aferrarse, una caída infinita, un descenso que percibía en la boca del estómago, en la espina dorsal, en cada poro de su piel, juntos y por separado, roto en pedazos y vuelto a reconstruir en el mismo instante.

Y en medio de ese torbellino de sensaciones, permaneció inalterable, hierático, el cuerpo inmóvil, temiendo hacer cualquier movimiento que pudiera delatarle. Se incorporó escudriñando cada rostro de los que allí estaban seguro de que alguien se habría dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pero nadie parecía reparar en él. Las miradas, fijas de algunos y renuentes de otros, estaban dirigidas a la chica que yacía en la barca, al rostro pálido del que todos se hacían preguntas sin saber que él ya sabía muchas de las respuestas.

—Tendremos que comprobar si alguien ha denunciado su desaparición —dijo María—. Aunque me temo que esta es otra chica sin nombre.

Tomás prefirió no decir nada. Le hubiera gustado confesárselo todo, decirle que él sabía quién era, que conocía su nombre y parte de su vida. Pero no podía contarle que él ya la había investigado ni que Fidel le había hablado de la chica por primera vez. Trató de reconstruir lo ocurrido hasta entonces y una terrible intuición le asaltó. Más que una intuición fue la certeza de que en realidad no era Fidel quien estaba buscando a esa chica. El día que fue a la comisaría a hablarle de ella no era más que un simple mensajero de alguien que no se atrevía a dar la cara. Lo que no sabía, y por eso callaba, era por qué esa chica estaba en la barca y cuál era su papel en esta historia que parecía querer devorarlos a todos. Solo tenía claro qué papel había sido el suyo, la mentira y el engaño en el que le habían hecho moverse. Observó a María, que seguía agachada sobre el cadáver, y por primera vez se dio cuenta de que no estaban juntos en eso, pues él acababa de tomar un desvío que ignoraba si tenía retorno y que no le quedaba más remedio que recorrer.

Un coche se detuvo junto al cordón policial y de él bajó Rovira, el forense, con un maletín y el equipo fotográfico. Se acercó a la barca. María se incorporó dejándole sitio para que pudiera hacer su trabajo. Tomás permanecía de pie a un par de metros de la barca.

—Estamos buscando a ese tipo por toda la ciudad y es capaz de venir aquí y celebrar un funeral vikingo —dijo el forense señalando la barca—. Nos estamos cubriendo de gloria.

—Sabíamos que su plan era matar a las cinco chicas del chalet —dijo María—. Una se le ha escapado, se siente atrapado y decide terminar. Cerrar el círculo. Tenemos cuatro chicas muertas y una viva. Ese es el resultado.

—Ahora es cuando tratará de huir —dijo Tomás—. Ya no tiene nada más que hacer. Si en cuarenta y ocho horas no le cogemos, es muy posible que se nos escape para siempre.

Volviendo a la comisaria en el coche, a Tomás le cayeron encima, aplastándole, las noches sin dormir. Trataba de no pensar, de mantener toda la atención en la carretera, en la que a duras penas conseguía concentrarse. Desde la nuca, recorriéndole la espalda hasta llegar a los brazos, sentía una rigidez muscular que parecía ir extendiéndose por todo el cuerpo. Cada vez que tenía que girar el volante dudaba de que las manos fueran a obedecerle. Bajó la ventanilla. En su cerebro no dejaban de agolparse imágenes, pensamientos e ideas, a los que no podía dar forma porque no se quedaban el tiempo suficiente. Se movían sin orden, aparecían y desaparecían sin que pudiera controlarlos. A su lado María no parecía advertir nada de lo que estaba pasando, y repasaba ajena las notas que había tomado en la escena del crimen.

—Tenemos que confirmar si esta chica también acudía al chalet.

—¿Esta chica? —preguntó Tomás con tristeza—. Te refieres a la cabeza, ¿no? Si de verdad todo ha acabado, el cuerpo que hemos encontrado hoy debe pertenecer a Claudia, la exnovia de Antúnez.

—Lo sé —dijo María sin poder evitar un escalofrío por lo irreal de la conversación en la que trataban de encajar piezas humanas en el macabro puzle que llevaban semanas haciendo—. Hasta hoy no teníamos un rostro para el primer cuerpo. Joder, parece que han pasado siglos de aquello.

—Seis semanas, ese es el tiempo que ha pasado.

—Sí. Y durante todos estos días ha tenido metidos en una nevera una cabeza y un cuerpo, seguramente en el mismo lugar en el que se esconde, un lugar del que no tenemos ni puta idea. Joder, tú hablaste con él, Tomás, tú le viste, le escuchaste hablar.

—Sí, ¿por qué lo dices?

—No sé. ¿Te pareció alguien calculador, alguien que pudiera preparar algo de forma tan planificada?

Tomás recordaba el rostro desquiciado de Antúnez, su extremo nerviosismo, su acentuado desequilibrio. Tampoco podía asegurar que no existieran momentos de lucidez.

—Sabe lo que hace —dijo prefiriendo optar por el camino fácil—. No es una persona equilibrada, aunque estoy seguro de que domina la situación. En ningún momento noté que perdiera el control.

Siguió conduciendo. Acababa de mentirle a María por primera vez desde que trabajaban juntos. Si decidía contar también como mentira que no le había reconocido que sabía quién era la chica de la barca, eran dos las ocasiones en que no le había dicho la verdad, una por acción y otra por omisión.

En la comisaría, en una amplia sala, varios agentes analizaban las cámaras de tráfico cercanas a la Casa de Campo. Tomás se acercó a uno de ellos.

—¿Tenéis algo?

—De momento nada —dijo el agente—. No sabemos qué coche tiene, no sabemos por dónde pudo acceder a la Casa de Campo. Además, dentro hay muchas zonas sin cámaras. Pudo entrar anoche o hace días. Esto va a llevarnos tiempo y no es seguro que consigamos sacar nada en claro.

Tomás se dirigió a su mesa y se dejó caer en la silla. Observó sus papeles desordenados. A su alrededor todo parecía moverse a un ritmo que él era incapaz de seguir. Todo se mezclaba y a la vez se individualizaba. Las voces, los sonidos, los pasos, los timbres de los teléfonos formaban una masa compacta que podía diseccionar si fijaba su atención en cada uno de ellos por separado. Pero le costaba hacerlo, los ojos le ardían como si le hubieran arrojado alcohol hirviendo. Si los cerraba sentía que el pulso se le aceleraba, notaba el retumbar de las pulsaciones en el pecho, las sienes, el estómago. El teléfono sonó, y cuando intentó cogerlo tuvo que detenerse a causa del temblor que sacudía su mano. Tensó los músculos para poder controlarlo y consiguió descolgar.

—¿Sí?

—Soy yo —dijo Joaquín al otro lado—. He hablado con el comisario. ¿Cómo puede ser que un tipo al que buscamos por todas partes sea capaz de dejar un cadáver sin que nadie le vea?

—No lo sé. Me gustaría tener una buena explicación.

—¿Se sabe quién es la chica?

Su respiración fue durante un momento la única respuesta. Cerró los ojos para aislarse y ser capaz de mantener una conversación en la que no revelara nada de lo que aún no estaba dispuesto a hablar.

—No, todavía no. Es una chica joven, morena. Aún no sabemos si acudía también a las orgías del chalet, tenemos que confirmarlo.

Joaquín no dijo nada, y fue Tomás quien escuchó esta vez su respiración.

—¿Dónde estás?

—En el ministerio. Me voy a pasar aquí todo el día. ¿Qué le digo al ministro?

Lo imaginó nervioso, caminando de un lado a otro mientras hablaba por teléfono, preocupado por su cargo, por su posición.

—Dile al ministro que le cogeremos, no tiene escapatoria. Al final nadie sale impune, siempre se acaba pagando.

Colgó el teléfono y sintió que se acentuaba el cansancio que recorría su cuerpo. María se acercó con una carpeta gruesa en la mano. La dejó caer sobre su mesa y se sentó también cansada, no en vano hacía apenas veinticuatro horas que había salido del hospital.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Tomás.

—Sí —contestó ella abriendo la carpeta—. Estas son las denuncias de personas desaparecidas los últimos dos meses. La autopsia estará en un par de horas.

—Me acercaré al hotel y le preguntaré a Nadia si la conoce.

—¿No prefieres que te acompañe?

—No, no hace falta, serán un par de preguntas. Mejor quédate y descansa un poco. En un par de horas nos vemos.

Tomás salió de la comisaría con la sensación de estar haciendo algo clandestino, escabulléndose de las miradas de los demás policías como si pudieran leer en su rostro lo que ocultaba. Junto a su coche, apoyado en la puerta, se encontraba Camilo, el periodista, que no pudo evitar la sorpresa al ver su aspecto cansado y su rostro demacrado.

—¿Qué ha pasado en la Casa de Campo?

—No lo sé, dímelo tú.

—He oído que habéis encontrado a una chica muerta. ¿Tiene algo que ver con Antúnez? Por vuestro secretismo me da que sí.

—Sí —contestó Tomás bajando el tono de voz—. Hemos encontrado a otra chica decapitada esta mañana. Todo apunta a él.

—¿Qué sabéis de ella?

—Aún nada. Escucha, Camilo —le dijo tratando de mostrarse convincente—, te voy a pedir un favor y no lo hago como policía. Esta vez es personal.

—¿De qué se trata?

—Danos unos días de margen, no cuentes nada todavía.

Camilo sonrió escéptico, miró al suelo.

—Estamos cerca de cogerle y cualquier cosa puede mandar a la mierda todo.

—Joder, soy periodista. Si me dices que no publique algo es la peor manera de conseguirlo. Tienes que darme una buena razón.

El cansancio le impedía a Tomás pensar con rapidez, dar una forma coherente al motivo que Camilo le estaba pidiendo.

—Se trata de que te fíes de mí. No puedo contarte más. Ahora depende de ti, tú sabrás lo que haces.

—Me dijiste que cuando todo acabara la exclusiva sería mía. ¿Sigue eso en pie?

—Sí, claro que sigue en pie —dijo sin estar seguro de poder cumplir su palabra.

El periodista soltó una prolongada bocanada de aire aceptando la petición.

—Espero que no te olvides de los favores que te estoy haciendo —dijo—. Si no, esta relación no tendría mucho sentido.

Una vez en el coche trató de tranquilizarse y ordenar un poco sus ideas y los pasos a dar. De entre toda esa bruma que parecía querer ahogarle surgió el recuerdo de unas palabras que en algún lugar de su memoria habían quedado guardadas. Las del último párrafo escrito por Valeria antes de irse. Antes, ahora lo sabía, de morir.

... me he dado cuenta de quién era. Me ha engañado durante todo este tiempo y ahora sé que sus buenas intenciones no eran más que un disfraz para tapar al monstruo que lleva escondido.

El monstruo de quien hablaba en su diario ahora parecía más cercano. Se había convertido en alguien de carne y hueso a quien temer de verdad. Las palabras de Valeria alcanzaban un significado que antes no había sabido ver, y sin embargo no era capaz de enfrentarse a ellas.

De camino al hotel esas frases iban resonando en su cabeza como una letanía. La primera vez que las leyó no tuvo muy claro de quién hablaba la chica, si de Fidel o de su padre, que llevaba amargándole la existencia desde el día que nació. No le dio más vueltas entonces, y ahora que estaba casi convencido de que Valeria era una de las chicas del chalet, se arrepentía de ello. Una oscura sospecha se había instalado en su subconsciente desde que había visto su rostro en la barca.

Nadia le recibió con la duda y el recelo en la mirada. La habitación estaba en penumbra, tal y como él le había pedido. Encendió la luz, lo que hizo que Nadia entornara un poco los ojos deslumbrada. Tomás dio unos pasos por la reducida estancia. Sentada en la cama, la chica le observaba sin atreverse a preguntarle qué hacía allí.

—No he venido por el dinero, si es lo que te preocupa, aún no he pensado qué hacer con ese asunto.

Se sentó en una silla frente a ella. Una quemadura en la moqueta parecía querer hipnotizarle. La sensación de absurdo e irrealidad era cada vez mayor. Parecía que cada frase que quería decir tuviera que hacer un largo viaje desde su cerebro a su boca, y que sus músculos no respondieran a ninguna orden, como si se estuvieran independizando del resto de su cuerpo.

—Esta mañana hemos encontrado el cadáver de otra chica.

Nadia cogió una manta y se la echó sobre el cuerpo, presa de un frío repentino.

—Igual que las otras veces, ha dejado un cuerpo, que creemos que debe de pertenecer a Claudia, y una cabeza, que esperamos que nos ayude a identificar a la primera chica que encontramos.

Él sacó del bolsillo la fotografía de Valeria y se la entregó.

—¿Es esta la quinta chica?

Nadia giró la fotografía.

—Sí, es ella, es la chica que se marchó. Después Claudia la sustituyó.

Tomás lo supo en cuanto vio su rostro en la barca. Igual que sabía, o intuía, la respuesta a otra pregunta que temía hacerle porque, más que nunca, deseaba estar equivocado. Sacó otra fotografía del bolsillo. Era un retrato de Fidel.

—¿Es este el hombre que se marchó a la vez que esa chica?

—No, no es él —dijo nada más echarle un vistazo—. No le he visto nunca. ¿Quién es?

El policía volvió a coger la fotografía de Fidel y dejó escapar un largo suspiro, no de alivio, sino de quien sabe que lo peor acaba de comenzar.

—No es nadie, no le des importancia. Simplemente tenía que descartarle.

—¿Qué es lo que te ocurre? No tienes buen aspecto.

Tomás se dejó caer en el respaldo de la silla como si la pregunta le hubiera dado permiso para dejar de disimular su agotamiento.

—Llevo varios días sin dormir, no sé ni cómo puedo dar un paso —dijo con una triste y derrotada sonrisa—. Siempre te he dicho que no tenías nada que temer, que tenía todo bajo control. Pues no es verdad. Nunca he sabido lo que ocurría. He ido por detrás todo el tiempo, me han engañado. Y, lo que es peor, estoy solo, no puedo contar con nadie. He cometido muchos errores y soy yo quien debe solucionarlo.

Se levantó con dificultad, y con lentitud se dirigió a la puerta. Nadia seguía sentada en la cama, inmóvil. Antes de salir intentó decir algo que pudiera animarla y consiguiera convencerla de que para él ella seguía estando en el bando de las víctimas. No fue capaz.

52

Sobre la fría mesa metálica de la sala de autopsias el cuerpo y la cabeza hallados unas horas antes estaban tapados por una sábana blanca que al contacto con la fría luz de la estancia deslumbraba a quien la mirara. Tomás agradeció que el rostro de Valeria estuviera oculto. No estaba seguro de poder mantener por mucho tiempo la impostura y el control sobre sus nervios, que parecían pender de un hilo a punto de romperse. A su lado María permanecía inmóvil leyendo el informe preliminar del forense.

—Ninguna huella, ningún rastro..., como con las otras chicas.

—Sí —dijo el forense—, y, como pensábamos, el cuerpo pertenece a Claudia Marugán y la cabeza es del primer cuerpo que encontramos, el del coche. Tenemos cuatro cadáveres completos y solo uno ha sido identificado.

Tomás cogió otra carpeta que había junto a la mesa. Era la primera autopsia, la que señalaba que Valeria había sufrido un aborto unas semanas antes. Volvió a dejar la carpeta en el mismo sitio procurando que el temblor de su mano no fuera perceptible.

Salió de la sala y se encerró en el cuarto de baño, donde metió la cabeza bajo el agua fría del grifo. Trataba de esquivar la certeza que había surgido en el momento en que vio el rostro de Valeria en la barca. Ni siquiera necesitaba probarla, su hipótesis no podía estar errada. Estaba convencido de ello y solo tenía que enfrentarse cara a cara con la verdad.

Salió del baño dispuesto a hacerlo. Comprendía ahora el vértigo que había tenido desde el primer momento: la certeza de que este caso no era uno más y que resolverlo iba a llevarle a lugares a los que nunca antes había accedido.

Condujo deslumbrado por las luces de los faros de los otros coches, de las farolas, de los neones de los comercios, que le obligaban a achinar los ojos como si un repentino sol estuviera dándole en la cara. También notaba un ligero temblor en las manos, que se acentuaba cada vez que soltaba el volante para cambiar de marcha. Un par de veces tuvo que dar un frenazo en seco al llegar a un semáforo o en un paso de cebra, donde un hombre le fulminó con la mirada mientras lo cruzaba. Cuando pudo aparcar en el parking del ministerio dejó escapar un suspiro de alivio. A unos metros se encontraba aparcado el coche oficial de Joaquín. Casi todas las plazas estaban vacías a esa hora, casi las diez de la noche. Echó el asiento para atrás y se recostó. Cerró los ojos tratando de demostrarse que podía quedarse dormido, que el insomnio de las últimas noches no podía persistir después de tantas horas despierto. Pero a pesar de que mantuvo los ojos cerrados, no lo consiguió. Una llamada de teléfono le obligó a abrir los ojos. Era de la comisaría. Le informaron de que habían encontrado el coche en el que Antúnez había huido el día anterior. Lo habían encontrado en una salida de la autopista por la que Tomás estaba convencido de que había escapado. Pero del chico no había rastro. Una vez más parecía haberse desvanecido en el aire como un fantasma.

El ruido de una puerta al abrirse le alertó. Vio salir a Fidel, que se dirigió a su vehículo y entró. Al momento la puerta volvió a abrirse, y esta vez quien apareció fue Joaquín con su maletín en la mano y el abrigo colgado de un brazo. Tomás bajó cuando Fidel puso en marcha el motor. Se plantó delante, inmóvil, alumbrado por las luces de los faros. Fidel detuvo el coche y bajó.

—Tomás —dijo sin poder evitar la preocupación en su tono—, me has asustado, no te había reconocido.

La puerta trasera se abrió y Joaquín bajó también. El policía se llevó la mano al interior de la chaqueta, sacó la pistola y encañonó a Fidel.

—Levanta las manos —le dijo en un tono neutro pero amenazador—. Ponlas donde pueda verlas.

—¿Qué está pasando, Tomás? —preguntó nervioso a la vez que levantaba los brazos—. ¿A qué viene esto, me lo quieres explicar?

—Viene a que me has mentido, y sabes de lo que te hablo.

—Sea lo que sea —intervino Joaquín—, creo que deberías bajar la pistola.

No pareció escucharle y siguió apuntando a Fidel.

—Esta mañana hemos encontrado a tu amiga Valeria muerta. Aunque me imagino que eso ya lo sabías. Date la vuelta y apoya las manos en el coche.

Fidel se giró. El inspector sacó las esposas y se acercó a él.

—Un momento —dijo Joaquín.

Se detuvo esperando que su hermano confesara.

—No es a él a quien buscas, es a mí. Yo soy quien conocía a Valeria.

—Lo sé —dijo Tomás—. Y también sé que eres tú el quinto hombre del chalet.

—¿Lo sabías? —preguntó sorprendido.

—Sí, solo estaba comprobando hasta dónde eras capaz de seguir con la farsa. Me preguntaba si tendrías la dignidad de dar por fin la cara.

—Bueno, pues ya la he dado —dijo.

No pudo evitar sentirse dolido por los reproches de Tomás, al que el cansancio no le permitía mantenerse en pie un segundo más. Apoyó la espalda en el coche y se dejó caer hasta sentarse en el suelo.

—¿Estás bien? —le preguntó Joaquín.

—No, no estoy bien. Estoy agotado, no puedo dar un paso más.

—¿Puedes dejarnos solos, Fidel?

Fidel se marchó por la misma puerta por la que habían entrado. Joaquín se sentó también en el suelo. Los dos hermanos se quedaron uno al lado del otro como hacía tiempo que no habían estado.

—¿Vas a detenerme?

Tomás miraba una oscura mancha de aceite sobre el asfalto tratando de buscar la forma de algo reconocible en su contorno abstracto.

—Si viniera a detenerte no habría venido solo. En realidad, no sé a qué he venido.

Joaquín se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el botón de la camisa.

—Has venido a que te cuente la verdad.

Tomás se quedó pensativo. Él no estaba allí para escuchar la verdad, sino para que le diera una explicación. Después tendría que ser él quien decidiera si esta era cierta o una más de sus mentiras. Pero sí estaba dispuesto a escuchar, el cansancio invitaba a ello, aunque le era imposible aislarse del temor que de las palabras de Joaquín pudiera surgir.

Este sacó un cigarro y lo encendió. Dio una calada y soltó una densa nube de humo, que se mantuvo flotando ante sus ojos como si allí estuviera escrita la historia que quería contar.

—Este trabajo es insoportable. No te imaginas las presiones que tiene uno que aguantar —comenzó—. Cuanto más asciendes más te exigen. Y no solo desde el partido, hay otra gente, la que mueve los hilos, que vigila para que no te salgas nunca del camino marcado.

—Todo el mundo tiene presiones, no eres distinto a los demás.

—Lo sé, no trato de excusarme, solo trato de que sepas en qué mundo me muevo. Aquí no hay amigos, aquí los favores se pagan, no se hace nada gratis.

Volvió a dar otra calada al cigarro.

—Soy ambicioso, no te lo voy a negar, siempre he querido llegar a lo más alto. La política es una carrera de fondo, solo llegan los que resisten. Pero no depende de uno solo, necesitas gente que te apoye, que vean las cosas como tú.

—Ya, rodearte de un banquero, constructores, empresarios, periodistas —dijo Tomás aludiendo a los cuatro hombres con los que acudía al chalet.

—Pensaba que esa era la gente de la que me tenía que rodear, pero en realidad son ellos los que me eligieron a mí. Ellos deciden por qué caballo apostar y ponen todo a su disposición para que gane.

—¿A cambio de qué?

—A cambio de mi alma. Es lo que hace el diablo, te compra el alma —dijo arrojando el cigarro al suelo—. La primera vez que fui al chalet hablamos de negocios, de los planes de futuro que teníamos. Un par de copas, eso fue todo. Después las reuniones se hicieron más frecuentes. Empezamos a hablar de nuestras vidas, de la presión que cada uno soportaba. No sé quién fue, pero alguien propuso lo de traer chicas, organizar una fiesta.

—Eran prostitutas. Tus amigos aseguran que no lo sabían, pero a mí no me vas a tomar por gilipollas, a mí no me vas a contar ningún cuento.

—Lo eran, lo sé, todos lo sabíamos, pero te aseguro que ninguno les pagaba. Me imagino que cobrarían, pero yo nunca les pagué.

A lo lejos el motor de un coche rompió el silencio que les rodeaba. Joaquín aguardó a que cesara el ruido para reanudar su confesión.

—Luego las cosas se desmadraron. Alcohol, cocaína, días enteros allí encerrados. Sé que te va a sonar mal, pero era una manera de escapar, de oxigenarme un poco.

Tomás recordó lo que Nadia le había contado del quinto hombre, del que llegaron a dudar de su existencia, asegurando que era el peor de todos. También recordó la escena del jacuzzi. Trató de apartar esa imagen incapaz de asociarla a su hermano por mucho que él mismo estuviera confesando.

—¿Y Laura?, ¿y Julia?

—Esto no tiene nada que ver con ellas, esto tiene que ver conmigo, nada más.

Joaquín se levantó del suelo con dificultad, dobló las piernas un par de veces para desentumecerlas. Tomás le alargó una mano para que le ayudara también a incorporarse.

—No sé cómo pasó, no sé si fue poco a poco o de golpe, el caso es que no podía dejar de pensar en ella, en Valeria. Había hablado con ella en el chalet y me gustaba tener a alguien que me escuchara.

—Le pagaban para escucharte y para lo que quisieras hacer con ella.

—No, de verdad, era distinto. No quiero que me entiendas, pero yo sé que era distinto. Dejó de gustarme ir a esas reuniones y mucho más que fuera ella. Lo hablé con los demás y decidí no volver.

—Y tampoco volvió ella. ¿Qué pasó? Le pusiste un piso, ¿no? Estuve en él.

—Era nuestra casa, era un sitio para nosotros.

—¿También le conseguiste un trabajo?

—No. Eso lo consiguió ella. Quería rehacer su vida, quería ser una persona normal. No sé si lo sabes, no lo ha tenido nunca fácil.

—Ella también estaba ilusionada, lo leí en su diario. ¿Sabías que tenía un diario?

—Sí. Acudía a un psicólogo para ahuyentar fantasmas. Le aconsejó que escribiera sus pensamientos, ordenara las ideas. Le pedí que no pusiera ningún nombre para no...

—Para no comprometerte —completó Tomás al ver que él no lo hacía—. También le dijiste que ibas a dejar a tu familia, varias veces. También lo leí, ella quería creerte, confiaba en ti.

Joaquín bajó la cabeza, se quedó mirando al suelo.

—Era mentira, nunca pensaste en irte con ella.

—¿Cómo me iba a ir con ella? —preguntó sin poder ocultar un rastro de tristeza en su voz—. En mi posición, sería como cavar mi propia tumba. Imagínate la prensa, el ministro y la puta. No, era imposible. Tampoco quería perderla.

—¿Y qué pasó cuando empezó el chantaje?

—Una pesadilla. Al principio me acusaron a mí. Tuve que convencerlos de que no tenía nada que ver. Fue en esa época cuando publicaron un par de artículos tratando de desacreditarme, cuando pararon las obras del chalet. Era su forma de decirme que igual que podían subirme podían hundirme.

Sacó de nuevo el paquete de tabaco, comprobó que estaba vacío, lo hizo una bola y lo arrojó al suelo. Tomás reparó en sus ojos llenos de rabia, su cuerpo trasmitiendo furia y agresividad.

—¡Joder! Todo aquello por lo que había luchado durante tantos años se podía ir a la mierda en un segundo. No iba a consentirlo, no iba a dejarme aplastar.

—¿Qué pasó entonces? ¿Qué les dijiste para convencerlos?

—Les dije que aunque no apareciera en las fotos también era uno de los chantajeados. Acordamos entre todos que lo mejor que podíamos hacer era pagar. Pero eso ya lo sabes.

—Sí, eso ya lo sé. Y que intentasteis cazarle y se os escapó.

—Estuvimos semanas esperando a que esas fotos aparecieran en cualquier parte. Pero no pasó nada.

Tomás trataba de unir todo lo que estaba contándole con los datos que había averiguado, quería rellenar los huecos de lo que omitía. No tenía claro a quién creía Joaquín que tenía delante, si a su hermano o al policía que estaba investigando la muerte de cuatro mujeres.

—Valeria se quedó embarazada, la autopsia revela que le habían practicado un aborto hacía poco.

Los ojos de Joaquín se humedecieron, el rostro le tembló.

—No podía tenerlo, no era el momento. Después del asunto del chantaje me había librado por poco. Casi lo pierdo todo... —dijo sin poder acabar la frase—. La convencí para que abortara, era lo mejor para los dos. Le prometí que las cosas iban a cambiar.

—Pero no era verdad. No pensabas cambiar nada. Ella lo sabía, en su diario tenía claro que tus promesas no eran más que palabras.

—Una cosa es lo que uno querría hacer y otra lo que puede hacer. Yo la quería, de verdad, pero no podía darle lo que me pedía. Entonces desapareció, se marchó. Al principio pensé que sería un enfado momentáneo. Pero pasaron los días y no daba señales de vida. Un par de semanas después vi en tu despacho las fotos de las chicas asesinadas, las reconocí al instante.

—Y no dijiste nada, sabías que Valeria podía estar también muerta y preferiste callar. Mandaste a Fidel para que hiciera el trabajo sucio.

—No podía decir nada —dijo desesperado—. ¿Qué querías? ¿Que contara de qué las conocía, que hablara de lo que pasaba en el chalet? Ni siquiera sabía quién podía estar detrás. Cuando apareció el nombre de Antúnez tuvimos claro quién era el responsable del chantaje. Decidimos no contar nada, con suerte podríamos librarnos de todo sin que se supiera la verdad.

Tomás le escuchaba sin llegar a creerse la frialdad con la que hablaba.

—Eso era lo importante, ¿no?, libraros de todo, salvar el culo. Que cuatro chicas hayan muerto os da igual.

—No, claro que no nos da igual, pero no estaba dispuesto a perderlo todo.

—¿Por qué Valeria te tenía miedo?

—¿Qué quieres decir con que me tenía miedo?

—Lo pone en su diario. Dice que por fin ha visto al monstruo que tienes dentro. Esa frase no la escribes si no estás asustado.

—Te juro que no sé de qué habla. ¿Miedo de qué? —dijo afectado.

—Dime una cosa, ¿dónde estuviste ayer por la noche? Te llame al móvil, a casa y no estabas.

Joaquín reparó en el tono de su pregunta.

—Espera, no estarás pensando que yo tengo algo que ver con la muerte de las chicas. Escucha, salí porque necesitaba que me diera el aire.

—¿Dónde estuviste?

—En ninguna parte, estuve conduciendo. Ya te lo he dicho, había tenido un día difícil.

Tomás dudó si seguiría siendo de noche, si estaba despierto o todo aquello no era más que un sueño del que no podía despertar.

—Esto tiene que quedar entre tú y yo, Tomás, de nada sirve que se sepa. En realidad no he cometido ningún delito. Solo he tratado de minimizar los daños. Lo que tienes que hacer es coger de una puta vez al tarado ese para que todo esto acabe.

—Y cuando acabe, ¿qué? Los cinco seguiréis con vuestras vidas, tú llegarás a ministro apoyado por tus amigos y nadie se acordará de esas chicas. Ni siquiera tú. ¿Te acordarás de Valeria? ¿Lo harás cuando estés en tu nuevo despacho? Ya te lo digo yo: no. Utilizáis a la gente a vuestro antojo, para vuestro beneficio, sois gente podrida.

—No sabes las veces que quise dejarlo, mandar todo a la mierda y empezar de cero. Es imposible bajarse de un coche que va a más de trescientos kilómetros por hora.

Tomás no podía reprimir la tristeza que le producía escucharle.

—Lo peor es que eres mi hermano. Te tengo delante y no te conozco, no sé quién eres.

Decidió dar por terminada la conversación. El gris del hormigón, el olor a tubo de escape y la presencia de Joaquín le ahogaban como si el oxígeno se estuviera consumiendo. Se dirigió al coche y salió del parking a toda prisa deseando estar cuanto antes al aire libre, donde pudiera respirar. Todavía era de noche, no sabía la hora ni el día que era, las calles estaban desiertas como si nadie se atreviera a salir. Aceleró para llegar cuanto antes a casa. Trataba de arrinconar todo lo dicho por Joaquín, sus gestos, el tono frío de su voz. Pero había algo que no podía arrinconar, algo que Valeria había dejado escrito en su diario. Él también acababa de ver al monstruo que su hermano llevaba dentro.