Casi al mismo tiempo, pero ignorando cada cual el pensamiento del otro, el historiador alemán del arte Hans Belting y yo publicamos textos acerca del fin del arte.1 Cada uno alcanzó la vívida sensación de que había tenido lugar un cambio histórico importante en las condiciones de producción de las artes visuales aun cuando, aparentemente, los complejos institucionales del mundo del arte —galerías, escuelas de arte, revistas, museos, instituciones críticas, comisarios— parecían relativamente establecidos. Belting publicó después un asombroso libro que traza la historia de las imágenes piadosas en el Occidente cristiano desde los tiempos romanos hasta, aproximadamente, el 1400 d.C., al cual le dio el sorprendente subtítulo de La imagen antes de la era del arte. Eso no significaba que esas imágenes no fueran arte en un sentido amplio, sino que su condición artística no figuraba en la elaboración de éstas, dado que el concepto de arte aún no había aparecido realmente en la conciencia colectiva. En consecuencia, esas imágenes —de hecho, iconos— tuvieron un papel bastante diferente en la vida de las personas del que tuvieron las obras de arte cuando ese concepto apareció al fin y comenzó a regir nuestra relación con ellas algo semejante a unas consideraciones estéticas. Ni siquiera eran consideradas en el sentido elemental de haber sido producidas por artistas (seres humanos que hacían marcas en unas superficies), sino que eran observadas como si su origen fuera milagroso, como la impresión de la imagen de Jesús en el velo de Verónica.2 Luego, se tiene que haber producido una profunda discontinuidad en las prácticas artísticas, entre el antes y el después del comienzo de la era del arte, dado que el concepto de artista no entraba en la explicación de las imágenes piadosas.3 Sin embargo, más tarde, en el Renacimiento, el concepto de artista se volvió central hasta el punto de que Giorgio Vasari escribió un gran libro sobre la vida de los artistas. Antes tendría que haber sido a lo sumo sobre las vidas de los santos.
Si esto es concebible, entonces pudo existir otra discontinuidad, no menos profunda que ésta, entre el arte producido en la era del arte y el arte producido tras esa era. La era del arte no comenzó abruptamente en 1400, ni tampoco acabó de golpe hacia mediados de los años ochenta, cuando aparecieron los textos, de Belting y mío, en alemán e inglés, respectivamente. Tal vez ninguno de nosotros tenía una idea clara de lo que tratábamos de decir, como debemos tenerla hoy, diez años después. Pero ahora que Belting ha llegado a la idea de un arte anterior al comienzo del arte, debemos pensar en el arte después del fin del arte, como si estuviésemos en una transición desde la era del arte hacia otra cosa, cuya forma y estructura exacta aún se debe entender.
Ninguno de nosotros formuló sus observaciones a la manera de un juicio crítico del arte de nuestro tiempo. En los años ochenta ciertos teóricos radicales consideraron el tema de la muerte de la pintura y basaron sus juicios en la afirmación de que la pintura vanguardista parecía mostrar todos los signos de un agotamiento interno, o, por lo menos, un límite marcado más allá del cual no era posible avanzar. Se referían a las pinturas blancas de Robert Ryman, o tal vez a las monótonas y agresivas pinturas rayadas del artista francés Daniel Buren; y hubiera sido difícil no considerar sus observaciones, en cierto sentido, como un juicio crítico sobre estos dos artistas y sobre la pintura en general.
Pero era bastante coherente con el final de la era del arte, tal como Belting y yo lo entendíamos, que el arte fuese extremadamente vigoroso y no mostrase ningún signo de agotamiento interno. La nuestra era una llamada de atención acerca de cómo un complejo de prácticas dieron lugar a otras, aun cuando la forma del nuevo complejo permanecía (y todavía permanece) oscura. Ninguno de nosotros hablaba sobre la muerte del arte, a pesar de que mi propio texto parece haber sido el artículo central en el volumen, bajo el título The Death of Art. Ese título no era mío, dado que yo escribía sobre cierto metarrelato que, pensé, había sido objetivamente cumplido en la historia del arte, y que me pareció que había llegado a su final. Una historia había concluido. Mi opinión no era que no debía haber más arte (lo que realmente implica la palabra «muerte»), sino que cualquier nuevo arte no podría sustentar ningún tipo de relato en el que pudiera ser considerado como su etapa siguiente. Lo que había llegado a su fin era ese relato, pero no el tema mismo del relato. Me apresuro a explicarlo.
En cierto sentido la vida comienza realmente cuando la historia llega a un fin, así como en las historias toda pareja disfruta de cómo se encontraron el uno al otro y «vivieron felices para siempre».4 En el género alemán del Bildungsroman —novela de formación y autodescubrimiento—, la historia se narra por etapas a través de las cuales el héroe o la heroína progresan en el camino del autoconocimiento. Este género ha terminado siendo, prácticamente, una matriz de la novela feminista, donde la heroína llega a tener conciencia de quién es y de lo que significa ser mujer. Esa conciencia, a pesar de ser el fin de la historia, es, realmente, «el primer día del resto de su vida», utilizando una de las frases propias de la filosofía New Age. La temprana obra maestra de Hegel, La fenomenología del espíritu, tiene forma de Bildungsroman, en el sentido de que su héroe, el Geist, atraviesa una serie de etapas con el fin de alcanzar no sólo el conocimiento mismo, sino también la toma de conciencia de que su conocimiento podría ser vacío sin esa historia de peripecias, contratiempos y entusiasmos.5 La tesis de Belting también era sobre los relatos. «El arte contemporáneo», escribió, «manifiesta una conciencia de la historia del arte, pero no la lleva mucho más lejos».6 Habla también de «la relativa y reciente pérdida de fe en un gran relato que determine el modo en que las cosas deben ser vistas»: En parte esto significa no pertenecer ya a un gran relato inscrito en algún sitio de nuestra conciencia que, entre la inquietud y el regocijo, marca la sensibilidad histórica del presente. Esto ayuda (si Belting y yo estamos en lo cierto) a definir una aguda diferencia entre el arte moderno y el contemporáneo, cuya conciencia, creo, comenzó a aparecer a mediados de los setenta. Ésta es una característica de la contemporaneidad (pero no de la modernidad) y debió de comenzar insidiosamente, sin eslogan o logo, sin que nadie fuera muy consciente de que hubiese ocurrido. El Armory show de 1913 utilizó la bandera de la revolución americana como logo para celebrar su repudio al arte del pasado. El movimiento dadaísta de Berlín proclamó la muerte del arte, pero deseó en el mismo póster de Raoul Hausmann una larga vida al «arte de la máquina de Tatlin». En contraste, el arte contemporáneo no hace un alegato contra el arte del pasado, no tiene sentido que el pasado sea algo de lo cual haya que liberarse, incluso aunque sea absolutamente diferente del arte moderno en general. En cierto sentido, lo que define al arte contemporáneo es que dispone del arte del pasado para el uso que los artistas le quieran dar. Lo que no está a su alcance es el espíritu en el cual fue creado ese arte. El paradigma de lo contemporáneo es el collage, tal como fue definido por Max Ernst, pero con una diferencia: Ernst dijo que el collage es «el encuentro de dos realidades distantes en un plano ajeno a ambas».8 La diferencia es que ya no hay un plano diferente para distinguir realidades artísticas, ni esas realidades son tan distantes entre sí. Esto se debe a que la percepción básica del espíritu contemporáneo se formó sobre el principio de un museo en donde todo arte tiene su propio lugar, donde no hay ningún criterio a priori acerca de cómo el arte deba verse, y donde no hay un relato al que los contenidos del museo se deban ajustar. Hoy los artistas no consideran que los museos están llenos de arte muerto, sino llenos de opciones artísticas vivas. El museo es un campo dispuesto para una reordenación constante, y está apareciendo una forma de arte que utiliza los museos como depósito de materiales para un collage de objetos ordenados con el propósito de sugerir o defender una tesis; podemos verlo en la instalación de Fred Wilson, en el Museo Histórico de Maryland, y también en la notable instalación de Joseph Kosuth: The Play of the Unmentionable en el Museo de Brooklyn.9 Hoy el género es prácticamente un lugar común: el artista tiene carta libre en el museo y fuera de sus recursos organiza exposiciones de objetos que no tienen entre sí una conexión histórica o formal, más allá de las conexiones que proporciona el propio artista. En cierto sentido, el museo es causa, efecto y encarnación de las actitudes y prácticas que definen el momento posthistórico del arte, pero por el momento no voy a insistir en este asunto. Prefiero volver a la distinción entre lo moderno y lo contemporáneo y discutir su aparición en la conciencia. De hecho, lo que tenía presente cuando comencé a escribir sobre el fin del arte era el nacimiento de cierto tipo de autoconciencia.
Mi propio campo, la filosofía, se divide históricamente en antigua, medieval y moderna. Generalmente se considera que la filosofía «moderna» empieza con René Descartes, y que se distinguió por el giro hacia lo interior que adoptó dicho filósofo (su famosa regresión al «yo pienso»), en que el problema no es tanto cómo son realmente las cosas, sino cómo alguien, cuya mente está estructurada de cierta manera, está obligado a pensar qué son las cosas. No podemos afirmar que las cosas son realmente adecuadas a la estructura que nuestra mente requiere para pensarlas. Pero nadie hace de ello un gran problema, dado que no tenemos otra forma de pensarlas. Entonces, trabajando desde adentro hacia fuera, por así decirlo, Descartes y toda la filosofía moderna en general dibujaron un mapa filosófico del universo cuya matriz era la estructura del pensamiento humano. Descartes comenzó a traer las estructuras del pensamiento a la conciencia, donde podemos analizarlas críticamente y así comenzar a comprender de una vez por todas qué somos y cómo es el mundo; desde que el mundo es definido por el pensamiento, el mundo y nosotros estamos hechos, literalmente, a imagen el uno del otro. Los antiguos simplemente avanzaron, esforzándose por describir el mundo sin prestar atención a esos rasgos que la filosofía moderna hizo centrales. Para marcar la diferencia entre la filosofía antigua y la moderna podemos parafrasear el maravilloso título de Hans Belting, hablando del yo antes de la era del yo. Esto no quiere decir que antes no hubiera yo, sino que el concepto de yo no definía la actividad filosófica como sucedió tras la revolución cartesiana. Y aunque el «giro lingüístico»10 reemplazó las preguntas acerca de qué somos por cómo hablamos, hay una indudable continuidad entre las dos etapas del pensamiento filosófico. Esto señala Noam Chomsky, quien describe su propia revolución en la filosofía del lenguaje como «lingüística cartesiana»,11 y reemplaza o extiende, con la postulación de estructuras lingüísticas innatas, la teoría de Descartes sobre el pensamiento innato.
Hay una analogía con la historia del arte. El modernismo marca un punto en el arte, antes del cual los pintores se dedicaban a la representación del mundo, pintando personas, paisajes y eventos históricos tal como se les presentaban o hubieran presentado al ojo. Con el modernismo, las condiciones de la representación se vuelven centrales, de aquí que el arte, en cierto sentido, se vuelve su propio tema. Éste fue precisamente el sentido en el que Clement Greenberg definió el asunto en su famoso ensayo de 1960 «Pintura modernista». «La esencia del modernismo», escribió, «descansa, en mi opinión, en el uso de los métodos característicos de una disciplina para la autocrítica, no para subvertirla sino para establecerla más firmemente en su área específica».12 Es interesante que Greenberg tomara como modelo del pensamiento modernista al filósofo Immanuel Kant: «Concibo a Kant como el primer modernista verdadero porque fue el primero en criticar el significado mismo de crítica». Kant no concibió una filosofía que tan sólo añadiera algo a nuestro conocimiento, sino que respondiera a la pregunta de cómo es posible el conocimiento. Supongo que la concepción de la pintura correspondiente no debería representar la apariencia de las cosas, sino responder a la pregunta de cómo fue posible la pintura. La pregunta entonces podría ser: ¿quién fue el primer pintor modernista? O sea, ¿quién desvió el arte de la pintura desde su actitud representacional hacia una nueva actitud en la que los medios de la representación se vuelven el objeto de ésta?
Para Greenberg, Manet se convirtió en el Kant de la pintura modernista: «Las pinturas de Manet se volvieron las primeras imágenes modernistas, en virtud de la franqueza con la cual se manifestaban las superficies planas en que eran pintadas». La historia del modernismo se desplazó desde allí a través de los impresionistas, «quienes abjuraron de la pintura de base y las veladuras para que el ojo no dudase de que los colores que usaban eran pintura que provenía de tubos o potes», hasta Cézanne, «que sacrificó la verosimilitud o la corrección para ajustar sus dibujos y dibujar más explícitamente la forma rectangular del lienzo». Y paso a paso, Greenberg construyó un relato del modernismo para reemplazar el relato de la pintura representativa tradicional definida por Vasari. Todo aquello que Meyer Schapiro trata como «rasgos no miméticos» de lo que todavía podrían ser residualmente pinturas miméticas: el plano, la conciencia de la pintura y la pincelada, la forma rectangular, la perspectiva desplazada, el escorzo, el claroscuro, son los elementos de la secuencia de un proceso. El cambio desde el arte «premodernista» al arte del modernismo, si seguimos a Greenberg, fue la transición desde la pintura mimética a la no mimética. Eso no significa, afirma Greenberg, que la pintura se tuviera que volver no objetiva o abstracta, sino solamente que sus rasgos representacionales fueron secundarios en el modernismo, mientras que habían sido fundamentales en el arte premodernista. Gran parte de este libro, concerniente al relato de la historia del arte, postula que Greenberg es el narrador más grande del modernismo.
Si Greenberg está en lo cierto, es importante señalar que el concepto de modernismo no es meramente el nombre de un período estilístico que comienza en el último tercio del siglo XIX, a diferencia del manierismo, que es un período estilístico que comenzó en el primer tercio del siglo XVI. El manierismo sigue a la pintura renacentista y es sucedido por el barroco, éste a su vez por el rococó, que también es seguido por el neoclasicismo, al que sucede el romanticismo. Éstos implicaron cambios decisivos en el modo en que el arte representa el mundo, cambios, podría decirse, de coloración y temperamento, desarrollados a partir de una reacción contra sus antecesores y en respuesta a todo tipo de fuerzas extraartísticas en la historia y en la vida. Mi impresión es que el modernismo no sigue en este sentido al romanticismo: el modernismo está marcado por el ascenso a un nuevo nivel de conciencia, reflejado en la pintura como un tipo de discontinuidad, como si acentuar la representación mimética se hubiera vuelto menos importante que otro tipo de reflexión sobre los sentidos y los métodos de la representación. La pintura comienza a parecer extraña o forzada; en mi propia cronología, son Van Gogh y Gauguin los primeros pintores modernistas. En efecto, el modernismo se distancia respecto a la historia del arte previa en el sentido, supongo, en que los adultos, en palabras de san Pablo, «dejan de lado las cosas infantiles». El asunto es que «moderno» no solamente significa «lo más reciente». Significa, en filosofía y en arte, una noción de estrategia, estilo y acción. Si fuera sólo una noción temporal, toda la filosofía contemporánea de Descartes o Kant y toda la pintura contemporánea de Manet y Cézanne serían modernistas, pero de hecho, una buena parte de la actividad filosófica permaneció, en términos kantianos, «dogmática»; ajena a los puntos que definieron el programa crítico que adelantó. La mayoría de los filósofos contemporáneos a Kant, pero «precríticos», han quedado fuera de la vista de todos, salvo de los investigadores de la historia de la filosofía. Y aunque se conserva un lugar en el museo para la pintura no modernista, contemporánea al modernismo, por ejemplo, la pintura académica francesa, que actuó como si Cézanne nunca hubiera existido, o más tarde el surrealismo (que Greenberg hizo lo que pudo por suprimir, o para usar el lenguaje psicoanalítico que se ha vuelto natural a los críticos de Greenberg, como Rosalind Krauss o Hal Foster,13 «para reprimir»), ellos no tienen lugar en el gran relato del modernismo. Éste se deslizó sobre ellos y pasó a lo que se conoce como «expresionismo abstracto» (una etiqueta que desagradaba a Greenberg) y luego a la abstracción del campo de color, en la que se detuvo Greenberg aunque el relato no culminó necesariamente. El surrealismo, como pintura académica, descansa (siguiendo a Greenberg), «fuera del linde de la historia», usando una expresión que encontré en Hegel. Sucedió, pero no fue significativo como parte del progreso. Para alguien despectivo, como los críticos de la escuela de la invectiva greenbergiana, eso no fue realmente arte. Tal declaración mostraba hasta qué punto la identidad del arte estaba conectada internamente con el relato oficial. Hal Foster escribe: «Se ha abierto un espacio para el surrealismo: dentro del viejo relato un impensé se ha vuelto un punto privilegiado para la crítica contemporánea de ese relato».14 En parte el «fin del arte» significa una legitimación de aquello que ha permanecido más allá de los límites, donde la verdadera idea de límite —una muralla— es excluyente, en el sentido en que la Gran Muralla China fue construida para mantener fuera las hordas mongoles, o el Muro de Berlín para mantener protegida a la inocente población socialista frente a las toxinas del capitalismo. (El gran pintor irlandés-estadounidense Sean Scully se deleita con el hecho de que «linde» (pale) en inglés se refiere al Linde Irlandés, un enclave en Irlanda que hace a los irlandeses extranjeros en su propia tierra.) En el relato modernista, el arte más allá de su límite, o no es parte del alcance de la historia, o es una regresión a alguna forma anterior del arte. Kant se refirió a su propia época, la Ilustración, diciendo que «la humanidad llegó a la mayoría de edad». Greenberg tal vez pensó el arte en esos términos, y encontró en el surrealismo algún tipo de regresión estética, una readopción de valores pertenecientes a la «infancia» del arte, llenos de monstruos y amenazas temibles. Para él, madurez significa pureza en el sentido en que el término se conecta exactamente con lo que Kant quiere decir en el título de su Crítica de la razón pura: la razón aplicada a sí misma, sin ocuparse de otra cosa. En correspondencia con esto, el arte puro era el arte aplicado al arte mismo, mientras que el surrealismo era prácticamente la encarnación de la impureza, interesado en los sueños, el inconsciente, el erotismo y «lo misterioso» (según el punto de vista de Foster). Así, en el criterio de Greenberg, el arte contemporáneo es impuro, y ahora me quiero centrar en esto.
De la misma manera que «moderno» no es simplemente un concepto temporal que significa «lo más reciente», tampoco «contemporáneo» es un término meramente temporal que significa cualquier cosa que tenga lugar en el presente. El cambio desde lo «premoderno» a lo moderno fue tan insidioso como la transición (en términos de Hans Belting) de la imagen desde sus postulados anteriores a los de la era del arte a la imagen en la propia era del arte; asimismo, los artistas que hacían arte moderno no tenían conciencia de estar haciendo algo diferente hasta que, de manera retrospectiva, se comenzó a aclarar que había tenido lugar un cambio importante. Algo similar ocurrió en el cambio del arte moderno al contemporáneo. Creo que por mucho tiempo «el arte contemporáneo» fue simplemente el arte moderno que se está haciendo ahora. Moderno, después de todo, implica una diferencia entre el ahora y el antes: el término no se podría usar si las cosas continuaran siendo firmemente y en gran medida las mismas. Esto implica una estructura histórica y en este sentido es más sólida que una expresión como «lo más reciente». «Contemporáneo», en el sentido más obvio, significa lo que acontece ahora: el arte contemporáneo sería el arte producido por nuestros contemporáneos. Es evidente que podría no haber pasado la prueba del tiempo. Aunque debería ser significativo para nosotros que el arte moderno haya pasado esa prueba cuando podría no haberla pasado: sería «nuestro arte» en un sentido íntimo y particular. Así como la historia del arte ha evolucionado internamente, el arte contemporáneo ha pasado a significar el concebido con una determinada estructura de producción no vista antes, creo, en toda la historia del arte. Entonces, así como «moderno» ha llegado a denotar un estilo y un período, y no tan simplemente un arte reciente, «contemporáneo» ha llegado a designar algo más que el arte del presente. En mi opinión no designa un período sino lo que pasa después de terminado un relato legitimador del arte y menos aún un estilo artístico que un modo de utilizar estilos. Por supuesto hay arte contemporáneo de estilos no vistos antes, pero no quiero profundizar en el asunto en esta etapa de mi exposición. Sólo deseo alertar al lector de mi esfuerzo para trazar una distinción clara entre «moderno» y «contemporáneo».15
En particular no creo que la distinción hubiera quedado claramente establecida cuando me mudé a Nueva York por primera vez en los años cuarenta. Entonces «nuestro arte» era arte moderno, y el Museo de Arte Moderno nos pertenecía en un sentido íntimo. Seguramente, se hacía mucho arte que aún no estaba en el museo, pero entonces no nos parecía que ese arte más reciente fuera contemporáneo en un sentido que lo distinguiera del moderno. Parecía propio del orden natural que algo de ese arte pudiera tarde o temprano encontrar su lugar dentro de «lo moderno» y que esa especie de disposición siguiese indefinidamente con la permanencia del arte moderno, sin formar de ninguna manera un canon cerrado. Ciertamente, no estaba cerrado en 1949, cuando la revista Life sugirió que Jackson Pollock podía ser el más grande pintor estadounidense vivo. Hoy sí está cerrado, lo que significa, para unos cuantos (incluso para mí), que en algún punto entre ese momento y ahora apareció una distinción entre lo moderno y lo contemporáneo. Lo contemporáneo no fue moderno durante mucho tiempo, en el sentido de «lo más reciente», y lo moderno preció haber sido un estilo que floreció aproximadamente entre 1880 y 1960. Incluso, supongo, se podría decir que se continuó produciendo cierto arte moderno (un arte que permaneció bajo el imperativo estilístico del modernismo), pero que no se podría considerar contemporáneo, excepto, nuevamente, en el sentido estrictamente temporal del término. El perfil del estilo moderno se reveló cuando el arte contemporáneo mostró un perfil absolutamente diferente. Esto puso al Museo de Arte Moderno en una clase de linde que nadie hubiera vaticinado cuando aún era la casa de «nuestro arte». El linde se debió al hecho de que «lo moderno» había adquirido un significado estilístico y un significado temporal. A nadie se le hubiera ocurrido que sería un conflicto que el arte contemporáneo dejara de ser arte moderno. Pero hoy, que estamos cerca del fin del siglo, el Museo de Arte Moderno debe decidir si va a adquirir arte contemporáneo que no es moderno para volverse, entonces, un museo de arte moderno en un sentido estrictamente temporal, o si sólo continuará coleccionando arte del estilo moderno (producción que se ha diluido casi gota a gota) pero que no es representativo del mundo contemporáneo.
De cualquier manera, la distinción entre lo moderno y lo contemporáneo no se esclareció hasta los años setenta y ochenta. El arte contemporáneo podría haber sido por algún tiempo «el arte moderno producido por nuestros contemporáneos». Hasta cierto punto, esta forma de pensamiento dejó de ser satisfactoria, lo que resulta evidente al considerar la necesidad de crear el término «posmoderno». Este término muestra por sí mismo la relativa debilidad del término «contemporáneo» como denominación de un estilo por parecerse más a un mero término temporal. Pero quizá «posmoderno» sea un término demasiado fuerte, y que identifica sólo a un sector del arte contemporáneo. En realidad, me parece que el término «posmoderno» designaría cierto estilo que podemos aprender a reconocer, como podemos aprender a reconocer rasgos del barroco o del rococó. Algo parecido al término «camp», que fue transferido desde el idiolecto gay al discurso común en un famoso ensayo de Susan Sontag.16 Tras leerlo, uno puede estar preparado para reconocer objetos camp; en ese sentido me parece que uno puede reconocer objetos posmodernos, aunque quizá con ciertas dificultades. Eso es lo que sucede con la mayoría de los términos, estilísticos u otros, y con las capacidades de reconocimiento en los seres humanos y en los animales. En el libro de Robert Venturi, Complejidad y contradicción en arquitectura, de 1966, hay una valiosa fórmula: «Elementos que son híbridos más que “puros”, comprometidos más que “claros”, “ambiguos” más que “articulados”, perversos y también “interesantes”».17 Se podrían ordenar las obras de arte utilizando esta fórmula, y probablemente se obtendría una lista coherente y homogénea de obras posmodernas donde figurarían las de Robert Rauschenberg, las pinturas de Julian Schnabel y David Salle y, supongo, la arquitectura de Frank Gehry. Pero se podría excluir parte del arte contemporáneo, como las obras de Jenny Holzer o las pinturas de Robert Mangold. Se ha sugerido que quizá deberíamos hablar sencillamente de posmodernismos, pero una vez que lo hacemos perdemos la habilidad de reconocer, la capacidad de ordenar, y el sentido con que el posmodernismo marca un estilo específico. Podríamos capitalizar la palabra «contemporáneo» para cubrir cualquiera de las divisiones que el posmodernismo intentaba cubrir, pero otra vez nos encontraríamos con la sensación de que no tenemos un estilo identificable, que no hay nada que no se adapte a él. Pero eso es lo que caracteriza a las artes visuales desde el fin del modernismo, como un período que es definido por una suerte de unidad estilística, o al menos un tipo de unidad estilística que puede ser elevada a criterio y usada como base para desarrollar una capacidad de reconocimiento, y no hay en consecuencia una posible directriz. Por ello es que prefiero llamarlo simplemente arte posthistórico. Cualquier cosa que se hubiera hecho antes, se podría hacer ahora y ser un ejemplo de arte posthistórico. Por ejemplo, un artista «apropiacionista» como Mike Bidlo pudo mostrar cuadros de Piero della Francesca con los que se «apropiaba» enteramente de la obra de Piero. Ciertamente, Piero no es un artista posthistórico, pero Bidlo sí, y también un «apropiacionista» muy habilidoso, por ello «sus obras de Piero» y las obras del propio Piero podrían ser más semejantes aún de lo que él mismo se propuso que fuesen —más parecidas a Piero que sus Morandis parecidos al propio Morandis, sus Picasso a Picasso, sus Warhol a Warhol—. Aún en un sentido relevante, supuestamente inaccesible al ojo, los Piero de Bidlo tendrían más en común con el trabajo de Jenny Holzer, Barbara Kruger, Cindy Sherman y Sherrie Levine, que con el propio estilo de Piero. Así, lo contemporáneo es, desde cierta perspectiva, un período de información desordenada, una condición perfecta de entropía estética, equiparable a un período de una casi perfecta libertad. Hoy ya no existe más ese linde de la historia. Todo está permitido. Pero eso hace urgente tratar de entender la transición histórica desde el modernismo al arte posthistórico. Significa que hay que tratar de entender la década de los setenta, como un período que a su modo, es tan oscuro como el siglo X.
La década de los setenta fue una época en la que debió de parecer que la historia había perdido su rumbo, porque no había aparecido nada semejante a una dirección discernible. Si pensamos que 1962 marcó el final del expresionismo abstracto, tendríamos entonces muchos estilos que se suceden a una velocidad vertiginosa: el campo de color en pintura, abstracción geométrica, neorrealismo francés, pop, op, minimalismo, arte povera, y luego lo que se llamó Nueva Escultura, que incluye a Richard Serra, Linda Benglis, Richard Tuttle, Eva Hesse, Barry Le Va, y luego el arte conceptual. Después, diez años de muy poco más. Hubo momentos esporádicos, como Pattern and Decoration, pero nadie supuso que esto fuera a generar el tipo de energía estilística estructural del inmenso trastorno de los sesenta. Luego, cerca de los ochenta, surge el neoexpresionismo y parece que se ha encontrado una nueva dirección. Y luego vuelve la sensación de que no hay nada parecido a una dirección histórica. Más tarde nace la sensación de que la característica de este nuevo período era esa ausencia de dirección, y que el neoexpresionismo era más una ilusión que una verdadera dirección. Recientemente, se ha comenzado a sentir que los últimos veinticinco años se han establecido como norma (un período de enorme productividad experimental en las artes visuales sin ninguna directriz especial que permita establecer exclusiones).
En los sesenta hubo un paroxismo de estilos, en el que me pareció (ésa fue la base de que hablase, en primer lugar, del «fin del arte») y gradualmente se hizo claro, primero a través de los nouveaux realistes y del pop, que no había una manera especial de mirar las obras de arte en contraste con lo que he designado «meras cosas reales». Para utilizar mi ejemplo favorito, no hay nada que marque una diferencia visible entre la Brillo Box de Andy Warhol y las cajas de Brillo de los supermercados. Además, el arte conceptual demostró que no necesariamente debe haber un objeto visual palpable para que algo sea una obra de arte. Esto significa que ya no se podría enseñar el significado del arte a través de ejemplos. También implica que en la medida en que las apariencias fueran importantes, cualquier cosa podría ser una obra de arte, y que si se hiciese una investigación sobre qué es el arte, sería necesario dar un giro desde la experiencia sensible hacia el pensamiento. Esto significa, en resumen, que se debe dar un giro hacia la filosofía.
En una entrevista del año 1969 el artista conceptual Joseph Kosuth afirmó que la única tarea para un artista de nuestro tiempo «era investigar la naturaleza misma del arte».18 Esto suena muy parecido a la frase de Hegel que inspiró mi propia visión sobre el fin del arte: «El arte nos invita a la contemplación reflexiva, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer científicamente lo que es el arte».19 Joseph Kosuth es un artista cuyo conocimiento de la filosofía es excepcional y fue uno de los pocos que trabajaron en los sesenta y setenta y que tuvo los recursos para hacer un análisis filosófico sobre la naturaleza general del arte. Pero sucedió que pocos filósofos de la época estaban preparados para hacerlo, simplemente porque muy pocos pudieron imaginar la posibilidad de un arte producido en esa vertiginosa disyunción. La pregunta filosófica sobre la naturaleza del arte surgió dentro del arte cuando los artistas insistieron, presionaron contra los límites después de los límites y descubrieron que éstos cedían. Todos los artistas emblemáticos de los sesenta tuvieron una sensación vívida de los límites; cada uno de ellos trazado por una tácita definición filosófica del arte, y aquello que borraron nos ha dejado en la situación en la que nos encontramos hoy. De alguna manera, no es más fácil vivir en semejante mundo, lo que explica por qué la realidad política del presente parece consistir en trazar y definir límites donde éstos sean posibles. Sin embargo, sólo en los años sesenta fue posible una filosofía seria del arte que no se basara puramente en hechos locales (por ejemplo, que el arte era esencialmente pintura y escultura). Sólo cuando quedó claro que cualquier cosa podía ser una obra de arte se pudo pensar en el arte filosóficamente. Y fue allí donde se asentó la posibilidad de una verdadera filosofía general del arte. Pero ¿qué pasa con el arte en sí mismo? ¿Qué hay con el «arte después de la filosofía», usando el título del ensayo de Kosuth (que para ajustarse a la cuestión, debería, por cierto ser una obra de arte)? ¿Qué pasa con el arte después del fin del arte, donde con «arte después del fin del arte» significo «tras el ascenso a la propia reflexión filosófica»? Cuando una obra de arte puede ser cualquier objeto legitimado como arte surge la pregunta: «¿Por qué soy yo una obra de arte?».
La historia del modernismo terminó con esta pregunta. Terminó porque el modernismo fue demasiado local y materialista, interesado por la forma, la superficie, la pigmentación, y el gusto que definían la pintura en su pureza. La pintura modernista, como Greenberg la ha definido, sólo podía responder a la siguiente pregunta: «¿Qué es esto que tengo y que ninguna otra clase de arte tiene?». La escultura se hacía el mismo tipo de preguntas. Pero esto no nos da ninguna imagen de qué es el arte, sino solamente qué fueron esencialmente algunas de las artes, quizá las más importantes históricamente. ¿Qué pregunta formula la Brillo Box de Warhol o uno de los múltiples cuadrados de chocolate pegados en una hoja de papel de Beuys? Greenberg identificó la verdad filosófica del arte con cierto estilo local de abstracción, cuando la verdad filosófica, una vez encontrada, debería ser coherente con el arte en cualquier sentido.
Lo cierto es que en los setenta el paroxismo disminuyó, como si la historia del arte tuviese la intención interna de llegar a una concepción filosófica de sí misma, las últimas etapas de esa historia fueran, en cierta manera, las más difíciles de superar, y el arte buscara romper las membranas externas más resistentes y en ese proceso volverse paroxístico. Pero ahora que se han roto esos tegumentos, ahora que al menos ha sido alcanzada la visión de una autoconciencia, esa historia ha concluido. Se ha liberado a sí misma de una carga que podrá entregar a los filósofos. Entonces, los artistas se libraron de la carga de la historia y fueron libres para hacer arte en cualquier sentido que desearan, con cualquier propósito que desearan, o sin ninguno. Ésta es la marca del arte contemporáneo y, en contraste con el modernismo, no hay nada parecido a un estilo contemporáneo.
Pienso que el final del modernismo no ocurrió demasiado pronto. El mundo del arte de los setenta estaba lleno de artistas cuyos objetivos no tenían nada que ver con mover los límites o ampliar la historia del arte, y sí con poner a éste al servicio de metas personales o políticas. Los artistas tenían en sus manos toda la herencia de la historia del arte, incluida la historia de la vanguardia, que puso a disposición de ellos todas las maravillosas posibilidades que ella misma había elaborado y que el modernismo hizo todo lo posible por reprimir. En mi opinión, la principal contribución artística de la década fue la aparición de la imagen «apropiada», o sea, el «apropiarse» de imágenes con significado e identidad establecidos y otorgarles nueva significación e identidad. Cuando una imagen pudo ser objeto de apropiación se admitió inmediatamente que no podría haber una unidad estilística perceptible entre esas imágenes de las que se apropia el arte. Uno de mis ejemplos preferidos es la ampliación por Kevin Roche del Museo Judío de Nueva York en 1992. Este viejo museo era la mansión de Warburg en la Quinta Avenida, con sus señoriales asociaciones y connotaciones de la Edad Dorada. Kevin Roche, brillantemente, decidió duplicar el viejo museo judío y el ojo es incapaz de notar ninguna diferencia singular. Esa construcción pertenece perfectamente a la posmodernidad: la arquitectura posmoderna puede diseñar una construcción que parezca un castillo manierista. Fue una solución arquitectónica que tuvo que haber gustado al administrador más conservador y nostálgico, así como al más vanguardista y contemporáneo, aunque, por supuesto, por razones completamente diferentes.
Estas posibilidades artísticas son realizaciones y aplicaciones de enorme contribución filosófica a la propia autocomprensión del arte de los sesenta: esas obras de arte pueden ser imaginadas o producidas exactamente como meras cosas reales que no exigen el estatus de arte, por aquellas últimas suposiciones en las que no podemos definir las obras de arte en términos de ciertas propiedades visuales particulares que deberían tener. No hay imperativos a priori sobre el aspecto de las obras de arte, sino que pueden parecer cualquier cosa. Este único factor terminó con el proyecto modernista, pero también hizo estragos en esa institución central del mundo del arte, llamada el museo de las bellas artes. La primera generación de los grandes museos estadounidenses dio por supuesto que sus contenidos deberían ser tesoros de una gran belleza visual y sus visitantes podrían entrar al tresorium para presenciar una belleza visual que era metáfora de la verdad espiritual. La segunda generación, de la que el Museo de Arte Moderno es el gran ejemplo, asumió que la obra de arte tiene que ser definida en términos formalistas y apreciada bajo la perspectiva de un relato sin diferencias notables del vaticinado por Greenberg: una historia lineal progresiva con la que debe trabajar el visitante, aprendiendo a apreciar la obra de arte junto al aprendizaje de sus secuencias históricas. Nada iba a distraer la forma visual de las mismas obras. Aunque los marcos de los cuadros fueron eliminados por ser distracciones o quizá concesiones del modernismo a un proyecto ilusionista, las pinturas no fueron más ventanas hacia las escenas imaginadas, sino objetos con derecho propio, aun cuando hubieran sido concebidos como ventanas. Es fácil entender por qué a la luz de esta experiencia el surrealismo fue reprimido: podía resultar una distracción, incluso, notoriamente visual. Las obras tenían espacio de sobra en esas galerías despojadas de todo, menos de ellas.
De todos modos, lo visual desapareció con la llegada de la filosofía al arte: era tan poco relevante para la esencia del arte como lo bello. Para que exista el arte ni siquiera es necesario la existencia de un objeto, y si bien hay objetos en las galerías, pueden parecerse a cualquier cosa. A este respecto, son dignos de mención tres ataques a museos establecidos. Cuando Kirk Varnedoe y Adam Copnick admitieron al pop en las galerías del Museo de Arte Moderno en la muestra «High and Low», en 1990, hubo una perturbación crítica. Cuando Thomas Krens retiró su adhesión a Kandinsky y Chagall para adquirir parte de la colección Panza (en gran parte conceptual y en la que muchas piezas no existían en tanto objetos), hubo otra gran perturbación de la crítica. Y cuando en 1993 Whitney preparó una Bienal coherente con obras que tipificaban el camino real que había seguido el mundo del arte tras el fin del arte, la efusión de la hostilidad crítica (la cual temo que compartí) fue un factor inestimable, sin precedentes, en la historia de las polémicas de las bienales. Sea lo que sea, el arte ya no es más algo prioritario. Quizá observado, pero no prioritariamente considerado. ¿Qué es, a la luz de esto, lo que un museo posthistórico debe ser o hacer?
Se debe aclarar que hay por lo menos tres modelos, en dependencia del tipo de arte que consideremos: si trata de la belleza, de la forma o de lo que llamo el compromiso que define nuestra relación con él. El arte contemporáneo es demasiado pluralista en intenciones y acciones como para permitir ser encerrado en una única dimensión. Se puede argumentar que en gran parte es incompatible con los imperativos de un museo donde se requiriera una clase totalmente diferente de administración. Tendría que evitar el conjunto de las estructuras museísticas, y su interés sería comprometer al arte directamente con la vida de aquellas personas que no han visto razón para utilizar el museo ni como un tresorium de belleza, ni como un santuario de formas espirituales. Para que un museo se comprometa con este tipo de arte debe renunciar a gran parte de la estructura y la teoría que lo define en sus otros dos modelos.
Sin embargo, el museo mismo es sólo una parte de la infraestructura del arte que tarde o temprano asumirá el fin del arte, y el arte de después del fin del arte. El artista, la galería, las prácticas de la historia del arte, y la estética filosófica en tanto disciplina, deben, en su conjunto, en uno u otro sentido, ofrecer un camino y ser diferentes, quizá muy diferentes de lo que han sido desde hace mucho tiempo. En los capítulos siguientes sólo espero contar parte de la historia filosófica. La historia institucional debe esperar a la historia misma.