2. TRES DÉCADAS DESPUÉS DEL FIN DEL ARTE

Tras publicar un ensayo que intentaba situar el lugar de las artes visuales en alguna clase de perspectiva histórica, me llevó una década entera darme cuenta de que el año en que apareció dicho ensayo —1984— tenía un significado simbólico que hubiera hecho vacilar a quien se aventurase en las inciertas aguas de la predicción histórica. El ensayo se titulaba provocativamente «El fin del arte» y por difícil que hubiera sido creerlo para alguien familiarizado con la agitación sin precedentes en la actividad artística ese año y los siguientes, yo quise proclamar que realmente se había producido una especie de cierre en el desarrollo histórico del arte, que había llegado a su fin una era de asombrosa creatividad en Occidente de probablemente seis siglos, y que cualquier arte que se hiciera en adelante estaría marcado por lo que yo estaba en condiciones de llamar carácter posthistórico. En contraste con una creciente prosperidad en el mundo del arte, en el cual ya no parecía necesario que los artistas padecieran del período de oscuridad, pobreza y sufrimiento requerido por el conocido mito de las biografías artísticas paradigmáticas, período en el cual los nuevos pintores de las escuelas de arte (como el Instituto de Artes de California y el de Yale) esperaban reconocimiento inmediato y felicidad material, mi afirmación debe haber parecido tan incongruentemente alejada de la realidad como aquellos apremiantes pronósticos sobre el inminente fin del mundo inspirados en el Libro del Apocalipsis. En contraste con el exultante, incluso febril, mercado del arte de mediados de los ochenta (que cierto número de comentadores envidiosos, aunque no del todo descarriados, comparó con la famosa tulipmanía que ahogó bajo una fiebre especulativa la parquedad y cautela características de los holandeses), el mundo del arte de mediados de los años noventa es una escena triste y castigada. Los artistas que esperaban un estilo de vida principesco y restaurantes opulentos luchan por lograr cargos de profesores para superar sus dificultades, lo que de hecho puede ser una tarea tortuosa y árida.

Los mercados son mercados, regidos por la oferta y la demanda. La demanda está sujeta a sus propias determinaciones causales, y no es inconcebible que el complejo de determinantes causales que influyó en el apetito por la adquisición de arte en los años ochenta jamás se pueda recombinar en la forma que tomó en aquella década, induciendo a un gran número de individuos a pensar que adquirir obras de arte era propio de un estilo refinado de vida. Se podría decir que nunca volvieron a darse juntos la combinación de factores que, en la Holanda del siglo XVII, llevó al precio de los bulbos de tulipanes más allá de una expectativa racional. Por supuesto, continuó habiendo un mercado de tulipanes, fluctuante como aquellas flores que han gozado y perdido la preferencia de los jardineros; del mismo modo, hay una razón para suponer que siempre habrá un mercado del arte, con el tipo de alzas y bajas en la estimación individual, tan familiar a los estudiosos de la historia del gusto y la moda. Coleccionar arte no tiene una historia tan larga como la jardinería, pero coleccionar es quizá una tendencia tan profundamente arraigada en la psique humana como la de la jardinería —no hablo del cultivo sino de la jardinería como forma de arte—. No obstante, posiblemente nunca se repetirá el mercado del arte de los años ochenta, y las expectativas de los artistas y los marchands de aquel tiempo quizá nunca más vuelvan a ser razonables. Por supuesto, algunas constelaciones de causas diferentes podrían traer un mercado superficialmente similar, pero la cuestión es que, a diferencia de los ciclos naturales de alza y caída propios del mercado, tal suceso sería totalmente impredecible, algo así como la intervención abrupta de un meteoro en la órbita ordenada de los planetas del sistema solar.

No obstante, la tesis del fin del arte no tiene nada que ver con los mercados ni se relaciona con el tipo de caos histórico que se manifestó con la aparición del vertiginoso mercado del arte de los años ochenta. La disonancia entre mi tesis y el impetuoso mercado de los ochenta es tan poco relevante para mi propia tesis como el declive de aquel mercado en la presente década, que se podría interpretar erróneamente como su confirmación. Entonces, ¿qué podría confirmar o refutar mi tesis? Esto me lleva de vuelta a la importancia simbólica de 1984 en la historia mundial.

Sea lo que fuere lo que los anales y crónicas de la historia del mundo registren como sucedido en 1984, sin duda el evento más importante de ese año fue un no evento; de la misma manera que el hecho más importante del año 1000 fue el no fin del mundo, contrariamente a lo que los visionarios creían que aseguraba el Libro del Apocalipsis. Lo que no sucedió en 1984 fue el establecimiento de un Estado político de los asuntos del mundo del modo predicho como inevitable en la novela 1984 de George Orwell. En realidad, 1984 fue muy diferente a lo que predijo 1984, tanto, que uno no puede sino admirarse, una década después, de cómo una predicción que considera el fin del arte permanece en pie contra la realidad histórica, tal como la experimentamos a una década de formulada: si la disminución de las curvas de la producción artística y la demanda no van contra la predicción, entonces ¿qué puede contar? Orwell introdujo un símil en el lenguaje —«como 1984»— cuyos lectores podrían no tener dificultad en aplicar a ciertas invasiones flagrantes del gobierno en los asuntos privados. Pero en el transcurso de ese año, el símil podría haber sido reformulado en «como 1984» (como la representación novelística de la historia en lugar de la historia en sí misma), con una discrepancia entre ambas que seguramente habría asombrado a Orwell, cuando en 1948 (1984 con los dos últimos dígitos invertidos), la predicción novelística parecía tan propia de la tendencia política de la historia mundial, que el frío y deshumanizado terror de un futuro totalitario parecía un destino que nada podría impedir o abortar. La realidad política de 1989 —entonces cayeron los muros y la política europea tomó una dirección alejada de lo imaginable aún en la ficción de 1948— era apenas discernible en el mundo de 1984, pero ese mundo era un lugar más tranquilo y menos amenazante. El lenguaje receloso de las pruebas nucleares, por medio del cual los superpoderes hostiles mandaban señales a diestra y siniestra cuando uno de ellos hacía algo que el otro percibía como una amenaza, fue reemplazado por el lenguaje no menos simbólico del intercambio de exposiciones de pinturas impresionistas y postimpresionistas. Tras la Segunda Guerra Mundial, la exhibición oficial de los tesoros nacionales fue un gesto estándar a través del cual una nación expresaba a otra que las hostilidades se habían acabado, y que eso podía ser acreditado mediante objetos de inestimable valor. Es difícil pensar en objetos, más frágiles materialmente y a la vez más preciosos que cierta clase de pinturas: la venta, en 1987, de los Lirios de Van Gogh en 53,9 millones de dólares sólo resalta los efectos de la confianza transmitida por el acto de colocar los lienzos más preciados en manos de aquellos que, poco antes, los habrían secuestrado y tomado como rehenes. (Yo podría observar entre paréntesis que aún es visible la importancia gestual de las exposiciones, aun cuando una nación no tenga un stock de tesoros nacionales para entregar: hoy en día uno establece su disposición a ser parte de la Commonwealth de naciones patrocinando una bienal. Tan pronto como acabó el apartheid en Sudáfrica, Johannesburgo anunció su primera exposición, invitando a los gobiernos del mundo a patrocinar las exhibiciones en reconocimiento de su aceptabilidad moral.)1 En 1986, cuarenta obras impresionistas y postimpresionistas viajaron desde nuestra National GaIlery a la entonces Unión Soviética, y durante el mismo año, obras de calidad comparable —obras que nunca esperamos ver fuera de la Unión Soviética— sirvieron de embajadoras estéticas en los principales museos estadounidenses. El Gran Hermano de Orwell pareció cada vez menos una posibilidad política y cada vez más una ficción inspirada en lo que en 1948 se concebía como históricamente inevitable. El pronóstico ficcional de Orwell estaba mucho más cerca de ser una realidad histórica en 1948, de lo que parecía mi pronóstico artísticohistórico en 1984; para aquella época 1984 fue decididamente falsado por la historia. Por el contrario, en 1994 las circunstancias de un colapsado mundo artístico parecían sostener una tesis del fin del arte, aunque, como intento explicar, aquel colapso es causalmente independiente de cualquier cosa que explique el fin del arte, y se puede pensar que un mercado deprimido es compatible con un período de producción artística robusta.

En todo caso, el fin del arte tal como yo lo concibo tuvo lugar antes de que el mercado de los años ochenta lo hubiese imaginado. Se produjo dos décadas antes de que publicara «El fin del arte». No fue un evento dramático, como la caída de los muros que marcaron el fin del comunismo en Occidente. Fue, como muchos eventos de apertura y cierre, invisible a aquellos que lo viven. En 1964, no hubo artículos de portada en el New York Times, no fue noticia de último momento en los informativos vespertinos. Ciertamente, noté los eventos, pero no percibí que marcasen el fin del arte, no hasta 1984. No obstante, eso es característico de la percepción histórica. Es típico que las descripciones de eventos realmente importantes no estén al alcance de quienes los ven suceder. ¿Quién, enterado de que Petrarca ascendía al monte Ventoux con una copia de san Agustín en su mano, podría saber que el Renacimiento se iniciaba con ese suceso? ¿Quién, al visitar la Galería Stable en la 74 East de Manhattan para ver los Warhol, podría saber que el arte había empezado a acabar?2 Alguien podría haberlo pronunciado como un juicio crítico, despreciando las Brillo Box y todo lo que significaba el arte pop. Pero el fin del arte nunca se propuso como un juicio crítico, sino como un juicio histórico objetivo. La estructura de comienzos y clausuras, que define la representación histórica concebida como relato, es difícil de aplicar incluso de forma retrospectiva. ¿El cubismo comenzó con Las señoritas de Aviñón de Picasso? ¿O con su pequeña escultura de papel de una guitarra, de 1912, como dice Alan Bois en su libro Painting as Model?3 A fines de los años sesenta se dijo que el expresionismo abstracto había acabado en 1962, pero ¿alguien creía en 1962 que se había acabado? Por supuesto que el cubismo y el expresionismo abstracto fueron movimientos; el Renacimiento fue un período. Al menos tiene sentido decir que estos dos tipos de entidades temporales tuvieron un final. Por otro lado, mi afirmación es acerca del arte como tal. Pero eso significa que yo también pienso en el arte en sí mismo como algo que nombra no tanto una práctica como un movimiento, o incluso un período, con marcadas fronteras temporales. Esto es, por supuesto, un dilatado movimiento o período, aunque hay una buena cantidad de movimientos o prolongados períodos históricos tan universalmente incorporados en la actividad humana que a veces olvidamos pensarlos históricamente, y una vez lo hacemos, podemos imaginar de un modo u otro su final —el de la ciencia y la filosofía, por ejemplo—. Éstos se podrían extinguir sin que se desprenda de ello que las personas dejen de filosofar o hacer ciencia.

Después de todo, ellos llegaron, por hablar de algún modo, a los comienzos. Recuerden el subtítulo del gran texto de Hans Belting Bild und Kult: eme Geschichte des Bildes vor dem Zeitalter der Kunst. Según el punto de vista de Belting, la «era del arte» comenzó alrededor del 1400 d.C., y aunque hubo imágenes hechas antes que ya eran «arte», no estaban concebidas de esa manera, y por ello el concepto de arte no tenía ningún papel en lo que estas imágenes llegaron a ser. Belting afirma que hasta (aproximadamente) el año 1400 las imágenes eran veneradas pero no admiradas estéticamente, y que entonces se hizo evidente la estética en el sentido histórico del arte. Argumentaré en otro capítulo que la reflexión estética, que llegó a su clímax en el siglo XVIII, no tiene aplicación esencial a lo que yo llamaré «arte después del fin del arte» —por ejemplo, el arte producido desde los últimos años de la década de los sesenta—. Que eso fue (y es) arte antes y después de la «era del arte» muestra que la conexión entre arte y estética es una contingencia histórica y no forma parte de la esencia del propio arte.4 Pero me estoy apartando de mi relato.

Quiero relacionar estas cuestiones con otro acontecimiento de 1984, ciertamente fatal para mí pero no para la historia del mundo. En octubre de aquel año mi vida tomó una curva cerrada que me apartaba de la filosofía profesional: empecé a escribir crítica de arte en The Nation, un giro tan opuesto a cualquier camino que podría haber previsto para mí, que no pudo haber sido el resultado de la intención de convertirme en crítico de arte. Fue pura casualidad; sin embargo, una vez embarcado en esta carrera, encontré que daba respuesta a un profundo impulso de mi carácter. Tan profundo, supongo, que no se habría manifestado si no hubiera intervenido el azar. Hasta donde yo sé, no hay una conexión causal seria entre el hecho de publicar «El fin del arte» y el de llegar a ser un crítico de arte, pero hay otro tipo de conexiones. En primer lugar, la gente preguntó cómo era posible proclamar el fin del arte y al mismo tiempo comenzar una carrera como crítico: parecía que si la afirmación histórica era cierta, en breve la práctica llegaría a ser imposible por falta de tema. ¡Pero por supuesto que yo no le encontraba sentido a decir que el arte se iba a dejar de hacer! Se ha hecho mucho arte desde el fin de éste; si se tratase verdaderamente de su fin, de igual modo que, según la visión histórica de Hans Belting, se hizo mucho arte antes de la era del arte. Así, la cuestión de una invalidación empírica de mi tesis no podría descansar en el hecho de que se siga produciendo arte, sino en qué clase de arte es, y entonces podríamos (tomando prestado un término del filósofo que a veces he considerado como maestro en mi investigación, Georg Wilhelm Friedrich Hegel), hablar del espíritu en el cual el arte fue hecho. En todo caso, es coherente con la clausura del arte el que el arte pudiera seguir existiendo, y por lo tanto debería haber aún suficiente arte sobre el cual escribir como crítico.5 Aunque entonces el tipo de crítica que sería legítimo practicar debería ser muy diferente del tipo permitido por una visión de la historia distinta de la mía, por concepciones de la historia que, por ejemplo, identifican ciertas formas de arte como históricamente prefijadas. Tales puntos de vista son el equivalente, por decirlo de algún modo, de personas escogidas a las cuales está supuestamente unido el significado de la historia, o de una clase específica, como el proletariado destinado a ser el vehículo del destino histórico, y en contraste con el cual ninguna otra clase o persona (o arte) tiene ningún significado histórico último. Hegel escribió acerca de África un pasaje que posiblemente le pondría en apuros hoy en día, como: «una parte del mundo no histórica [...] Lo que entendemos realmente por África es lo Ahistórico, el Espíritu no desarrollado, todavía envuelto en las condiciones de la mera naturaleza».6 De la misma manera y con un escobazo similar, Hegel desecha a Siberia por permanecer «fuera del linde de la historia». La visión de Hegel de la historia vincula únicamente ciertas regiones del mundo, y por lo tanto únicamente ciertos momentos fueron verdaderamente parte «de la historia del mundo»; otras regiones o la misma región en otro momento, en realidad, no formaron parte de lo que históricamente sucedió. Menciono esto porque los puntos de vista sobre la historia del arte con los que quiero contrastar el mío sólo definen como históricamente importantes ciertos tipos de arte, el resto no parece estar en el presente «mundo histórico», y por lo tanto no se considera valioso. Este arte —por ejemplo, el arte primitivo, el arte folclórico, la artesanía— no es, como acostumbran a decir los partidarios, verdadero arte sólo porque, en términos de Hegel, permanece «fuera del linde de la historia».

Este tipo de teorías han sido especialmente preeminentes en los tiempos del modernismo, y han definido una forma de crítica contra la cual deseo formular mi propia definición. En febrero de 1913, Malevich aseguró a Matiushin que «la única dirección significativa para la pintura era el cubismo-futurismo».7 En 1922, los dadaístas de Berlín celebraron el fin de todo arte excepto el Maschinekunst de Tatlin, y ese mismo año los artistas de Moscú declararon que la pintura de caballete como tal, abstracta o figurativa, pertenecía a una sociedad históricamente caduca. «El verdadero arte como la verdadera vida sigue un único camino», escribió Piet Mondrian en 1937.8 Mondrian se vio en ese camino en la vida y en el arte, en la vida a causa del arte. Creyó que los otros artistas vivían vidas falsas si el arte que hacían seguía un camino falso. Clement Greenberg, en un ensayo que caracterizó como «una apología histórica del arte abstracto» —«Toward a Newer Laocoön»—, insistió en que el «imperativo de hacer arte abstracto venía de la historia» y que el artista estaba «atrapado y sólo podría escapar, en el presente, renunciando a su ambición y regresando a un pasado agotado». En 1940, cuando esto se publicó, la abstracción era el único «camino verdadero» para el arte. Esto resultaba verdadero incluso para aquellos artistas que, aunque modernistas, no eran del todo abstraccionistas: «Tan inexorable era la lógica de su desarrollo que al final su trabajo constituyó otro escalón hacia el arte abstracto».9 «La única cosa a decir acerca del arte es que es una cosa», escribió Ad Reinhardt en 1962. «El único objeto de cincuenta años de arte abstracto es presentar el arte-como-arte y nada más [...] haciéndolo más puro y más vacío, más absoluto y más exclusivo.»10 «Hay solamente un arte», dijo reiteradamente Reinhardt, y creía fervientemente que sus pinturas —negras, mate, cuadradas— son esencialmente el arte.

Declarar que el arte ha llegado a un fin significa que este tipo de crítica ya no es lícita. Ningún arte está ya enfrentado históricamente contra ningún otro tipo de arte. Ningún arte es más verdadero que otro, ni más falso históricamente que otro. Así, al menos la creencia de que se ha acabado el arte implica el tipo de crítica que uno no puede hacer si pretende ser un crítico: no puede haber ahora ninguna forma de arte históricamente prefijada, todo lo demás cae fuera del linde. Por otro lado, ser ese tipo de crítico implica que los relatos histórico-artísticos del tipo que ya cité habrán de ser falsos de aquí en adelante. Se podría decir que son falsos en sus mismos fundamentos filosóficos, y esto requiere cierto comentario. Cada uno de los relatos —los de Malevich, Mondrian, Reinhardt y el resto— son manifiestos encubiertos, y los manifiestos estuvieron entre las principales producciones artísticas de la primera mitad del siglo XX, con antecedentes en el siglo XIX en conexión con los movimientos ideológicamente retrógrados de los prerrafaelistas y los nazarenos. Una historiadora, Phyllis Freeman, ha tomado el manifiesto como tema de investigación, y ha desenterrado aproximadamente quinientos ejemplos, algunos de los cuales —el manifiesto surrealista, el manifiesto futurista— son casi tan bien conocidos como las obras que ellos pretendían validar. El manifiesto define cierto tipo de movimiento, cierto estilo, al cual en cierto modo proclama como el único tipo de arte que importa. Es un mero accidente que algunos de los principales movimientos del siglo xx carecieran de manifiestos explícitos. El cubismo y el fauvismo, por ejemplo, estuvieron comprometidos en el establecimiento de un nuevo tipo de orden en el arte, y descartaron todo aquello que oscurecía la verdad u orden básicos que sus partidarios suponían haber descubierto (o redescubierto). «Ésta fue la razón», explicaba Picasso a Françoise Gilot, por la que los cubistas «abandonaron el color, la emoción, la sensación, y todo aquello que los impresionistas habían introducido en la pintura.»11 Cada uno de los movimientos se orientó por una percepción de la verdad filosófica del arte: el arte es esencialmente X y todo lo que no sea X no es —o no es esencialmente— arte. Así, cada uno de los movimientos vio su arte en términos de un relato de recuperación, descubrimiento o revelación de una verdad que había estado perdida o sólo apenas reconocida. Cada una fue apoyada por una filosofía de la historia que definió el significado de la historia como un estado final que es el verdadero arte. Una vez traída al nivel de la autoconciencia, esta verdad se revela a sí misma como presente en todo el arte que haya tenido importancia: «Hasta este punto», como señala Greenberg, «el arte permanece inmutable».

Instalación, primera exhibición internacional Dadá, Berlín, 1921. Crédito de la fotografía: John Blazejewski.

Éste es entonces el panorama: hay alguna clase de esencia transhistórica en el arte, en todas partes y siempre la misma, pero únicamente se revela a sí misma a través de la historia. Esto me parece coherente. Lo que no me resulta coherente es identificar la esencia del arte con un estilo particular —monocromo, abstracto o lo que sea— con la implicación de que el arte de cualquier otro estilo es falso. Esto conduce a una lectura ahistórica de la historia del arte, una vez que nos quitamos los disfraces todo el arte es esencialmente el mismo —todo el arte, por ejemplo, es esencialmente abstracto—, o el accidente histórico no pertenece a la esencia del arte como arte. La crítica consiste entonces en penetrar estos disfraces y alcanzar esa pretendida esencia. También, desafortunadamente, ha consistido en denunciar cualquier arte que deje de aceptar la revelación. Cualquiera fuera su justificación, Hegel afirmaba que el arte, la filosofía y la religión son tres momentos del Espíritu Absoluto, así que los tres son esencialmente transformaciones de uno en otro o modulaciones en diferentes claves de un tema idéntico. La conducta de la crítica del arte en el período moderno parece sostener esto con pocos argumentos que lo ratifiquen. Parece tratarse de autos-da-fe —promulgaciones de fe—, quizá un significado alternativo de «manifiesto» con la implicación de que quien no los suscribe debe ser suprimido, como un hereje. Los herejes impiden el avance de la historia. En términos de práctica crítica, el resultado es que cuando los distintos movimientos del arte no escriben sus propios manifiestos, ha sido la tarea de los críticos escribir manifiestos para ellos. La mayoría de las revistas de arte más influyentes —Artforum, October, New Criterion— son manifiestos escritos en serie, dividiendo el mundo del arte en el arte que importa y el resto. Y el crítico en tanto escritor de manifiestos no puede elogiar un artista en el que cree —Twombly, por ejemplo— sin denunciar a otro —Motherwell, por ejemplo—. El modernismo es sobre todo la Era de los Manifiestos. Es propio del momento posthistórico de la historia del arte el ser inmune a los manifiestos y requerir otra práctica crítica.

No puedo llegar más allá con el modernismo concebido del modo siguiente: la última era de la historia del arte antes del fin del arte, la era en la cual los artistas y pensadores lucharon por captar la verdad filosófica del arte. Un problema no sentido verdaderamente en la historia del arte previa, cuando se daba más o menos por sentado que la naturaleza del arte era conocida, y una actividad obligada por el declive de lo que, desde la gran obra de Thomas Kuhn en la sistematización de la historia de la ciencia, ha sido pensado como un paradigma. El gran paradigma tradicional de las artes visuales ha sido, de hecho, el de la mimesis, que durante varios siglos sirvió admirablemente a los propósitos teoréticos del arte. Y definió un ejercicio de la crítica bastante diferente de aquella, vinculada al modernismo, que tuvo que encontrar un nuevo paradigma y desplazar a los paradigmas competidores. Se suponía que al nuevo paradigma, podría servir al arte futuro tan adecuadamente como el paradigma de la mimesis había servido al arte del pasado. A principios de los cincuenta, Mark Rothko le dijo a David Hare que él y los suyos «hacían un arte que podría durar miles de arios».12 Y es importante reconocer cuán histórica fue esta concepción: Rothko no hablaba de producir obras que podrían durar miles de años —aquello podía superar la prueba del tiempo—, sino de un estilo que definiría la producción artística durante miles de años, durante un período tan largo como el del paradigma mimético. Picasso dijo a Gilot, con este mismo espíritu, que él y Braque se esforzaban por «establecer un nuevo orden»,13 que podría hacer por el arte lo que hizo el canon de las reglas clásicas, pero que terminó, pensaba él, con los impresionistas. Aquel nuevo orden iba a ser universal y estaba marcado por el hecho de que las pinturas del cubismo temprano eran anónimas, y por lo tanto, al no estar firmadas, categóricamente antiindividuales. Por supuesto, esto no duró. Los manifiestos de los movimientos del siglo xx tuvieron pocos años de vida o incluso pocos meses como en el caso del fauvismo. Naturalmente, la influencia duró más, como en el expresionismo abstracto, que aún hoy tiene sus acólitos. ¡Sin embargo, hoy nadie considera que contiene el significado último de la historia!

La cuestión de la era de los manifiestos es que introdujo la filosofía en el corazón de la producción artística. Aceptar el arte como arte significó aceptar la filosofía que lo legitimó, y esa filosofía consistió en un tipo de definición estipulativa de la verdad del arte, a la manera de una relectura tergiversada de la historia del arte como una historia del descubrimiento de su verdad filosófica. A este respecto, mi propia concepción de las cosas tiene mucho en común con estas teorías, con cuya práctica crítica implícita discrepo necesariamente, aunque de un modo diferente del que ellas discrepan entre sí. Lo que mi teoría tiene en común con ellas es, primero, el estar fundada en una teoría filosófica del arte, o mejor dicho, en una teoría para la cual la pregunta filosófica correcta es relativa a la naturaleza del arte. La mía está fundada también en una lectura de la historia del arte de acuerdo con la cual la manera correcta de pensar filosóficamente acerca de la historia fue posible únicamente cuando la historia lo hizo posible, cuando la naturaleza filosófica del arte se alzó como pregunta dentro de la historia del arte mismo. La difference radica aquí, aunque sólo puedo expresarlo esquemáticamente en este momento. Creo que el fin del arte es el acceso a la conciencia de la verdadera naturaleza del arte. Este pensamiento es enteramente hegeliano, y el pasaje en el cual Hegel lo enuncia es famoso:

Bajo todos estos aspectos el arte, por lo que se refiere a su destino supremo, es y sigue siendo para nosotros un mundo pasado. Con ello, también ha perdido para nosotros la auténtica verdad y vitalidad. Si antes afirmaba su necesidad en la realidad y ocupaba el lugar supremo de ésta, ahora se ha desplazado más bien a nuestra representación. Lo que ahora despierta en nosotros la obra de arte es el disfrute inmediato y a la vez nuestro juicio, por cuanto corremos a estudiar el contenido, los medios de representación de la obra de arte y la adecuación o inadecuación entre estos dos polos. Por eso, el arte como ciencia es más necesario en nuestro tiempo que cuando el arte como tal producía ya una satisfacción plena. El arte nos invita a la contemplación reflexiva, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer científicamente lo que es el arte.14

«En nuestro tiempo» se refiere a los días en los que Hegel daba sus conferencias sobre Bellas Artes, que tuvieron lugar por última vez en Berlín, en 1828. Y esto es muy anterior a 1984, cuando alcancé mi propia versión de la conclusión de Hegel.

Ciertamente, parecería que la subsecuente historia del arte debería haber falsado la predicción de Hegel —sólo pensemos cuánto arte fue hecho después, y cuántos tipos diferentes de arte, como testigos de la proliferación de las diferencias artísticas en lo que yo he llamado la era de los manifiestos—. Pero dada la pregunta sobre el estatus de mi predicción, ¿no habrá entonces algún fundamento para suponer que lo mismo que pasó con la declaración originaria de Hegel pasará con la mía, que es al fin y al cabo casi una repetición de la de Hegel? ¿Cuál sería el estatus de mi predicción si el próximo siglo y medio estuviera tan lleno de incidentes artísticos como el período que siguió al de Hegel? ¿No podría entonces ser no solamente falsa, sino ignominios mente falsa?

Hay muchas maneras de ver que la tesis de Hegel fue falsaria por los sucesivos incidentes artísticos. Una manera es reconocer cuán diferente fue el siguiente período de la historia del arte, digamos de 1828 a 1964. Fue precisamente el período que he caracterizado, el período del modernismo concebido como la era de los manifiestos. Pero desde que cada manifiesto apareció como otro esfuerzo por definir filosóficamente al arte, ¿cuán diferente es lo que sucedió de lo que Hegel dijo que iba a suceder? En lugar de dar «goce inmediato», ¿buena parte de este arte no apela a los sentidos sino a lo que Hegel llama juicio, y de ahí a lo que son nuestras creencias filosóficas acerca de qué es arte? ¿Parece entonces que la estructura del mundo del arte consistiera precisamente, no en «crear arte» otra vez, sino en crear arte explícitamente para el propósito de saber filosóficamente qué es el arte? El período desde Hegel hasta aquí, así como la filosofía del arte practicada por los filósofos, fue singularmente estéril, con la excepción de Nietzsche, y quizá de Heidegger, quien argumentó en su epílogo de los «Orígenes de la obra de arte» de 1950 que era demasiado temprano para saber si el pensamiento de Hegel era verdadero o falso:

No se puede eludir el juicio de Hegel sobre estas proposiciones señalando que desde que las conferencias de estética de Hegel fueron pronunciadas por última vez en el invierno de 1828-1829 [...] hemos visto aparecer muchas obras de arte y movimientos artísticos. Hegel no quiso negar esta posibilidad. La pregunta, no obstante, permanece: ¿es el arte todavía una manera esencial y necesaria de la verdad decisiva para nuestra existencia histórica, o es que el arte ya no posee más este carácter?15

La filosofía del arte después de Hegel podrá haber sido estéril, pero el arte, que pugnaba por un entendimiento filosófico de sí mismo, fue muy rico; la riqueza de la especulación filosófica fue una con la riqueza de la producción artística. En la época anterior a Hegel esto no ocurría. Hubo, por supuesto, guerras de estilo, entre disegno y colorito en Italia en el siglo XVI, o entre las escuelas de Ingres y Delacroix en Francia en los tiempos del discurso de Hegel. Pero a la luz de la discusión filosófica que se dio en nombre de los imperativos artísticos del período modernista, estas diferencias fueron menores e insignificantes: había diferencias sobre cómo era la representación pictórica, no diferencias que cuestionaran la representación, que los rivales daban por sentada. En Nueva York en la primera década de este siglo, la gran guerra de estilo fue entre los independientes liderados por Robert Henri, y la Academia. La contienda era relativa al método y al contenido, pero un astuto crítico de arte observó en 1911, después de ver una exposición de Picasso en la Stieglitz’s Gallery 291, que «los pobres independientes deben velar por sus laureles. Ya son números atrasados y pronto los veremos amalgamados con la vieja y muy maltratada Academia Nacional de Diseño».16 Picasso difería de ellos más radicalmente de lo que ellos se diferenciaban entre sí: difería de ellos en el modo en que difieren la filosofía y arte. Y él difería de Matisse y de los surrealistas en el modo en que difiere una posición filosófica de otra. Así que es posible ver la historia del arte posterior al pronunciamiento de Hegel como una confirmación de su posición en lugar de una falsación.

Una posible analogía de la tesis del «fin del arte» se encuentra en la afirmación de Alexandre Kojéve de que la historia llegó a su fin con la victoria de Napoleón en la batalla de Jena en 1806.17 Por historia entiende, por supuesto, el gran relato que Hegel expone en su libro sobre la filosofía de la historia, de acuerdo al cual la historia es la historia de la libertad. Y hay etapas definidas de aquel logro histórico. Kojéve quiere decir que la victoria de Napoleón estableció el triunfo de los valores de la Revolución francesa —libertad, igualdad, fraternidad— en el seno de las reglas aristocráticas según las cuales unos pocos eran libres y la estructura política de la sociedad se fundaba en la desigualdad.

De algún modo, la tesis de Kojéve parece insensata. Después de Jena pasaron muchas cosas: la guerra civil estadounidense, las dos guerras mundiales, el ascenso y la caída del comunismo. Pero éstas, insistía Kojéve, sólo fueron acciones para el establecimiento de la libertad universal —un proceso que finalmente introdujo a África en la historia del mundo—. Lo que otros verían como una refutación aplastante, Kojéve lo vio, en cambio, como una confirmación masiva de la realización de la libertad como la fuerza conductora de la historia en las instituciones humanas.

Por supuesto, no es filosófico todo el arte visual de la era posthegeliana en el modo en que lo es el arte relacionado con los manifiestos. Muchos de ellos alcanzan lo que Hegel denominó «gozo inmediato», lo que entiendo que quiere decir gozo no mediado por una teoría filosófica. Mucho arte del siglo XIX —y especialmente pienso en los impresionistas, a pesar del alboroto que provocaron al comienzo— da un placer inmediato. No se necesita una filosofía para apreciar a los impresionistas, se necesita simplemente sustraerse de una filosofía engañosa que evitó que sus primeros espectadores los vieran como eran. Las obras impresionistas son estéticamente placenteras, lo que en parte explica por qué son hondamente admiradas por personas que no son especialmente partidarias del arte de vanguardia y también por qué son tan caras: nos recuerdan que escandalizaron a los críticos, y son al mismo tiempo tan placenteras que dan a aquellos que las coleccionan un terrible sentido de superioridad intelectual y crítica. Pero el asunto filosófico que se debe resaltar es que en la historia no hay ángulos rectos y nítidos, que ésta no se detiene. Hubo pintores que trabajaron en el estilo expresionista abstracto mucho tiempo después de que el movimiento acabara, principalmente porque creían en él y sentían que aún era válido. El cubismo definió muchas pinturas del siglo xx mucho tiempo después de que acabara el gran período de la creatividad cubista. Las teorías del arte dieron significado a las actividades artísticas en el período modernista, aun después de que dichas teorías tuvieran un papel histórico en el diálogo entre los distintos manifiestos. ¡El mero hecho de que el comunismo haya acabado como movimiento histórico mundial no implica que no haya comunistas en el mundo! Aún hay monárquicos en Francia, nazis en Skokie, Illinois, y comunistas en las junglas de América del Sur.

Y del mismo modo, aún hay experimentos filosóficos modernistas en el arte después del fin del arte, como si el modernismo no hubiese concluido, como verdaderamente no ha concluido en las mentes y prácticas de quienes continúan creyendo en él. Sin embargo, la verdad profunda del presente histórico, me parece, se vincula con el fin de la era de los manifiestos; porque la premisa subyacente en los manifiestos del arte es filosóficamente indefendible. Un manifiesto singulariza el arte que él justifica como verdadero y único, como si el movimiento que expresa hubiera hecho un descubrimiento filosófico de qué es esencial en el arte. No obstante, el verdadero descubrimiento filosófico, creo, es que no hay un arte más verdadero que otro y que el arte no debe ser de una sola manera: todo arte es igual e indiferentemente arte. La mentalidad que se expresó a sí misma en manifiestos buscó lo que se suponía era una vía filosófica para distinguir el arte real del pseudoarte, del mismo modo que ciertos movimientos filosóficos se esforzaron por encontrar un criterio para distinguir las cuestiones genuinas de las pseudocuestiones. Las pseudocuestiones parecen ser genuinas y cruciales, pero sólo son preguntas en el sentido gramatical más superficial. Por ejemplo, Ludwig Wittgenstein escribió en su Tractatus Logico-philosophicus: «La mayor parte de las proposiciones y cuestiones que se han escrito sobre materia filosófica no son falsas, sino sin sentido. No podemos, pues, responder a cuestiones de esta clase de ningún modo, sino solamente establecer su sinsentido».18 Esta visión fue transformada en un grito de batalla por el positivismo lógico, que se dedicó a la extirpación de todo principio metafísico mediante la demostración de su sinsentido. Era un sinsentido, pensaban los positivistas (aunque no Wittgenstein), porque era inverificable. Desde su punto de vista las únicas proposiciones significativas eran las de la ciencia, y la ciencia estaba determinada por su verificabilidad. Esto, por supuesto, dejó planteada la pregunta acerca de qué pasaba con la filosofía; y la verdad fue que el criterio de verificación se volvió inevitablemente en contra de sus defensores, disolviéndose a sí mismo como un sinsentido. Para Wittgenstein la filosofía se desvanecía, dejando atrás únicamente la actividad de demostrar su sinsentido. Una posición paralela en el arte pictórico podría haberlo considerado lo único significativo, por ser el único arte que era esencialmente arte, los lienzos blancos o negros monocromos, cuadrados planos y opacos una y otra vez, como en la heroica visión de Ad Reinhardt. Todo lo demás no era arte, con la dificultad de saber qué era si no. Pero en el período de la competencia entre los manifiestos, declarar que algo no era —no era realmente— arte era una postura crítica habitual. Fue acompañada en la filosofía de mi educación temprana por la declaración de que algo no era —realmente— filosofía. Lo máximo que aquellas críticas concebían era que Nietzsche —o Platón, o Hegel— podrían haber sido poetas. Lo máximo que sus contrapartidas artísticas podían permitir es que algo que no era realmente arte fuera ilustración o decoración, o algo menor. «Ilustrativo» y «decorativo» eran epítetos críticos de la era de los manifiestos.

Desde mi punto de vista, la pregunta acerca de qué es real o esencialmente el arte —en contraposición a qué es aparente o inesencialmente— fue la forma incorrecta de la pregunta filosófica que se debe tener en cuenta, y las opiniones que anticipé en varios ensayos acerca del fin del arte intentaron sugerir cuál debería ser la forma real de dicha pregunta. Tal como lo vi, la formulación de la pregunta es: ¿cuál es la diferencia entre una obra de arte y algo que no es una obra de arte cuando no hay entre ellas una diferencia perceptiva interesante? Lo que me hizo ver esto fue la exhibición de las esculturas Brillo Box de Andy Warhol en la extraordinaria exposición de la Galería Stable de la calle 74 East de Manhattan, en abril de 1964. Como aquellas cajas aparecieron en la era de los manifiestos (que contribuyeron a destronar), muchos dijeron entonces —en tanto vestigios de aquella era— que lo que Warhol había hecho no era realmente arte. Sin embargo, yo estaba convencido de que lo era, y para mí la pregunta excitante, la pregunta realmente profunda era dónde está la diferencia entre ellas y las cajas de Brillo de los supermercados, dado que ninguna explica la diferencia entre la realidad y el arte. He argumentado que todas las preguntas filosóficas tienen esta forma: dos cosas aparentemente indiscernibles pueden pertenecer, al menos momentáneamente, a diferentes categorías filosóficas.19 El ejemplo más famoso es la «Primera Meditación» de Descartes, que abre la filosofía moderna, donde descubre que no hay señales internas para distinguir entre soñar y estar despierto. Kant trata de explicar la diferencia entre una acción moral y una que se le parece con exactitud, pero se remite meramente a los principios de la moralidad. Heidegger muestra, creo, que no hay diferencia aparente entre una vida auténtica y una inauténtica, aunque momentáneamente haya una diferencia entre autenticidad e inautenticidad. Y la lista podría ser extendida hasta los límites de la filosofía. Hasta el siglo XX se creía tácitamente que las obras de arte eran siempre identificables como tales. El problema filosófico ahora es explicar por qué son obras de arte. Con Warhol queda claro que una obra de arte no debe ser de una manera en especial; puede parecer una caja de Brillo o una lata de sopa. Pero Warhol es sólo uno de los artistas que han hecho este descubrimiento profundo. Las distinciones entre música y ruido, entre danza y movimiento, entre literatura y mera escritura, que fueron contemporáneas con el abrirse camino de Warhol, son paralelas en todos los sentidos.

Estos descubrimientos filosóficos aparecieron en un determinado momento en la historia del arte y me hicieron ver que la filosofía del arte era rehén de la historia del arte en el sentido en que la verdadera formulación de la pregunta filosófica, relativa a la naturaleza del arte, no podría haber sido hecha hasta que fuera históricamente posible hacerla —hasta que fue históricamente posible que hubiera obras de arte como la Brillo Box—. Hasta aquí fue una posibilidad histórica, no filosófica: después de todo incluso los filósofos están constreñidos por lo que es históricamente posible. Una vez que la pregunta ha sido traída a la conciencia en un determinado momento del desarrollo histórico del arte, ha sido alcanzado un nuevo nivel de conciencia filosófica. Esto significa dos cosas. Significa en primer lugar que, siendo traído a este nivel de la conciencia, el arte no carga con la responsabilidad de su propia definición filosófica. Esto es tarea de los filósofos del arte. Segundo, significa que de ningún modo las obras de arte necesitan parecerlo, dado que una definición filosófica del arte debe ser compatible con cualquier tipo de arte, con el arte puro de Reinhardt, pero también con el ilustrativo y decorativo, figurativo y abstracto, antiguo y moderno, de Oriente y de Occidente, primitivo y no primitivo, por más que éstos puedan diferir el uno del otro. Una definición filosófica debe capturar todo sin excluir nada. Pero esto significa que no hay ninguna dirección histórica artística que el arte pueda tomar a partir de ese punto. Para el siglo pasado, el arte había sido dirigido hacia una autoconciencia filosófica, y se sobrentendía que el artista debía producir arte que encarne la esencia filosófica del arte. Ahora podemos ver que este camino es errado, y con un entendimiento más claro reconocemos que la historia del arte no tiene una dirección que tomar. El arte puede ser lo que quieran los artistas y los patrocinadores.

Retornemos a 1984 y a las lecciones de aquel año contra lo que había sido previsto por la desgarradora visión novelística de Orwell sobre la forma de las cosas que se avecinan. Los aterradores Estados monolíticos que Orwell vaticinó fueron dirigidos por manifiestos en al menos dos de tres casos, y el más célebre entre todos fue el Manifiesto comunista de Marx y Engels. Lo que demostró el año 1984 es que se ha deshecho la filosofía de la historia que encarnaba ese documento, y que fue cada vez menos posible concebir dicha historia como encarnación de las leyes históricas «trabajando con voluntad de hierro hacia resultados inevitables», leyes sobre las que Marx escribió en el prefacio de la primera edición de El capital. Realmente, Marx y Engels no caracterizaron, excepto mediante una negación, el «inevitable resultado» de la historia, consistente en que ésta se podría liberar del conflicto de clases que había sido su fuerza directriz. Sintieron, en algún sentido, que la historia se podría detener cuando las contradicciones de clase se hubieran resuelto, y que el período posthistórico podría ser en cierto modo una utopía. De algún modo, ofrecieron cautelosamente una visión de la vida en el período posthistórico, en el famoso pasaje de su Ideología alemana. En lugar de individuos forzados a «una particular, exclusiva esfera de actividad», escribieron que «cada uno se puede realizar en la rama que desee». Esto «hace posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado en la noche, criticar después de la cena, tal como tengo en mente, sin llegar a ser cazador, pescador, pastor o crítico».20 En una entrevista de 1963, Warhol expresó de este modo el espíritu de este maravilloso pronóstico: «¿Cómo alguien podría decir que algún estilo es mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser un expresionista abstracto la próxima semana, o un artista pop, o un realista, sin sentir que ha concedido algo».21 Esto está bellamente expresado. Es una respuesta al arte conducido por manifiestos, cuyos practicantes consideraban como crítica esencial de otro arte el que no tuviese el «estilo» correcto. Warhol dice que eso ya no tiene sentido: todos los estilos tienen igual mérito, y ninguno es mejor que otro. No es necesario decir que esto deja abiertas las opciones de la crítica. Esto no implica que todo el arte sea igual o indiferenciadamente bueno. Sólo significa que lo bueno y lo malo en materia de arte no tiene que ver con el estilo correcto o estar en el manifiesto correcto.

Esto es lo que quiero decir con el fin del arte. Significa el fin de cierto relato que se ha desplegado en la historia del arte durante siglos, y que ha alcanzado su fin al liberarse de los conflictos de una clase inevitable en la era de los manifiestos. Por supuesto, hay dos maneras de liberarse de conflictos. Una manera es eliminar todo lo que no se ajusta a nuestro manifiesto. Políticamente, esto toma forma en la purga étnica. Donde no hay más tutsis, no hay más conflictos entre tutsis y hutus. Donde no hay bosnios, no hay conflictos con los serbios. La otra manera es vivir juntos sin necesidad de discriminarse; decir qué diferencia hace que alguien sea el que es, sea tutsi o hutu, bosnio o serbio. La pregunta es qué tipo de persona es usted. La crítica moral sobrevive en la era del multiculturalismo, como la crítica de arte sobrevive en la era del pluralismo.

¿Hasta qué grado mi predicción se basa en la práctica actual del arte? Mire alrededor. ¡Qué maravilloso sería creer que el mundo plural del arte del presente histórico sea un precursor de los hechos políticos que vendrán!