Si intentamos volver a la perspectiva de los artistas y críticos de principios de los años sesenta, poniendo entre paréntesis cómo la historia del arte se construyó a sí misma desde entonces hasta ahora, y tratamos de reconstruir el Vergangene Zukunft —cómo apareció el futuro en ese momento del pasado para quienes entonces lo vivían como presente—, parecería que el futuro estaba en el expresionismo abstracto y en sus defensores. El paradigma renacentista había durado casi seiscientos años, y por la misma razón se podría suponer que el paradigma de Nueva York duraría por lo menos lo mismo. Seguramente, el paradigma del Renacimiento pasó a ser el de un desarrollo progresivo —para sostener un relato— y, aunque en el pensamiento de Clement Greenberg el modernismo tuvo un desarrollo progresivo, es difícil suponer que ese aspecto del pensamiento de Greenberg fuera muy compartido o incluso muy conocido. Pero tal vez se podría inducir un argumento para su longevidad a partir de la diversidad de la misma Escuela de Nueva York, que fue concebida por figuras con métodos artísticos peculiares. Pollock, De Kooning, Kline, Newman, Rothko, Motherwell, Still: cada uno de ellos era particularmente él mismo y tan diferente al resto que uno nunca habría podido deducir las posibilidades del estilo de Rothko, teniendo en cuenta que el mismo Rothko no lo encontró, dada la disyunción con los estilos que definieron a la Escuela de Nueva York. Entonces, debió parecer que, como las nuevas personalidades se volvieron parte de la escuela, se podría esperar que aparecieran estilos nuevos jamás imaginados, sin límite interno en cuanto a número y variedad, tan diferentes de los estilos existentes como lo eran esas personalidades entre sí.
Si la abstracción tuvo el futuro en su mano, ¿qué pasó con los realistas? Todavía existían en gran número en Estados Unidos, e incluso en Nueva York. Los realistas no estaban preparados para ceder el futuro al expresionismo abstracto, lo que significaba que su presente era de protesta y batalla estética. Se sentían entre la espada y la pared, no solamente con relación a la historia del arte, sino también a la producción práctica del arte, porque el expresionismo abstracto sacudía la infraestructura institucional del mundo del arte y parecía que la abstracción era un enemigo que debía ser derrotado, o al menos repelido. Parecía que el futuro como artista, e incluso la pregunta de si uno tenía un futuro como artista, dependía de lo que se hacía en ese momento y lugar.
Consideremos el caso de Edward Hopper. Hay una línea directa que desciende desde Thomas Eakins a través de Robert Henri a Hopper, en la cual Henri fue un estudiante de Eakins y Hopper lo fue de Henri —y el mismo Eakins descendía de la Academia de Bellas Artes de París y del pintor Gérôme—. El expresionismo abstracto, incluso el alto modernismo, intersectan esa historia como un meteoro intersecta el ritmo ordinario de los planetas del sistema solar. Hopper hubiera podido estar totalmente satisfecho de trazar los posteriores alcances del proyecto de Eakins, como hizo Henri, quien lideró la batalla contra las prácticas de la Academia Nacional de los autodenominados Artistas Independientes. En 1913, e incluso antes en la galería Stieglitz, artistas como Picasso y Matisse fueron presencias marginales, demasiado salvajes a su manera para constituir una amenaza seria al arte tal como Henri, sus seguidores y sus enemigos lo entendían. Pero en la era de Hopper, el expresionismo abstracto difícilmente podía ser considerado como marginal. Hopper y los artistas que lo entendieron, incluso aquellos que él entendió como marginales, todos corrían el riesgo de ser excluidos. Y la Academia no representaba ningún obstáculo o amenaza, como lo había representado para Henri, y, en cierta medida, para Eakins. Incluso Eakins determinó el proyecto que Henri transformó en una ideología estética y que Hopper adoptó como natural.
Consideremos el tratamiento del desnudo. Eakins reaccionó contra la manera artificial en que los pintores presentaron el desnudo en el salón de 1868, cuando era todavía un estudiante en la Academia de Bellas Artes de París: «Las pinturas son de mujeres desnudas, paradas, sentadas, acostadas, volando, bailando, sin hacer nada», escribió, «las llaman Frinés, Venus, ninfas, hermafroditas, huríes y nombres propios griegos». Se proponía pintar desnudos en una situación real, en lugar de «diosas joviales de variadas complexiones, en medio de árboles de delicioso verde arsénico y gentiles flores de cera [...] Odio la afectación».1 Fue entonces que pintó el grandioso William Rush Carving His Allegorical Figure of the Skuylkill River después de su retorno a Filadelfia, para la Exposición del Centenario en 1876. La pintura muestra el desnudo como modelo, una de las formas en las que una mujer aparece desvestida naturalmente. Henri, quien fundó la autollamada Ash Can School, no sólo mostró como modelos mujeres desnudas, sino que lo hizo en una forma del todo natural, mostrando lo real contrastado con la figura idealizada de la mujer sin ropas. Y, cuando pintó el desnudo, Hopper lo hizo en las situaciones eróticas en las que la mujer está naturalmente desvestida, como en Girlie Show de 1941 o Morning Sunshine de 1952, donde uno siente que la mujer está fantaseando. No hay nada especialmente moderno en esas pinturas de Hopper: era, virtualmente, como si el final del siglo XIX continuara encapsulado en el siglo xx, y como si el modernismo, tal como lo entendemos, no hubiese sucedido nunca. Por supuesto que las pinturas de Eakins, con sus sombras y luces doradas, tienen ese aire de las pinturas de los Viejos Maestros que jamás tuvieron las pinturas de Hopper: sus pinturas son descarnadas y claras, sin sombras inexplicables, o, por así decir, metafísicas.
Sin embargo, el modernismo es un concepto que tuvo un desarrollo. De hecho, Hopper fue incluido en la segunda muestra «Pinturas de diecinueve norteamericanos vivos», del Museo de Arte Moderno, en 1929. Cuando Alfred Barr le organizó una retrospectiva en el museo en 1933, opinó que Hopper era «el pintor más excitante de Estados Unidos». La muestra fue criticada por el crítico Ralph Pearson2 como «el reverso de lo que caracteriza al movimiento modernista»; y Barr nos brindó una profunda percepción acerca de cómo el modernismo era entendido por la institución más estrechamente, asociada con ese movimiento en Estados Unidos y, ciertamente, en 1929 en el mundo: acusó a Pearson de tratar «de transformar una implicación temporal y popular de la palabra moderno en una etiqueta académica y relativamente permanente».3 El modernismo de alrededor de 1933 era muy diferente del modernismo de alrededor de 1960, cuando Clement Greenberg escribió su ensayo canónico «Modernist Painting». Entonces, el modernismo estaba demasiado cercano a ellos, y su legado era distinto del legado del expresionismo abstracto: Greenberg obtuvo cierto placer al advertir la muerte del último en 1962, pero, cuando lo escuché hablar en 1992, sentía que el modernismo podría seguir adelante, aunque pareciera estar estancado. De cualquier manera, en 1933 lo «moderno» implicaba una tremenda diversidad en el arte: los impresionistas y postimpresionistas, incluyendo Rousseau; los surrealistas, los fauvistas y los cubistas. Y, por supuesto, estaban los abstraccionistas, los suprematistas y los no objetivistas. Aunque sentían que eran meramente una parte de la contemporaneidad, lo que también incluye a Hopper, y que ese modernismo no era una amenaza para el realismo. No obstante, en los años cincuenta, y especialmente como consecuencia del inmenso éxito crítico del expresionismo abstracto, el tipo de arte del que Hopper era ejemplo estuvo en peligro de ser aplastado por un modernismo definido estrechamente en términos de abstracción. Lo que había sido una parte amenazaba convertirse en la totalidad. El futuro parecía desprotegido para el arte tal como Hopper y los suyos lo entendían. Esto definió su presente como un campo de batalla al estilo de las guerras del siglo XX.
Gail Levin narra el compromiso de Hopper en la campaña contra la abstracción o como lo llamaban el gobbledegook. Ellos apoyaron la acción tomada por un grupo de pintores realistas contra el Museo de Arte Moderno, que favorecía a la abstracción y al «arte no objetivo» excluyendo al realismo. Se espantaron de la manera en que la anual del Whitney de 1959-1960 estuvo marcada por la dispersión de las telas realistas (una protesta que se repitió el 29 de septiembre de 1995). Se juntaron con otros artistas, escribió Jo Hopper en su diario, «para preservar la existencia del realismo en el arte y contra la usurpación al por mayor de lo abstracto por parte del Museo Moderno, el Whitney, y todos los que lo extienden a través de la mayoría de las universidades en favor de aquellos que no pueden soportar ni suscribir a le dernier cri de Europa».4 Ayudaron a divulgar una revista llamada Reality, que tuvo muchas ediciones. Sentían sinceramente que, si no persistían en sus esfuerzos, la pintura realista estaría condenada.
No creo que sea posible comunicar la energía moral que hubo en aquellos años dentro de esa división entre abstracción y realismo por parte de ambos. Tenía una intensidad casi teológica, y en otro estadio de la civilización ciertamente ellos podrían haberse quemado en las piras. En aquellos días, un artista joven que hiciera pintura figurativa lo hacía con la intención de defender una práctica peligrosa y herética. La «corrección estética» cumplía el papel de lo que hoy se entiende como «políticamente correcto», y las acciones de los Hopper y sus cohortes expresaban la indignación y el choque que todos los libros conservadores acerca de la corrección política expresan hoy, aunque se debe recordar cómo los realistas estaban libremente destinados al olvido artístico por aquellos que ideologizaron la abstracción. Por supuesto, los realistas sintieron amenazada su propia existencia, la cual tal vez se relacionaba con la forma en que los profesores se sentían amenazados con perder su crédito, o al menos habrían temido semejante pérdida, a no ser que su discurso y su vocabulario de clase se comprometieran con una línea de pensamiento.
Cualesquiera fueran los méritos de la analogía, el conflicto había terminado esencialmente en cinco o seis años. Greenberg es un caso interesante para ser examinado bajo esta luz. En 1939, vio la abstracción como históricamente inevitable: la abstracción era, como dijimos que argumentó en «Toward a Newer Laocöon», un «imperativo [que] viene de la historia». En «The Case of Abstract Art» de 1959, expresó que la representación es irrelevante, que «la unidad formal abstracta de una pintura de Tiziano es más importante para su calidad que aquello que la pintura representa» —un punto concebido con anterioridad por Roger Fry—. «Es un hecho», continúa Greenberg, «que las pinturas representacionales son esencialmente mejor apreciadas cuando la identificación de lo que representan está sólo secundariamente presente en nuestra conciencia». Insiste en repetir esta odiosa caracterización en su ensayo canónico «Modernist Painting» de 1960, donde escribió que la «pintura modernista en su última fase no abandonó en principio la representación de objetos reconocibles. Lo que abandonó fue la representación del tipo de espacio que ocupan los objetos reconocibles». Lógicamente, la pintura lo hizo para apartarse de la escultura, según su famoso argumento, y es posible observar claramente que esta distinción sitúa a Hopper y a los realistas en un escalón de la evolución histórica más bajo, al mismo tiempo que da credibilidad a artistas como Stuart Davis o Miró. Sin embargo, en 1961 ascendió a un nivel desde donde pudo decir que hay bien y mal en todos nosotros, por lo que incluso la abstracción había perdido su carácter de destino histórico: «Hay arte abstracto malo y bueno». Hacia 1962, el expresionismo abstracto había terminado, aunque en ese año no fuera inmediatamente evidente para nadie.
Hopper y los realistas percibieron un futuro que los excluiría si no luchaban, de la misma manera, supongo, que las facciones en Bosnia deben sentirlo con respecto a su país. Pero sólo en unos pocos años Greenberg pudo decir que no hay una diferencia básica entre los abstraccionistas y los realistas, dado que había un nivel en el cual lo que importaba era la calidad, no la manera, la cual es en parte la situación actual. El Armory Show de 1913 hizo evidente que la diferencia entre los independientes y los académicos fue sólo momentánea, en contraste con la diferencia entre ambos y el cubismo o el fauvismo, como hoy tiene mucha menos importancia la diferencia entre figuración y abstracción (dado que ambas son formas de la pintura) que la diferencia entre cualquier tipo de pintura y el vídeo, digamos, o el arte performativo. Hacia 1911, el futuro de los pintores Ash Can y los académicos era un Vergangene Zukunft, como fue, hacia 1961, el futuro de los realistas y los abstraccionistas. Identificaron el futuro del arte con el de la pintura, y el futuro, como sucedió, puso repentinamente a la pintura en la posición que la abstracción había ocupado en los primeros años del modernismo como lo definió el Museo de Arte Moderno: sólo como una de un gran número de posibilidades artísticas. La formulación íntegra de la historia del arte había sufrido un cambio, aunque fuera difícil de percibir a principios de los sesenta cuando el arte y la pintura eran virtualmente sinónimos. Además, es sorprendente que ni los defensores del expresionismo abstracto como Greenberg ni sus oponentes fueran capaces de percibir el presente histórico en el que vivían, porque cada uno de ellos concibió el futuro de manera que las cosas parecieran irrelevantes tal como eran en realidad.
La causa del cambio, desde mi punto de vista, fue la aparición de algo que desafortunadamente fue llamado arte pop; nuevamente según mi punto de vista, el movimiento artístico más crítico del siglo. Algo empezó subrepticiamente a principios de los años sesenta —en el sentido de que sus impulsos fueron disfrazados bajo gotas y chorros de pintura a la manera del expresionismo abstracto, emblema en aquellos tiempos de la legitimidad artística—. Pero hacia 1964 se había quitado las máscaras y se mostró tal como era en toda su realidad. Es bastante interesante que el Whitney decidiera montar una retrospectiva de Hopper en 1964. Ciertamente, esto tuvo muy poca relación con los esfuerzos de los realistas, o con su revista Reality, o con sus líneas cercadas en el frente de los museos, o con sus cartas en apoyo a los ataques de John Canaday al expresionismo abstracto en el New York Times. «La decisión de organizar la retrospectiva llegó en un momento en que los artistas más jóvenes, especialmente entre los movimientos pop y fotorrealista, estaban experimentando un renovado interés en el realismo y en uno de sus principales exponentes.»5 «En un momento en que los artistas más jóvenes [...] experimentaban un renovado interés», deja abierta la posibilidad de si se trata de una causa o de una mera coincidencia. Incluso el expresionismo abstracto «experimentó un interés» en Hopper; al menos De Kooning lo experimentó, aunque se podría considerar como un miembro comprometido del movimiento debido al uso de lo figurativo. «Estás haciendo figuras», le atacó Pollock. «Estás haciendo todavía la misma maldita cosa. Sabes que nunca vas a dejar de ser un pintor figurativo.»6 Y es legendario el revuelo de la crítica cuando De Kooning exhibió Women en la galería Sidney Janis, en 1953: había traicionado, o al menos arriesgado «nuestra revolución [abstracta] en la pintura». Pero De Kooning dijo a Irving Sandler en 1959 que «Hopper es el único norteamericano que conozco que puede pintar el Merritt Parkway».7 Antes que el imaginario gráfico popular se volviera temático en el pop, los estudiosos encontraron en Hopper a un «predecesor», pensando en la forma en que pintó las palabras «Ex Lax» en su pintura de una farmacia, o el Togo de Mobil Gas en su célebre imagen de una estación de servicio. Pero ésas son sólo apariencias que no arrojan luz ni sobre Hopper ni sobre el pop. Debemos realmente tratar de pensar en el pop —o al menos creo que debemos pensar el pop— de una manera más filosófica. Suscribo un relato de la historia del arte moderno en el que el pop tiene una función filosóficamente central. En mi relato, el pop marcó el fin del gran relato del arte occidental al brindarnos la autoconciencia de la verdad filosófica del arte. Que fuera el más inverosímil mensajero de la profundidad filosófica es algo que yo confieso de buena gana.
En este punto quisiera insertarme a mí mismo en el relato, porque estoy refiriendo un evento que viví. Cuando los artistas muestran sus diapositivas y hablan sobre sus obras, habitualmente informan sobre aspectos decisivos en su desarrollo. Es menos común que lo hagan los historiadores o los filósofos, pero tal vez se justifique dado que mi experiencia con el movimiento pop fue un conjunto de respuestas filosóficas que guiaron el pensamiento que determinó mi invitación a dictar las conferencias en las que se basa este libro. Mi propio Vergangene Zukunft en los años cincuenta, tan alejado de la pintura, fue uno en el que esa realidad estaba representada gesticular-mente, exactamente como Women de De Kooning o sus siguientes paisajes, al estilo de Merritt Parkway. Entonces, en el grado en que participé en las controversias (las cuales eran, en todo caso, inevitables si uno se asociaba en esos años con los artistas), yo era demasiado abstracto para los realistas y demasiado realista para los abstraccionistas. En los cincuenta intentaba hacer una carrera artística, y mi propia obra buscaba hacer presente ese futuro. Pero también intentaba hacer una carrera filosófica, y tengo el más vívido recuerdo de la primera obra pop que vi, en la primavera de 1962. Vivía en París y trabajaba en un libro que apareció unos años más tarde bajo el título algo intimidatorio de Analytical Philosophy of History. Me detuve un día en el Centro Americano para leer algunos periódicos, y vi The Kiss de Roy Lichtenstein en Art News, la publicación más importante de arte en aquellos años. Descubrí el pop de la misma manera que lo descubrió cualquiera en Europa —a través de las revistas de arte, que eran, como ahora, las principales mensajeras de la influencia artística—. Y debo decir que quedé aturdido. Supe que era un momento sorprendente e inevitable, y en mi propia mente entendí de inmediato que, si era posible pintar algo como eso —y ser tomado en serio por la principal publicación de arte—, entonces todo era posible. Y (aunque no se me ocurrió enseguida), si todo era posible, entonces no había un futuro específico; si todo era posible, nada era necesario o inevitable incluyendo mi propia visión de un futuro artístico. Para mí eso significaba que, como artista, estaba bien hacer cualquier cosa que quisiera. Esto también significó que perdiera el interés en hacer arte y pronto lo dejé. A partir de ese punto fui simplemente un filósofo, y lo seguí siendo hasta 1984, en que empecé a ser un crítico de arte. Cuando volví a Nueva York estaba ansioso por ver las nuevas obras, y empecé a ver las muestras en las galerías Castelli y Green, donde las pinturas pop y otras se sucedían todo el tiempo, incluso en el museo Guggenheim. Hubo una exposición singular en Janis. Mi gran experiencia, descrita con frecuencia, fue mi encuentro con Brillo Box de Warhol en la galería Stable en abril de 1964, el mismo año de la retrospectiva de Hopper en el Whitney. Fue un momento muy excitante tan sólo porque toda la estructura del debate, que había definido la escena del arte de Nueva York hasta ese momento, había dejado de tener sentido. Se requería una teoría enteramente nueva y diferente de las teorías del realismo, de la abstracción y del modernismo que habían definido la discusión para Hopper, sus aliados y sus oponentes. Casualmente, fui invitado ese año a Boston a leer una ponencia de estética para la Asociación Norteamericana de Filosofía. La persona que antes había sido invitada a hacerlo renunció, y el responsable del programa pensó en mí para sustituirla. La ponencia fue titulada «The Art World»8 y fue el primer esfuerzo filosófico por ocuparse del nuevo arte. Tengo cierto orgullo de que Warhol, Lichtenstein, Rauschenberg y Oldenberg fueran discutidos en The Journal of Philosophy —que publicó las ponencias del simposio de la APA (Asociación Norteamericana de Filosofía)— mucho antes de que se los catalogara de algún modo. Y esa ponencia no sólo fue muy citada en años posteriores en las copiosas bibliografías sobre el pop, sino que realmente se volvió básica para la estética filosófica en la segunda mitad de este siglo. Ésta es otra señal de cuán distantes se han mantenido el mundo del arte y el de la filosofía, por más profundamente relacionados que estén el arte y la filosofía en la filosofía de lo que Hegel llamó Espíritu Absoluto.
En particular, lo que me conmocionó del pop en esa época fue la forma en que subvertía una antigua enseñanza de Platón, quien relegó el arte mimético al último escalón imaginable de la realidad. El mejor ejemplo aparece en el libro décimo de la República, donde Platón especifica los tres grados de realidad de la cama: como la idea o forma, como la puede hacer un carpintero y como la puede concebir un pintor imitando al carpintero que a su vez imitó la forma. Hay vasos griegos donde el artista muestra a Aquiles en la cama, con el cadáver de Héctor echado boca abajo en el suelo cerca de él, o a Penélope y Ulises conversando cerca de la cama que Ulises construyó para ella. Platón quiere decir que, dado que imitan sin conocer la primera cosa que, a su vez, ha sido imitada (como Sócrates quiso explicar en un diálogo despectivo con Ión el rapsoda), los artistas carecen de conocimiento. Ellos «conocen» sólo las apariencias de las apariencias. Y ahora, de repente, en el mundo del arte de principios de los años sesenta, se empezaron a ver camas reales —las de Rauschenberg, Oldenberg y no mucho después la de George Segal—. Fue como si los artistas empezaran a cerrar la brecha entre el arte y la realidad. Y la pregunta entonces era qué hacía que esas camas fuesen arte si eran, después de todo, camas. Sin embargo, nada en la literatura lo explica. A propósito de esta cuestión, comencé a desarrollar algo semejante a una teoría en «The Art World», lo cual dio pie, entre otras cosas, a la teoría institucionalista del arte de George Dickie. La Brillo Box generalizó la pregunta. ¿Por qué era una obra de arte cuando los objetos a los que se parece exactamente, al menos bajo un criterio perceptivo, son meras cosas, o, al menos, meros artefactos? E incluso siendo artefactos, el paralelo entre ellos y lo que hizo Warhol era exacto. Platón no hubiera podido discriminarlos como hizo con las camas y las pinturas de las camas. De hecho, las cajas de Warhol eran muy buenas piezas de carpintería. El ejemplo deja claro que la diferencia entre arte y realidad no se puede entender mediante elementos puramente visuales, ni enseñar el significado de la «obra de arte» por medio de ejemplos. Aunque los filósofos habían supuesto que se podía. Entonces, Warhol y en general los artistas pop no dieron casi ningún valor a todo lo escrito por los filósofos del arte, o a lo sumo le dieron una significación local. El arte mostró a través del pop cuál era la pregunta filosófica natural sobre el arte. Era ésta: ¿qué diferencia una obra de arte de algo que no lo es si, de hecho, parecen exactamente iguales? Tal pregunta no se podría formular nunca cuando uno podía enseñar el significado del «arte» mediante ejemplos, o cuando la distinción entre arte y realidad parecía ser perceptiva, como la diferencia entre la pintura de una cama en un vaso y la cama real.
Me pareció que, si el problema filosófico del arte había sido aclarado desde dentro de la historia del arte, entonces esa historia había llegado a un fin. La historia del arte occidental se divide en dos episodios principales, lo que llamé el episodio Vasari y lo que llamé el episodio Greenberg. Ambos son progresivos. Vasari, definiendo el arte como representacional, lo concibe como una búsqueda a través del tiempo para mejorar «las apariencias visuales». Ese relato concluyó en la pintura cuando el cine demostró ser sobradamente mejor para retratar la realidad. El modernismo empezó preguntándose qué debería hacer la pintura a la luz de esto. Y empezó a buscar su propia identidad. Greenberg definió el nuevo relato en términos de un ascenso a las condiciones identificatorias del arte, específicamente lo que diferencia al arte de la pintura de cualquier otro arte, y lo encontró en las condiciones materiales del medio. El relato de Greenberg es muy profundo, pero concluye con el pop, sobre el que nunca fue capaz de escribir sino desdeñosamente. Llegó a un final cuando el arte llegó a un final, cuando el arte, tal como era, reconoció que la obra de arte no tenía que ser de ninguna manera especial. Empezaron a aparecer consignas como «Cualquier cosa es una obra de arte» o la de Beuys «Cualquiera es un artista», lo cual nunca había sucedido en ninguno de los grandes relatos que cito. Había terminado la historia de la pesquisa del arte tras la identidad filosófica. Y ahora que terminó, los artistas fueron libres de hacer cualquier cosa que quisieran. Era como el abad de Theleme de Rabelais, cuyo mandato era un antimandato «Fay ce que voudras» (haz lo que quieras). Pintar casas solitarias de Nueva Inglaterra o hacer mujeres fuera de la pintura o hacer cajas o pintar cuadrados. Ninguna cosa es más correcta que otra. No hay una sola dirección. De hecho, no hay direcciones. Y esto es lo que quería decir con el fin del arte cuando empecé a escribir sobre eso a mediados de los ochenta. No que muriera o que los pintores dejaran de pintar, sino que la historia del arte, estructurada mediante relatos, había llegado al final.
Hace algunos años di una conferencia en Múnich titulada «Treinta años después del fin del arte». Una estudiante hizo una pregunta de interés. Para ella, dijo, 1964 no fue en realidad un año relevante, y estaba sorprendida de que yo le diera tanta importancia. Lo que más le interesó fueron los exaltados de 1968 y la aparición de la contracultura. Ella no había encontrado fabuloso 1964 siendo estadounidense. Fue el año de nuestro «Verano de libertad», durante el cual los negros, con el apoyo de miles de blancos, muchos de los cuales se desplazaron al sur para registrar a los votantes negros, trabajaron para hacer reales las libertades civiles de una raza enteramente privada de sus derechos de ciudadanía. El racismo no terminó en Estados Unidos en 1964, pero una forma de apartheid que había endurecido la vida política en nuestro país terminó ese año. En 1964, un comité del Congreso por los derechos de las mujeres remitió su fallo, apoyando al vigoroso movimiento feminista detonado por la publicación de Feminine Mystique de Betty Friedan, en 1963. Ambos movimientos libertarios se radicalizaron hacia 1968, sin duda, pero 1964 fue el año de inicio. Y no se puede olvidar que los Beatles hicieron su primera aparición en Estados Unidos en el show de Ed Sullivan en 1964, y ellos fueron emblemas y catalizadores del espíritu de liberación que recorrió el país y después el mundo. El pop se ajusta perfectamente a esto. Fue un auténtico movimiento de liberación singular fuera de Estados Unidos, por vía de los mismos canales de transmisión mediante los cuales aprendí sobre él: las revistas de arte. En Alemania el poderoso movimiento del realismo capitalista de Sigmar Polke y Gerhard Richter estaba directamente inspirado por el pop. En la entonces Unión Soviética, Komar y Melamid inventaron el arte Sots, y se apropiaron, como si se tratase de una pintura, del logo de una caja de cigarrillos con la cara de la perra Laika, muerta en el espacio exterior. La pintura era un retrato realista, una estilizada representación de un perro, y satisfacía los imperativos estilísticos de la pintura oficial soviética, al mismo tiempo que los subvertía retratando a un perro como héroe soviético. En términos de estrategias del mundo del arte, el pop estadounidense, el realismo capitalista alemán y el arte de los Sots rusos se podrían ver como tantas otras estrategias para atacar los estilos oficiales: el realismo socialista en la Unión Soviética, por supuesto, la pintura abstracta en Alemania, donde la abstracción estaba sumamente politizada y era sentida como la única forma aceptable de pintura (lo que es fácilmente comprensible porque la figuración fue politizada por el nazismo), y el expresionismo abstracto en Estados Unidos, que también se había vuelto un estilo oficial. Sólo en la Unión Soviética, hasta donde sé, el arte pop fue objeto de un ataque represivo, en el célebre Bulldozer Show de 1974, cuando los artistas y los periodistas fueron cazados por la policía con Bulldozers. Vale la pena mencionar que la cobertura mundial del evento parecía dar una póliza de seguros a la distensión artística en la Unión Soviética, permitiendo en principio hacer a cualquiera lo que quisiera, de la misma manera que lo que detuvo los golpes a los vindicadores de los poderes civiles en Alabama fue la intensa cobertura televisiva (de algún modo el sur no era capaz de tolerar la imagen de sí mismo que estaba recibiendo el resto del mundo). En todo caso, habría sido difícil ser coherente con el espíritu liberador del arte pop si sus artistas se debían convertir en víctimas de su propio estilo. Me parece que una marca de los artistas después del fin del arte es que no se adhieren a un solo canal creativo: la obra de Komar y Melamid tiene un espíritu malicioso, pero no un estilo visualmente identificable. Estados Unidos ha sido conservador en esto, pero Warhol hizo películas, patrocinó un tipo de música, revolucionó el concepto de la fotografía, de la misma manera que hizo pinturas y esculturas, y por supuesto escribió libros y ganó fama como aforista. Incluso su estilo de vestir, jeans y chaquetas de cuero, se convirtió en el estilo de toda una generación. En este punto disfruto invocando la celebrada visión de la historia después del fin de la historia que Marx y Engels adelantaron en La ideología alemana, en la cual uno puede cultivar, cazar, pescar, o escribir crítica literaria, sin volverse granjero, cazador, pescador o crítico literario. Y, si puedo anexarle una verdadera pieza de artillería filosófica, esta negación a ser alguna cosa en particular es lo que Jean-Paul Sartre llama ser verdaderamente humano. Esto es incoherente con lo que Sartre llamó mauvaise foi (mala fe), o considerarse uno mismo como un objeto, aunque tenga una identidad de camarero si es un camarero, o de mujer si es una mujer. Pienso que el ideal de la libertad sartreana no es necesariamente fácil de vivir y que se verifica mediante una búsqueda de identidad que es parte de la psicología de nuestro tiempo, y por el esfuerzo de integrarse al grupo al que se pertenece, como en la psicología política del multiculturalismo, ciertas formas de feminismo y de ideología «rara», que forman parte del presente. Pero es una marca del momento posthistórico que la búsqueda de la identidad se acentúe en todos aquellos que están, después de todo, lejos de su objetivo —quienes, en la manera en que Sartre plantea las cosas, no son lo que son y son lo que no son—. Los judíos del stetel eran lo que eran, y no tenían que establecer una identidad.
El término pop fue inventado por Lawrence Alloway, mi predecesor inmediato como crítico de arte en The Nation, y, aunque siento que capturó sólo ciertos rasgos superficiales del movimiento, no fue una mala designación en términos de su irreverencia. Su sonido es el ruido de una deflación abrupta, como si explotara un globo. «Descubrimos», escribe Alloway:
que tuvimos en mente una cultura vernácula que persistió más allá de cualquier interés especial o destreza que cualquiera de nosotros pudiera poseer, en el arte, o la arquitectura, o el diseño, o la crítica del arte. El área de contacto fue producida por la cultura urbana de masas: películas, publicidad, ciencia-ficción, música pop. (Esto, se puede observar, es la lista de lo que se publica habitualmente hoy en cada edición de ArtForum.) No sentimos ese desagrado ante la cultura comercial común de los más intelectuales, sino que lo aceptamos como un hecho, lo discutimos en detalle, y lo consumimos con entusiasmo. Un resultado de nuestra discusión fue concebir la cultura pop fuera del reino del «escapismo», del «puro entretenimiento», de la «relajación», y tratarlo con la seriedad del arte.9
Ciertamente, pienso que esas discusiones prepararon el camino para la aceptación del pop, pero quisiera poner de manifiesto algunas distinciones. Existe una diferencia entre el pop en el arte refinado, el pop como arte refinado, y el arte pop como tal. Debemos pensar en ello cuando tratamos de señalar predecesores del pop. Cuando Motherwell usó las cajas de cigarrillos Gauloise en algunos de sus collages, o Hopper y Hockney usaron elementos del mundo de la publicidad en pinturas que estaban lejos del pop, eso es pop en el arte refinado. Tratar las artes populares como arte serio es lo que realmente describe Alloway: «Usé el término, y también “cultura pop”, refiriéndome a los productos de los mass media, no a obras de arte que se sienten atraídas por la cultura popular».10 El arte pop como tal se compone de lo que llamo emblemas de la cultura popular transfigurados en gran arte. Esto requiere una recreación del logo como arte realista socialista, o hacer de la lata de sopa Campbell el tema de una genuina pintura al óleo que usa como estilo pictórico el arte comercial. El arte pop es tan excitante porque es transfigurativo. Muchos fanáticos trataron a Marilyn Monroe de la misma forma que podrían tratar a una de las grandes estrellas del escenario o la ópera. Warhol la transfiguró en un icono poniendo su hermosa cara sobre un fondo dorado. El arte pop como tal fue un logro propiamente estadounidense, y pienso que fue la transfiguración de sus instancias básicas lo que lo hizo tan subversivo fuera del país. La transfiguración es un concepto religioso. Significa la adoración de lo ordinario, como, en su aparición original, significó en el Evangelio de San Mateo adorar a un hombre como a un dios. Traté de transmitir esta idea en el título de mi primer libro sobre arte The Transfiguration of the Commonplace, un título que tomé de una novela de la escritora católica Muriel Spark. Ahora me parece que parte de la inmensa popularidad del pop radica en que transfigura las cosas o clases de cosas que son más significativas para la gente, elevándolas al estatus de temas de arte refinado.
Entre otros, Erwin Panofsky argumentó que hay cierta unidad entre las diversas manifestaciones culturales; un tinte común que, por ejemplo, afecta su pintura y su filosofía. Desde un punto de vista positivista, es fácil ser escéptico sobre esas nociones, pero pienso que el estado de las artes visuales y la filosofía a mediados del siglo XX confirma en cierta medida la intuición básica de Panofsky. Esto raramente se comenta, y quisiera esbozar la contraparte filosófica del pop. Es algo que también viví y en lo que creí con vehemencia.
La filosofía preponderante en los años de la segunda posguerra, al menos en el mundo de habla inglesa, fue algo imprecisamente designado como «filosofía analítica», que se divide en dos ramas con concepciones del lenguaje algo diferentes, que descienden de una forma u otra de diferentes estadios del pensamiento de Ludwig Wittgenstein. Aunque hayan diferido, ambos modos de la filosofía analítica creyeron que la filosofía como había sido practicada tradicionalmente, y más en particular esa parte de la filosofía conocida como metafísica, era intelectualmente sospechosa si no falsa y que la tarea negativa de ambas ramas de la filosofía analítica era la de exhibir y demostrar la vacuidad y el sinsentido de la metafísica. La primera rama estaba inspirada por la lógica formal, y se dedicaba a la reconstrucción racional del lenguaje, reedificando el lenguaje sobre cimientos sólidos, definidos en términos de la experiencia sensorial directa (u observación), así que no habría manera de que la metafísica —que no se basa en la experiencia— pudiera infectar el sistema con su corrupción cognitiva. La metafísica era un sinsentido porque estaba radicalmente desconectada de la experiencia o de la observación.
La otra rama pensaba que el lenguaje no tenía gran necesidad de ser reconstruido si se empleaba de forma correcta: «La filosofía comienza cuando el lenguaje se va de vacaciones» es una de las cosas que afirma Wittgenstein en su obra maestra póstuma, las Investigaciones filosóficas. Bajo ambos aspectos, la filosofía analítica estaba atada a la experiencia humana común en su nivel más básico, y al discurso común que cualquiera domina. Su filosofía era, en efecto, lo que todos siempre saben. J. L. Austin fue por un tiempo el líder de la escuela del lenguaje común en Oxford, y esta cita suya me ayuda en mi especulación. Se trata de algo así como un credo:
Nuestro stock común de palabras incorpora todas las distinciones que a los hombres les pareció valía la pena establecer, y las conexiones que les pareció valía la pena hacer durante la vida de varias generaciones: es posible que éstas sean más numerosas y más sonoras, dado que han tenido que superar la larga prueba de la supervivencia; de la aptitud, y otras más sutiles. Es probable que usted y yo pensemos en nuestros sillones a la tarde, al menos cuando se trata de todas las materias prácticas comunes y razonables.11
Pienso que el arte pop también transfiguró en arte lo que todos conocemos: los objetos e iconos de una experiencia cultural común, el repertorio común de la mente colectiva en el momento actual de la historia. En contraste, el expresionismo abstracto estaba relacionado con los procesos ocultos, predicados en las premisas surrealistas. Sus practicantes buscaban ser chamanes, en contacto con las fuerzas primordiales. Era del todo metafísico, el pop celebraba las cosas más comunes de las vidas más comunes —copos de maíz, sopa en lata, cajas de jabón, estrellas del cine, historietas—. Y por esos procesos de transfiguración adquirían cierto aire trascendental. Algo en los años sesenta explica, tiene que explicar, por qué las cosas ordinarias del mundo común se volvieron repentinamente la roca más sólida del arte y la filosofía. El expresionismo abstracto desconfió del mundo que el artista pop deificó. La filosofía analítica sintió que la filosofía tradicional había llegado a su fin, por haberse formado un concepto radicalmente erróneo sobre las posibilidades de la cognición. Es difícil decir qué debía hacer en adelante, la filosofía después del fin, pero presumiblemente algo útil al servicio de la humanidad. Como he argumentado, el arte pop significó el fin del arte y lo que los artistas debían hacer después del fin del arte es también difícil de decir, pero era al menos una posibilidad para que también el arte se pudiera poner al servicio directo de la humanidad. Ambas caras de la cultura eran libertarias —Wittgenstein habló de cómo mostrar a la mosca la salida de la botella—. Era asunto de las moscas decidir adónde ir y qué hacer, mientras tanto mantengamos en el futuro las moscas lejos de las botellas.
Obviamente, la tentación es ver el arte y la filosofía de mediados del siglo como reactivos —corno reacciones contra—. Por ejemplo, en Lichtenstein hay un nivel de burla de las pretensiones del expresionismo abstracto. Pero pienso que ambos movimientos estaban realmente en un nivel completamente nuevo, porque concibieron al arte y la filosofía anteriores a ellos como una totalidad. La filosofía analítica se puso a sí misma contra la totalidad de la filosofía desde Platón hasta Heidegger. El pop se opuso al arte como totalidad en favor de la vida real. Pero opino que, más allá de eso, ambos respondieron a algo muy profundo en la psicología humana del momento, y fue eso lo que los hizo tan liberadores fuera de la escena estadounidense. Respondieron a la sensación universal de que la gente quería disfrutar sus vidas como eran en ese momento, y no en un plano diferente o en un mundo diferente o en algún estadio posterior de la historia para el cual el presente era una preparación. Nadie quería posponer o sacrificarse, lo que explica por qué los movimientos de los negros y las mujeres eran tan urgentes en Estados Unidos, y por qué en la Unión Soviética había que dejar de celebrar a los héroes de una utopía distante. Nadie esperaba ir al paraíso por su recompensa, o encontrar la alegría como miembros de una sociedad sin clases viviendo en una futura utopía socialista. Abandonado a vivir en el mundo, el pop tomó conciencia de que una vida es tan buena como cualquiera pueda desear. Cualesquiera sean los programas sociales eran coherentes con aquello. «No necesitamos otro héroe», escribe Barbara Kruger en uno de sus pósteres, poniendo en pocas palabras lo que Komar y Melamid demandaban en Sots. Lo que había provocado la caída del Muro de Berlín en 1989 era la percepción, a través de la televisión, de que otros disfrutaban los beneficios de la vida común ahora.
En To Renew America, el presidente del Senado Newt Gingrich tiene un sentido de la historia similar al mío. Para él, 1965 fue un año pivote, aunque pueda ser difícil establecer un año exacto. De acuerdo con él, lo que tuvo lugar en 1965 fue «un esfuerzo calculado de las élites culturales para desacreditar esta civilización y reemplazarla por una cultura de la irresponsabilidad».12 No creo que fuera un esfuerzo calculado, ni puedo creer que los artistas y los filósofos hayan hecho una revolución que, por el contrario, explica el arte y la filosofía. Fue un cambio tremendo en la trama de la sociedad, una exigencia de liberación que no ha concluido. La gente decidió que quería estar en paz para «perseguir la felicidad», que de acuerdo a los documentos de nuestro país figura en la corta lista de los derechos fundamentales del hombre. No es probable que el populacho dedicado a esto se reconcilie con una forma anterior de vida, de todas maneras puede haber algunos nostálgicos de la ley y el orden que la definen, y es posible incluso que quieran permanecer al margen de un gobierno percibido como una forma represiva, parte del proyecto que caracteriza a Gingrich.
Debo intentar situar al arte pop en un contexto más amplio que los de la influencia causal y la innovación iconográfica en la historia del arte. Desde mi punto de vista, el pop no fue sólo un movimiento que siguió a otro y fue reemplazado por otro. Fue un momento cataclísmico que señaló profundos cambios políticos y sociales y que produjo profundas transformaciones filosóficas en el concepto del arte. Realmente, distinguió al siglo XX, que había languidecido durante mucho tiempo —sesenta y cuatro años— en el campo del siglo XIX, como podemos verlo en el Vergangene Zukunft con el que comencé. Una a una las terribles ideas del siglo XIX se habían agotado a sí mismas, aunque permanecen muchas de sus instituciones represivas. ¿Qué será del siglo xx una vez que éstas hayan perecido? Me gustaría ver una imagen de Barbara Kruger que diga: «No necesitamos otro relato».
Una posible ventaja de ver el arte en el contexto más amplio que podamos concebir, por lo menos en este caso, es que nos ayuda con el problema de diferenciar entre los ready-mades de Duchamp y algunas obras pop como la Brillo Box de Andy Warhol. Nada de lo que hizo Duchamp celebró lo ordinario. Tal vez debilitaba a la estética y desafiaba las fronteras del arte. No existe en la historia un hecho como el de haber realizado algo antes. Este parecido entre Duchamp y el pop nos puede ayudar a ver el pop. Las semejanzas son menos sorprendentes que las que hay entre la Brillo Box y las cajas de Brillo ordinarias. Lo que diferencia a Duchamp de Warhol es mucho menos difícil de mostrar que la diferencia entre arte y realidad. Situar el pop en este profundo momento cultural nos ayuda a mostrar cuán diferentes fueron las causas que movían a Duchamp medio siglo antes.