XVII

En cuanto acabé lo que quedaba en el vaso de un trago, me dispuse a llamar a Ganimedes para que me sirviera una ronda más. Él detuvo mi brazo en el aire, frenando también mi voz. Colocó con ligereza mi mano sobre la superficie de la mesa y la abrigó con la suya, acariciándome con el pulgar. En sus labios había amabilidad, en sus ojos, avidez.

—¿Por qué no pides una jarra y nos la tomamos en nuestra alcoba? Aún me queda un poco —Hizo un ligero movimiento con su copa para hacer oscilar el líquido restante—, pero tú puedes adelantarte. Lo acabaré rápido y en un instante estaré contigo.

Jamás entendí cómo era capaz de sonreír al hacerme proposiciones como esta. Pese a que no depositaba grandes esperanzas en él, dolía comprobar lo poco que le importaba demoler aquel hermoso rato que habíamos logrado construir tras años de discordia. Había sido una estúpida al pensar que a él también le apetecía estirar esos instantes de paz. Me estaba ordenando que me marchara a mi habitación del mismo modo con el que un padre manda a su hija a la cama: con rotundidad y determinación enmascaradas con delicadeza y afecto.

Me levanté despacio; no quería que percibiera mis ansias por deshacerme del contacto físico. Cogí mi vaso y me encaminé hacia la barra.

—De acuerdo, te esperaré —formulé aquella promesa como un automatismo.

Cuando llegué al puesto de trabajo de Ganimedes, este silbaba una melodía feliz y se entretenía ordenando sus frascos siguiendo un nuevo criterio. Me apoyé en la barra con un resoplido, deteniendo su música y causándole un pequeño sobresalto. Le extrañaba que me hubiera levantado para requerir de sus servicios. Aun así, camufló su confusión recibiéndome con una amplia sonrisa. Ganimedes era un muchacho valiente. Aunque le infundía un miedo notable, se esforzaba por tratarme con normalidad, intentando obviar el potencial peligro que suponía para él.

—¿Qué le parece la nueva organización? —Realizó un gesto teatral hacia las botellas de la estantería—. Estoy colocando los licores según su intensidad. El señor Dionisio me ha recomendado este orden para que tenga siempre localizados los más fuertes, ya sabe. —Su tierna picardía deseaba hacerme cómplice de aquel comentario.

No dije nada. Ni siquiera tenía ánimos para mostrarme fría y distante, una tarea que no solía resultarme costosa.

—Señora Hera, ¿se encuentra bien? ¿Puedo hacer algo por usted?

La sinceridad de su preocupación se me clavó en el pecho. Él se sentía alarmado por mi estado y yo iba a abandonarlo a su suerte. Retiré de mi rostro unos cabellos que me tapaban la visión y me incorporé, decidida afrontar la penosa situación.

—Quiero que me prepares una jarra de la bebida favorita de Dionisio. La tomaré en mi alcoba.

Ganimedes tardó unos instantes en comprender lo que estaba ocurriendo. Tragó saliva y trató de mantener la compostura.

—¿Por qué no se queda un rato más? —Extrajo dos botes de su exposición. Cogió una jarra vacía y vertió líquidos de diferentes colores en ella. El resultado fue una combinación colorida que mezcló con una varilla—. Nuestro rey nos ha concedido un cielo despejado. Desde sus aposentos no podrá apreciar tan bien este maravilloso espectáculo.

La majestuosa bóveda del salón de ceremonias mostraba una noche en calma. Tras su resistente cristal, que tantas veces nos había protegido de la furia celestial de mi marido, mostraba un firmamento salpicado por el esplendor de las estrellas. Apreté los puños arrugando las faldas de mi quitón. Me indignaba que aquel manso panorama pudiera tornarse violento bajo los deseos de mi esposo.

—Gracias por tu sugerencia, pero prefiero relajarme a solas.

Alargué el brazo para alcanzar la jarra. Él volvió a adueñarse de ella aferrándola por el asa. Introdujo de nuevo la varilla para marear su contenido.

—¿Seguro que desea retirarse? —Apretaba los dientes en una sonrisa incómoda. Sus bruscos movimientos de muñeca expulsaron unas gotas del líquido fuera del recipiente—. El alcohol no sabe igual si se bebe en soledad.

El frenético tintineo del instrumento metálico contra las paredes de la jarra resultaba enloquecedor. La agarré con firmeza por el cuello y tiré de ella hacia mí, arrastrándola por la barra y obligando a Ganimedes a liberarla.

—He tenido suficiente compañía por hoy.

Dispuesta a concluir aquel agónico diálogo, le di la espalda para dirigirme a mi alcoba. Ganimedes me tomó del brazo para impedir mi partida. No me retuvo la fuerza que estaba ejerciendo sobre mí, sino la oposición que ese osado gesto implicaba. Contemplé fascinada cómo sus dedos apretaban mi piel. Miré su rostro en busca de la desfachatez que lo había impulsado a ejecutar semejante atrevimiento. No encontré en él más que desesperación. Era doloroso reconocer aquellas desagradables emociones en una criatura inocente y aún más saber que las causaba mi marido.

—Por favor, señora Hera, no se vaya. —Aquella mueca de amabilidad forzada se había esfumado. Sus ojos estaban húmedos, suplicantes. La alegría de sus mofletes, pálida—. Quédese, se lo ruego.

Quise contestar con ingeniosa crueldad, concederle un motivo para odiarme que justificase por qué no le auxiliaba. Solo pude ofrecerle la verdad, envuelta en el cansancio que llevaba arrastrando durante siglos.

—Lo siento, Ganimedes. —Distinguir notas de compasión en mi voz al pronunciar su nombre pareció calmarle—. No puedo quedarme.

Aparté la vista para esconderme de la angustia de sus facciones. Acaricié su mano con el reverso de la mía y la retiré con suavidad. Abatido, él dejó caer sus codos sobre la encimera que nos separaba. De sus labios se escapó un suspiro entrecortado que admitía y lamentaba su derrota. Antes de que me atrapara con una nueva súplica, hui de la estancia sin mirar atrás. Cuando estaba a punto de atravesar una de las salidas, escuché el molesto chirrido de la silla deslizándose por el suelo. Aceleré el paso. No quería que ningún otro ruido llegase a mis oídos.

Bebí a morro; parte del licor descendió desde mi barbilla hasta mis pechos. Acabé con la bebida antes de entrar a mi alcoba. Una vez allí, me desplomé en la cama. Cerré los ojos apretando los párpados, como si ese infantil remedio pudiera impedir que mi mente recrease el sufrimiento que mi esposo le estaba ocasionando a Ganimedes. No logré encontrar tranquilidad, así que desaté la frustración. Me deshice de la jarra lanzándola contra la pared. El estallido ocasionó que se expandiera por la habitación, reducida a pequeños fragmentos afilados. Cogí uno para analizarlo de cerca y me corté la yema del dedo índice. Mientras contemplaba el hermoso fluir de la dorada sangre inmortal, me pregunté si alguna vez sería capaz de estallar y alcanzar, al menos, a cortar ligeramente a mi marido.