El agua que vierto desciende hacia la taza en una cascada turbulenta. Unas pesadas gotas mojan la mesa. Cojo un pañuelo para limpiar el destrozo y me percato del extraño danzar de mis manos en el aire. Las coloco sobre mis muslos para moderar el movimiento. Dicha estrategia solo me lleva a descubrir que el temblor influye en todo mi cuerpo. Tumbada en la cama, trato de calmarme con unas largas expiraciones que no consigo ejecutar.
Las últimas palabras de Zeus poseían la suavidad de una caricia y la ferocidad de un arma afilada. Me angustia reconocer cierta razón en ellas. No puedo negar que mi existencia siempre ha estado determinada por él. Primero, me salvó de la eterna oscuridad en el interior de nuestro padre. Al comienzo de nuestro matrimonio, le obsequié con un amor sincero. Cuando descubrí sus infidelidades, quise recordarle, a través de actos vengativos, que debía permanecer a mi lado. Una vez asumí mis errores, sucedió justo lo contario: intenté apartarlo del trono que lo engrandecía. Después de unas largas décadas consintiendo el sometimiento, hui para perderme entre los humanos. Desde entonces, he procurado que nuestros caminos no se cruzaran, temerosa de que regresase para continuar causándome el sufrimiento que padecí en la época dorada.
El pánico a su reaparición me ha perseguido durante estos milenos que he compartido con la humanidad. A pesar de haberme enfrentado con valor a mis pesadillas, no encuentro la calma que merezco. El miedo ha terminado de aflorar, trayendo consigo una punzante ansiedad que no consigo combatir. No puedo soportar que seamos los únicos capaces de dotar de significado —aunque este sea nocivo y tóxico— a la existencia del otro. Golpeo el colchón con mis puños para liberar unas tensiones que no me abandonan. Mantas, almohadas y cojines caen al suelo, vuelan como misiles por la habitación. Empleo ambos brazos en un último ataque que pone fin a este combate inútil. Derrotada, aferrada a las sábanas supervivientes, profiero un grito de frustración.
Tecleo el número de recepción para pedir un taxi que me aleje del lugar del conflicto. El trayecto hasta el apartamento de Ares se me antoja infinito. La irritación de la garganta me impide intercambiar más de un par de frases con el conductor. Aunque el climatizador del coche está a una temperatura agradable, un frío irreal ataca mis huesos. Sentada en los asientos traseros, disimulo mi perjudicado estado mirando por la ventanilla. Tengo tanta prisa por abandonar el vehículo que no espero a recibir el cambio. El taxista, apurado por mi olvido, se baja para devolverme un dinero que no me importa perder.
En el portal del edificio, una señora que se dispone a salir sostiene la puerta para facilitarme el acceso. Musito unas gracias casi imperceptibles y me dirijo al ascensor con la esperanza de no cruzarme con nadie. Impaciente por culminar la larga travesía, pulso el botón repetidas veces. Dentro de la cabina, me veo obligada a soportar la compañía de mi reflejo. Ojos enrojecidos, cabello despeinado, tez pálida. La visión de mi lamentable aspecto mina mi escaso ánimo. Ya no puedo contener las lágrimas que se agolpan en mis párpados.
Toco el timbre con normalidad para no alterar a mi hijo. Unos segundos interminables de denso silencio son lo que obtengo por respuesta. Maldigo no haber contemplado la posibilidad de que se encontrara fuera de casa. Preparo el dedo índice para un segundo asalto cuando escucho señales de vida provenientes del interior.
–¡Debe ser la cena! ¡Qué pronto la han…! ¡Madre! –El entusiasmo de Ares desaparece al descubrirme al otro lado de la puerta. Frunce el ceño, asustado por encontrarme de este modo, después de habernos despedido con alegría tan solo unas horas atrás–. ¿Qué te ha pasado?
Incapaz de articular palabra, resuelvo su duda con unos nerviosos gimoteos. Protegida por los brazos de mi hijo, recibo la seguridad que necesitaba para desahogarme. Me conduce despacio hasta el salón, donde nos acomodamos en uno de los sofás. Recostada sobre el respaldo y aferrada a la mano de Ares, lucho por disminuir la presión en mi pecho. Él intenta contribuir a mi relajación alentándome con frases que no escucho. Gracias a su cálida compañía, recupero un ritmo de respiración pausado. Unos sonoros pasos, provenientes del baño, se aproximan veloces a nosotros.
–¿Es Hera? ¿Qué le ocurre?
Envuelta en un albornoz que no le pertenece, la diosa de la belleza irrumpe en la estancia descalza y con el pelo empapado. El asombro que me produce verla me ayuda a distanciarme del disgusto. A ninguno de los dos parece avergonzarle que haya descubierto su secreto, su preocupación por mí supera cualquier otro asunto. Afrodita se sienta en el reposabrazos para estar a mi lado. En su expresión audaz, distingo que intuye lo que me ha sucedido.
–¿Ha sido él, verdad?
Bajo la mirada, reacción que confirma sus sospechas. Sin más detalles, Ares comprende la causa de mi inexplicable sofoco. Movido por la cólera, me pregunta dónde está, con el propósito de aclarar la situación con él. Después de intercambiar argumentos enfrentados, Afrodita lo disuade de su plan aparentemente pacífico. Mi afligida voz interviene para agradecerles su apoyo. Me observan con una compasión que la antigua Hera habría despreciado. Recobrado el habla, me insto a contarles los acontecimientos. Prestan atención a mi discurso hasta que la narración llega a su fin y la angustia amenaza con volver a poseerme. Ares se ausenta un momento para traerme un vaso de agua.
–Ya está, ya está. –Afrodita me acaricia la espalda–. Tranquila, lo has hecho muy bien.
Mi amiga me tiende una caja de pañuelos de papel. Acepto el cumplido y la oferta sonándome la nariz. El agua fresca que trae Ares me aclara tanto la garganta como los pensamientos.
–He conseguido que se marche. Puede que vuelva a buscarme, pero eso no me preocupa. Ya no le tengo miedo. –Pronunciar esta sentencia me trasmite confianza. Descubro que la afirmación complace a mis compañeros. Sobre todo a mi hijo, que busca mi mano para establecer un contacto que me impulsa a continuar–. Lo que temo es que lleve razón. ¿Y si nuestros caminos están condenados a entrelazarse?
Ares hace el ademán de contestarme, pero Afrodita impide su intervención. Se desliza del reposabrazos hacia abajo, obligándonos a reubicarnos en la estrechez del sofá. Disminuye las distancias para asegurarse de que la cercanía me facilita la comprensión de su razonamiento.
–¿Es que no lo ves? –Sus cejas, perfectamente depiladas, se alzan en su frente–. Hace siglos que superaste ese dilema. Cuando nos integramos en la humanidad, rompiste todo vínculo que te unía a él. Esta tarde solo le has recordado que eres la reina y que tu destino jamás estará subordinado al suyo.
–¿La reina de qué? –Un frustrante bufido surge de mi desesperación. Su consuelo carece de lógica–. ¿De los dioses?
En un gesto cariñoso, Afrodita me coloca el cabello tras la oreja para despejarme el rostro. Niega con la cabeza, sorprendida de que su comentario requiera de explicación.
–No, Hera. La reina de tu existencia.
La certeza de su dulce voz sacude mis aletargados sentidos. Mientras una sonrisa crece tímida en mis labios, me enjugo las últimas lágrimas que prometo derramar. Por fin he encontrado la respuesta.
La reina de mi existencia. Suena bastante bien.