PRÓLOGO

 

 

 

 

FALACRINA, OCHENTA MILLAS AL NORDESTE DE ROMA, AÑO 9 DE NUESTRA ERA

 

 

–Que los dioses nos sean propicios y tengan a bien aceptar este sacrificio. Te suplico, padre Marte, que, si ésa es tu voluntad, purifiques mi casa, mis tierras y mi linaje.

Mientras recitaba la antigua oración para implorar los favores de la divinidad protectora de su estirpe, Tito Flavio Sabino mantuvo alzadas las palmas de las manos hacia el cielo. Como muestra de respeto al dios cuyo favor invocaba, se había cubierto la cabeza con el borde de su blanquísima toga. Estaba rodeado de los suyos: su esposa, Vespasia Pola, con el recién nacido en brazos, y junto a ella, su hijo mayor y la madre de él. No tardarían en ser cinco de familia. A sus espaldas, los libertos, de ambos sexos; y más atrás, los esclavos. Estaban todos reunidos alrededor del mojón que marcaba el extremo norte de la propiedad y respiraban el fragrante aroma de resina de pino que les llegaba de los montes Apeninos.

Terminada la plegaria, bajó las manos. Su hijo mayor, que llevaba su mismo nombre, se encaramó a la piedra y, por cuatro veces, la golpeó con una rama de olivo. Con ese gesto concluyó la solemne procesión que había recorrido la hacienda de Tito y el cortejo se dispuso a emprender el camino de vuelta a la casa de campo de la familia.

Desde el amanecer, habían tardado ocho horas en hacer todo el recorrido y, a ojos del joven Sabino, nada especial había pasado hasta entonces. Su padre había recitado la plegaria acostumbrada en los cuatro puntos cardinales de la finca; no había atisbado el vuelo de ningún pájaro de mal agüero; tampoco había observado ningún relámpago que surcase el frío y claro cielo de finales del mes de noviembre; el buey, el cerdo y el carnero para el sacrificio no se habían alejado de la comitiva.

Sabino iba al cuidado del carnero que, con los cuernos engalanados con cintas de colores vivos y ojos carentes de expresión, miraba a todas partes, contemplando sin darse cuenta las que habrían de ser las últimas impresiones que se llevara de este mundo.

En circunstancias normales, la muerte inminente del carnero no le habría inquietado en absoluto. Muchas veces había visto cómo sacrificaban o descuartizaban animales, incluso había echado una mano a Palo, el hijo del mayoral, a retorcer el pescuezo a las gallinas. Era algo natural: la muerte formaba parte de la vida. Sin embargo, lo que ahora deseaba era impedir aquel sacrificio que iba a purificar una nueva vida, la de su hermano pequeño. Le hubiera gustado echar a perder la ceremonia que estaba a punto de llegar a su punto culminante, pero de sobra sabía que, si lo hacía, atraería sobre sí la ira de los dioses, a quienes temía tanto como odiaba a su nuevo hermano. Nueve días atrás, en la fecha de su nacimiento, Sabino había sorprendido a su abuela Tertula contándole a su padre que de la encina consagrada a Marte que crecía en la heredad había brotado una rama tan fuerte que más parecía un árbol que un simple retoño. Al nacer su hermana, sólo había dado un brote minúsculo, esmirriado y deslucido, que al poco tiempo se había marchitado y había acabado muriéndose, al igual que la pequeña. Cuando él nació, el brote había sido robusto y frondoso, por tanto de buena fortuna, pero nada comparado con los auspicios que rodearon la llegada de su hermano. Oyó que su padre daba gracias a Marte por aquel hijo y prometía al dios que sacrificaría a sus mejores bueyes, cerdos y carneros como víctimas propiciatorias en la ceremonia de purificación en la que reconocería al pequeño por hijo suyo y le impondría un nombre.

–Haré cuanto esté en mi mano para que salga adelante, madre –dijo Tito, dándole un beso en la mejilla–. Este niño llegará lejos.

–Con lo joven que eres, y ya chocheas, Tito –exclamó Tertula, riendo a carcajadas–. Desaparecida la república y con el imperio en manos de un solo hombre, ¿adónde piensas que llegará el vástago de una familia de ítalos del orden ecuestre?

–Ríete cuanto quieras, madre, pero si los presagios apuntan a la grandeza es que tal es la voluntad de los dioses, y ni siquiera el emperador podría cambiar sus designios.

Tras escuchar aquella conversación, cada vez que veía a su madre con su hermano en brazos le entraban ganas de llorar. Durante casi cinco años, había sido el niño mimado y protegido de la familia, pero ahora alguien le iba a arrebatar parte de esos miramientos y, por si fuera poco, habría de situarse por encima de él.

Recuperó el aplomo a medida que se acercaban a la casa familiar. Sabía el papel que tenía que desempeñar en la ceremonia y lo llevaría a cabo con la dignidad de los Flavios, ilustre familia de la Sabina en cuyo seno había nacido. No estaba dispuesto a darle un disgusto a su padre.

El cortejo se adentró en el patio de las cuadras y se congregó en uno de los extremos ante un altar de piedra dedicado a Marte, en el que había un montón de leña embadurnada de aceite. A la derecha del ara, en un asidero de hierro, se hallaba una tea encendida; a la izquierda, encima de una mesa de madera, un hacha y un cuchillo.

Tras asegurarse de que el carnero se quedaba quieto a su derecha, tal como le habían dicho que hiciera, Sabino echó un vistazo a la comitiva. Junto a su padre, sosteniendo a su hermano recién nacido envuelto en pañales, estaba su madre, vestida para la ocasión con una túnica negra, o stola, que le llegaba a los tobillos, y ataviada con un manto de color púrpura, la palla, que llevaba recogido en el antebrazo izquierdo y sólo a medias ocultaba su cabello negro trenzado. Al observar el gesto de su hijo, le devolvió la mirada y sus finos labios esbozaron una sonrisa que iluminó su rostro afilado. Sus ojos oscuros no eran sino el reflejo del amor y el cariño que sentía por el joven que estaba allí de pie, con su toga y todo, una imagen en miniatura de su marido.

La abuela estaba a su lado. Había venido desde su casa de campo en Cosa, situada a orillas del mar al norte de Roma, para estar presente en el nacimiento del niño y en la ceremonia en que se le impondría el nombre. A pesar de tener más de setenta años, se peinaba al estilo de la última época de la república: cabellos estirados y trenzados en forma de moño a la altura de la nuca, y unos rizos que le orlaban la frente, acentuando la redondez de su rostro, rasgo que habían heredado tanto su hijo como sus nietos.

Unos pasos por detrás de la familia, estaban los libertos de ambos sexos. Entre ellos, Salvio, el mayoral, quien cada vez que se cruzaba con Sabino se las ingeniaba para darle un pastelillo de miel o un higo seco, llevaba al buey por el ronzal; a su lado, Palo, su hijo de veinte años, sujetaba al cerdo por la cabeza. Los dos animales aguardaban con mansedumbre, mientras una suave brisa jugueteaba con las cintas de colores llamativos que también lucían. Más atrás, había una veintena de hombres y mujeres, a quienes Sabino conocía de vista, pero de cuyos nombres y obligaciones casi nada sabía.

Más lejos todavía, estaban los esclavos, casi cincuenta, a los que trataba como seres inexistentes, pero que aquel día estaban presentes para asistir a la imposición del nombre al recién nacido y tomar parte en las celebraciones que vendrían a continuación.

Tito se acercó al altar, inclinó la cabeza y musitó una breve plegaria para sus adentros; retiró después la tea encendida del asidero y la hundió en la madera untada con aceite, que prendió fuego al instante, arrojando un espeso humo negro cuyas volutas se alzaron al cielo.

–Padre Marte, haz que mis cosechas, mis cereales, mis viñedos y mis campos maduren y den buenos frutos, y acepta estas ofrendas que te presento con las que he recorrido mis tierras. Vela por la salud de mis mulas, mis pastores y mis rebaños. Vela también por mi salud, así como por la de mi familia y por mi hijo recién nacido.

Con delicadeza, Vespasia colocó al pequeño envuelto en pañales en sus brazos. Hosco y silencioso, Sabino contempló como su padre alzaba al niño.

–En tu presencia, y ante Nundina, diosa de la purificación, como testigo, lo acepto como uno más de mi familia, le impongo el nombre de Tito Flavio Vespasiano y lo declaro ciudadano romano libre. Con esta bulla, lo pongo bajo tu protección.

Pasó a continuación una tira de cuero con un amuleto de plata por la cabeza del pequeño: lo habría de llevar colgado al cuello para protegerse del mal de ojo hasta que entrase en la edad viril.

Tito dejó al recién nacido en brazos de su mujer y se hizo con un ánfora de vino y tres tortas finas y planas hechas con harina y sal. Puso unas gotas de vino en cada oblea, y las desmigajó sobre las cabezas de las tres víctimas. Asió el hacha y se acercó al buey. Tras pasarle la hoja por el pescuezo, levantó el brazo para descargar el golpe mortífero. El buey agachó la cabeza como si aceptase su suerte. Desconcertado ante la resignada aceptación del sacrificio por parte del animal, Tito se quedó con el brazo en alto y miró a su alrededor. Al verlo, su esposa, con un leve gesto de cabeza, le indicó que continuase, y alzando la voz al cielo azul y despejado, dijo:

–Padre Marte, dígnate aceptar como víctima propiciatoria al mejor de mis bueyes, que ahora te ofrezco, y purifica mi hacienda, mis tierras y mis campos.

Con un movimiento seco y brutal el hacha rasgó el aire; el buey se estremeció cuando la cuchilla afilada de la hoja se le hundió limpiamente en el pescuezo, cercenándole casi la cabeza, y comenzó a sangrar a chorros, que salpicaron a Sabino y a los hombres y animales que estaban a su lado. Dobló las cuatro patas a un tiempo y cayó al suelo, muerto.

Cubierto de sangre, Tito dejó el hacha a un lado y cogió el cuchillo. Se acercó entonces a Palo, que era quien sujetaba al cerdo, ajeno por lo visto a la muerte violenta que acababa de presenciar. Repitió la misma plegaria junto al desdichado animal y, levantándole la cabeza con la mano izquierda, por debajo de la mandíbula, le asestó un certero tajo mortal en el gaznate.

Le tocó entonces al carnero. Sabino se sacudió unas gotas de sangre tibia y pegajosa que le habían saltado a los ojos y sujetó con fuerza el lomo de la res, mientras su padre repetía la invocación una vez más. El carnero alzó la cabeza y emitió un balido mirando al cielo, mientras Tito le hundía el cuchillo hasta el mango en el pescuezo; la sangre corrió a borbotones, empapando las patas delanteras del animal, que empezó a temblar y las dobló. Sabino sujetó a la bestia moribunda, que no trató de zafarse, mientras se desangraba hasta morir. Pronto cedieron sus patas traseras y, tras unos pocos latidos, su corazón hizo otro tanto.

Salvio y Palo colocaron las reses panza arriba para que Tito las abriese en canal. Todos los presentes contuvieron la respiración al ver cómo los dos hombres agrandaban la incisión y con esfuerzo separaban las costillas. Un acre hedor a vísceras impregnó el aire mientras Tito hundía las manos en las entrañas del buey, del cerdo y del carnero y, con gran destreza, les arrancaba el corazón, que arrojó a la pira como ofrenda a Marte. Completamente empapado de sangre, les sacó los hígados y los colocó sobre la mesa de madera. Al adecentarlos, puso unos ojos como platos e hizo señas a los demás de que se acercaran y examinasen las vísceras, que él les fue mostrando una por una. En la superficie de cada órgano se observaban grandes manchas. Sabino sintió cómo se le aceleraba el corazón: no eran normales. Había presenciado suficientes sacrificios como para saber que un hígado con una mancha anómala era el peor de los presagios que podía uno encontrarse, pero observar aquellas imperfecciones en los tres era, sin duda, una calamidad. Marte no recibía con buenos ojos a aquel renacuajo.

Cuando se acercó, Sabino pudo observar con claridad la forma de aquellas manchas. Habrían de pasar muchos años, sin embargo, antes de que llegase a comprender su verdadero significado.