CAPÍTULO I

 

 

 

Cuando a lomos de su montura recorría los últimos centenares de pasos que, ladera arriba, llevaban a la casa de campo de sus padres en su nueva propiedad de Aquae Sutilice, a Vespasiano le llegó un suculento aroma a cerdo asado. Aún se dejaba sentir el calor del sol que, antes de ocultarse, le daba en los ojos, y sus caricias arrancaban destellos rojizos, ambarinos y cobrizos de los achaparrados edificios de piedra y tejas de arcilla, que resplandecían entre las oscuras coníferas y las higueras que los rodeaban. Era agradable regresar a un rincón tan hermoso, en la parte alta de las estribaciones de los Apeninos, flanqueado de montañas por el norte y el este, y desde donde, ya se mirase al sur o al oeste, se dominaba la llanura donde se alzaba Reate. A punto de cumplir los dieciséis, aquél había sido su hogar durante los últimos tres años, el lugar a donde se había trasladado su familia gracias al dinero que su padre había acumulado como recaudador del impuesto imperial sobre el grano en la provincia de Asia.

Deseoso de llegar a casa, Vespasiano hincó los talones en los ijares cubiertos de sudor de su montura, apremiando al ya fatigado caballo para que fuese más deprisa. Los tres días que había estado fuera habían sido agotadores, juntando y guiando más de quinientas mulas desde los pastos estivales, en el extremo oriental de la hacienda, hasta unos campos situados cerca del caserío, antes de que el invierno se les echase encima. Allí, al resguardo de las nevadas y los fuertes vientos que se abatirían desde las montañas, encontrarían cobijo y alimento durante los meses más fríos. En primavera, las venderían al ejército; para entonces, los animales ya habrían parido una nueva manada de potros, y el ciclo volvería a empezar. Como era de temer, las mulas se habían mostrado reacias a irse, lo que había dado pie a una cansina contienda de la que Vespasiano y los suyos habían salido bien librados gracias al uso a discreción, pero cabal, del látigo. Sin embargo, el número de cabezas que echaron en falta durante el recuento final empañó en parte la satisfacción del joven por haber llevado a buen término la tarea.

Con él iban seis libertos, y Palo, que había pasado a ser el mayoral tras el asesinato de su padre Salvio, acaecido dos meses antes, en la calzada que iba de Aquae Sutilice a la heredad que la familia poseía en Falacrina, donde Vespasiano había nacido. Desde entonces, nunca iban solos ni desarmados, ni siquiera dentro de las lindes de la propiedad. Enclavada entre colinas y barrancos, Aquae Sutilice era un paraje propicio para salteadores y esclavos huidos que buscaban dónde esconderse, robaban ganado y asaltaban a los viajeros que se aventuraban por la Via Salaria, cuyo ramal sur discurría entre Roma y Reate antes de adentrarse en los montes Apeninos, camino del mar Adriático. En los tiempos que corrían, sólo a un insensato se le ocurriría seguir esa ruta sin escolta, a pesar de lo cerca que pasaba de una ciudad importante como Reate, situada en lo alto de una colina nueve millas más allá, hacia el oeste.

A medida que se acercaban a la casa, se intensificó el olor a comida y se percataron del trajín de los esclavos. Al reparar en que el ajetreo que se observaba en la alquería no era normal, Vespasiano se volvió a Palo y, de muy buen talante, le dijo:

–Cualquiera diría que mis padres han organizado un recibimiento como es debido para celebrar el retorno de los heroicos ganaderos tras su enfrentamiento anual con los enemigos de cuatro patas.

–Seguro que nos obligan a pintarnos nuestros colores de guerra y han preparado un cortejo por la finca para celebrar nuestro triunfo –contestó Palo, dejándose llevar por el buen humor del joven amo–. Ojalá nos hubiéramos apiadado de unos cuantos y los hubiéramos traído cautivos para sacrificarlos a Marte Vencedor como ofrenda de gratitud por nuestra victoria.

–¿Piedad, dices? –replicó Vespasiano, más animado–. ¿Misericordia con un enemigo tan despiadado e implacable como el que hemos combatido? Jamás. Todas las mulas de la finca se sublevarían y no tardarían en exhibirnos durante su triunfo; tú, Palo, serías el esclavo que acompañaría a la mula general en su carro y le susurraría a sus largas orejas: «¡Recuerda que sólo eres una mula!».

Seguido por las risotadas y rebuznos burlones de sus compañeros, Vespasiano cruzó el pesado portón de madera por el que se accedía a la casa de campo.

El caserío se alzaba alrededor de un patio rectangular de sesenta pasos de largo por treinta de ancho. La casa de los amos ocupaba todo el lado derecho; los establos, los graneros, las dependencias de los libertos y las naves de los esclavos que trabajaban como peones en el campo, los demás lados. A excepción de las cuadras, en cuya planta superior se alojaban los esclavos que atendían la casa, el resto de los edificios era de un solo piso. El patio estaba lleno de gente que iba de un lado para otro –esclavos, libertos y hombres libres–, aunque no por eso descuidaban presentar sus respetos al joven hijo del amo cuando Vespasiano pasaba a su lado. Echó pie a tierra y, tras dejar el caballo en manos de un mozo de cuadra, le preguntó a cuento de qué venía tanto jaleo. El muchacho, poco acostumbrado a que un miembro de la familia le dirigiese la palabra, se sonrojó y, con un marcado acento del Lacio, contestó balbuceando que no sabía nada. Pensando que nadie que no fuera de la familia sabría darle razón de lo que pasaba, Vespasiano prefirió esperar para preguntárselo a su padre, quien sin duda lo mandaría llamar, una vez que hubiese escuchado el informe del mayoral sobre las caballerías. Despidió al chico y se dispuso a entrar en la casa principal por la puerta excusada que daba al peristilo, un jardín rodeado de soportales, en uno de cuyos extremos se encontraba su aposento. Todas las esperanzas que había albergado de evitar a su madre se vinieron abajo cuando la vio salir del tablinum, la sala de recibir por la que se pasaba al atrio.

–Vespasiano –lo llamó, obligándolo a detenerse.

–¿Qué tal, madre? –contestó receloso, al ver el gesto severo con que lo miraba.

–Mientras tú te dedicabas a tus juegos de terrateniente, recibimos noticias de tu hermano. Vuelve a casa. Lo esperamos al anochecer.

Tan adusto fue el tono que empleó su madre que se olvidó de lo contento que había vuelto.

–De modo que, a pesar de haberme pasado tres días por el campo, tantos preparativos no son en mi honor –comentó con la esperanza de provocarla.

–No seas insolente –le dijo, al tiempo que le dirigía una mirada burlona–. ¿Cómo se te ocurre pensar que íbamos a recibirte con honores por realizar tareas propias de siervos en tierras que son de nuestra propiedad? Sabino ha estado sirviendo a Roma. El día que, en lugar de corretear por las colinas confraternizando con libertos y mulas, te decidas a seguir su ejemplo, entonces podrás esperar un recibimiento digno. Ve a asearte. Confío en que esta noche te comportes como es debido con tu hermano, aunque mucho me temo que nada hayan cambiado tus sentimientos hacia él a pesar de los años que ha estado fuera de casa. En cualquier caso, no estaría de más que lo intentaras y tratases de llevarte bien con él.

–Y lo haría, madre –replicó Vespasiano, pasándose una mano por sus sudorosos y rapados cabellos oscuros–, si le cayese bien, pero nunca hizo otra cosa que meterse conmigo y humillarme. Ahora tengo cuatro años más y soy mucho más fuerte, así que ya puede andarse con cuidado, porque no voy a soportar que me zahiera como cuando tenía once años.

Vespasia Pola escudriñó el rostro redondeado y de piel aceitunada de su hijo y no se le pasó por alto la determinación inflexible que brillaba en sus grandes ojos castaños, normalmente alegres y chispeantes. Nunca antes le había visto aquel gesto.

–Muy bien. Hablaré con Sabino cuando llegue y le diré que haga cuanto esté en su mano para tener la fiesta en paz. Espero que, por tu parte, hagas lo mismo. No olvides que, si bien llevas cuatro años sin verlo, pronto hará ocho que tu padre y yo nos separamos de él, porque estábamos en Asia cuando se alistó en la milicia. No me gustaría que vuestras disputas echasen a perder el reencuentro.

Sin esperar una respuesta por parte de su hijo, se fue a las cocinas. Seguro que para meter el miedo en el cuerpo a alguna de las pobres esclavas que allí trabajaban, pensó Vespasiano, mientras se dirigía a su cuarto para adecentarse. La desagradable noticia del regreso inminente de su hermano había acabado de amargarle el buen humor con que había vuelto a casa.

Desde luego que no había echado en falta a Sabino durante los cuatro años que éste había servido como tribuno militar, el grado más bajo de la escala de mando, en la Legión Novena Hispana, en Panonia y África. No entendía por qué nunca se habían llevado bien ni, a decir verdad, le importaba; el caso es que Sabino no podía ni verlo y él, por su parte, lo detestaba. Pero eran hermanos, eso no tenía vuelta de hoja. Y, si bien con frialdad, como tales se comportaban en público, porque en privado era otro cantar y, desde muy pequeño, Vespasiano había aprendido que más le valía no quedarse a solas con su hermano.

En su angosto cuarto, encontró un barreño de agua caliente encima del arcón. Echó la cortina de la entrada, se desnudó y se sumergió en la tina para quitarse el polvo acumulado durante los tres días que había estado guiando mulas. Después, se restregó con un paño de lino, se vistió y se ciñó una túnica blanca con una estrecha franja púrpura que por delante le bajaba hasta los pies y lo distinguía como perteneciente al orden ecuestre. Cogió un punzón y un papiro sin usar y se sentó al escritorio, el único mueble aparte de la cama que había en su pequeño cuarto, y sirviéndose de las notas que había tomado en una tablilla de cera, comenzó a echar cuentas del número de mulas que habían acercado. En realidad, eso era tarea del mayoral, pero a Vespasiano le encantaba echar cuentas, tomar nota de todo. Pensaba que no le vendría mal para el día en que, por herencia, le tocase administrar alguna de las propiedades de la familia.

Aunque algunos de sus iguales fruncían el ceño ante la sola mención del esfuerzo físico, siempre se le habían dado bien las labores agrícolas. Durante los cinco años que los dos hermanos habían pasado en Cosa, mientras sus padres estaban en Asia, su abuela siempre le había animado a realizar esas tareas, de forma que, a lo largo de aquellos años, prestó más atención a lo que hacían libertos y esclavos en los campos que a su grammaticus, o tutor particular. En consecuencia, no poseía grandes dotes para la retórica y sus conocimientos literarios dejaban mucho que desear, pero estaba al tanto de todo lo que había que saber sobre mulas, rebaños y viñedos. Consciente de su importancia a la hora de llevar las cuentas de pérdidas y ganancias de una propiedad, la aritmética era la única disciplina en que había seguido con atención las explicaciones del maestro.

Casi había dado por concluidos los cálculos cuando, sin avisar, apareció su padre. Vespasiano se puso en pie, le dedicó una reverencia a modo de saludo y esperó a que le dirigiera la palabra.

–Palo me dice que hemos perdido dieciséis cabezas el mes pasado. ¿Es eso cierto?

–Sí, padre. Estaba acabando de echar las cuentas, pero sí, dieciséis me parece una cifra correcta. Es tan vasto el terreno que los manaderos aseguran que se las ven y se las desean para que los bandidos no se lleven alguno de los animales que se apartan de la manada.

–Habrá que ver la forma de pararles los pies, o esos malnacidos acabarán por chuparnos la sangre. Con Sabino en casa, ocasión tendremos de tender una celada a esas sabandijas y, con un poco de suerte, crucificaremos a unos cuantos. Ya veremos qué prefieren, si verse clavados de pies y manos, o apartar sus sucias manos de estas puñeteras tierras.

–No es mala idea, padre –acertó a decir el muchacho, al ver que su padre se disponía a retirarse.

Tito se detuvo en el umbral, y se volvió a mirar a su hijo.

–Buen trabajo, Vespasiano –añadió, con voz más serena–: acercar todas esas caballerías con tan pocos hombres…

–Gracias, padre. Lo hago con gusto.

–Lo sé, lo sé –asintió Tito con una media sonrisa apesadumbrada, y a continuación se fue.

Animado por el elogio que le había dedicado su padre, Vespasiano terminó las cuentas y comprobó que, efectivamente, habían perdido dieciséis cabezas; puso orden en el escritorio y se tumbó en la cama a descansar un rato hasta que llegase su hermano. Sin armar escándalo, éste se presentó al cabo de media hora. Vespasiano se había quedado dormido.

 

 

* * *

 

 

Se despertó sobresaltado; ya se había hecho de noche. Temeroso por si llegaba tarde a la cena, saltó de la cama y se dirigió al peristilo, iluminado con antorchas para la ocasión. Oyó la voz de su madre en el atrio y hacia allí dirigió sus pasos.

–Deberíamos recurrir a los buenos oficios de mi hermano Cayo para que, en cuanto sea posible, el chico acceda al rango de tribuno militar –estaba diciendo su madre; al comprender que se refería a él, Vespasiano aminoró el paso–. El mes que viene cumplirá los dieciséis. Si los augurios que acompañaron su nacimiento son ciertos y tan lejos ha de llegar, no podemos consentir que siga perdiendo el tiempo en la finca, haciendo caso omiso de sus deberes para con Roma y con la familia.

Intrigado por lo que había oído acerca de una profecía, Vespasiano se acercó un poco más.

–Entiendo tu inquietud, Vespasia –replicó su padre–, pero el chico ha pasado casi toda su adolescencia dedicado a las labores de la hacienda y poco sabe de lo que hace falta para mantenerse a flote en el mundo de la política romana, por no hablar de los ejércitos.

–Si la profecía ha de cumplirse, la diosa Fortuna mirará por él como por la niña de sus ojos.

Vespasiano trató de serenarse. ¿Por qué su madre no podía ser un poco más clara?

–¿Y qué hacemos con Sabino? –quiso saber Tito–. Como primogénito que es, ¿no deberíamos poner en él nuestras miras?

–Ya has hablado con él. Es un hombre hecho y derecho, ambicioso, lo suficientemente decidido como para abrirse paso por su cuenta; puede aspirar incluso a algo más que a un puesto de pretor, no como mi hermano, lo que sería un gran honor para la familia. Por supuesto que lo apoyaremos en todo lo que emprenda, pero nada más. Sabrá arreglárselas solo. ¿No te das cuenta de que Vespasiano es la única posibilidad que le queda a nuestra familia para salir de la mediocridad? Creo que ha llegado el momento. Hemos invertido bien el dinero que ganaste como recaudador de impuestos en Asia. Compraste estas tierras a buen precio, y has sabido cómo sacarles un magnífico rendimiento. Con eso y con lo que yo aporté como dote al matrimonio, disponemos de más de dos millones de sestercios, según el último censo. Dos millones, Tito. Entre eso y las amistades de mi hermano, podemos aspirar a dos puestos en el senado. Pero hay que hacer méritos, y ésos no se consiguen así como así, por las buenas, correteando por las colinas de la Sabina.

–Creo que no te falta razón. Vespasiano ha de empezar a labrarse un porvenir, y sí, habrá que darle un empujoncito. Pero no de inmediato. Ahora que Sabino está en casa, había pensado que entre los dos resolviesen antes otro asunto. Por otra parte, nada se puede hacer hasta que los magistrados del año que viene asuman sus cargos en enero.

Vespasiano escuchaba con tanta atención que no se dio ni cuenta de la sombra que, sigilosa, se le acercaba por la espalda hasta que una mano le tiró del pelo.

–¿Conque fisgando y escuchando a hurtadillas como siempre, hermanito? No has cambiado mucho, por lo que veo –reconoció la voz pausada de Sabino, mientras le tiraba del pelo con más fuerza.

Vespasiano le propinó un codazo en la barriga y se apartó de él; cuando se volvía para hacer frente a su hermano, esquivó un puño que iba en busca de su nariz y respondió con otro puñetazo. Sabino paró el golpe y, con una mano que parecía de hierro, poco a poco le obligó a bajar el brazo, machacándole los nudillos, retorciéndole la muñeca y forzándole a ponerse de rodillas. Al ver que se había salido con la suya, dejó de pelear.

–¿Aún te quedan ganas de seguir peleando? –dijo Sabino, dirigiéndole una mirada cargada de rencor–. Vaya esto por tu malos modales, ¿o te parece normal saludar así a un hermano al que no ves desde hace cuatro años?

Vespasiano alzó los ojos. Mucho había cambiado su hermano. Ya no era el chico gordinflón que, cuatro años antes, a los dieciséis, lo traía a mal traer. Era todo un hombre. Donde antes había grasa, ahora era todo músculo; había crecido un par de dedos. Hasta su cara redonda parecía más alargada y cuadrada, pero mientras desde lo alto de la prominente nariz ancha, tan característica de todos los varones de la familia, clavaba sus ojos castaños en él, su mirada aún conservaba el mismo destello malévolo. Daba la impresión de que la vida militar le había sentado bien. Le pareció tan altivo y digno que se guardó para sí los sarcasmos que se le hubieran podido pasar por la cabeza.

–Lo siento, Sabino –balbució, poniéndose en pie–. Pensaba salir a recibirte, pero me he quedado dormido.

Al escuchar aquella confesión tan sincera, Sabino arqueó las cejas.

–Pues ya lo sabes, hermanito: la noche se hizo para dormir. Más vale que lo tengas en cuenta ahora que eres casi un hombre. ¡Qué curioso, todavía hablas como la gente de por aquí! Vamos, nuestros padres nos esperan.

Se dirigió a la casa, mientras Vespasiano, avergonzado, se quedaba rezagado. Había quedado como un patán delante de su hermano, que no sólo le había echado una buena regañina, sino que lo había dejado fuera de combate. Lamentable. Tras prometerse a sí mismo que nunca volvería a sestear de día, echó a correr tras los pasos de Sabino, sin dejar de pensar en aquel enigmático comentario sobre una profecía. Sus padres estaban al tanto, seguro. Pero ¿quién más? ¿Sabino, quizá? Imposible. Su hermano debía de ser muy pequeño por entonces y, de haberlo sabido, jamás le diría nada. ¿A quién preguntar? ¿A sus padres, y admitir que los había estado espiando? ¡Ni hablar!

Entraron en la casa principal por el tablinum y pasaron al atrio. Sentados en dos sillas de madera profusamente pintadas, junto al impluvium, el aljibe apuntalado por cuatro columnas donde se recogía el agua de lluvia que caía a través de un agujero rectangular abierto en el techo, Tito y Vespasia esperaban la llegada de los dos hermanos. El rojo oscuro de las columnas contrastaba con los delicados tonos verdes, azules y amarillos de la composición del mosaico que cubría el suelo, donde se representaba el origen de la fortuna de la familia y sus ratos de esparcimiento.

Era una noche del mes de octubre y fuera hacía frío; el atrio, en cambio, estaba caldeado gracias tanto a la gloria y al hipocausto como a la buena fogata que ardía en el hogar, a la derecha del tablinum. El vacilante resplandor de las llamas y de una docena de lámparas de aceite alumbraba las inquietantes máscaras mortuorias de cera de los antepasados de los Flavios que, desde su emplazamiento, entre el hogar y el larario, el altar dedicado a los dioses lares, velaban por la familia. Apenas visibles bajo aquella luz tenue, pintados en llamativos colores rojo y amarillo, interrumpidos tan sólo por las oquedades que daban paso a estancias menos ostentosas, unos frescos decorativos sobre temas mitológicos adornaban las paredes.

–Poneos cómodos, chicos –les dijo su padre con afecto, sin poder ocultar la alegría que sentía al verse rodeado de nuevo de los suyos al cabo de ocho años.

Los hermanos se sentaron en dos escabeles frente a sus padres. Una esclava joven les frotó las manos con un paño húmedo; otra les puso delante una copa de vino caliente y especiado. Vespasiano reparó en cómo Sabino siguió con la mirada a las muchachas cuando éstas abandonaron la estancia. Tito derramó unas gotas de vino por el suelo.

–Doy gracias a los dioses que velan por nuestro hogar, que me han devuelto sano y salvo a mi hijo mayor –dijo con voz solemne, al tiempo que alzaba su copa–. ¡A vuestra salud, hijos míos!

Los cuatro apuraron las copas y las depositaron en la mesa baja que había entre ellos.

–Bueno, Sabino, el ejército te ha tratado bien, ¿no es así? No te has dedicado sólo a tareas de rutina, sino que has entrado en combate. Seguro que ni tú mismo creías que pudieras tener tanta suerte, ¿a que no? –aventuró Tito, riendo entre dientes, orgulloso de aquel hijo de quien, con veinte años, ya podía decirse que era todo un veterano.

–Así es, padre –contestó Sabino, mirándolo a los ojos, con una sonrisa de satisfacción–. Creo que todos nos llevamos una decepción cuando me destinaron a la Novena Hispana en Panonia; aparte de los consabidos escarceos fronterizos, difícilmente iba a destacar en nada.

–Hasta que Tacfarinate se alzó en armas en Numidia; eso fue tu salvación –medió Vespasia.

–Tenemos que dar gracias a los dioses por esos reyezuelos revoltosos que se creen más de lo que son –añadió Tito, levantando su copa y sonriendo a su hijo mayor.

Sabino respondió al brindis de su padre con entusiasmo.

–Por Tacfarinate, el insensato que amenazó con interrumpir el suministro de grano que, desde África, llega a Roma, y hasta envió emisarios para negociar con el emperador.

–Ya estamos enterados –dijo Tito entre risas–. Por lo visto, Tiberio ordenó que los ejecutasen en su presencia, afirmando que ni siquiera Espartaco se había atrevido a tanto.

–Así que nos destinaron a África como refuerzo de la Tercera Augusta, la única guarnición que había en la provincia –añadió Sabino, muerto de risa.

Mientras su hermano se explayaba relatando sus correrías, Vespasiano no paraba de preguntarse en balde quién podría contarle algo sobre los auspicios que habían rodeado su nacimiento, hasta que de repente acabó por reparar en aquello que de verdad le tenía preocupado: el asunto de los ladrones de mulas, mucho más importante, desde luego, que esos cuentos sobre rebeliones y marchas agotadoras de las que nada sabía y tan poco le interesaban. Aunque el griego Hierón, su maestro de armas y lucha libre, lo había adiestrado en el manejo del gladio y de la lanza corta, el pilum, y podía tumbar a casi todos sus oponentes en el cuadrilátero gracias a sus fornidos y anchos hombros musculosos, no por eso olvidaba que era, ante todo, un hombre apegado al terruño: ése había de ser el escenario de su lucha diaria con la naturaleza si quería sacar el mejor rendimiento posible de las tierras de su familia. Que Sabino siguiera, pues, su camino y ascendiera en el cursus honorum, esa alocada carrera de empleos civiles y militares.

–Recuerdo cómo me sentía cuando íbamos a la guerra –al reparar en la melancolía que teñía las palabras de su padre, Vespasiano se metió de nuevo en la conversación–. Con la moral alta y seguros de alcanzar la victoria, porque eso es lo que Roma esperaba de nosotros, el imperio no puede permitirse una derrota. Rodeados de bárbaros como estamos, no podemos dar muestras de flaqueza. Tienen que convencerse de que si se atreven a atacarnos, sólo les queda una única e inevitable salida: la muerte, en el caso de los varones, y la esclavitud para su familia.

–¿Aun a costa de muchas vidas? –dejó caer Vespasiano.

–Un soldado ha de estar siempre dispuesto a dar la vida por Roma –fue la respuesta de su madre–, con la certeza de que, por mucho que lo intenten quienes pretenden acabar con nuestro pueblo, su gesto servirá para que los suyos sigan disfrutando en paz y como mejor les plazca de lo que tienen.

–¡Así se habla, esposa mía! –exclamó Tito–. Éste es el lazo que mantiene unidas a nuestras legiones.

–Con esa convicción, nunca nos desanimamos durante los dos años que pasamos allí –aseveró Sabino–. Estábamos dispuestos a lo que fuera con tal de ganar. Fue una guerra sucia. Nada de batallas campales; sólo incursiones, represalias, escarceos. Hasta que logramos obligarlos a salir de sus madrigueras en las colinas y, tribu por tribu, conseguimos doblegarlos. Incendiamos sus plazas fuertes, redujimos a la esclavitud a mujeres y niños, y acabamos con todos los varones en edad de luchar. Una labor tenaz, agotadora, pero nunca cejamos en el empeño.

–¿Qué te había dicho yo, Vespasiano? –añadió Tito alborozado–. Con Sabino en casa, contamos con alguien que sabe cómo hacer frente a esas sabandijas que acechan en las colinas. No habrá de pasar mucho tiempo sin que veamos crucificados a esos malditos ladrones de mulas.

–¿Bandidos, padre? ¿Dónde? –inquirió Sabino.

–En las montañas que se alzan al este de la finca –contestó Tito–. Y no sólo han robado mulas, nos han arrebatado también ovejas y algunos caballos, por no hablar del asesinato de Salvio, hace un par de meses.

–¿Salvio ha muerto? De veras que lo siento –lo interrumpió Sabino, compungido al recordar con afecto a aquel hombre entrañable que, de niño, siempre le trataba con cariño–. Motivo más que suficiente para pagarles con la misma moneda. Me pasaré por allí con unos cuantos libertos, y ocasión tendrán de ver cómo se las gasta un romano con la gente de su ralea.

–Así se habla, hijo mío. Sabía que les darías un buen escarmiento. Que tu hermano vaya contigo. Ya va siendo hora de que vea algo que no sea la grupa de una mula –dijo, mientras sonreía a Vespasiano para hacerle ver que le estaba tomando el pelo, aunque su hijo menor ni se había dado por aludido; la idea de poner a aquellos ladrones de mulas en su sitio le había levantado el ánimo: siempre sería bueno para la finca. Ése era el tipo de enfrentamiento que según él merecía la pena, y no guerrear contra exóticas tribus en tierras lejanas que sólo le sonaban de oídas.

Sabino, en cambio, no parecía tan entusiasmado con la idea, por lo que su padre insistió.

–Será una buena oportunidad para que lleguéis a conoceros mejor como hombres que sois y dejéis de pelearos como mocosos.

–Lo que tú digas, padre.

–Pues, claro. Juntos podéis emprender vuestra campaña africana a escala reducida y crucificar a unos cuantos rebeldes, ¿qué os parece? –dijo Tito, entre risas.

–Si los chicos son capaces de atraparlos con la ayuda de tan sólo unos cuantos libertos –añadió Vespasia cautelosa, enfriando un tanto el entusiasmo de su esposo–, será como un eco lejano de las batallas que pueden librarse cuando se cuenta con el respaldo de una legión.

–No te preocupes, madre. Durante los dos años que pasé en África aprendí bastante sobre cómo obligar a plantar cara en campo abierto a esos revoltosos que sólo buscan el pillaje. Ya me las arreglaré –replicó Sabino, con tanta seguridad que Vespasiano se lo creyó.

–¿Lo ves, Vespasia? –continuó Tito, alargando el brazo por encima de la mesa y dando una palmadita en la rodilla a su hijo mayor–. Ha vuelto del ejército hecho un hombre, igual que me pasó a mí; lo mismo que volverá Vespasiano antes de que nos demos cuenta.

Vespasiano se puso en pie de un salto, y se quedó mirando a su padre con ojos de susto.

–No quiero alistarme en el ejército, padre. Estoy muy a gusto aquí, ocupándome de la finca. Es lo único que se me da bien.

Sabino se mofó de su hermano.

–El hombre que no ha peleado por la tierra no tiene ningún derecho sobre ella, hermanito. Si no has luchado junto a los de tu rango, ¿cómo vas a presentarte en Roma con la cabeza alta?

–Tu hermano tiene razón, Vespasiano –afirmó su madre–. Se reirían de ti, del hombre que cultiva una tierra que nunca ha defendido. Sería una afrenta intolerable tanto para ti como para el buen nombre de nuestra familia.

–En tal caso, no iré a Roma. Ésta es mi tierra, el lugar donde me gustaría morir. Que Sabino se abra camino en Roma. Yo me quedaré aquí.

–¿Y pasarte la vida a la sombra de tu hermano? –le imprecó Vespasia–. Dos hijos tenemos y los dos han de sobresalir. Que uno de ellos deje de lado sus obligaciones para dedicarse a la agricultura sería un agravio imperdonable para los dioses que velan por esta familia. Siéntate, Vespasiano, no hay más que hablar.

Su padre se echó a reír.

–Faltaría más. No puedes pasarte la vida aquí en las colinas, como uno más de esos paletos provincianos. Irás a Roma y te alistarás en el ejército. Ésta es mi voluntad.

Cogió la copa, apuró el vino que quedaba y, de improviso, se puso en pie.

–Como de sobra sabéis, a un hombre se lo juzga ante todo y sobre todo por los logros de sus antepasados –guardó silencio un momento y, con un gesto, señaló la hornacina que albergaba las máscaras mortuorias, junto al larario–. Así las cosas, si poco valgo yo, menos valéis vosotros dos. Si lo que pretendemos es mejorar la posición de nuestra familia, no os quedará más remedio que, como advenedizos, entrar en la liza del cursus honorum. Es difícil, pero no imposible, como Cayo Mario y Cicerón tuvieron a bien enseñarnos durante la república. Nada tiene que ver, sin embargo, esa época con los tiempos que nos ha tocado vivir. Para mejorar nuestra posición, no necesitamos contar sólo con el apoyo de personas que ocupen puestos de influencia, sino también con el respaldo de funcionarios que estén cerca del emperador; si aspiramos a que se fijen en nosotros, hemos de destacar en las dos disciplinas que gozan de mayor prestigio en Roma, a saber, la destreza militar y la administración de los asuntos públicos. Sabino, tú ya has demostrado que eres un buen soldado. Vespasiano, tú no tardarás en seguir el mismo camino, pero, gracias a lo que has aprendido por haberte ocupado de las propiedades de la familia, asunto por el que tan poco interés ha mostrado tu hermano, has dado sobradas pruebas de que eres un administrador capaz.

Una leve sonrisa cargada de ambición cruzó el rostro de Vespasia, que miró de frente a sus dos hijos: acababa de darse cuenta de qué se estaba proponiendo Tito.

–El primer paso será que Vespasiano sirva en las legiones como tribuno militar. El siguiente será que tú, Sabino, ocupes un cargo administrativo en Roma: serás uno de los veinte magistrados iuniores del vigintiviratus. Mi idea es que, durante los dos próximos meses, ambos compartáis lo que sabéis y os esforcéis en suplir las carencias del otro en vuestros respectivos terrenos. Vespasiano te enseñará cómo se lleva una hacienda; por tu parte, tú le enseñarás los ejercicios militares más elementales, los que realizan los legionarios rasos, para que no sólo salga adelante, sino que medre en las legiones.

Incapaces de salir de su asombro, Vespasiano y Sabino se quedaron mirando a su padre.

–No hay más que hablar. Ésta es la decisión que he tomado y, por muy mal que os llevéis, ambos la acataréis. Lo hago por el bien de nuestra familia y, en consecuencia, con miras que superan con creces las pequeñas diferencias que podáis tener entre vosotros. A lo mejor así aprenderéis a valoraros el uno al otro de un modo que antes ni os habíais imaginado. Os pondréis a ello en cuanto hayáis resuelto el asunto de los ladrones de mulas. Sabino ejercerá el papel de tutor el primer día; al día siguiente, le tocará a Vespasiano. Y así seguiréis hasta que estime que ambos estáis en condiciones de ir a Roma –a continuación miró a sus hijos y les sostuvo la mirada–. ¿Os parece bien? –preguntó en un tono que no dejaba lugar a dudas en cuanto a la respuesta que esperaba.

Los dos hermanos se quedaron mirándose. No había otra salida.

–Muy bien, padre –respondieron ambos.

–Estupendo. A cenar, pues.

Tito, al frente de los suyos, se acercó al triclinio, donde ya estaban preparados los lechos de mesa para la cena, y dio una palmada. Al instante, la estancia se animó con la aparición de unas esclavas de la casa con bandejas de comida. A un gesto de Varrón, el intendente, esperaron a que, con la ayuda de unas criadas serviciales, los miembros de la familia se acomodasen en tres grandes divanes colocados alrededor de una mesa baja y cuadrada. Las muchachas sustituyeron las sandalias de los varones por unas babuchas, dejaron unas servilletas para cada comensal y de nuevo procedieron a las abluciones de manos. Cuando hubieron terminado, Varrón ordenó que depositaran en la mesa los entrantes, o gustatio.

Sabino se quedó extasiado contemplando las bandejas de aceitunas, salchichas de cerdo asado con almendras, lechuga con puerros, y trozos de atún con finas rodajas de huevo cocido. Se decidió por una suculenta y crujiente salchicha, la partió en dos y, volviéndose a su hermano, le preguntó:

–¿Cuántos bandidos andan por las colinas?

–A decir verdad, no lo sé –contestó Vespasiano.

Sabino hizo un gesto de asentimiento, se llevó un trozo de salchicha a la boca y comenzó a masticarlo con la boca abierta.

–En tal caso, eso será lo primero que hagamos mañana por la mañana.