CAPÍTULO XVII

 

 

 

Se les echó encima la noche. Había dejado de llover. Al galope, habían dejado atrás las colinas y, ya a paso lento, estaban atravesando una zona pedregosa. La luna llena brillaba entre las nubes deshilachadas que cubrían el cielo, iluminando el camino que seguían los caballos por aquel terreno áspero. Más abajo, a su izquierda, atisbaban a ratos la calzada de la Via Aurelia, por la que, de vez en cuando, aún pasaban algunos carromatos y grupos de viajeros. Más allá, en lo alto de un risco, parpadeaban las luces de una ciudad.

–Cosa –le dijo Vespasiano a Magno–. La hacienda de mi abuela está al norte de la ciudad, mirando al mar. Tendremos que pasar al otro lado de la calzada para tomar el camino que va hasta allí. A mitad del trayecto, a la derecha, sale un sendero que lleva hasta la propiedad.

–No parece que éste sea mal momento para intentarlo, amo –observó Magno–. Todo parece bastante tranquilo, y no creo que haya nadie que desee tanto como yo un plato de comida caliente y un lecho acogedor. Me sorprende que seas capaz de seguir a lomos de tu montura. Pie a tierra, compañeros; llevaremos los animales por las riendas hasta la calzada.

Se detuvieron en un olivar a unos cincuenta pasos de la intersección de la Via Aurelia con el camino que, colina arriba, llegaba a Cosa. A lo lejos, escucharon el estruendo de un nutrido grupo de jinetes que venía del sur.

–¿A qué distancia estarán? –inquirió Vespasiano.

–No sabría decirte –respondió Magno.

–A lo mejor ni siquiera son pretorianos.

–Me juego lo que quieras a que sí. Si fueran tropas auxiliares, ya habrían levantado el campamento antes de que se hiciera de noche. Seguro que son pretorianos. Se habrán dado cuenta de que los hemos adelantado hace unas cuantas horas, y supongo que se dirigen hacia el norte para montar otro puesto de guardia en la calzada.

–¿Qué hacemos, pues? ¿Nos vamos a galope tendido?

–susurró Mario.

–Mejor no. Dejemos que sigan adelante.

Vieron las antorchas que precedían a la rápida columna y, con el corazón encogido, observaron cómo se acercaban. Cuando la tropa, unos cien hombres armados, llegó al cruce, el oficial que iba al frente se detuvo.

–Clemente, tú y la mitad de los hombres seguid unas diez millas calzada arriba y montad allí el puesto de vigilancia. Busca en todas las posadas, granjas y graneros que te salgan al paso por el camino. Yo me quedaré con el resto y rastrearemos la ciudad. Si no encontramos nada, nos veremos mañana temprano. Envía patrullas en cuanto amanezca, pero siempre de más de cuatro hombres. No quiero que se repita el desastre de hoy por la mañana.

–Se hará como dices, Macrón –contestó el joven decurión, saludando a su superior; el resplandor de la antorcha relucía en su yelmo cuando volvió junto a la columna–. Las dos primeras turmae, venid conmigo –ordenó, antes de partir al galope calzada arriba, seguido por los dos escuadrones.

En cuanto se fue el último de los sesenta hombres, Macrón se dirigió a los que se habían quedado a su lado.

–Oídme bien, compañeros: vamos a registrar esa ciudad de arriba abajo. Aparte de los magistrados locales y los dueños de las tabernas, quiero que llevéis al Foro para interrogarlo a cualquiera que haya llegado hoy a este sitio. No aceptéis una negativa por repuesta por parte de nadie, ¿entendido? –y, volviéndose a un rostro conocido que no se apartaba de su lado, añadió–: Bueno, Hasdro, creo que tendrás trabajo esta noche. Estoy convencido de que algunos necesitarán un empujoncito para que se les suelte la lengua –a continuación volvió grupas y espoleó su caballo por el camino que llevaba a la ciudad.

A la luz de las antorchas, Vespasiano y sus compañeros contemplaron la columna que se adentraba en la oscuridad, camino de la ciudad que, confiada, se alzaba una milla colina arriba.

–¡Pobres gentes! –musitó Magno–. Con Macrón y los suyos poniéndolo todo patas arriba, no van a pegar ojo en toda la noche.

–¡A nosotros nos viene como anillo al dedo! –replicó Vespasiano, que ya no podía ni con su alma–. Mientras los pretorianos se dedican a espantar a esos inocentes provincianos, podremos seguir adelante, tal y como habíamos pensado.

Llevaron los caballos hasta la calzada, montaron de nuevo y fueron tras los pasos de la columna que se dirigía a la ciudad. Para cuando escucharon los primeros gritos y alaridos que, desde lo alto, retumbaban por las colinas, habían llegado al camino que conducía a la propiedad de Tertula.

–Hemos de seguirlo hasta lo alto de la colina, una milla más o menos –les explicó Vespasiano, esforzándose por distinguir el sendero a la tenue luz de la luna–; luego, hay que torcer a la izquierda, hacia el mar.

No dejaban de oír los gritos procedentes de la ciudad, y aceleraron el paso, no porque corrieran un peligro inminente, sino por alejar aquellos alaridos angustiosos de los que, en parte, se sentían responsables.

Al llegar a la cima de la colina, escucharon el murmullo de las olas que, a lo lejos, rompían a sus pies. La brisa salada despabiló a Vespasiano, que respiró aquel aire a pleno pulmón. Desde los siete años, cuando, durante un lustro, el tiempo que sus padres habían estado en Asia, Sabino y él se habían quedado en casa de su abuela Tertula, siempre le había encantado el mar.

A pesar de las malas jugadas que solía gastarle su hermano mayor, recordaba aquellos tiempos como los días más felices de su vida. Su abuela siempre lo había defendido de Sabino, imponiendo a su hermano duros castigos cada vez que observaba magulladuras recientes en el cuerpo de Vespasiano, y ordenando a su intendente, Atalo, que no perdiera de vista a los chicos cuando ella estaba ausente. Hasta que, con once años cumplidos, llegó el feliz día en que Sabino se fue a Roma para que su tío Cayo le echase una mano y le consiguiese un nombramiento como tribuno militar. Desde entonces y durante más de un año, Vespasiano pasó a ser el ojito derecho de su abuela y disfrutó del cariño que ésta le mostró. Todos los días, una vez terminadas las clases diarias con su tutor, pasaban las horas juntos. Durante los paseos por los acantilados, Vespasia le contaba historias, o le enseñaba cómo coser las redes mientras pescaban en la playa. Pero aún más importantes fueron las instrucciones que le dio sobre cómo llevaba su hacienda, una propiedad que ella sola administraba tras el fallecimiento de su marido, antes de que Vespasiano viniese al mundo.

Cuando sus padres regresaron, no quiso separarse de Tertula ni salir de la hacienda, que ya consideraba su hogar. Sólo se avino a hacerlo, cuando su abuela se decidió a acompañarlo hasta la nueva propiedad de sus padres en Aquae Sutilice, y se quedó con ellos durante seis meses. Se fue al día siguiente de su decimotercer cumpleaños. No había vuelto a verla desde entonces.

Dándose cuenta de que le quedaba menos de media milla para estar en casa, trató de realizar un postrer esfuerzo para no irse al suelo. Los últimos cien pasos fueron una sucesión de imágenes confusas, hasta que, por fin, llegaron a la arboleda que tan familiar le resultaba y atisbaron el portón de hierro que, por última vez, había cruzado cuatro años antes. Se dejó caer sobre la montura, se las compuso para pasar la pierna derecha por encima del lomo del animal y se apeó. Tambaleándose y apoyándose en el brazo de Magno, dio un paso adelante y, con las pocas fuerzas que le quedaban, echó mano de la aldaba de hierro y llamó.

–Permíteme que sea yo quien llame, pero un poco más fuerte, amo –dijo Magno, dando tres sonoros golpes con la misma aldaba.

–¿Quién va? –preguntó una voz desde el otro lado del portón.

–Dile a mi abuela que soy yo, Vespasiano, y tres amigos que me acompañan.

Esperaron un rato y, al cabo, escucharon una voz conocida al otro lado.

–Si de verdad eres Vespasiano, dime cómo me llamabas cuando eras pequeño.

Vespasiano esbozó una sonrisa y, como para disculparse, miró a Magno.

–Tute.

La puerta se abrió de par en par, y Tertula, con sus más de ochenta años a cuestas, salió a su encuentro.

–¡Vespasiano, mi niño, has venido a verme! –le dijo echándole los brazos alrededor del cuello y colmándolo de caricias–. ¡Cuánto has crecido desde la última vez!

–Ahora soy tribuno militar, Tute. Pero es mejor que hablemos dentro. Vengo herido, y necesito descansar un poco. Estos muchachos son amigos míos.

–Claro, claro; adelante, pasad.

 

 

* * *

 

 

Vespasiano se tumbó en uno de los divanes del triclinio y tomó un poco de vino caliente rebajado con agua, mientras Tertula le examinaba la pierna herida a la tenue luz de una lámpara de aceite que sostenía un esclavo.

–No está nada mal, Magno, pero que nada mal –comentó con satisfacción, mientras pasaba los dedos arrugados sobre la herida abultada por la quemadura.

–Gracias –respondió Magno, desde el otro extremo de la estancia, donde Magno y sus hombres aguardaban a que terminase.

–¿Con qué la habéis limpiado?

–Meándole encima.

–Bien hecho; es lo mejor cuando no se tiene vinagre a mano. La herida está cerrada; bastará con que le aplique un ungüento para la quemadura y, luego, se la vendaremos tan fuerte como podamos para que no se le abra de nuevo. ¡Atalo!

Un hombre alto y robusto, que rozaba los sesenta años, entró en la estancia.

–No hace falta que grites. Aquí estoy –dijo en un tono que, a las claras, revelaba una paciencia infinita.

–Menos mal, menudo zoquete. Ve con Magno y sus compañeros y dales algo de comer; luego, tráenos un poco de pan y jamón. Y ya puestos, tráeme mi copa. No me explico que Vespasiano tenga algo de beber y yo no.

–Será porque no me lo has pedido.

–No, si va a resultar que tendré que estar en todo.

–Como tiene que ser. Para eso eres el ama, y todos los demás, tus esclavos.

–En ese caso, compórtate como tal.

–Siempre lo hago. ¿Mandas algo más?

–Esas tres cosas. No te creo capaz de recordar ni una más como es debido.

Atalo miró a Vespasiano y le dedicó una sonrisa.

–Bienvenido a casa, amo Vespasiano. Será un placer tener de nuevo en casa a alguien sensato.

–Gracias, Atalo. Por lo que veo, mi abuela y tú seguís llevándoos igual de bien.

–La soporto lo mejor que puedo –musitó en broma.

–Jamás entenderé por qué te soporto yo a ti, cuando tendría que haberte crucificado hace tiempo.

–¿Y quién te iba a decir a qué día estamos y hasta cómo te llamas?

–Ve a hacer lo que te he dicho –zanjó Tertula, propinándole un buen azote en el trasero y tratando de contener la risa.

Seguido por los tres hombres, que no salían de su asombro, Atalo abandonó la estancia, rascándose la nalga dolorida.

Con delicadeza, Tertula le untó la herida con una pomada maloliente, antes de vendársela con mimo. Cuando estaba a punto de acabar, apareció Atalo con lo que le había pedido y la copa de plata.

–Pues sí que has tardado. ¿No habrás vuelto a perderte otra vez, verdad? –le dijo Tertula, con una voz cargada de malicia, mientras apretaba un nudo para sujetar la venda.

–Lo raro es que recuerdes siquiera que me haya ido –repuso Atalo, dejando caer sin miramientos la bandeja de la comida al tiempo que con gesto rebuscado añadía–: ¿El ama quiere que le rebaje el vino con agua, o prefiere beber para olvidar como tantas noches?

–Yo misma me serviré el vino, y así tendré la certeza de que no has escupido dentro. Vete, y haz algo útil, como tirarte a alguna de mis esclavas personales, y procura dejarla satisfecha para cuando se disponga a arreglarme el pelo por la mañana.

–Para complacerte, ama, les haré los honores a las tres, para que mañana, cuando te levantes, te veas rodeada de rostros felices y risueños.

–Fuera de mi vista, viejo lascivo, y llévate a tu amiguito contigo. A tu edad, es más que probable que tenga que echarte una mano.

Tertula despidió al esclavo encargado de sostener la lámpara que, si bien guardando la compostura, estaba disfrutando con las pullas que el ama lanzaba a su superior.

Cuando se hubieron marchado, Vespasiano se echó a reír con ganas.

–Ya casi me había olvidado de lo divertida que era esta casa, Tute. Estoy tan contento de verte…

–Sabe cómo avivarme el ingenio, un mérito impagable, ¿no te parece? –dijo, riendo como su nieto.

Se hizo con el ánfora de vino y llenó su copa con generosidad. Mientras acariciaba la copa de plata con las manos, Vespasiano no dejaba de mirarla con cariño.

–Cuando me acuerdo de ti, siempre te imagino con esa copa en las manos. Es la que utilizas siempre, ¿no es así?

–Tu abuelo, Tito Flavio Petrón, me la regaló el día de nuestros esponsales. Tenía trece años, y ésta fue la primera cosa que pude decir que era mía porque, hasta ese momento, todas mis pertenencias eran de mi padre, en realidad. Le tengo el mismo cariño que llegué a sentir por aquel hombre bueno que, si bien me llevaba treinta años, me la entregó hace tanto tiempo –esbozó una triste sonrisa para sus adentros al recordar al hombre a quien había amado, y alzó la querida copa–: ¡Por los ausentes!

–¡Por ellos!

Bebieron y, durante un rato, se quedaron en silencio. Los pinchazos de la pierna llevaron a Vespasiano a fijarse en la herida.

–¿Cuánto crees que tardará en sanar, Tute?

–Si haces reposo, unos diez o quince días. Pero, vamos, come algo –añadió Tertula, acercándole la bandeja de jamón.

–Tengo que irme dentro de siete días como mucho. He de presentarme en Génova en el plazo de doce días, y no podemos ir por la calzada.

–¿Por qué?

Vespasiano le hizo un resumen de lo que había ocurrido durante los últimos días. Trató de no entrar en detalles para no tener que contarle a su abuela hasta qué punto estaba implicado en la conjura contra Sejano, pero eran pocas las cosas que a Tertula se le pasaban por alto.

–O sea que te codeas con gente rica y poderosa, y has tomado partido.

–Creo que he elegido el bando más honroso, el de quienes quieren servir a Roma.

–Ten cuidado, Vespasiano: el lado de quienes dicen estar al servicio de Roma no siempre es el más honroso y, en un momento dado, hasta puede que sea el bando perdedor.

–¿De modo que me estás aconsejando que me ponga de parte de quienes crea que van a ganar, sin tener en cuenta si miran por los intereses de Roma?

–Lo que te digo es que no te metas en política, que de eso no entiendes, y que te mantengas alejado de los poderosos, quienes, por lo general, sólo tienen una idea en la cabeza, a saber, acumular más poder, y se aprovechan de gente como nosotros, dejándonos de lado cuando ya no les hacemos falta. Les venimos bien a la hora de hacer el trabajo sucio pero, una vez cumplido nuestro cometido, podemos resultar incómodos porque sabemos más de la cuenta.

–Tute, a Asinio y a Antonia les debo el puesto al que voy a incorporarme en la Cuarta Escítica. Me siento obligado a hacer lo que me han pedido. No hay que darle más vueltas.

Tertula miró a su nieto y le dedicó una sonrisa. Se parecía tanto a como era su marido cuando, hacía ya casi sesenta y cinco años, se había casado con ella: la misma gravedad, los mismos deseos de luchar por lo que consideraba justo.

–Recuerda lo que le pasó a tu abuelo Petrón. Tras haber servido a las órdenes de Pompeyo Magno en las campañas de Oriente, se sintió en la obligación de seguir sus pasos y, cuando estalló la guerra civil, se puso bajo sus estandartes como centurión veterano, contra César. Había servido veinticinco años en las legiones pero, a los cuarenta y cuatro años, al año justo de casarnos, se encontró en Farsalia, luchando contra aquellos de su propio pueblo que, con un sentido del deber tan acendrado como el suyo, se empeñaban en defender la que, también para ellos, era la causa de Roma. De aquel enfrentamiento con César, Pompeyo salió derrotado, pero Petrón se las compuso para no perder la vida en la batalla y volvió a casa, a mi lado. Apeló a César en Roma, y obtuvo el perdón. No sólo siguió con vida, sino que desempeñó el puesto de cobrador de subastas, aun a sabiendas de que nunca llegaría más lejos. Durante el segundo triunvirato, tras el asesinato de César, cuando Augusto se alzó con el poder, se alistó de nuevo y luchó del lado de Casio y de Bruto, los asesinos de César, contra los triunviros en la batalla de Filipos, donde yacen sepultados para siempre los ideales republicanos. Augusto desterró a unos dos mil caballeros romanos que se habían sublevado contra él y contra su padre adoptivo, César. Tu abuelo fue uno de ellos. En lugar de que lo ejecutaran y se quedasen con sus bienes, prefirió quitarse la vida aquí, en esta misma estancia, cuando los soldados ya llamaban a la puerta.

Vespasiano contempló el aposento y trató de imaginarse a su abuelo en el momento de elegir la salida más honrosa, arrojándose sobre su espada en un postrer intento de salvar la vida de los suyos y conservar las propiedades. Miró a su abuela, y se dio cuenta de que estaba pensando lo mismo.

–Hay que ver la de veces que te pregunté cómo había muerto el abuelo; tú siempre me respondiste que había muerto por Roma.

–Y así fue, en realidad. Sólo que murió por la idea que él tenía de Roma, la antigua Roma, la Roma republicana, no la Roma que vio la luz tras los años de la guerra civil, la nueva Roma, el imperio.

–Cuando miras atrás a los tiempos de la república, ¿te gustaría que las cosas fueran como entonces, Tute?

–Sí, pero sólo por honrar su memoria. Si hubiera sobrevivido, habría pasado más tiempo a mi lado. Ahora, sola como estoy, poco me importa la forma de gobierno que se haya impuesto en Roma. Pero, caso de que a ella se le ocurra volver a llamar a la puerta de mi casa esta noche, lo mejor que podemos hacer es esconderos en lugar seguro.

–¿Crees que van a pasarse por aquí? –le preguntó Vespasiano que, por un momento, se había sentido a salvo en aquel entorno tan familiar.

–Por supuesto. Cuando caigan en la cuenta de que en Cosa no hay nada que buscar, antes de ponerse en marcha hacia el norte, enviarán patrullas que rastrearán estos parajes palmo a palmo. Pero no te preocupes. Le he dicho a Atalo que mezcle vuestros caballos con los míos. En cuanto a ti, mucho me temo que tendrás que pasar la noche en el pajar que hay encima de las dependencias de los esclavos.

–No sabía que allí hubiera uno.

–Porque está muy bien disimulado. Tu abuelo lo utilizaba para dar cobijo a los seguidores de Pompeyo que, al negarse a vivir en la Roma de César, trataban de huir de Italia por el norte.

–Esta noche, estoy enterándome de más cosas de mi abuelo que en toda mi vida.

–¿Qué necesidad tenías de saberlas, si sólo eras un crío cuando vivías aquí? ¿Qué podía importarte a ti la política? Pero ahora que ya eres un hombre, e involucrado en tejemanejes políticos, no está de más que te hagas una idea cabal del riesgo que entraña abrazar una opción política concreta. Tu abuelo así lo entendía pero, en su caso, el bando que le pareció más honroso a la hora de servir a Roma resultó perdedor, así que abre bien los ojos, porque si quieres alcanzar lo que el destino ha dispuesto para ti, nunca deberás ponerte del lado de los perdedores.

Sobresaltado, Vespasiano se quedó mirando a su abuela.

–¿A qué te refieres con eso de que «el destino ha dispuesto para mí»? He sorprendido a mis padres hablando acerca de los prodigios que ocurrieron cuando nací, augurios de que llegaría muy lejos, pero nadie quiere explicarme de qué se trata. Por lo visto, mi madre obligó a todo el mundo a jurar que guardarían silencio.

Tertula volvió a sonreírle.

–En ese caso, deberías saber que tampoco yo puedo satisfacer tu curiosidad, puesto que estoy atada por el mismo juramento. Lo único que puedo decirte es que eran espléndidos augurios, tanto es así que, en estos tiempos dominados por el imperio, nos pareció preferible que nadie supiera nada. Sin embargo, como sabes, los augurios de los dioses sólo se hacen realidad si el hombre sobre el que se ciernen cumple con su deber y obra de forma justa.

Vespasiano, que se esperaba una respuesta más cautelosa, se dio por satisfecho.

–Gracias –dijo–. Me has ayudado a entender algo que nunca antes había sabido expresar con palabras: cuando considere que algo es justo, pelearé con todas mis fuerzas para que se cumpla.

Tertula se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

–¡Cuánto has madurado en todos los sentidos desde la última vez que te vi, hijo mío! Vamos en busca de tus amigos; tenéis que esconderos en el pajar. Los pretorianos no tardarán mucho en aburrirse al ver que no encuentran nada en Cosa.

–Aun en ese caso, tenemos que ver la forma de tomarles la delantera de aquí a Génova –dijo Vespasiano, haciendo un esfuerzo para ponerse en pie.

–Ni falta que hace –replicó Tertula, llevándolo por el brazo fuera de la estancia–. La mejor forma de llegar a Génova, evitando puestos de guardia y patrullas, y tomándote un respiro para quedarte unos días más aquí conmigo hasta que esa pierna se recupere, es ir por mar.