–¿Qué coño se le habrá ocurrido a este tonto del culo ahora? –dijo Magno, alterado, mirando con gesto enconado a Gneo Domicio Corbulón, comandante de la columna de refuerzos–. Como volvamos a cambiar de idea, te juro que me declaro en rebeldía.
–Para amotinarte, tendrías que estar sometido a la disciplina militar –le recordó Vespasiano a su compañero, sin perder de vista a Corbulón, que discutía acaloradamente con los guías que los orientaban por aquellos parajes–. Si tenemos en cuenta que aquí pasas por ser mi liberto, y por tanto un civil, creo que nada de lo que digas o hagas vaya a importarle lo más mínimo a alguien de tan alta cuna y tan engreído como Corbulón.
Sin dejar de refunfuñar, Magno se quitó el gorro cónico de lana, el píleo, con que se tocaban los libertos y, con la mano, se secó el sudor de la frente.
–¡Además de estirado, gilipollas! –musitó.
Cinco días antes, una vez cruzada la línea divisoria de la provincia romana de Macedonia, se habían adentrado en el reino de los tracios, vasallos de Roma. Habían seguido durante tres días la Via Egnatia, cruzando por vergeles de árboles frutales en ciernes y campos de maíz recién sembrados que se extendían a lo largo y ancho de la estrecha franja costera que discurría entre el extremo sur del imponente macizo montañoso de Ródope, cuyas cumbres se perdían entre las nubes, por el norte, y el hermoso, que no por eso menos traicionero, mar de Tracia, que resplandecía bajo un cálido sol primaveral, al sur.
Al llegar a Filipos, en la frontera macedonia, Corbulón había recibido órdenes de unirse cuanto antes al ejército de Popeo Sabino en la región de Bessapara, junto al río Hebro, al noroeste del reino amigo de los tracios, donde el extremo norte del macizo de los montes Ródope linda con la cadena montañosa de Hemo. Aquél era el lugar donde, tras haber derrotado a sus tropas en el campo de batalla dos semanas antes, Popeo había acorralado a los rebeldes tracios en una fortaleza en lo alto de una colina. Corbulón echó pestes cuando, al intentar enterarse de lo que había ocurrido durante la contienda, supo que el correo ya había partido hacia Roma para llevar la noticia de la victoria al emperador y al senado.
Joven y ambicioso, caballero del orden ecuestre como era, se había tomado muy a pecho la orden de acelerar la marcha, no fuera a ser que la rebelión quedase sofocada antes de que llegase, lo que rebajaría notablemente sus expectativas de triunfo.
Tras hablar con los guías, en el extremo oriental del macizo de los montes Ródope, habían dejado atrás la calzada y se dirigían hacia el nordeste por sus estribaciones escarpadas para pasar al lado norte de las montañas y poner rumbo al noroeste, como le habían ordenado. Estaban atravesando los dominios de los celites, tribu que se había mantenido fiel a Roma y al títere que el imperio había designado como rey, Remetalces, poco menos que odiado por las tribus vecinas del norte, los besos y los díos, que se habían alzado en armas un año antes contra las levas obligatorias para el ejército romano.
Vespasiano dedicó una sonrisa maliciosa a Magno cuando vio como Corbulón, tras discutir a voces con los guías celites, volvía grupas y, tras dejar atrás la columna, se dirigía hacia donde ellos estaban, al frente de la primera cohorte de cuatrocientos ochenta nuevos reclutas.
–Mucho me temo que nuestro venerado jefe está a punto de conseguir que otra tribu se una a la revuelta –dijo, tras observar el rostro congestionado del tribuno militar que se acercaba, una vez que éste hubo superado la vanguardia de la tropa, ciento veinte jinetes galos de la caballería auxiliar–. A este paso, puedes dar por seguro que acabaremos en una de esas jaulas de madera que se bambolean sobre sus hogueras sagradas.
–Pensaba que eso eran cosas de germanos y celtas –comentó Magno, tratando de acomodar su magullado trasero en la silla de montar.
–Es de suponer que esos bárbaros recurran a métodos no menos desagradables para divertirse con quienes caigan en sus manos. Confiemos en que la chulería de Corbulón no los anime a ponerlos en práctica con nosotros.
–Tribuno –aulló Corbulón, guiando su montura hasta Vespasiano–, vamos a pasar aquí la noche. Esos pelirrojos hijos de zorra se niegan a seguir adelante. Que los hombres preparen el campamento.
–A tus órdenes.
–Otra cosa, tribuno –añadió Corbulón, mirando de frente a Vespasiano por encima de su larga nariz prominente, único rasgo sobresaliente de aquel rostro enjuto y anguloso–, dile al centurión Fausto que doble la guardia esta noche. No me fío de esos cabrones. Me da la sensación de que hacen cuanto está en su mano para impedir que lleguemos a tiempo.
–Creía que eran leales a Roma.
–La única lealtad que han demostrado esos salvajes es para con los dioses carroñeros de la hedionda tribu a la que pertenecen. No me atrevería a dejarlos solos ni con sus abuelas.
–Parece que seguimos una senda un tanto tortuosa.
–Porque no tienen prisa en que lleguemos a nuestro destino. Cada vez que les digo que hemos de ir hacia el noroeste, tras recorrer más o menos una milla, siempre encuentran alguna excusa para desviarnos hacia el nordeste, como si quisieran llevarnos a un sitio que nada tenga que ver con nuestro punto de encuentro.
–¿Como éste, por ejemplo? –apuntó Vespasiano, mirando a lo alto, a las colinas rocosas que quedaban a su izquierda y volviendo los ojos hacia el espeso bosque de pinos que, a sus pies, se extendía hasta donde alcanzaba la vista–. No creo que sea el mejor lugar para levantar el campamento. Demasiado encajonado.
–Eso mismo pienso yo, pero ¿qué se le va a hacer? Dentro de poco más de tres horas se habrá puesto el sol y, sin las indicaciones de los guías, no daremos con un sitio mejor. Así que aquí nos quedamos. Al menos, leña no nos faltará. Ordena a los hombres que corten unos cuantos árboles y dispongan una empalizada alrededor del campamento para pasar la noche. Actuaremos como si nos moviéramos en territorio enemigo.
Vespasiano se quedó mirando a su superior que se dirigía a la retaguardia de la columna. Siete años mayor que él, durante los últimos tres había servido en el estado mayor de Popeo; antes había estado destinado en la frontera del Rin durante un año. Aunque procedente de una familia de terratenientes como él, hacía ya dos generaciones que su linaje había accedido al orden senatorial y se comportaba con el engreimiento de quien se cree con derecho a disfrutar de toda clase de privilegios. Cuando le ordenaron volver a Italia con el centurión Fausto, el centurión veterano o primipilo de la Cuarta Escítica, para hacerse cargo de los reclutas que acababan de incorporarse a la legión, se sintió herido en su amor propio. Tanto le molestaban el menor error o desliz en que pudieran incurrir aquellos legionarios bisoños que, a lo largo de los setenta días que llevaban de marcha, en más de una ocasión había ordenado que azotasen a algunos y hasta había dado la orden de ejecutar a uno de ellos. Era, como bien había observado Magno, un tonto del culo, pero hasta Vespasiano, a pesar de su limitada experiencia, se daba cuenta de que no carecía de olfato en cuestiones militares y había acabado por acatar sus órdenes.
–¡Centurión Fausto!
–¡A tus órdenes!
El tintineo de las phalerae, las condecoraciones redondas de metal que adornaban la loriga que llevaba encima de la cota de malla, distinciones que se había ganado a lo largo de veintidós años de servicio, acompañó el gesto de saludo del centurión Fausto, mientras el penacho de crines blancas que adornaban el casco se mantenía tan tieso como su portador.
–Ordena que los hombres construyan una empalizada alrededor del campamento y dobla la vigilancia.
–¡A tus órdenes! Bucinator, toca la orden de montar el campamento.
El aludido se llevó la bucina a la boca y de la corneta, un tubo de cuatro pies de largo que terminaba en forma de pabellón acampanado, salieron unas notas estridentes. El toque surtió efecto de inmediato: las dos cohortes de legionarios rasos dejaron en el suelo petates y pila, y siguiendo las precisas indicaciones de los bastones de mando de los centuriones y los gritos desabridos de sus optiones, los asistentes de grado inferior, formaron cuadrillas de trabajo: unos cavaban fosos, otros preparaban el terreno, y otros, en fin, fueron en busca de leña. Las turmae de las tropas auxiliares de la caballería gala que marchaban a la cabeza y a la cola de la columna formaron un círculo defensivo para defender a los hombres mientras trabajaban. Por delante y más alejados, unidades más reducidas de la caballería ligera de los tesalios y arqueros a pie patrullaban los alrededores. Los ayudantes de campamento y los esclavos descargaron la impedimenta, pusieron los animales a resguardo y nivelaron el terreno, mientras los zapadores medían y trazaban las líneas para señalar por dónde habría de discurrir la empalizada cuadrada, así como el lugar exacto en que debían instalar cada una de las doscientas papiliones, unas tiendas con capacidad para albergar ocho hombres, que formaban el campamento.
Como por encanto, la columna que estaba en marcha se había convertido en una atareada colmena donde cada hombre cumplía su cometido, todos menos los doce guías tracios que, tras haberse echado sobre los hombros las bastas capas de lana cruda que llevaban y cubierto la cabeza con unos llamativos gorros de piel de zorro que les llegaban hasta las orejas para protegerse del aire frío que bajaba de las montañas, en cuclillas lo estaban observando todo con mirada aviesa y cuchicheando entre ellos en su ininteligible lengua, a medida que emergía el campamento allí donde antes no había nada.
* * *
Para cuando el sol ya se había puesto, los legionarios, agotados, se disponían a preparar la cena dentro del recinto de unos trescientos sesenta pies cuadrados del campamento fortificado. Después de una marcha de dieciséis millas por terreno accidentado, cada hombre había cavado un foso de unos cuatro pies de longitud, cinco de ancho y tres de profundidad, arrojando la tierra al interior del recinto hasta formar un cúmulo de unos dos pies de altura que otros se habían encargado de aplanar, o habían cortado y afilado las suficientes estacas, de un tamaño de cinco pies, para rodear el perímetro excavado. En grupos de ocho, estaban agazapados en torno a las fogatas que habían encendido junto a las tiendas de campaña de cuero, lamentándose de las penurias de la vida militar que habían abrazado. Era más intenso el olor del sudor acre que desprendían que el aroma, algo más apetitoso, del incomible rancho militar que borbotaba en sus cazos de cocina. Ni siquiera la ración diaria de vino que les daban bastaba para arrancarles una risotada o una simple broma.
Vespasiano se sentó en el exterior de su tienda escuchando sus quejas, mientras Magno hervía el cerdo en salazón y los garbanzos que habrían de ser su cena.
–Me jugaría el pescuezo a que, en este momento, más de uno lamenta haberse alistado bajo las águilas de la legión –observó, tomando un trago de vino.
–Ya se acostumbrarán –dijo Magno, mientras echaba un poco de tomillo cortado al puchero–. Lo más duro son los diez primeros años; luego, el tiempo pasa casi sin darte cuenta.
–¿Serviste durante veinticinco años?
–Me alisté a los quince y, durante once años, estuve destinado en la Legión Quinta Alauda en el Rin. De allí, me trasladaron a la cohorte urbana, donde sólo hay que cumplir durante dieciséis años, así que tuve suerte. Me exoneraron al cabo de poco más de cinco años. Nunca me propuse ascender a optio, sobre todo porque no sé escribir; por otra parte, que me arrestasen tantas veces por meterme en trifulcas tampoco me ayudó mucho, la verdad. Cuando acabé el servicio, hace cuatro años, me pareció conveniente hacer de aquel vicio virtud, y me convertí en púgil. Se gana buen dinero, pero a costa de muchos palos –precisó, mientras, como prueba de lo que decía, se frotaba una de aquellas orejas en forma de coliflor que tenía–. Estos mentecatos se quejan tanto porque es la primera vez que les ha tocado levantar un campamento tras un día de marcha. Una vez que hayan pasado la primera campaña, se acostumbrarán. Siempre y cuando sobrevivan, claro está.
Vespasiano asintió con la cabeza. Desde que se habían unido a la columna, diez millas más allá de Génova, habían avanzado a razón de veinte millas diarias por las cuidadas y seguras calzadas que recorrían Italia, acampando donde mejor les parecía, hasta llegar al puerto de Rávena. Una vez allí, tras esperar durante un tiempo que se les antojó muy largo las naves que habrían de transportarlos, habían pasado al otro lado del mar Adriático; dejando atrás las costas de Dalmacia, arribaron a Dirraquio, en la costa occidental de la provincia de Macedonia. Siguieron la Via Egnatia, que atravesaba aquel territorio, sin necesidad de plantar estacas cada vez que asentaban sus reales. Aquélla era, pues, la primera noche que acampaban en tierra hostil. Los hombres, la mayoría de su edad, no tardarían en descubrir que más valía estar cansado pero a buen recaudo, tras los muros del campamento, que lozanos y muertos en campo abierto.
Recordó el día en que Magno y él se habían unido a la columna. Mario y Sexto los habían dejado en tierra, junto con sus monturas, al oeste de Génova, y antes de regresar a Roma, aprovechando la oscuridad de la noche, habían llevado la barcaza hasta el puerto de la ciudad, donde la abandonaron para que algún día la pudiese reclamar su legítimo propietario. Vespasiano y Magno habían cabalgado campo a través una milla más allá del campamento de los nuevos reclutas, situado al otro lado de los muros de la ciudad, y allí, en unos altozanos, habían esperado dos días hasta que la columna se puso en marcha. Sin ser vistos, la habían seguido a lo largo de la Via Emilia Scaura hasta asegurarse de que no había pretorianos entre ellos. Por fin, se presentaron, como si acabasen de llegar de Génova. Soportó como mejor pudo la reprimenda que le dedicó Corbulón por incorporarse tarde, pero ni siquiera eso consiguió empañar el alivio que sentía al saberse seguro y camino de abandonar Italia, confiado en que Sejano y sus esbirros no lo podrían atrapar.
Con un suspiro, Vespasiano reparó en la ironía de la situación: cuanto más se alejaba de aquel que buscaba su perdición, más lejos estaba de aquella otra persona que lo amaba. Acarició el amuleto de la buena suerte que llevaba al cuello, el mismo que Caenis le había dado en el momento de la despedida, y recordó su rostro hermoso, su aroma embriagador. Magno se encargó de devolverlo a la realidad.
–Métete esto dentro, amo –le dijo, ofreciéndole un cuenco del guiso humeante. Olía tan bien que sólo entonces se dio cuenta del hambre que tenía y empezó a comerlo con ganas.
–¿Dónde aprendiste a guisar tan bien?
–Si, como yo, no tienes mujer que te prepare la comida y no quieres vivir como un miserable, tienes que aguzar el ingenio –contestó Magno, al tiempo que se llevaba a la boca una cucharada colmada de guiso–. Para cuando hayan concluido sus años de servicio, la mayoría de esos muchachos habrán aprendido a cocinar de forma bastante pasable. Siempre y cuando no hayan decidido traerse una mujer, pero en estas situaciones son un incordio, porque se pasan el día en un ay. A no ser, claro está, que te haya tocado un campamento fijo, donde puedas apañarles una chocita que sea de su agrado al otro lado de los muros y puedas ir a retozar un ratito al oscurecer, ya me entiendes.
–¡Y tanto! –exclamó Vespasiano, sintiendo la punzada del deseo. Pero todos sus sueños en ese sentido se vieron truncados por un toque de bucina.
–Es el toque de llamada a todos los oficiales para que acudan a la tienda de mando. Más vale que vayas, amo. Yo te guardaré la comida caliente hasta que vuelvas.
Vespasiano le tendió el cuenco y, farfullando unas palabras de agradecimiento, con desgana echó a andar hacia la tienda del comandante en jefe, el praetorium, situada en el centro de la Via Principalis, la calle que dividía en dos el campamento.
* * *
–¡Buenas noches, compañeros! –dijo Corbulón en cuanto estuvieron todos presentes. A la tenue luz de las lámparas se recortaban las siluetas de los prefectos romanos de las dos unidades auxiliares de la caballería gala, y de los doce centuriones, seis por cada cohorte, incluido el centurión Fausto que, al ser el más veterano de los oficiales, desempeñaba las funciones de prefecto del campamento. Vespasiano y Marco Cornelio Galo, el otro tribuno militar que acababa de incorporarse, completaban el grupo de los que estaban allí reunidos–. Confío en que hayáis tenido tiempo de comer algo y descansar un poco, porque nos espera una larga noche por delante.
Se produjo un leve murmullo de asentimiento, aunque, como en el caso de Vespasiano, la mayoría había escuchado el toque de aviso cuando estaba a mitad de la cena.
–Todo indica que es probable que vengan a por nosotros esta misma noche o durante los dos próximos días. De poco nos han servido los guías celites que llevábamos y no podemos fiarnos de ellos. Los he puesto bajo custodia, y he ordenado que los ejecuten caso de que se produzcan esos ataques, lo que significa que tendremos que apañárnoslas por nuestra cuenta para llegar al campamento de Popeo. Ni el centurión Fausto ni yo vinimos por este camino cuando se nos ordenó volver a Génova, porque salimos de Mesia antes de que Popeo llevase sus legiones a Tracia. Si, por casualidad, alguno de vosotros hubiera estado antes por estas tierras, que dé un paso al frente.
–¡Comandante! –se adelantó uno de los centuriones de la segunda cohorte.
–¡Habla, centurión Aecio!
–Comandante, hace cinco años, serví en la Quinta Macedónica a las órdenes de Publio Veleo cuando la revuelta de los odrisios, la última vez que tuvimos que sofocar una rebelión en esta parte del mundo. Llegamos desde Mesia, como ha hecho Popeo, y acabamos con ellos al pie de las murallas de Filipópolis. De camino, pasamos por Bessapara. Llegué a conocer estas tierras bastante bien, porque aquí nos quedamos casi durante un año, llevando a cabo la tarea que se nos había encomendado. Son un pueblo abyecto y rencoroso, aunque Marco Fabio, optio del centurión princeps posterior de la segunda cohorte, no dirá probablemente lo mismo: vivió con una mujer de aquí hace cinco años, incluso habla el dialecto de los lugareños.
–Me doy por enterado. Gracias, Aecio. En tu opinión, ¿qué debemos hacer?
–Si vamos hacia el norte, a veinte o treinta millas de aquí, llegaremos al Harpessus, un río no muy ancho, pero que en esta época del año, con el deshielo, bajará crecido. Como no es muy profundo, no nos será difícil vadearlo. Una vez que lo hayamos cruzado, hemos de seguir hacia el este, hasta el río Hebro. Si continuamos en dirección noroeste, llegaremos a Filipópolis y, desde allí, hasta Bessapara. Es un camino mucho más largo, pero sin guías de fiar que nos lleven por atajos de montaña que sólo ellos saben, creo que sería la ruta más segura.
Corbulón sopesó la salida que el centurión le acababa de proponer. Tratando en vano de conciliar la posibilidad de llegar tarde y la de no presentarse siquiera, no alcanzó ninguna conclusión satisfactoria y dio por concluida la reunión.
–Gracias, compañeros. Mañana tomaré la decisión que estime más conveniente. Que los hombres duerman por turnos. Que la mitad de las centurias se mantengan en alerta a lo largo de la noche. Como he dicho, mucho me temo que la noche va a ser larga. Hasta mañana.
* * *
–Gracias, Magno –dijo Vespasiano, cuando recuperó el cuenco de comida caliente, buscando un sitio donde sentarse.
–¿Qué tenía que deciros ese tonto del culo? Sólo ventosidades, me imagino –comentó Magno, celebrando con risotadas el chiste que acababa de hacer.
–La verdad es que ha reconocido que no sabía cómo…–se interrumpió al escuchar un entrechocar de armas y gritos y voces que parecían llegar de la puerta principal, en la otra punta del campamento. Echaron mano de las espadas y corrieron hacia el lugar del tumulto, sorteando como pudieron la confusión reinante en dos cohortes de reclutas bisoños llamados a formar a voces por los centuriones y los optiones en plena noche delante de sus tiendas: cazos por el suelo, hombres que tropezaban con las clavijas y los vientos de las tiendas, legionarios de las centurias que habían interrumpido su descanso para ir a buscar sus pila, amontonadas en ordenadas pilas de armas, al tiempo que se ponían los cascos, se ceñían las espadas y se protegían con la lorica segmentata, una coraza de tiras de placas de hierro, es decir, con todo lo que se habían quitado para pasar la noche.
A las puertas del campamento, abiertas de par en par y batidas por el viento, una carreta de heno ardía en llamas. A la luz del resplandor que esparcía a su alrededor, Vespasiano acertó a distinguir hasta media docena de hombres por el suelo. Corbulón ya estaba allí, dando voces a un joven legionario que a duras penas se mantenía en posición de firmes, a pesar de la sangre que, de una herida por encima del ojo derecho, le corría por la cara.
–¿Qué cojones estabais haciendo que no os disteis cuenta de que los teníais encima? ¿Por qué no atrancasteis la puerta, so inútil? Pagarás con tu vida este desastre. ¿Cómo te llamas?
El legionario abrió la boca como si fuera a decir algo, y cayó fulminado a los pies de su comandante en jefe. Al ver a aquel pobre miserable tendido en el suelo, Corbulón le propinó una patada en el estómago, antes de ponerse a dar gritos: al chocar la sandalia que calzaba con la coraza de hierro del legionario, se hizo trizas la uña del dedo gordo del pie.
–¡Tribuno Vespasiano! –llamó a voces, resistiéndose con todas las fibras de su ser a llevarse la mano al pie malherido y dando saltos como si fuera un actor de una comedia mediocre–. Atranca la puerta. Una centuria aquí, de inmediato.
–¿Qué ha pasado?
–Pues que esos hijos de la gran Gorgona han matado a los guardias, se han llevado unos cuantos caballos y han forzado las puertas. Eso es lo que ha pasado. Un auténtico desastre se mire como se mire. No pararé hasta enterarme de quién estaba al mando. Cierra la maldita puerta, y apaga ese fuego.
Pensando que más le valía evitar precisar que la persona que estaba al mando no era otra que el propio Corbulón, con Magno a la zaga Vespasiano se dispuso a ejecutar a toda prisa lo que le habían ordenado, mientras el comandante en jefe se desgañitaba y le gritaba al tribuno Galo que ordenase a los prefectos de la caballería que sus hombres se preparasen de inmediato.
* * *
Tras apagar el fuego, las cosas volvieron a su cauce. Las dos cohortes se mantenían en formación a lo largo de los fosos de sesenta pies de largo que, entre las hileras de tiendas y la empalizada, rodeaban el campamento. Una vez atrancada la puerta y apostada una centuria frente a ella bajo las órdenes del centurión Fausto, Vespasiano se dedicó a examinar los cuerpos tendidos en el suelo. Al liberar a un joven legionario del peso de su asaltante, se dio cuenta de que éste aún respiraba.
–¡Comandante, mira!
–¿Qué pasa ahora? –rezongó Corbulón, que sólo hasta cierto punto había recuperado la compostura.
–¡Este tracio aún está vivo! –dijo al volver el cuerpo nauseabundo de uno de los que habían sido sus guías hasta aquel momento. La sangre le manaba a borbotones de una profunda herida que tenía en el hombro izquierdo; tenía el brazo casi seccionado, pero aún respiraba.
–¡Es lo más parecido a una buena noticia que he escuchado hoy!
Resollando, el tribuno Marco Galo informó al comandante.
–¡Están ensillando los caballos tan rápido como les es posible!
–Más les vale. Quiero que atrapen a esos mamones.
–Ya estarán lejos –comentó Vespasiano–, y además conocen el terreno. Ni todas las fuerzas infernales bastarían para atraparlos.
Corbulón le dirigió una mirada aviesa, como si estuviera a punto de estallar contra aquel presuntuoso advenedizo pero, obligado a reconocer que no le faltaba razón, se contuvo a tiempo.
–Me temo que estás en lo cierto –se avino a disgusto–. Quiero que patrullen por los alrededores del campamento. No tendría sentido exponer a hombres tan valiosos, aunque sean galos. Es muy posible que tengamos que echar mano de ellos antes de lo que pensamos. Hazte cargo del prisionero. Quiero que esté en las mejores condiciones para interrogarlo dentro de una hora. Que el optio Fabio esté presente para traducir lo que diga.
* * *
Vespasiano, Galo, el optio Fabio y dos guardias saludaron a Corbulón cuando éste entró en el praetorium. Quejumbroso, el tracio herido yacía en el suelo, demasiado débil por la pérdida de sangre como para que mereciera la pena maniatarlo. Le habían taponado la herida con pez y se la habían vendado de cualquier manera para contener la hemorragia. No saldría con vida de aquélla, pero viviría lo suficiente para que pudiesen interrogarlo.
–Fabio, pregúntale adónde han huido –ordenó Corbulón–, y si hay otros que, desde las colinas, vigilen nuestros pasos.
El optio se puso en cuclillas junto al prisionero y dijo unas cuantas frases cortas en la lengua curiosamente cantarina de los tracios.
Visiblemente sorprendido, el prisionero abrió los ojos, miró a Fabio como si quisiera estar seguro de con quién hablaba y le escupió a la cara.
–¡Miserable, hijo de puta! –se revolvió Fabio, dándole un puñetazo en la boca y partiéndole los morros.
–¡Basta, optio! Ya diré yo cuándo hay que forzar la mano –bramó Corbulón–. Quiero mantenerlo con vida el mayor tiempo posible. Pregúntale de nuevo.
Esta vez, Fabio no se anduvo por las ramas, cuidándose mucho de no ponerse al alcance de sus salivazos. El tracio guardó silencio; esbozó una sonrisa siniestra con aquella boca ensangrentada y aquellos labios tumefactos, y volvió la cabeza.
Vespasiano pensó que todo aquello no merecía la pena: el hombre sabía que, de todas formas, iba a morir y que, aunque hablase, poco había de ganar. Es más, parecía estar seguro de que cuanto más se resistiese más probabilidades tendría de que sus torturadores perdiesen la paciencia y pusieran fin a sus sufrimientos.
–Ya empiezo a estar harto de tanta farsa –renegó Corbulón, poniéndole el pie izquierdo encima del hombro herido–. Mírame a la cara, cabrón de mierda, y responde a lo que te pregunto –añadió, pisando con fuerza la herida que acababan de taponar; el prisionero emitió un gemido gutural y la sangre empezó a empapar la ropa que llevaba encima–. Contesta, maldito salvaje, dime dónde coño pensabais esconderos.
El tracio dirigió la mirada al joven oficial romano que se alzaba ante él, achicó los ojos con rabia y, levantando la cabeza, le gritó con furia en su extraña lengua. Sólo llegó a decir unas cuantas frases. Fue un esfuerzo excesivo para aquel corazón: con un estertor jadeante dejó caer la cabeza hacia atrás, mientras sus ojos sin vida se posaban sobre un Corbulón fuera de sí.
–¡Mierda! ¿Qué ha dicho, Fabio? –rezongó el comandante.
–No estoy muy seguro –respondió el optio, aturullado.
–¿Cómo que no estás muy seguro? Tú entiendes esa espantosa lengua, ¿no es así?
–Sí, claro. Pero hablo el dialecto de los odrisios, los besos y otras tribus del norte y del oeste.
–Sabemos que éste era un celite. ¿Acaso no hablan la misma lengua?
–Así es, pero hay pequeñas diferencias. Lo que sí puedo decirte es que este hombre se expresaba en un dialecto que no había oído nunca.
–En las órdenes que he recibido, se aseguraba que eran guías celites. Si estás seguro de que éste no lo era, ¿qué les ha pasado a quienes debían servirnos de guías y de dónde ha salido éste?
–Me parece que es un nativo de las tierras del este, más allá del río Hebro.
–No puede ser. Esas tribus son leales a Roma –farfulló Corbulón.
–O lo eran cuando tú estabas aquí –apuntó Vespasiano con calma–. ¿Y si las cosas hubieran cambiado desde entonces?
A Corbulón se le demudó el rostro al considerar las consecuencias de semejante posibilidad.
–Eso significaría que podría darse el caso de que hubiera una o más tribus alzadas en armas al otro lado del río; en ese caso, si vamos hacia el este, hacia el Hebro, nos las encontraremos de cara, y si vamos hacia el noroeste, nos pisarán los talones.
–Exacto –dijo Vespasiano, poniendo cara de circunstancias–, y volver a Macedonia sería contravenir las órdenes que has recibido. Así que me parece que no hay duda en cuanto al camino que debes seguir.
Corbulón se quedó mirando al tribuno y hubo de reconocer que tenía razón. Lo único que podía hacer era seguir hacia el noroeste sin guías y tratar de llegar sin dilaciones al campamento de Popeo, en cualquier caso guardándose siempre las espaldas, con la esperanza de no ver la polvareda que levantasen unas hordas tracias dispuestas a caer sobre la retaguardia de los reclutas bisoños que le habían encomendado.
–¡Mierda! –musitó para sus adentros.