Cuando volvió en sí ya era de noche. Notó algo pegajoso en un ojo. Al ir a frotárselo, descubrió que tenía las manos atadas a la espalda. Recordó entonces el golpe que había recibido en la cabeza y cómo había perdido el conocimiento. Sangre, pensó, será sangre de la herida.
Tenía la garganta seca; la cabeza, a punto de estallarle. Lo cierto es que le dolía todo el cuerpo. Cuando comenzó a despabilarse, el dolor se dejó sentir con más intensidad, y se quejó en voz baja.
–Bienvenido, amo, aunque no creo que te encante este lugar. A mí, desde luego, no me gusta en absoluto.
Vespasiano volvió la cabeza. Magno estaba a su lado.
–¿Dónde estamos? –preguntó casi sin saber lo que decía; sabía perfectamente la respuesta.
–Somos huéspedes de los tracios aunque, después de lo que les hicimos, no creo que vayan a acogernos con los brazos abiertos.
Vespasiano comenzó a fijar la mirada. Se vio rodeado de pequeños destellos de color naranja: fogatas de campamento. Gracias a aquel resplandor, acertó a atisbar unos bultos que, acurrucados, parecían dormir en el suelo. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a aquella luz y, a pesar de la oscuridad, reparó en un conjunto de barrotes; alzó la vista y contempló la misma imagen: estaban encerrados en una jaula de madera. Reparó en que había otras dos personas con ellos. Una ojeada rápida le bastó para distinguir los uniformes de Corbulón y Fausto, aún sin sentido.
–¿Qué ha sido de los demás? –inquirió, preocupado por la suerte que hubieran corrido los otros legionarios.
–No lo sé. Volví en mí sólo un poco antes que tú. Aún no he tenido tiempo de darme una vuelta y hacerme una idea cabal del alojamiento.
Vespasiano esbozó una sonrisa. Magno no había perdido el sentido del humor.
–Descansa un rato, amo. De momento, no podemos hacer nada. Nos han maniatado a conciencia. He tratado de aflojar las cuerdas, y lo único que he sacado en limpio han sido las muñecas desolladas. Habrá que esperar a que nuestros anfitriones tengan a bien desatarnos. Más vale que tengamos las ideas claras para entonces.
Vespasiano pensó que Magno tenía razón. Si los desataban, ése sería el momento en que tendrían que estar despejados y listos para aprovechar cualquier oportunidad. Cerró los ojos y se sumió en un sueño intranquilo.
* * *
Al amanecer, el campamento se despertó. Nada más desvelarse, Vespasiano reparó en que, dentro de la jaula, había un tracio dando leche de cabra a sus compañeros de cautiverio. Esperó hasta que se le acercó y, olvidándose de la aversión que los romanos tenían a la leche recién ordeñada, sorbió con placer aquel líquido todavía tibio. Agradeció sentir algo en el estómago; sólo en ese instante cayó en la cuenta de que no había comido nada desde el alto que hicieron el día anterior a media mañana.
–Si se toman la molestia de darnos de comer, es que no piensan acabar con nosotros de inmediato –aventuró Corbulón, con el pelo cubierto de sangre reseca y el ojo derecho tumefacto y amoratado.
–Mataremos cuando mejor parecer –rezongó el tracio en algo que les sonó a latín, mientras se cercioraba de que la puerta de la jaula quedaba bien cerrada.
–¡Qué anfitriones tan adorables! –musitó Magno, lo que le valió una mirada feroz por parte del tracio, quien a continuación se fue, no sin antes encargar a tres hombres armados de lanzas que los vigilasen.
–Dile a tu liberto que procure no contrariarlos, tribuno –gruñó Corbulón–. Si queremos estar en condiciones para tratar de escapar, mejor será que no nos azoten.
Vespasiano miró a Magno, que asintió, sin dejar de reír para sus adentros.
–Esos hombres deben de estar agotados –dijo Fausto, echando un vistazo por encima del hombro de Vespasiano, que se volvió para mirar: a una media milla de distancia, en la orilla norte del río, la primera y la segunda cohorte mantenían la formación, flanqueadas por las tropas a caballo. Un poco más atrás, la impedimenta, a buen recaudo.
–Galo, ¡qué buen muchacho! –comentó Corbulón–. En ningún momento tuvo miedo. Con ellos ahí, los tracios no se atreverán a vadear el río. A no ser que quieran quedarse aquí sentados mano sobre mano, alimentándose de raíces y bayas, acabarán por retirarse.
–Sin tener en cuenta que nuestros arqueros no les permitirán acercarse al río, con lo que se quedarán sin agua en cuestión de un día –apuntó Fausto.
Por la ladera que bajaba hasta el torrente, se veían cuadrillas de tracios que iban de un lado para otro recogiendo a sus muertos, apilándolos en un gigantesco montón entreverado de haces de leña y dejando de lado a los cadáveres de los romanos, que se pudrían al sol.
–¡Cabrones! –exclamó Fausto, lanzando un escupitajo–. ¡Mira que dejar a los nuestros así! Como si no tuvieran bastante con no llevar el óbolo en la boca para pagar al barquero.
–Mucho me temo que nosotros habríamos hecho lo mismo, centurión –objetó Corbulón.
–Además, sus dioses son diferentes de los nuestros –añadió Magno–. No sé a vosotros, pero a mí no me gustaría ir a parar a la versión tracia del Hades.
–¡Y menos sin poder abrir el pico ni enterarse de nada! –concluyó Vespasiano con sorna.
Todos se volvieron y se lo quedaron mirando allí sentado, tan serio, con aquellos ojos burlones. Ni siquiera Corbulón, a pesar de toda su gravedad patricia, pudo por menos que partirse de la risa.
* * *
A medida que la luz del nuevo día inundaba la parte alta de las laderas, los tracios trataron de acercarse al río, donde una hilera de cuerpos mutilados junto a lo que quedaba de las maromas señalaba el lugar del último enfrentamiento del día anterior. La cuadrilla a la que habían encomendado la tarea de recoger a sus muertos se puso en marcha agitando una rama como señal para indicar que iban en son de paz. A menos de treinta pasos de la orilla, les sorprendió una andanada de flechas lanzadas por los arqueros romanos desde el otro lado. Los proyectiles alcanzaron a una docena de hombres, que cayeron asaeteados en medio de tales alaridos que llegaron a oírse colina arriba. El resto salió por pies, tratando de ponerse a salvo. Dos de ellos, con flechas clavadas en los hombros.
–¡Eso les habrá sentado a cuerno quemado! –comentó Magno.
Corbulón parecía encantado.
–Bueno, no pretenderán que los dejemos recoger tranquilamente a los suyos y se olviden de los nuestros. Eso no está bien.
–¡Jodidos salvajes! –se desahogó Fausto.
A otro lado del campamento, a unos cincuenta pasos a su derecha, oyeron unas voces airadas: alguien discutía de forma acalorada. Un tracio alto de cabellos canos y larga barba en dos trenzas que le llegaba casi hasta su oronda barriga se encaraba con un hombre más bajo, de cráneo pelado y cara de comadreja. Entre los dos, sentado en un taburete plegable de campaña, se hallaba un joven de poco más de veinte años. Con el aspecto pausado de quien ostenta el mando, sin mirar nunca a los interlocutores, escuchaba el altercado a medida que los ánimos se iban calentando, sin apartar la vista de la hilera de muertos que yacían cerca del río. El hombre con cara de comadreja chillaba al que parecía más mayor hasta que, hundiendo la mano en una bolsa que llevaba a la espalda, sacó la cabeza de un hombre muerto y la plantó delante del rostro de su oponente. Aquello bastó para que, por alguna razón, el hombre joven diera por concluida la discusión. Se puso en pie y dio unas cuantas órdenes a unos guerreros que esperaban ahí cerca, y que partieron de inmediato, dispuestos a cumplirlas.
–¿Qué coño les pasa a ésos? –preguntó Magno.
–Creo que hemos sido testigos de un conflicto de intereses entre el consejero del jefe y su sacerdote –dijo Corbulón, añadiendo con una sonrisa aviesa–: Es lo más parecido a un enfrentamiento entre Sejano y la vestal máxima, sólo que en esta ocasión parece que es la vestal la que se ha salido con la suya.
–No es propiamente su sacerdote –aclaró Fausto–. Los sacerdotes tracios vagan por estas tierras de tribu en tribu, y no son propiedad de nadie, sólo de sus dioses.
Desde un extremo del campamento, les llegaron otras voces. Al poco, volvieron a ver a los guerreros: llevaban a rastras a cinco hombres con unas sogas alrededor del cuello y las manos atadas a la espalda. En cuanto repararon en el color bermejo de su atuendo, cayeron en la cuenta de quiénes eran.
–Son de los nuestros –dijo Vespasiano–. ¿Qué van a hacer con ellos?
–Algo que creo que no les va a valer de nada –respondió Corbulón.
Empujaron a los aterrorizados legionarios hasta el borde del campamento donde, escudo en mano, había una hilera de unos cincuenta guerreros tracios. Los obligaron a andar, con las sogas al cuello, ladera abajo, por delante de la hilera de escudos. Tras ellos, a tan sólo unos pasos, iba la cuadrilla encargada de recoger a los muertos.
–Vamos, Galo, haz lo que tienes que hacer; acaba con esos jodidos cabrones –musitó Corbulón casi para sus adentros.
La hilera llegó hasta donde yacían los tracios muertos, pasó por encima de ellos y se detuvo. Los prisioneros se pusieron de rodillas; sus súplicas y alaridos se escuchaban desde lo alto de la colina. La cuadrilla encargada de recoger a los muertos se puso manos a la obra. Las cohortes romanas comenzaron a golpear las pila contra los escudos. A caballo, Galo iba y venía por delante de los soldados con el brazo en alto, hasta que se detuvo en el centro, se quedó mirando a los tracios y dejó caer el brazo. Raudas, cincuenta flechas cruzaron el río, y ya no hubo más gritos de prisioneros: todos habían caído.
–Bien hecho, Galo –dijo Corbulón.
–Pero si ha acabado con los nuestros –protestó Vespasiano.
–¡Claro que sí! Y si hubieran tenido dos dedos de frente, ellos mismos se lo habrían pedido a gritos. No me extrañaría nada que, dentro de una hora o algo así, a alguno de nosotros le tocase la inmensa fortuna de ocupar sus puestos.
Otra andanada de flechas fue a clavarse en el muro de escudos; otras más sobre la cuadrilla de tracios que, tras los soldados, arrastraban los cadáveres de los suyos colina arriba. Cayeron unos cuantos. Los otros abandonaron los cuerpos, y echaron a correr.
Una vez liquidados los escudos humanos que habían enviado por delante, los guerreros tracios iniciaron la retirada, pero, al carecer de disciplina militar, lo hicieron sin orden ni concierto, dejando sin defensa unas brechas que los arqueros no dudaron en aprovechar, de forma que sólo regresaron al campamento poco más de la mitad de los hombres que habían salido.
A la derecha de Vespasiano, el hombre con cara de comadreja no dejaba de proferir maldiciones, mostrando aquella cabeza cortada a los romanos, mientras su jefe, impasible, seguía sentado, con los puños apoyados en las rodillas. El hombre barbudo le dijo algo; el cabecilla asintió y lo despidió. El sacerdote comenzó a lamentarse, mientras el otro se disponía a descender la colina, acompañado por la cuadrilla encargada de recoger a los muertos.
Esa vez, los tracios recogieron también los cadáveres de los romanos que encontraron en la parte alta de la ladera, y prepararon una pira diferente para ellos. En la otra orilla se escucharon gritos de júbilo.
Se notaba que Corbulón estaba satisfecho.
–Parece que el jefe cuenta con un consejero que sabe lo que está en juego. Si le hubiera hecho caso desde el inicio, en vez de escuchar a ese sacerdote de aspecto repulsivo, ahora contaría con unos cuantos hombres vivos más dispuestos a obedecer sus órdenes.
–No es que me apetezca verme cerca de él –apuntó Magno–, pero tengo la desagradable sensación de que, como no encontremos el modo de escapar, tendremos que vérnoslas con ese individuo.
–Sería mejor que te guardases tus ocurrencias para ti –replicó Vespasiano, traspasándole con la mirada.
–Creo, sin embargo, que tiene razón –dijo Fausto, tras hacer otro intento por aflojar las ligaduras.
A los pies de la colina, ya sólo quedaban por recoger los cadáveres que había junto al río. Agitando una rama en son de paz, la cuadrilla encargada de tal menester se acercó una vez más hasta allí. Se hicieron cargo, en primer lugar, de los cadáveres de los romanos, incluidos los cinco prisioneros que acababan de morir asaeteados; luego, se llevaron a los tracios. No hubo flechas que les impidiesen realizar su tarea. Uno de los muertos fue tratado, no obstante, con más consideración que los demás, y prepararon una pira más pequeña sólo para él.
Finalmente, en la pradera ya no quedaron cadáveres ni extremidades cercenadas. Ni otros vestigios de quienes allí habían perecido que oscuros manchones de sangre en la hierba y, de vez en cuando, algunos trozos de vísceras.
Los tracios prendieron fuego a la pira de los romanos sin ninguna solemnidad, antes de volcarse en la ceremonia fúnebre de los suyos.
El sacerdote con cara de comadreja se colocó delante de los guerreros tracios y comenzó una salmodia de cantos breves, coreados cada vez con más fuerza por todos los presentes. Hasta los guardianes de la jaula se unieron a las plegarias. Mientras, el jefe se llegó andando hasta la pequeña pira en la que, solo, reposaba aquel guerrero. Los cantos fueron in crescendo hasta que, de repente, cesaron. El caudillo extendió los brazos en un gesto de súplica, y lanzó un sentido y sonoro lamento.
–Ahora entiendo tanta insistencia en recoger los cadáveres que quedaban junto al río –aseguró Corbulón–. Parece que ese individuo perdió a algún familiar en la batalla.
–O amante, quién sabe –apuntó Magno.
–No, no son como los griegos –añadió Fausto–. Que yo sepa, sus preferencias en ese sentido van hacia las mujeres, los muchachos y las ovejas, aunque no por este orden, necesariamente, ni por separado.
La multitud de tracios se dispersó para dejar paso a quienes, a rastras, traían a otro soldado con atuendo bermejo.
–¿Cuántos prisioneros tendrán todavía? –se preguntó Vespasiano.
–Si seguimos con vida, uno más aparte de éste; luego, sólo quedaremos nosotros cuatro –le aclaró Fausto.
El sacerdote no dejó de pronunciar un torrente de plegarias y súplicas mientras desnudaban al legionario y lo ataban a unas estacas clavadas en el suelo entre las dos piras; lo habían amordazado para que no chillase. Diez hombres a caballo, desnudos de cintura para arriba, comenzaron a dar vueltas alrededor de la víctima, que se retorcía a sus pies. En la silla, cada uno portaba un enorme leño o una piedra. Uno de los jinetes alzó un leño y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre el romano, aplastándole las costillas. El siguiente le lanzó el pedrusco que llevaba, luego otro leño, y así sucesivamente, machacando y destrozando aquellas partes del cuerpo del prisionero a las que apuntaban. Antes de que arrojaran la última piedra, el romano había muerto.
Vespasiano contempló la escena hasta el final y entendió por qué lo hacían. Se imaginaba lo que iba a pasar a continuación. Cuando, cuchillo en mano, el sacerdote se acercó a la víctima, acarició el colgante que le había regalado Caenis. El oficiante levantó los genitales del muerto con una mano y, en un abrir y cerrar de ojos, se los cercenó con la otra. Los tracios emitieron un bramido de satisfacción. El sacerdote le presentó aquella masa de carne sanguinolenta al jefe, que la tomó en sus manos y la alzó sobre la pira más pequeña. Musitó para sus adentros una plegaria y colocó tan espantosa ofrenda sobre el pecho de su pariente muerto. Arrimaron una antorcha a la madera impregnada de aceite, y la pira comenzó a arder.
–¡Hay que ver qué salvajadas hacen estos bárbaros! –dijo Magno, al tiempo que hacía el gesto para conjurar el mal de ojo–. ¿A cuento de qué venía eso?
Vespasiano guardó silencio al recordar lo que Caenis le había contado cuando le entregara el colgante.
–Algo parecido puede leerse en las Metamorfosis de Publio Ovidio –comentó Corbulón, antes de callarse la boca. Cualquier comentario erudito que hubiera pensado hacer sobre el asunto se vio interrumpido cuando oyeron unos alaridos que procedían de la pira grande.
Al lado de aquel descomunal montón de más de setecientos cadáveres, estaban alzando una jaula de madera como aquella en la que ellos estaban. En su interior, vieron al último de los prisioneros con atuendo bermejo. Sabía la suerte que le esperaba, y que no podía hacer nada por evitarla. Una vez que la jaula estuvo encima de la pira, el sacerdote inició una nueva retahíla de plegarias. Unos cuantos hombres con antorchas encendidas rodearon la hoguera. El legionario enjaulado invocaba a gritos a los dioses, a sus compañeros, a su madre, pero ninguno de los mencionados estaba en condiciones de echarle una mano. Sus alaridos impedían oír incluso lo que decía el sacerdote con cara de comadreja que, impasible, siguió con su letanía.
Desde el otro lado del río, los hombres de la primera y segunda cohorte golpearon los escudos con las pila hasta en tres ocasiones, y comenzaron a cantar el himno a Marte. Aquellas voces tristes que entonaban el venerable cántico llegaron hasta lo alto de la colina, y su compañero pareció tranquilizarse un tanto. Dejó de proferir alaridos, se puso de rodillas y agachó la cabeza implorando en silencio a los dioses del mundo subterráneo.
A un gesto del sacerdote, arrojaron las antorchas a los pies de la pira. Al instante, se alzaron las llamas que quemaron el cabello en primer lugar, luego las túnicas y las capas de los muertos, antes de lamer los cuerpos que, poco a poco, se cubrían de ampollas que crepitaban y estallaban, desprendiendo un olor parecido al del cerdo cuando lo asan, a medida que la grasa se fundía en forma de gotas ardientes que se consumían en cuanto entraban en contacto con aquellas lenguas de fuego. El calor que salía de la pira era intenso; no se veía humo, sólo llamas que, impertérritas, seguían su camino ascendente hasta alcanzar los cuerpos que coronaban el montón.
El hombre enjaulado permanecía quieto, como si los cánticos de sus compañeros lo ayudasen a mantenerse sereno. Las llamas siguieron subiendo hasta la jaula. Primero, comenzó a arderle el pelo; luego, su pecho se agitó entre espasmos, pero no de dolor. No podía respirar: el fuego había consumido el aire. Cuando las llamas alcanzaran su túnica, perdió el conocimiento. Sus pulmones habían dejado de funcionar. No sufrió, pues, el suplicio de que lo quemaran vivo.
Los romanos seguían cantando.
Las llamas habían envuelto completamente la pira. Vespasiano volvió la vista a otro lado; expelió el aire, y se dio cuenta de que había contenido la respiración durante un buen rato. Ninguno de sus compañeros abrió la boca. ¿Qué podían decir? Bastante tenían con pensar en su propia muerte y en cómo la afrontarían, al tiempo que imploraban que, llegado el momento, demostrasen la misma entereza que aquel joven legionario.
* * *
Los tracios comenzaron a desmantelar el campamento. No les llevó mucho tiempo. Viajaban con escasa impedimenta. De malas maneras, sacaron a los cuatro prisioneros de la jaula y, con los mismos y escasos miramientos, los arrojaron en el fondo de una carreta.
–El trato que nos dispensan es inmejorable –comentó Vespasiano–; pensaba que nos obligarían a ir a pie, pero está visto que vamos a ser la envidia de todo el mundo.
Corbulón asintió agradeciendo aquel rasgo de humor, mientras los cuatro se las veían y se las deseaban para acomodarse, atados como estaban de manos y piernas.
–Sería un detalle que nos trajeran algo de comer –apuntó Magno–. El servicio deja mucho que desear. ¿No habrá por ahí una moza entrada en carnes que se acerque a preguntarnos qué nos apetece?
La carreta comenzó a traquetear. Se habían puesto en marcha. Con esfuerzo, la columna echó a andar colina arriba, dejando a sus espaldas las tres piras que aún ardían y, en medio, clavado a aquellas estacas en el suelo, el legionario castrado.
Los romanos dejaron de cantar y comenzaron a mofarse de los tracios.
Corbulón sonrió.
–Popeo estará encantado con esos hombres. Han demostrado un temple fuera de lo común. En nada desmerecerán a los legionarios de la Cuarta Escítica o de la Quinta Macedónica.
–En ese caso, aunque sólo sea por ver la cara que pondrá, algo habrá que hacer para no perdérnoslo –añadió Fausto.
Atados de pies y manos como estaban y rodeados de guardianes, la idea de intentar huir se les antojó absurda, y volvieron a quedarse en silencio.
* * *
La columna dejó atrás el valle y se dirigió al sudeste. Siguieron adelante durante unas cuantas millas bajo el sol abrasador del mediodía. La situación en la carreta empezó a complicarse en cuanto se vieron en la imposibilidad de hacer caso omiso de las urgencias corporales, tanto tiempo contenidas mientras habían permanecido en la jaula. Aunque estaban acostumbrados a duras privaciones, era una ofensa para su dignitas estar tan cerca unos de otros tras habérselo hecho todo encima, como si fueran esclavos camino de las minas.
Para no ver a sus compañeros en circunstancias tan humillantes, Vespasiano se dedicó a pasar el tiempo mirando lo que dejaban atrás. Mientras escrutaba la cima de la última colina que habían bajado, en lo alto apareció un jinete solitario. Se detuvo; pronto se le unieron otros; al cabo, muchos más, hasta casi un centenar que, desde aquella posición privilegiada, a tres o cuatro millas de distancia, observaban la columna que se retiraba.
–¡Corbulón! –musitó Vespasiano, para no llamar la atención de los guardianes–. Son las tropas auxiliares galas; estoy seguro. Mira: Galo viene a sacarnos de aquí.
El comandante esbozó un amago de sonrisa cargada de tristeza.
–Si de verdad son ellos, es un insensato. Ni siquiera sabe si seguimos con vida. No, me temo que los han enviado para cerciorarse de que los tracios se retiraban, de forma que, a la hora de ponerse en marcha, Galo esté seguro de poder hacerlo sin nadie que vaya pisándole los talones.
Mientras esto decía, los jinetes volvieron grupas y desaparecieron al otro lado de la cima de la colina.
–Tengo la impresión de que acabamos de verlos por última vez.
Aunque sabía que era un desatino, Vespasiano volvió a mirar hacia la colina, con la esperanza de que aparecieran las cohortes. Corbulón estaba en lo cierto: habían visto por última vez a sus compañeros, que se disponían a partir hacia el norte.
Tendrían que arreglárselas por su cuenta.