CAPÍTULO XXIII

 

 

 

Dos días anduvieron dando tumbos en aquella carreta. Les revisaban las ligaduras cada poco; en cuanto se percataban de cualquier intento de aflojarlas por su parte, sus captores lo enmendaban de inmediato y con saña renovada. De vez en cuando, regaban con agua el interior de la carreta, arrastrando la inmundicia en la que no les quedaba otra que revolcarse. No les daban comida; tan sólo leche de oveja, que les saciaba el hambre de momento, o les metían en la boca trozos enmohecidos de pan duro. Les dolían las articulaciones y se sentían cada vez más débiles.

Como sólo a ratos era capaz de conciliar el sueño, Vespasiano se pasaba los días y las noches pensando en las cartas que escribiría a Caenis, esperando que algún día pudiera escribirlas de verdad. En ellas le contaba cuánto la quería, cómo se había quedado prendado de ella desde el momento en que la viera en la Porta Collina. Le refería el miedo que había pasado al enterarse de que estaba presa en casa de Livila, lo orgulloso que se había sentido al formar parte de la cuadrilla que la había liberado, y le prometía que ganaría el dinero suficiente para comprar su libertad. En todas, le juraba que siempre la querría. Cuando ya no supo qué más podía decirle, se imaginó también sus respuestas, cartas de una muchacha enamorada, orgullosa de las proezas y éxitos militares de su amado, escritas siempre en tablillas de cera que se imaginaba que le llegarían impregnadas de su aroma.

Así, sumido en sus fantasías, pasaba el tiempo. Lo mismo que sus compañeros, por otra parte, porque siempre que hablaban acababan por darle vueltas a lo mismo, a cómo escapar de aquella situación, y se sentían hundidos en la más negra de las miserias. Por eso, de tácito y común acuerdo, habían optado por guardar silencio con tal de mantener alta la moral.

Las montañas de Ródope dejaron paso a un anchuroso valle por el que, lento y majestuoso, discurría el río Hebro. Como las tribus tracias del interior parecían más atraídas por el bandidaje que por la agricultura, aunque feraces, la mayor parte de aquellas tierras era una espesura que casi nadie se molestaba en cultivar, como bien podía deducirse a la vista de los caseríos quemados que daban fe del paso reciente de esas mismas hordas guerreras por aquellos parajes.

Una vez en el valle, se dirigieron hacia el este, adentrándose en un bosque inextricable. Enviaron a unos exploradores de avanzadilla para que, entre aquella maleza, les advirtiesen a tiempo de cualquier emboscada que, como venganza por los campos que habían arrasado, les hubieran preparado las tribus que se mantenían leales a Roma. No vieron a nadie.

A la mañana del tercer día de viaje, observaron que los árboles empezaban a clarear, dando paso a una franja estrecha de matorrales, más allá de la cual discurría el Hebro. A pesar de lo llano del terreno, sus tranquilas aguas pardas, cargadas con los sedimentos que sus rápidos afluentes habían arrastrado de las montañas durante el deshielo, seguían un curso sinuoso, arañando la tierra de ambos lados. Por todas partes, cerca de la orilla, sobresalían pequeños islotes cubiertos de matorrales, separados por brazales en los que abundaban los juncales.

Del otro lado del río, a unos cien pasos, se hallaba una aldea de pescadores. En cuanto los tracios salieron de la espesura, una nutrida flotilla se echó al agua, unas cincuenta embarcaciones cuando menos, entre botes de pesca y balsas de madera, cargadas de muchachos, que remaban como locos con tal de pasar a la otra orilla, dando gritos sin parar y esforzándose por ser los primeros en llegar.

–Así es como cruzan el río –reflexionó Corbulón en voz alta–. Cuando organicemos una expedición de castigo y volvamos por estas tierras, no dejaremos ni un solo bote en condiciones, aunque no creo que, para entonces, quede nadie con vida para utilizarlos.

Vespasiano sonrió para sus adentros: como bien se había imaginado, a eso había estado dándole vueltas Corbulón durante todo el camino.

Cuando las primeras embarcaciones llegaron a la orilla, los gritos de alegría de algunos chavales se mudaron en lamentos desgarradores al enterarse de que no volverían a ver a su padre o a alguno de sus hermanos mayores.

Los tracios comenzaron a embarcar. Cargaron los petates a lomos de las mulas, igual que la carreta de los prisioneros fue a parar a una balsa poco segura. Los muchachos que la manejaban no dejaban de mirarlos. Uno de ellos, con lágrimas en los ojos. Vespasiano se preguntó si habría matado al pariente de aquel chico y, para su sorpresa, descubrió que esperaba que así hubiera sido.

La balsa se deslizó por el río, y Vespasiano, dándose cuenta de que, al ir atados de pies y manos, nada podían hacer si se iban al fondo, se encomendó a Poseidón que, aunque griego, le pareció la divinidad más oportuna para, llegado el caso, mantenerlos a flote.

Avanzaron rodeados de pequeñas embarcaciones que cabeceaban, sobrecargadas como iban con siete u ocho hombres cada una. Algunos guerreros parecían entusiasmados de volver a casa; la mayoría, en cambio, guardaba silencio, pensando en los amigos y parientes que no habían tenido tanta suerte.

Con los ojos tapados, las mulas no dejaron de lanzar lúgubres rebuznos durante todo el trayecto.

La flotilla tuvo que hacer tres viajes de ida y vuelta antes de que todos pasaran al otro lado; no hubo percances que lamentar. En claro contraste con la forma desordenada en que peleaban, Vespasiano no pudo por menos de admirar la destreza con que llevaron a cabo semejante cometido.

Una vez que todos hubieron pasado a la orilla este, unos treinta hombres de aquella aldea se despidieron de sus compañeros y, en compañía de los muchachos, regresaron a sus casas. El resto de la partida se puso en marcha, dispuesta a continuar aquel terrible viaje por las poco menos que inabarcables praderas que se extendían a la derecha del río Hebro.

De cuando en cuando, pequeños grupos de guerreros se separaban del grueso de la tropa y, bien hacia el norte o dirigiéndose al sur, volvían a sus casas camino de aquellos pueblos y pequeñas aldeas que se veían en lontananza y de donde procedían. A media tarde, la horda se había quedado reducida a menos de cuatrocientos guerreros.

–Esto ya empieza a gustarme más –dijo Magno, animado al ver cómo menguaba el número de guerreros que iban con ellos–. A este paso, sólo vamos a quedar los guardianes y nosotros. Ocasión habrá entonces de comprobar si son tan duros como parecen.

–¿Y cómo piensas desatarte? –preguntó Corbulón, poniendo el dedo en la llaga.

–Ésa es otra.

Volvieron a quedarse callados hasta que, al cabo de un momento, el estruendo de unos caballos al galope vino a romper el silencio. De repente, de la nada, surgieron unos veinte jinetes. La columna se detuvo.

–¿De dónde coño habrán salido? –preguntó Fausto, que no acertaba a distinguir ningún lugar habitado en las proximidades.

Los jinetes alcanzaron la cabecera de la tropa y presentaron sus respetos al jefe. Tras un breve parlamento, uno de ellos se acercó hasta la carreta.

Sus penetrantes ojos azules se quedaron mirando a los cuatro prisioneros. Le faltaba la punta de la nariz. Una barba larga, pelirroja y desaliñada le ocultaba la boca y le cubría la parte inferior de la cara; el cráneo, por el contrario, lo llevaba rapado; en las orejas, un par de enormes aros de oro. Reparó en que Corbulón era el hombre de más alto rango y a él se dirigió en perfecto latín.

–¿Eres tú el hombre que acabó con la vida de mi hijo pequeño?

Corbulón se quedó desconcertado: no tenía ni idea de a quiénes ni cuántos había matado durante la refriega.

–No soy responsable de la muerte de nadie. No fui yo quien inició el ataque.

–Pero eras el comandante de la columna romana, el hombre que la condujo hasta territorio tracio.

–Tracia es un reino sometido al vasallaje de Roma, y tenemos todo el derecho del mundo a venir cuando nos plazca. Deberías tenerlo muy en cuenta siempre que te dirijas a mí.

El tracio se echó a reír, con gesto malhumorado.

–La arrogancia de tu pueblo es algo que nunca dejará de sorprenderme. Incluso prisionero, maniatado y revolcándote en tu propia mierda, te diriges con aires de superioridad a cualquiera que no sea de tu condición. Pues una cosa te diré, romano. Te hago responsable de lo que ha pasado, y pagarás por ello.

Le escupió en la cara, volvió grupas y se marchó a toda prisa, seguido por los jinetes que lo acompañaban. A unos doscientos pasos por delante de la columna, desaparecieron en una hondonada, oculta tras aquel océano de verdor. La horda siguió los mismos pasos. Descendieron hasta una cuenca casi redonda de unos doscientos pasos de largo por cincuenta de ancho. En el fondo, un enorme campamento de más de quinientas tiendas. Estaba tan bien disimulado que un ejército podía pasar a un cuarto de milla de distancia y no percatarse de lo que allí había.

 

 

* * *

 

 

Se había hecho de noche. Las fogatas, que estaba prohibido prender durante el día por el humo, ya estaban encendidas. En unos espetones, se estaban rustiendo unas ovejas. Todo el campamento olía a cordero asado. Comenzaron a beber y el ánimo de los tracios pasó del abatimiento propio del vencido a las bravatas típicas del hombre ebrio. Empezaron a relatar, debidamente adornados, actos de heroísmo. Brindaron y juraron que se cobrarían venganza. Surgieron los primeros altercados; algunas jóvenes esclavas vociferantes y unos muchachos fueron objeto de brutales violaciones, mientras el vino áspero corría a raudales. Las peleas se hicieron cada vez más frecuentes, conforme iban bebiendo sin medida, y el alboroto no paraba de crecer.

Vespasiano y sus compañeros permanecían sentados en el centro de aquella barahúnda. Llevaban aún los uniformes de campaña sobre las túnicas sucias e inmundas con que se cubrían. Seguían con los pies inmovilizados, pero les habían desatado las manos para que pudieran comer de un plato que les habían dejado con las ternillas correosas y los huesos sin rebañar de uno de los corderos que habían asado. Cuatro guardianes, que no dejaban de echar tragos de unos odres de vino, no los perdían de vista.

–Es como una noche tras un día de mercado en el barrio de Subura –comentó Magno, con la boca llena de un trozo de grasa a medio masticar.

–Sólo que no huele tan mal –puntualizó Corbulón, muy convencido de lo que decía.

Vespasiano se arremangó el borde infecto de la túnica que llevaba.

–Con estas pintas, estaríamos en nuestro elemento.

–Nada fuera de lugar, eso desde luego; oleríamos incluso mejor que muchas de las putas que rondan por allí –aseveró Fausto.

Magno sonrió abiertamente, y siguió masticando, dispuesto a tragarse como fuera la bola de grasa que tenía en la boca.

Un tracio beodo fue a tropezar con la pierna de uno de los guardianes y vomitó encima de Vespasiano.

–¡A ver si miras por dónde pisas! –gritó Magno, apartando a su amo de aquel hombre.

Doblado por la cintura, el tracio se fue de bruces al suelo, donde acabó de vaciar el contenido del estómago.

Vespasiano se apartó de aquella peste. De repente, abrió los ojos como si no pudiera dar crédito a lo que veía: la daga de aquel hombre que, al caer, había acabado en el suelo, a un paso de su muslo. Los guardianes dejaron de lado por un momento los odres de vino y, con paso vacilante, se pusieron en pie, proyectando su sombra sobre el arma. Empezaron a darle gritos a su compañero que, desvanecido como estaba, poco podía decir. Al darse cuenta de la oportunidad que tan inesperadamente se les acababa de presentar, Magno comenzó a llamar la atención de los guardianes y a gesticular para hacerles saber que él también quería empinar el codo. Los soldados se echaron a reír. Con sigilo, Vespasiano alargó la pierna hasta la daga. Mientras trataba de levantar al hombre tumbado en el suelo, uno de los guardianes le pasó por encima y, sin darse cuenta, pisó la daga. Al agacharse para levantar al borracho, acercó aún más la daga a Vespasiano. Magno comenzó a hacer gestos a los otros guardianes para que le dieran algo de beber; uno de ellos se encogió de hombros, perforó un odre y se lo arrojó. Vespasiano levantó el muslo y escondió la daga en un abrir y cerrar de ojos.

–¡Pues sí que es fuerte! –dijo Magno, gesticulando tras echar un trago; se echó hacia delante y, mientras le pasaba el pellejo a Corbulón, le musitó–: ¿Te has fijado?

–Pues claro –respondió el comandante, al tiempo que daba un sorbo–. Hay que esperar un rato hasta que todos estén tan borrachos que hayan perdido el sentido. A este paso, no tardarán mucho –añadió pasándole el vino a Fausto, que casi se atraganta al beber.

Cuando hubieron acabado de comer, los guardianes volvieron a atarles las manos. Aunque obligado a no apartar el pie de la vomitona del tracio, Vespasiano se las compuso para mantener la pierna apretada con fuerza contra la daga que escondía bajo el muslo.

Se acomodaron como pudieron y se pusieron al acecho. Por primera vez desde que los habían hecho prisioneros, en el grupo reinaba un cierto optimismo. Fingieron que se quedaban dormidos, sin dejar de mirar por el rabillo del ojo a los guardias que seguían bebiendo de los odres. A su alrededor, el alboroto de las peleas, las discusiones y de la gente fornicando fue a menos, a medida que los tracios, borrachos, iban cayendo aturdidos y se tumbaban junto a los rescoldos de las hogueras. Hasta que, por fin, el último guardián se quedó tumbado boca arriba, con el odre casi vacío encima del pecho, y comenzó a roncar.

Vespasiano se colocó de costado y, con cuidado, acercó las manos atadas hasta la daga. Tanteando, no tardó en dar con la empuñadura y cerró los dedos sobre ella. Se tumbó del otro lado y, a rastras como un reptil, se acercó a Magno sujetando la daga con fuerza entre las dos manos.

–Tendrás que poner algo de tu parte. Acerca las ligaduras a la hoja.

Magno estiró los brazos hasta que sintió la hoja fría por encima de las muñecas; se echó luego hacia delante hasta que le pareció que quedaba a la altura de la tira de cuero.

–Ya estoy. ¿Lo notas? –le preguntó en un susurro.

–Sí. Ahora mantén la boca cerrada, y no grites si te hago un corte.

Magno hizo un gesto como si ya se hubiese cortado. Así se quedaron, espalda contra espalda, mientras Vespasiano utilizaba la daga como sierra. Aunque en el campamento no se movía un alma, Corbulón y Fausto los miraban con preocupación. No les llevó mucho tiempo. Tan pronto como tuvo las manos libres, Magno cogió el puñal y cortó las ligaduras de sus compañeros. Al cabo de un momento, los cuatro estaban libres.

–¿Y ahora qué? –preguntó.

–Matamos a los guardias, les quitamos las espadas y las capas, y salimos a toda leche de este sitio –dijo Corbulón, frotándose las muñecas–. ¿Se te ocurre algo mejor?

–Me parece perfecto.

Uno de los guardianes se agitó en sueños. Se quedaron petrificados. El tracio se volvió de costado, se levantó la túnica y meó allí mismo. A continuación, volvió a quedarse dormido, sin tomarse siquiera la molestia de cubrirse.

–Vamos –dijo Corbulón extendiendo la mano hacia Magno–. Dame el puñal.

–Lo siento, pero si no quieres que se entere nadie, eso es cosa mía.

El comandante asintió. Bastaba con verlo para darse cuenta de que Magno era un maestro a la hora de procurar una muerte rápida y silenciosa.

Cauteloso, Magno se acercó al guardia que estaba desnudo. En un segundo, con la garganta rajada y la boca tapada por la fuerte mano izquierda del liberto, los ojos se le salieron de las órbitas. Se retorció un instante, y se quedó tieso.

Los otros tres no tardaron en seguir el mismo camino. Envueltos en aquellas capas y espada en mano, Corbulón los guió con sigilo por el campamento. Reducidas a brasas, fueron pasando entre las hogueras, procurando buscar siempre el abrigo de las sombras. Acabaron con todos los tracios que, demasiado borrachos para acercarse a una de las fogatas o a una de las tiendas, se encontraron a su paso, rajándoles el cuello en el sitio. Poco a poco, vieron menos hogueras. Habían llegado al borde del campamento.

–Si queremos volver al río antes de que caigan en la cuenta de lo que ha pasado, necesitaremos caballos –bisbiseó Corbulón–. Vamos a rodear el campamento. Seguro que no tardaremos en dar con alguno.

Lejos de las tiendas, estuvieron en condiciones de andar más deprisa. La luna se había ocultado, y sus capas se confundían con las oscuras laderas que bordeaban la cuenca. Caminaron deprisa y con paso firme por aquel prado, al acecho de si les salía al paso algún centinela apostado en la oscuridad. No se toparon con ninguno.

Cuando llevaban recorrido una cuarta parte del perímetro, Vespasiano se detuvo.

–Comandante –siseó–, mira.

A unos veinte pasos del lindero del campamento, contra la tenue luz de las fogatas, se adivinaba la silueta de unos caballos. Por detrás, se alzaban las sombras oscuras de cuatro o cinco tiendas. No observaron ningún movimiento; los centinelas, si los había, se habían quedado dormidos.

–No tenemos tiempo de ensillarlos, pero sí necesitamos unos arreos –musitó Corbulón, mirando a Vespasiano a pesar de la oscuridad–. Tribuno, ven conmigo. Seguro que encontramos unos cuantos en alguna de esas tiendas. Fausto, Magno, id a por cuatro caballos. Nos encontraremos aquí.

Sigilosos, se fueron hacia las caballerías.

Tras dejar a Magno y Fausto ocupados en desatar a los nerviosos animales, Vespasiano fue tras los pasos de Corbulón en busca de la tienda donde guardaban los arreos. Los resoplidos y los pateos de los caballos inquietos a sus espaldas lo pusieron muy nervioso.

–¿Cómo coño vamos a saber en qué tienda los guardan? –murmuró.

–Tendremos que ir mirando una por una –replicó Corbulón, acercándose con cautela a la tienda que les quedaba más cerca. Echó mano del faldón derecho de la entrada y le indicó a Vespasiano que se hiciera con el otro. Muy despacio y espada en mano, los retiraron.

–¡Buenas noches!

Sintieron las puntas de dos lanzas en el cuello. Se quedaron paralizados. Vespasiano notó que se le hacía un nudo en la garganta.

–Yo que vosotros me desprendería de esas espadas. Despacio, bajaron las hojas y las dejaron caer al suelo.

Vespasiano oyó que se estaban acercando más hombres.

–Dad un paso atrás.

Retrocedieron, con las puntas de las lanzas clavadas en el cuello hasta hacerles sangre. Los guerreros que los habían atrapado salieron de la tienda. Tras ellos iba el jinete barbudo y de cráneo rapado que habían visto el día anterior.

–¿De verdad pensáis que soy tan necio –bramó, con unos ojos como tizones–, que yo, Coronus, no sé cómo se comporta mi pueblo y no tomo las medidas adecuadas? Pues claro que sabía que se emborracharían, igual que estaba seguro de que vosotros intentaríais escapar, y que, en tal caso, necesitaríais caballos. He disfrutado viendo cómo lo intentabais. Ordené a diez hombres de confianza que no se dejaran llevar por los excesos del campamento y que, sobrios, os estuvieran esperando. Poco más necesitaba para asegurarme de que seguiréis aquí mañana, porque os tengo preparada una sorpresa. Maniatadlos.

Vespasiano notó que unas manos recias le ponían las muñecas a la espalda y se las ataban a conciencia con unas tiras de cuero. No opuso resistencia; de poco le habría valido. Trajeron a Magno y a Fausto a rastras desde donde habían dejado los caballos; la sangre que manaba de una herida que Fausto tenía en el brazo izquierdo indicaba bien a las claras que su detención no había sido un juego de niños.

–Hasta mañana, pues –se pavoneó Coronus–. Entonces os enteraréis de lo elevado que es el precio de sangre que hay que pagar por mis hijos.

 

 

* * *

 

 

Pasaron el resto de la noche amarrados junto a las caballerías. Vespasiano no pegó ojo. Se sentía profundamente humillado, rabioso por haber sido una pieza más en aquel juego del ratón y el gato. Que le hubieran dejado escapar para volver a caer en manos de un salvaje que había adivinado cuáles eran sus intenciones le parecía una ofensa; haber servido de diversión se le antojaba inadmisible. Más les habría valido quedarse donde estaban, pero, en ese caso, hubieran sido objeto de otra clase de agravios. Coronus se habría percatado de que no habían hecho nada por escapar, y se habría mofado de ellos por cobardes. Pasó la noche dándole vueltas a lo mismo, de modo que, a la mañana siguiente, estaba agotado. Sin embargo, había tomado una determinación. De cara al futuro, siempre y cuando saliera con vida de aquélla, nunca debería llevar a la práctica lo más previsible, porque seguro que lo que a él le pareciera evidente no menos palmario dejaría de ser para los demás.

Poco después del amanecer les aflojaron las ligaduras y les obligaron a ponerse en pie. Al mirar a su alrededor, descubrió que los otros estaban tan cansados como él: ninguno de sus compañeros había podido pegar ojo.

Sin rastro ya de tiendas de campaña ni hogueras, los llevaron a empellones hasta el centro del campamento, donde fueron exhibidos entre las oraciones de cientos de guerreros.

Sus guardianes se abrieron paso entre la multitud, que no se privaba de propinarles patadas y puñetazos. Tras aquella noche de desenfreno, los tracios desprendían un vago olor a vino rancio, a vómitos y sudor, y estaban deseosos de pasar un buen rato que les ayudase a aliviar la fuerte resaca.

–Parece que piensan divertirse a nuestra costa –musitó Magno, tratando de que los bárbaros no lo oyesen.

–No estoy de humor –replicó Vespasiano, esquivando el testerazo de la empuñadura de una espada que iba derecho a su sien.

Así, llegaron al centro del terreno, donde los esperaba Coronus. Vio a su lado al guerrero joven que había estado al frente de las hordas. Vespasiano observó un cierto parecido, y supuso que debía de tratarse del hijo mayor del jefe tracio, hermano, en consecuencia, del hombre que había muerto a orillas del río unos días antes.

Coronus alzó los brazos y de repente los abucheos de la multitud cesaron. Comenzó a hablar. Si bien no entendía una palabra de lo que decía, el tono áspero que empleaba y la rudeza de sus gestos lo llevaron a pensar que los acusaban de delitos execrables. Cuando concluyó el parlamento, los guerreros bramaron enardecidos emitiendo un grito gutural que no hacía falta que nadie les tradujera: su condena era a muerte.

El jefe se volvió hacia ellos y, en un latín esmerado, les aclaró:

–Habéis sido condenados a muerte por la asamblea de la tribu…

–¿Bajo qué cargo? –gritó Corbulón–. ¿Quién ha salido en nuestra defensa?

–Haberos opuesto a los designios de nuestros dioses. Nadie se atrevería a exculparos.

Por un momento, el comandante pareció dispuesto a enzarzarse en una discusión. Al reflexionar que de poco habría de valerles, optó por callar.

Coronus retomó el hilo de lo que iba diciendo.

–Como caudillo que soy de estos hombres, a mí me corresponde decidir cuál ha de ser la forma en que se lleve a cabo la sentencia –añadió sonriendo de forma desabrida, antes de dirigirse a los hombres allí reunidos y hablarles a voces; su respuesta no dejó lugar a dudas acerca de la opinión que les merecía la propuesta que les había hecho, y Coronus volvió a dirigirse a ellos en latín–: Os daremos un escudo y una espada a cada uno; el último que quede en pie dispondrá de un caballo y de media hora de ventaja antes de que salgamos a por él. Si lo atrapamos, lo empalaremos; si no, habrá escapado al destino que le estaba reservado.

Espaciados el uno del otro, colocaron cuatro escudos con sus correspondientes espadas en los límites del círculo que tenían delante. Llevaron a los romanos hasta el centro, y procedieron a cortarles las ligaduras que les ataban las manos.

–Si alguno de vosotros se niega a pelear, os empalaremos a los cuatro. Os recomiendo, pues, que nos ofrezcáis un espectáculo a la altura de los que disfrutáis en Roma, y uno de vosotros al menos podrá volver a su ciudad.

Tras lo cual Coronus se mezcló con la multitud. En el centro, espalda contra espalda, los cuatro romanos.

–¿Qué hacemos? –preguntó Fausto.

–Pelear con uñas y dientes, de forma que uno de nosotros al menos sobreviva –replicó Corbulón, al tiempo que se agachaba y se frotaba con tierra las palmas de las manos–. Los demás moriremos con dignidad. Me temía algo mucho peor.

–¿Quién va a luchar contra quién? –preguntó Vespasiano, que no quería vérselas con Magno.

–Todos contra todos. Recoged las espadas y regresad aquí. Que empiece el espectáculo.

Se dieron media vuelta y se miraron los unos a los otros. Todos sabían que se habían comprometido con sus compañeros a pelear y morir con dignidad. No les quedaba otra.

Mientras se dirigía a recoger la espada y el escudo que le habían correspondido, a Vespasiano se le escapó una mueca como si no acabara de entender las vueltas que da la vida. Hasta entonces jamás había tenido ocasión de asistir a un espectáculo de gladiadores. Era un deseo que siempre había tenido y ahora que por fin tenía la oportunidad de realizarlo, el destino había dispuesto que fuera como protagonista de una de esas peleas. Sería, pues, el primer y último espectáculo de ese género en el que participara; estaba seguro de que no saldría con vida de aquélla. No había ninguna posibilidad de que él, un muchacho de dieciséis años, fuera el único que quedase en pie, pero, antes de que eso ocurriera, tenía la esperanza de acabar de forma digna con alguno de sus compañeros.

El griterío de la multitud iba a más, mientras el dinero de las apuestas corría de mano en mano. Sin acabar de creerse lo que estaba a punto de pasarle, se preguntó qué posibilidades tenía de salir con bien. Pensó en Caenis y echó mano del amuleto que la joven le había puesto al cuello. Lo apretó con firmeza, e imploró a Poseidón para que acudiera en su ayuda.

Lo soltó y, cuando se inclinó para aferrar una de las espadas, el talismán se balanceó de un lado a otro de su pecho. Un tracio que andaba cerca dio un codazo al compañero que tenía a su lado. Recogió el escudo. Las voces que se escuchaban a su alrededor se convirtieron en un leve murmullo; más tracios se fijaron en él. Se imaginó que estaban pensando que él sería el primero en morir. Volvió a guardarse el amuleto, se dio media vuelta y se dirigió hacia donde estaban los suyos.

Los cuatro se detuvieron a cinco pasos del centro. Corbulón los miró de uno en uno.

–Luchad a brazo partido. Matad de forma limpia. Estamos en manos de los dioses.

Se saludaron mutuamente y se colocaron en posición. Más que respirar, Vespasiano jadeaba; las palmas de las manos le empezaron a sudar; el corazón estaba a punto de estallarle. Miró a Magno, a Corbulón y a Fausto; sólo llegó a atisbar sus ojos a través de la rendija del escudo. Los cuatro comenzaron a andar en círculo, a la espera de que uno de ellos diera el primer paso.

Escuchó a sus espaldas un par de voces que sobresalían por encima del griterío de la multitud. Algo les había llamado la atención. Pensó que, como no habían empezado a pelear de inmediato, los cuatro acabarían empalados y, sin dudarlo, dio un salto, abalanzándose contra el escudo de Corbulón, buscando con la espada el cuello de su adversario. Su comandante lo esquivó, y ambas hojas se encontraron con un estrépito de metal chirriante hasta que ambos llegaron a juntar las empuñaduras. En el instante en que trataba de obligar a Corbulón a que bajase el arma, Vespasiano notó un tajo a sus espaldas, y pensó que Magno se había abalanzado con su espada contra Fausto. Le extrañó, no obstante, que no hubiese voces ni gritos. Corbulón dio un paso a la izquierda para salir de aquel atolladero; Vespasiano perdió el equilibrio. Se ladeó a la izquierda, pero reaccionó con rapidez suficiente para alzar su escudo y detener el revés que iba dirigido a su cuello.

Dio un traspié y rodó por el suelo. Corbulón, escudo en alto, alargó el brazo con que empuñaba la espada y le apuntó a la garganta.

–¡Alto!

Como para entonces sólo se oían sus jadeos y el entrechocar de sus armas, la orden se oyó con toda claridad. Todos los presentes guardaron silencio.

Tal cual estaban, así se quedaron: Corbulón apuntando a Vespasiano, Fausto enfrentándose con Magno.

Vespasiano se quedó mirando sin saber qué pasaba. Acompañados por una docena de guerreros armados, Coronus y su hijo mayor se abrían paso a través de la multitud y se dirigían hacia ellos.

–Soltad las armas –les gritó.

Las cuatro espadas se fueron al suelo, seguidas de otros tantos escudos.

Apartó con fuerza a Corbulón y se inclinó sobre Vespasiano.

–Enséñame eso que llevas alrededor del cuello. Vespasiano mostró el amuleto de plata.

–¿Cómo lo has conseguido?

–Mi mujer me lo dio antes de salir de Roma.

–¿Y cómo fue a parar a sus manos?

–Me dijo que era un regalo de su madre, un talismán de la tribu a la que pertenecía.

Coronus obligó a Vespasiano a ponerse en pie y lo arrastró hacia él.

–Pues claro que es el símbolo de una tribu –rezongó, fulminando a Vespasiano con la mirada–. Para ser exactos, el de mi tribu, los ceneos.

–La mujer que te he dicho se llama Caenis –confesó el muchacho de forma atropellada, convencido de que sufriría una muerte aún más atroz por sacrílego–. Ella fue quien me contó la historia de Ceneo, aunque me aseguró que era tesalio, que no tracio.

–En efecto, era tesalio. Pero su hijo, mi homónimo, Coronus, huyó tras la muerte de Ceneo a manos de los centauros.

–Tuve ocasión de ver cómo los tuyos representaron su muerte a orillas del río.

–Es lo que hacemos cuando muere uno de los miembros de la familia real –dijo Coronus, con voz queda–. Mi hijo pequeño también se llamaba Ceneo. Mi hijo mayor, éste que ves aquí a mi lado –añadió, señalando al joven caudillo de las hordas tracias–, se llama también Coronus, y así ha sido desde siempre, desde que el primer Coronus fundó nuestra tribu y le impuso ese nombre en recuerdo de su padre.

Dio un paso atrás, al tiempo que soltaba la túnica de Vespasiano.

–¿Cómo se llamaba la madre de Caenis?

–No lo sé –contestó Vespasiano, sin apartar los ojos de Coronus: sabía que se estaba jugando la vida–. Sólo sé que era una de las esclavas de la casa de Antonia, cuñada del emperador Tiberio. Murió cuando Caenis tenía tres años. Antonia la tomó bajo su tutela, y es como una hija para ella.

–¿Qué edad tiene Caenis?

–Creo que dieciocho años. Coronus asintió lentamente.

–Es decir, la madre de esa joven, si aún viviera, tendría ahora unos treinta años. ¡Skaris!

El anciano de barba canosa de dos puntas, el mismo con quien discutía el sacerdote cerca del río, dio un paso adelante. Coronus se volvió para hablar con él a solas, mientras su escolta, sin dudarlo ni un instante, rodeaba a los romanos. En ese momento, Vespasiano reparó en que los dos llevaban, en madera o en piedra, el mismo talismán al cuello. Al parecer satisfecho con la explicación que Skaris le acababa de dar, Coronus se acercó a Vespasiano.

–En pie, romano. Creo que lo que dices es verdad.

El muchacho se levantó bajo la atenta mirada de sus compañeros, que, sin moverse de donde estaban, trataban de adivinar qué pasaba, aunque en ningún momento hubieran podido imaginar que aquello pudiese salvarlos de una situación tan apurada.

Coronus ordenó a los suyos que se levantaran y les dirigió una arenga de frases entrecortadas. Los tracios asintieron con la cabeza y empezaron a dispersarse. Cuando hubo acabado, tendió los brazos a Vespasiano, que aceptó el gesto.

–Hace más de treinta años, mi hermana pequeña y su hija nos fueron arrebatadas y sometidas a esclavitud. Como miembro de la familia real que era, en aquel momento debía de portar una imagen de plata de Ceneo, que no puede ser otra que la que tú llevas al cuello. Tu mujer, Caenis, es la nieta de mi hermana, es decir, sobrina nieta mía. Por amor, te entregó este amuleto para que estuvieses a salvo. Nada habéis de temer, ni tú ni tus amigos. Estáis bajo la protección de los ceneos. Sois libres, pues, de iros.

Vespasiano no acababa de creerse lo que le estaba diciendo el tracio.

–No lo olvidaré, Coronus, así como haré cuanto esté en mi mano para darle noticias a Caenis de la tribu a la que pertenece. Llegará el día en que ella, en persona, te dé las gracias.

–Si tal es la voluntad de los dioses, así será. Antes de iros, he de rogaros que compartáis mesa conmigo.

Acto seguido los condujo hasta su tienda. A su paso, con gestos de cordialidad y bienvenida, en su incomprensible lengua, la multitud los saludaba con respeto.

 

* * *

 

Una vez que se hubieron sentado y les sirvieron la comida y la bebida, Coronus propuso un brindis.

–¡Que Poseidón vele por su pueblo, los ceneos, y proteja a ellos y a sus aliados! –y bebió; Vespasiano, Magno y Fausto hicieron lo propio, no así Corbulón; el tracio se lo quedó mirando y, a modo de velado reproche, le dijo–: Me imagino que no bebes con nosotros porque estás deseando volver y darnos nuestro merecido.

–Eres enemigo de Roma, y tal es mi deber –repuso el comandante romano, sin tocar la copa que sujetaba entre las manos; sus compañeros intercambiaron miradas de angustia, temerosos de que aquel joven patricio engreído acabara por devolverlos a la pelea fratricida a la que habían sido condenados.

Coronus esbozó una sonrisa.

–¿Enemigo de Roma, dices? Ten por seguro que no. Cumplo mi parte en el trato que he cerrado con los romanos, y me pagan muy bien por ello.

–¿Así que, según tú, Roma te paga para que ataques a los suyos? –comentó Corbulón, mofándose de él.

–Me pagaron para que atacase a los celites y a la columna que tú mandabas, una vez que entrases en su territorio. ¿Por qué? No lo sé. Pero te lo demostraré.

Coronus impartió unas órdenes a un par de guardias que los acompañaban, quienes, tras inclinarse con respeto, salieron dispuestos a cumplirlas.

–Hace más de un mes –continuó–, el sacerdote se presentó con cuatro romanos y una escolta de jinetes griegos. Me entregaron un cofre y me dijeron que podía quedarme con lo que había dentro, si hacía lo que Roma me pedía. Como habéis visto, di por bueno el trato, y lo mío me ha costado porque, además de muchos hombres, he perdido un hijo. Un precio alto, demasiado incluso. Pero, si no hubiera aceptado el trato, habría tenido que pagar uno mucho más elevado, tal y como me explicaron aquellos romanos.

–¿Cómo se llama el sacerdote? –preguntó Vespasiano, seguro de que en nada habría de sorprenderle la respuesta que iba a recibir.

–Rotisis, un muerto de hambre del que es mejor no fiarse que, sin embargo, cuenta con el favor de los dioses y la veneración de las tribus. Estaba presente junto a los míos durante la refriega a orillas del río.

–¿Me estás diciendo que ese sacerdote habla también por boca de Roma? –preguntó Corbulón, que no acababa de creerse que un personaje tan estrafalario estuviese a los dictados de su ciudad.

–Es sacerdote y, por su condición, puede ir a cualquier parte de Tracia, porque todo el mundo le respetará a él y a quienes vayan con él. ¿Qué mejor mensajero para llevar mensajes y obsequios?

–¿Quién le ordenó que viniera a verte?

–Roma.

–Ya. Pero ¿qué romano le encomendó semejante tarea?

–¿Acaso importa? Los romanos que lo acompañaban eran portadores del sello imperial. No necesito más pruebas.

–¿Cómo eran esos romanos? –insistió Vespasiano.

–Tres llevaban uniformes relumbrantes, ostentosos me atrevería a decir. El cuarto era un ciudadano, un hombre corpulento, de piel oscura, cabellos negros y largos, y barba recortada. Él era quien llevaba el peso de las negociaciones.

Vespasiano intercambió una mirada con Magno.

En ese momento, apartaron el faldón de la entrada de la tienda y aparecieron cuatro esclavos que portaban un cofre muy pesado; lo dejaron en el suelo y salieron del recinto.

–Aquí lo tenéis, amigos míos. Esto es lo que Roma me pagó a cambio de deshacerme de vosotros.

Corbulón se acercó al arcón. Como no estaba cerrado, lo abrió; se quedó sin palabras. Vespasiano se acercó a él y, con unos ojos como platos, observó el contenido: era un cofre rebosante de denarios de plata, muchos más de los que había visto en toda su vida. Hundió las manos en aquellas monedas y extrajo un buen puñado; a continuación dejó que cayeran tintineando en el montón del que las había sacado. Todas las monedas llevaban la efigie de Tiberio. Estaban tan impolutas y relucientes que parecía que acabaran de salir de la ceca.