Durante cinco días siguieron el curso del río Hebro, siempre en dirección noroeste, forzando los caballos al máximo, deteniéndose sólo para comer y dormir. Coronus les proporcionó una escolta para que cruzasen su territorio, hombres a los que despidieron en cuanto llegaron a las tierras de los odrisios. Aun sometido, tras la violenta represión que había sufrido a manos de los romanos cuatro años antes, aquel pueblo seguía guardando un hondo rencor a Roma. Gracias a los víveres que les habían proporcionado los celites y bebiendo de las aguas turbias, aunque saludables, del río, Vespasiano y sus tres compañeros de viaje hicieron lo posible por mantenerse alejados de los asentamientos nativos.
A pesar de sentirse tan responsables como él de la muerte de cientos de guerreros, entre los que se contaba el hijo pequeño del caudillo de la tribu, sus compañeros no dejaban de atosigarlo a preguntas para saber cómo había ido a parar a sus manos el amuleto que les había procurado la protección y la amistad de los ceneos. Vespasiano no les dijo sino lo que le había contado a Coronus, de forma que los tres aventuraron diferentes teorías, según el gusto de cada cual.
–Pura suerte –dijo Magno–; potra, lisa y llanamente.
–Designio de los dioses –opinó Corbulón–. Lo que demuestra que todos tenemos nuestro destino, y que ahí arriba se lo pasan en grande gastándonos bromas tan pesadas como éstas hasta que se cumple.
–Seguro que Caenis es vidente –apuntó Fausto–. Supo de antemano que te verías en peligro, y te dio el amuleto porque sabía que te ayudaría a salir del aprieto.
–Pues menos mal que lo llevaba encima –apostilló Magno, dando por sentada su teoría.
Vespasiano sonrió para sus adentros. Todas aquellas conjeturas tenían su parte de razón, pero había algo que estaba por encima de todo: el amor. Ya fuera voluntad de los dioses, suerte o dotes de videncia, si no lo amase, Caenis jamás le habría entregado el único recuerdo que conservaba de su madre.
Por otra parte, tenía otras cosas en que pensar. Estaba convencido de que aquel cofre rebosante de denarios había salido de las manos de Sejano, que, con ese único propósito, se había servido del sello del emperador. Igual que estaba seguro de que Asinio y Antonia estaban en lo cierto, a saber, que Sejano era quien fomentaba aquella rebelión de la que pensaba sacar todo el provecho posible. De haber acabado con la columna de refuerzo, habría tenido motivos sobrados para acudir al senado y, en nombre del emperador, exigir una ofensiva en toda regla contra los tracios, lo que hubiera supuesto enviar más legiones a la región, una forma artera de recuperar el dinero, provocando una situación que, con los ejércitos ocupados en otros menesteres, habría generado un mayor encono e incitado a más tribus a levantarse en armas, ampliando la revuelta y ganando más tiempo, un margen más amplio de maniobra para hacerse con la púrpura.
Corbulón, por su lado, estaba obligado a informar a Popeo sobre el cofre lleno de denarios, de dónde procedían las monedas y con qué fin se habían entregado. Un secretario transcribiría la conversación en la que daría cuenta de lo que había visto con sus propios ojos, y otros escribanos espiarían el informe. Poco habría de tardar el espía de Sejano en enterarse de lo que el comandante de la columna había descubierto, y enviaría un mensaje a su amo informándole del riesgo de que la intriga pudiera salir a la luz. En tales circunstancias, era más que probable que el informador tratase de pasar inadvertido hasta recibir nuevas instrucciones, situación que se alargaría dos o tres meses cuando menos, lo que cerraba el paso a cualquier tentativa de identificarlo.
Convencido de que Corbulón no podía estar implicado en una conjura que hubiera supuesto el final de su vida a manos de los ceneos, una noche, mientras Magno y Fausto habían ido a dar de beber a los caballos, decidió confiarle a su comandante el encargo que se le había encomendado.
–¿Tienes idea, Corbulón, de quién desearía vernos muertos a nosotros y a los soldados que están a nuestras órdenes?
Con la mitad de su rostro anguloso expuesto a la luz de la pequeña hoguera que habían encendido, el comandante lo miró desde la cima de su nariz afilada y larga.
–Nada me preocupa más, ni siquiera cómo llegó a tus manos el amuleto que apareció en un momento y un lugar tan oportunos.
–¿Has llegado a alguna conclusión?
Corbulón echó un vistazo a su alrededor para cerciorarse de que estaban a solas.
–Aunque esos mensajeros fueran portadores del sello imperial, me niego a creer que fuera idea del emperador. ¿Qué ganaría con la eliminación de dos cohortes de sus ejércitos?
–Lo mismo pienso yo. Pero, si no fue el emperador, ¿quién más puede utilizar el sello imperial y disponer de tanto dinero recién acuñado?
Corbulón clavó la vista en el suelo, y meneó la cabeza de un lado a otro.
Vespasiano trató de abordar el asunto desde otro ángulo.
–¿Qué has pensado hacer cuando veas a Popeo?
–Lo informaré de lo que vi, como es natural.
–¿Crees que ésa es la decisión más correcta? Ten en cuenta que, después de todo, quienquiera que pagase a los ceneos para que acabaran con nosotros puede tener acceso al círculo de Popeo. Se enteraría de que la conjura ha salido a la luz y, lo que es peor, de quién la ha desbaratado.
Corbulón se quedó mirando a Vespasiano, con gesto de admiración.
–Tienes razón –dijo al fin–. Y yo que te tenía por uno de tantos mocosos de tribuno que nos envían. Creo que vales mucho más de lo que pensaba, Vespasiano. De modo que, si se trata de no llamar la atención de… –se detuvo y miró de frente a Vespasiano– Sejano –el muchacho asintió con la cabeza–, informaré a Popeo de lo que he visto en privado, sin secretarios ni testigos –concluyó Corbulón.
–Creo que eso sería lo mejor.
El comandante no apartaba los ojos de Vespasiano. Algo le decía que aquello no había sido idea suya.
* * *
Cuando, al cabo de un rato, regresó, Magno fue a sentarse al lado de Vespasiano.
–¿Has hablado, por fin, con ese tonto del culo? –le preguntó en un susurro.
–¿A quién te refieres? Además, no es tan tonto como pensaba. Gracias a su idea de vadear el río, cientos de hombres han salido ilesos.
–Enterado. Me refiero a si has llegado a convencer a ese que no parece tan negado de lo que tiene que decir sobre el cofre lleno de denarios.
–¿Cómo te has enterado de que pensaba hablarle de eso?
–Es de sentido común, ¿no te parece? Cuanta más gente esté al tanto de lo que hemos descubierto, peor para nosotros. Espero que le hayas convencido para que sea discreto a la hora de informar de lo que hemos visto. A buen entendedor…
–Así es; le he persuadido para que informe a Popeo de forma reservada.
–Bien hecho, amo. Una magnífica idea.
A pesar de la oscuridad, Vespasiano se quedó mirando a Magno, preguntándose si realmente aquello había sido idea suya.
* * *
Al atardecer del quinto día de viaje, llegaron a la ciudad amurallada de Filipópolis, lugar de residencia del rey tracio Remetalces y de su madre, la reina Trifena. Por el comandante de la exigua guarnición romana destacada en la ciudad, un veterano centurión cargado de condecoraciones que cumplía sus últimos meses de servicio, se enteraron de que la victoria de Popeo había sido sonada, pero no definitiva, que el frente se encontraba a un día hacia el oeste a buen paso, y que, cuatro días antes, Galo había pasado por allí con la columna de refresco.
Decidieron pasar la noche en la guarnición, y disfrutar de los placeres de los baños, de dimensiones reducidas pero donde no faltaba de nada, los primeros que pisaban desde su estancia en Filipos, dos semanas antes. El comandante de la guarnición les ofreció una cena caliente y unas cuantas mujeres, primeras delicias que cataban desde entonces, antes de retirarse a descansar como es debido.
Al amanecer del día siguiente, mucho más ligeros de cuerpo y espíritu, cuando se disponían a partir con la escolta de una turma de las tropas auxiliares ilirias a las órdenes de un prefecto de caballería, un joven patricio de cara redonda y bonachona que se llamaba Lucio Junio Cesenio Peto, el comandante de la guarnición irrumpió en las caballerizas de la plaza.
–Tribuno Vespasiano, un correo de palacio pregunta por ti. La reina Trifena desea verte antes de que os pongáis en camino.
–¡Por las tetas de Minerva! –refunfuñó Corbulón–. Esto nos va a retrasar un día entero. Condúcenos hasta ese hombre, centurión.
–Las órdenes del criado son tajantes: la reina sólo quiere ver al tribuno.
Corbulón lanzó una mirada fulminante a Vespasiano.
–¿Qué puede querer de mí? –se preguntó el joven, intrigado.
–Ándate con ojo, compañero –dijo Peto, con una sonrisa llena de picardía–. Es una mujer de armas tomar y, además, muy guapa. Me han dicho que siente una debilidad especial por los mocitos de tu edad. Así que buena suerte.
Vespasiano optó por seguirle la broma.
–En ese caso, me la ventilaré rápido –y se fue, con una sonrisa en los labios, entre las risotadas y los chistes obscenos de sus compañeros sobre sus proezas en ese terreno, algo que, habida cuenta de la noche anterior, no le inquietaba lo más mínimo.
A través de las angostas callejas de la antigua urbe, que tenía más años que la propia Roma, el correo lo acompañó hasta el palacio real, encaramado en la cima de la mayor de las tres colinas sobre las que se asentaba la ciudad.
Les franquearon las puertas de inmediato. Sin dilación, condujeron a Vespasiano a los aposentos privados y le dijeron que esperase en una estancia pequeña de la primera planta que daba al este, donde, por un único ventanal, entraban a raudales los primeros y todavía bajos rayos del sol que, con su luz dorada, iluminaban una sobria pieza de paredes encaladas y piso de listones de madera encerados. Debajo del ventanal, se hallaba un sencillo escritorio, de madera también, tan antiguo que Vespasiano pensó que bastaría con dejar un solo pergamino encima para que se viniera abajo. En el centro de la cámara, dos sillas y una mesa de factura más reciente.
Vespasiano se acercó al ventanal, y contempló el sol que asomaba por el este.
–Ante ti, la misma vista de que disfrutó Alejandro durante los días que estuvo aquí –le dijo una dulce voz a sus espaldas.
Vespasiano se dio media vuelta, apartándose del ventanal. En el umbral de la puerta, vio a una mujer alta y delgada, de treinta y tantos años, ataviada con una sencilla stola de color marfil que, sin ser llamativa, realzaba la curva de sus caderas y la redondez de sus pechos. A ambos lados de su pálido rostro, en el que destacaban unos labios carnosos pintados con ocre rojo, tres rizos le caían hasta los hombros. Sus límpidos ojos azules, delicadamente perfilados con kohl, refulgían bajo la suave luz de aquel sol temprano.
–Éste fue el aposento que ocupó cuando, antes de invadir el poderoso imperio persa, anduvo por aquí en busca de soldados que se unieran a los suyos. Eligió este cuarto precisamente porque daba al este –caminó con gracia hasta el antiguo escritorio y, con delicadeza, lo acarició–. Aquí se sentaba todas las mañanas y escribía los despachos, mientras contemplaba las tierras que se disponía a conquistar.
Vespasiano miró con veneración el sencillo escritorio y sintió el peso de la Historia en aquel aposento. La mujer se quedó también mirándolo en silencio, antes de alejarse del ventanal y acercarse a las sillas que había a sus espaldas.
–Pero no te he mandado llamar para darte una clase de historia, Vespasiano. Soy Trifena, reina de estas tierras, aunque, en realidad, un simple títere del emperador y el senado de Roma.
–Es un honor para mí que me hayas brindado la ocasión de saludarte –dijo el muchacho, agradecido por la sucinta lección de historia que acababa de recibir.
–Te lo digo porque, en primer lugar, quiero que sepas que soy ciudadana romana, de la estirpe de Marco Antonio, mi bisabuelo. De no haber sido así, bien podría darse el caso de que fuera una más de entre los rebeldes que se esconden en las montañas –continuó Trifena, acomodándose e indicándole con un gesto que hiciese lo mismo–. El levantamiento de mi pueblo se ha producido como consecuencia de una provocación. Cuando Alejandro pasó por estas tierras en busca de soldados, se presentó con el dinero con que pensaba pagarlos y sólo reclamó la presencia de voluntarios. Unos cinco mil hombres respondieron a su llamada; la mayoría no regresó nunca. A día de hoy, casi trescientos años después, servimos a un nuevo amo: Roma. Hasta el año pasado, con tal de que mantuviéramos la paz en las fronteras del reino, Roma se daba por satisfecha con que nuestros guerreros se alistaran en las filas de nuestros ejércitos a las órdenes de nuestros generales. Entonces, ocurrieron dos cosas que lo cambiaron todo. Por un lado, se presentaron unos oficiales de reclutamiento procedentes de Mesia exigiendo que nuestro ejército pasara a formar parte de las cohortes auxiliares destinadas en aquella provincia. Por otro, nuestros sacerdotes comenzaron a instigar a nuestro pueblo para que se alzase en armas contra esa medida, comprando con denarios romanos la voluntad de los jefes de las tribus, dineros de los que, al parecer, disponen para dar y tomar.
–¿De dónde proceden tales sumas?
–Por lo que me dicen mis espías, el dispensador de esas dádivas es Rotisis, nuestro sacerdote principal. De cómo llega a sus manos, no sé nada; sólo conjeturas.
–¿Por qué incita a tu pueblo a intervenir en una guerra que tiene perdida de antemano?
–Los tracios son un pueblo orgulloso y belicoso. Como mercenarios varias veces se han puesto al servicio de otros pueblos, pero jamás como soldados de tropa, situación que consideran como otra forma de esclavitud. En tales circunstancias, no era difícil conseguir que se sublevaran. ¿Por qué se unió Rotisis a la causa? No es ningún misterio que a mi hijo y a mí nos odia. Detesta la monarquía, porque regimos los destinos de Tracia, en nombre de Roma, por supuesto, pero al fin y al cabo somos quienes la gobiernan. Cree que si desapareciéramos, el poder pasaría a manos de los sacerdotes, que, como nosotros, no están obligados por lazos tribales, y él es el sumo sacerdote.
–Pero Roma seguiría estando por encima.
–Desde luego; y eso es lo que ese cretino no acaba de comprender. A no ser que queramos convertirnos en una provincia romana más, mi hijo y yo somos la única garantía de una Tracia en cierto modo independiente.
–De manera que, si la rebelión sigue adelante, Roma acabará por anexionarse Tracia, y su pueblo tendrá que someterse a las exigencias militares que se le impongan; en caso contrario, los tracios acabarán igualmente alistados en el ejército romano. Se mire como se mire, las legiones van a tardar lo suyo en instaurar la paz en la región.
–Exacto. Y sin pretenderlo, movido por su afán de poder y sus escasas dotes para la política, Rotisis habrá sido el artífice de semejante desastre. Sejano se la ha jugado bien.
–¿Estás segura de que es él quien mueve los hilos?
–Antonia no sólo está emparentada conmigo, sino que es también amiga mía. Nos carteamos con frecuencia, y estoy al corriente de los recelos que le inspira Sejano. Ella es quien me ha puesto al tanto de cómo, en su opinión, sacaría provecho de los desórdenes que pudieran producirse en Tracia. En su última carta, me rogaba que estuviera pendiente de ti cuando te dirigieras al campamento de Popeo, y que te ayudase con todos los medios a mi alcance.
–¡Cuánta gentileza por su parte!
–Y tanto; cuando de sus amigos se trata, siempre es así –añadió Trifena con una sonrisa–. Carezco de medios materiales que pueda poner a tu disposición, pero nada me impide advertirte que mantengas los ojos bien abiertos. Hará cosa de tres días, cuatro hombres pasaron por aquí. Tan sólo hicieron un alto para procurarse otras monturas. Viajaban con salvoconducto imperial. Tres de ellos, al menos, eran pretorianos. El cuarto tenía unos cabellos tan largos que no llegué a verle la cara.
Vespasiano se dio por enterado.
–¿Acaso ese cuarto individuo no sería un hombre de piel atezada y barba recortada?
–Creo que sí. ¿Sabes quién es?
–En cierta ocasión me crucé con él, un encuentro breve y desagradable en extremo. Se llama Hasdro. Si volviera a pasar por aquí, estoy seguro de que Antonia te quedaría muy agradecida si te deshicieses de él. Se las compuso para introducir un espía en su propia casa.
–Veré qué puedo hacer –contestó, mirándole con otros ojos: admiraba a los hombres que, por una buena razón, eran capaces de ordenar la muerte de un semejante.
Se puso en pie y dio una palmada. Apareció una esclava con un pergamino que entregó a su ama.
–Junto con la carta, me llegó esto –le dijo Trifena, tendiéndole el pergamino–. Te dejo para que lo leas a solas. Cuando hayas terminado, alguien te acompañará hasta la puerta. Que los dioses velen por ti, Vespasiano.
–Lo mismo te deseo.
Abandonó la estancia, dejando al muchacho con la carta en las manos, la primera que recibía en su vida. El corazón le latía con fuerza al romper el sello. Buscó la firma del remitente. Era de Caenis.
* * *
Un poco más tarde, Vespasiano salió del palacio como si anduviese por las nubes. La carta de Caenis colmaba todas sus expectativas, e incluso las superaba, de compararla con las cartas que, como respuesta a las suyas, se imaginara durante el largo y espantoso viaje en aquella carreta tirada por mulas cuando habían caído en manos de los ceneos.
A su vuelta, sus compañeros malinterpretaron el gesto de satisfacción que le iluminaba la cara.
–Parece que el chaval ha disfrutado con la visita a Trifena –comentó Peto, entre carcajadas–. Por su aspecto, me atrevería a decir que Venus no ha sido ajena al asunto.
Vespasiano se encogió de hombros y, sin decir palabra, montó en su caballo.
Cuando salían por las puertas de la ciudad, Magno se le acercó.
–¿Cómo ha ido? –le preguntó.
–Hasdro pasó por aquí hace tres días, con tres pretorianos.
–Eso explica la cara de bobalicón que se te ha quedado. Les tocas las pelotas un día, y ya te tienen echado el ojo.
–Muy gracioso.
–¡Y tanto! ¿Así que la reina es una mujer de buen ver?
–Desde luego. Me entregó también una carta de Caenis.
–Ahora sí que lo entiendo todo –dijo Magno, dedicándole una sonrisa a su amigo.
El joven no estaba de humor para conversar. Espoleó su caballo, y se alejó de él.
* * *
Hacía una mañana clara y fría. Desde las cumbres nevadas de los montes Hemo, más al norte, les llegaba una brisa fuerte que les llevó a embozarse en las capas que llevaban. Avanzaban a trote o a medio galope por aquel terreno empinado, mientras en forma de vapor flotaban en el aire los resoplidos de las monturas. Ante ellos, el extremo norte de los montes Ródope, donde Popeo tenía acorralados a los rebeldes.
–¿Tú crees que habrá batalla, Peto? –le preguntó Vespasiano.
Con unos ojos relucientes que refulgieron bajo los rayos de aquel sol cada vez más intenso, el prefecto de caballería esbozó una sonrisa.
–Hace un mes que Popeo trata de enfrentarse con ellos en campo abierto, pero no se mueven de donde están. Nuestros espías nos aseguran que se han formado tres facciones. Por un lado, quienes desean deponer las armas y poner su suerte en nuestras manos; por otro, los que quieren salir del fortín y plantarnos cara, no sin antes haber acabado con sus mujeres y sus hijos, y morir peleando, llevándose consigo al mayor número de enemigos posible; hay, por último, un grupo de fanáticos que son partidarios de acabar con las mujeres y los niños para, a continuación, quitarse la vida –les aclaró soltando una risotada, rápidamente jaleada por sus compañeros–. Ahora en serio. Popeo trata de que no elijan la última posibilidad que acabo de comentaros. No nos conviene hacer muchos mártires de un montón de fanáticos. En secreto, mantiene conversaciones con un tal Dinis, que encabeza la primera facción de la que os he hablado, con el propósito de hacer entrar en razón a los demás. La dificultad estriba en que no puede mostrarse clemente en exceso, porque ese gesto se interpretaría de forma equivocada. Habrá que crucificar a unos cuantos, cortarles las manos o sacarles los ojos porque, de lo contrario, cualquier motivo de descontento bastaría para que se alzasen contra nosotros con la idea de que si les saliera mal, siempre podrían volver ilesos a sus aldeas, donde los recibirían sus mujeres, que no habrían sufrido ningún atropello, y seguirían llevando la misma vida de antes hasta que se les presentase una nueva oportunidad.
–Entiendo –convino Corbulón–. Una situación difícil. ¿Cómo los está acorralando? ¿Los tiene realmente rodeados?
–Ha hecho cuanto ha podido. Hemos dispuesto unas cuatro millas de fosos y muros para asediarlos, pero su fortín está demasiado elevado y no hay forma de cercarlos por completo. Ha enviado patrullas de vigilancia con el objeto de impedir la llegada de víveres, aunque éstos acaban por llegarles al amparo de la noche. De agua andan escasos, sin embargo, porque sólo disponen de un manantial. Con todo, pueden resistir durante meses en esas condiciones y, cuanto más tiempo permanezcan en ese risco, más probable será que otras tribus se les unan, de forma que acabaremos por ser nosotros quienes nos veamos rodeados.
–¿Y por qué no asaltamos el fortín? –preguntó Vespasiano.
Peto rompió a reír a carcajadas, y el muchacho se puso colorado.
–No te lo tomes a mal, compañero –dijo Peto, intentando dejar de reírse y dándole una palmada en el brazo para que no se sintiera ofendido–. Eso es lo que van buscando esos cabrones. Se han pasado el invierno reforzando los muros y excavando toda suerte de fosos, trampas y espantosos ardides erizados de estacas afiladas. La última vez que salí de patrulla por esos parajes, poco faltó para que cayera en uno de ellos. Es un emplazamiento prácticamente inexpugnable. Sólo para llegar a las puertas del fortín, sacrificaríamos no menos de cuatro cohortes, y dos más si intentásemos derribarlas. Tras ellas, empinados barrancos. Incluso si consiguiéramos bajar por esas paredes, seríamos tan pocos los que quedáramos que, una vez en el fondo, nos liquidarían sin piedad. No nos queda otra, pues, que mantener nuestra posición, y confiar en que entren en razón y depongan las armas, o que luchen en campo abierto. O que comiencen a pelearse entre ellos, y sean ellos mismos quienes nos faciliten el trabajo.
–Al menos hemos llegado a tiempo –comentó Corbulón, aliviado: la idea de llegar demasiado tarde para entrar en acción no le había abandonado desde que partieran de Italia.
–Claro que sí; habéis llegado a tiempo, aunque quién sabe para qué.
Siempre ladera arriba, cabalgaron en silencio durante un buen rato sin darse un respiro, coronando cimas cada vez más altas. Tras un breve descanso al mediodía para tomar un poco de pan y jamón ahumado y dejar que los caballos se solazasen en pastos cada vez más raquíticos, pasaron junto a treinta o cuarenta manchones de tierra quemada.
–Aquí es donde les dimos para el pelo –exclamó Peto, con orgullo–. Ésas que veis son las marcas de las piras que levantaron. Acabamos con más de la mitad; nosotros sólo perdimos seiscientos hombres. Al principio, esos cabrones eran unos treinta mil y no dejaban de gritar, de vociferar, de enseñarnos el culo y blandir esas largas y temibles espadas que empuñan.
–Rhomphaiai –puntualizó Corbulón, sin venir a cuento.
–Eso es. Temibles armas, sí, señor. Con una de ellas le cortaron una pata al caballo que montaba y, de no haber sido porque el animal se desplomó sobre el bárbaro que la blandía, a mí me habría pasado lo mismo. Al verlo inmovilizado, me levanté como pude y me las compuse para dejarlo clavado en el sitio. Estaba furioso; aquel caballo era un regalo de los dioses –añadió Peto, al tiempo que acariciaba el pescuezo del animal en que cabalgaba, como si quisiera hacerle ver que no pretendía ofenderlo.
A medida que se adentraban en aquellos parajes, Vespasiano tropezaba con vestigios de un enfrentamiento reciente: flechas perdidas, yelmos abandonados, espadas, jabalinas y escudos destrozados. De vez en cuando, atisbaba un cadáver que no habían incinerado, casi descarnado por los lobos o las rapaces, en cuyas maltrechas extremidades todavía podían verse jirones de ropa en descomposición. A lo lejos, a ambos lados, incontables montones de color oscuro, semejantes a enormes toperas. A Peto no se le pasó por alto adónde miraba.
–Caballos –le dijo–. Estamos avanzando más o menos por lo que fue el centro del grueso de nuestro ejército; en ambos flancos las tropas a caballo libraban encarnizados combates. Como no hicimos tantos prisioneros como para encargarles que los quemasen, los dejamos donde estaban. Por ahí andará mi pobre animal, aquel caballo digno de los dioses –recordó mientras meneaba la cabeza con pesar y acariciaba de nuevo el pescuezo de su montura.
Dejaron atrás el campo de batalla y llegaron a un campamento abandonado.
–Éste fue nuestro primer campamento. Cuando partimos de aquí para dirigirnos a la posición que ahora ocupamos, se lo dejamos al rey Remetalces y a sus tropas de tracios leales. No sé por qué no les ordenamos que se volvieran a su territorio, porque aquí sólo se dedicaron al pillaje y a devastarlo todo. No sabían hacer otra cosa, esos cabrones.
–¿Que no sabían, dices? –se sorprendió Corbulón.
–Los rebeldes los tenían por enemigos, incluso más temibles que nosotros. Pocas noches después de la batalla, desencadenaron una pequeña ofensiva contra uno de los campamentos de nuestras tropas auxiliares. Como ya os imaginaréis, hicimos cuanto pudimos para repeler el ataque, sin caer en la cuenta de que se trataba de una maniobra de distracción. El grueso de las tropas rebeldes dio un rodeo y se abalanzó contra los tracios aliados que, borrachos como de costumbre, no pudieron hacer nada. Fue una auténtica escabechina. A casi todos los pasaron a cuchillo, más de diez mil hombres y sus familias. No hicieron prisioneros. En cualquier caso, aquella acción no afectó al curso de la guerra. A quien sobre todo querían matar era a Remetalces, pero en aquel momento éste estaba cenando con nuestro general, de modo que no le pasó nada. Aún sigue agazapado en nuestro campamento. Está tan asustado que no se siente con fuerzas para apartarse de nosotros y regresar a Filipópolis. Supongo que, tras haber perdido un ejército, su madre no estará precisamente encantada de volver a verlo.
* * *
Una hora antes del anochecer, llegaron al campamento de Popeo, asentado en la última planicie aprovechable antes de que los montes Ródope se irguiesen por encima de sus estribaciones. Vespasiano se quedó boquiabierto. Era enorme. Rodeado por un foso de seis pies de profundidad y protegido por muros de adobe y madera de diez pies de altura, ocupaba una extensión de no menos de una milla cuadrada. A lo largo del perímetro, cada cien pasos, unas torres de madera, de unos treinta pies de altura, albergaban catapultas dispuestas para arrojar flechas incendiarias o pedruscos redondeados a un cuarto de milla de distancia. Aquellas defensas daban cobijo a dos legiones, la Cuarta Escítica y la Quinta Macedónica, además de cinco alas de la caballería auxiliar, tres cohortes de la infantería auxiliar, diez destacamentos de arqueros ligeros, honderos y lanzadores de jabalinas, sin contar los esclavos que los atendían a todos. Cien pasos por delante del campamento, erizada de torres también, una línea defensiva de trincheras y parapetos de cuatro millas de longitud, levantada para cercar al enemigo, se curvaba y seguía ladera arriba hasta donde se alzaban unos escarpados riscos de granito que impedían llegar más allá. A unos cien pasos a ambos lados del campamento principal, se hallaban dos asentamientos más pequeños, más o menos de las mismas dimensiones que el que levantaran los hombres de la columna de Vespasiano la noche anterior a la batalla en que se habían visto envueltos a orillas del río.
–¿Para qué sirven esos campamentos, Peto? –preguntó.
–Acuérdate de lo que decía César, compañero. Erige campamentos pequeños al alcance de los proyectiles que puedan lanzarse desde el asentamiento principal y tus enemigos no te cercarán, so pena de verse atacados por la retaguardia. De todos modos, no cuentan con tantos hombres como para rodearnos. Ahí arriba no han de quedar sino doce o trece mil como mucho –contestó, señalando con el dedo hacia lo alto.
Todos volvieron los ojos hacia aquel punto. Unos mil pies por encima de donde estaban, Vespasiano reparó en el fortín de los tracios, rodeado por un sinfín de tiendas. Desde allí, parecía pequeño, pero supuso que, visto de cerca, si albergaba a tantos hombres, además de las mujeres y sus hijos, debía de ser realmente impresionante.
–Un hueso duro de roer –comentó Magno–. Entiendo que el general haya tomado la decisión de quedarse aquí a la espera de que se decidan a atacarnos.
–Ya. Pero ¿hasta cuándo? –replicó Corbulón–. Si las tribus que hemos dejado a nuestras espaldas se alzan en armas, nos veremos rodeados por una multitud capaz de poner sitio a los tres campamentos, y a cientos de millas de distancia de las legiones más cercanas, las que están asentadas en Iliria. Una situación realmente comprometida.
–Por supuesto, tienes toda la razón –asintió Peto–. Nos veríamos en un serio apuro.
* * *
Entraron en el campamento por la puerta principal, la Porta Praetoria. Peto respondió al saludo del centurión que estaba de guardia con un gesto amistoso.
–¿Cómo va la tarde, Aulo? Aquí traigo al tribuno Tito Flavio Vespasiano, al tribuno Corbulón y al centurión Fausto, a quien ya conoces, supongo.
Sin salir de su asombro, Aulo se los quedó mirando.
–¡Fausto, viejo tunante! Nos dijeron que habías caído en manos de los tracios y ya te dábamos por muerto. De hecho, pusimos dinero en memoria tuya e hicimos una colecta para enviar lo recaudado a tu familia en Ostia. Creo que haríamos bien en devolverlo.
Fausto esbozó una sonrisa burlona.
–Dame la lista de lo que puso cada uno, y así sabré quiénes son mis amigos de verdad.
–Ahora mismo. Son tan pocos que no tardo nada.
–¡Jodido cabrón!
–¡Calla, vieja puta portuaria!
–Nada como escuchar los parabienes entre dos viejos amigos –intervino Peto–, pero tenemos que ver al general. ¿Dónde está?
–En el praetorium. Me alegro de verte otra vez entre nosotros, Fausto.
Cuando echaron a andar, Vespasiano notó que, aparte del saludo de rigor, Aulo no había recibido con la misma cordialidad el regreso de Corbulón.
Dentro del campamento, el ajetreo propio de la milicia se desarrollaba a una escala que nunca antes se había imaginado: los hombres podían contarse por millares. En los cien pasos que separaban la puerta principal de las primeras de las dos mil tiendas que, más o menos, allí se alzaban, las centurias se ejercitaban al dictado de las voces y los gritos de los centuriones y optiones, que retumbaban por doquier. Cuadrillas de trabajo bregaban cubriendo viejas letrinas y excavaban otras nuevas. Patrullas de la infantería ligera que se aprestaban a realizar su cometido aquella noche se agolpaban para escuchar las órdenes que les impartían sus jefes. Finalizada la misión de vigilancia que se les había encomendado, los jinetes de unas turmae de caballería que acababan de regresar echaban pie a tierra, mientras unos esclavos esperaban para llevarse los animales y estregarlos como es debido.
Como quien no quiere la cosa, Vespasiano no perdía detalle de todo lo que le rodeaba. Continuaron adelante por la Via Praetoria, entre hileras sin cuento de papiliones, con capacidad para ocho hombres. A su derecha, las tiendas de la Cuarta Escítica; a su izquierda, las de los legionarios de la Quinta Macedónica. Delante de cada tienda, los esclavos que atendían al contubernium se afanaban en encender hogueras para la cena, y los grupos de legionarios que ya habían concluido sus tareas cotidianas estaban allí sentados abrillantando corazas, limpiando armas y pertrechos o jugando a los dados. Por todas partes, un clamor de voces de soldados que discutían o bromeaban. Si, por casualidad, surgía una disputa, los optiones la cortaban de raíz. Ocasión tuvo de observar cómo, con las manos atadas a la espalda, se llevaban a dos alborotadores, entre los abucheos de los soldados que los rodeaban.
A medida que se adentraban en el campamento, las tiendas eran cada vez más espaciosas, como correspondía al rango de sus ocupantes, los ayudantes del general y los tribunos. En la conjunción de la Via Praetoria con la Via Principalis, en el centro mismo del recinto, se alzaba el praetorium, una tienda cuadrada de cuero de color rojo, de quince pies de alto y cincuenta de superficie, con ornamentos negros y dorados: el cuartel general de Popeo.
Peto despidió a la turma que los había acompañado, se apeó y, seguido por Vespasiano y sus compañeros, se dirigió a los dos legionarios que custodiaban la entrada. Los centinelas los recibieron con el saludo militar.
–Peto, prefecto de la caballería, los tribunos Corbulón y Vespasiano y el centurión Fausto solicitan audiencia con el general –les dijo.
Uno de los soldados entró en la tienda.
–Supongo que no estás invitado a venir con nosotros –le susurró Vespasiano a Magno.
–Estupendo. Nunca me han gustado demasiado los generales. Me ocuparé de los caballos.
Poco después, el centinela regresó con un esclavo atildado.
–Bienvenidos, amos. Soy Crates, el secretario del general. Si tenéis la bondad de acompañarme, el general tendrá a bien recibiros dentro de un momento.
Los condujo por un corto pasillo de paredes de cuero, giró a la izquierda y cruzó una puerta que daba acceso a una antecámara de dimensiones reducidas y suelo de mármol, iluminada por una docena de lámparas de aceite. Alrededor de la estancia, unas cuantas sillas.
–Os ruego que toméis asiento.
Crates dio dos sonoras y rápidas palmadas; por otra entrada, aparecieron cuatro esclavos de rango inferior con unos cuencos de agua caliente y una toalla para que cada visitante se asease las manos y la cara. A continuación, aparecieron otros dos esclavos con unas copas, vino y agua. Una vez que estuvieron servidos, Crates los obsequió con una reverencia y abandonó la estancia, no sin antes decirles:
–Mi amo no tardará en recibiros.
Vespasiano tomó un sorbo de vino y se quedó mirando al suelo, procurando contener el impulso de tocarlo para comprobar si era de mármol auténtico.
–Todo el piso del praetorium es de mármol –le aclaró Corbulón–. A Popeo le gusta sentirse a sus anchas. Se trata de losas de cinco pies cuadrados que se asientan en una estructura de madera. Hacen falta cinco carros tirados por bueyes para llevarlo de un lado a otro, pero el general no daría un paso sin esas comodidades. Es de la opinión que ejercer sus altas responsabilidades sobre pieles o alfombras iría en menoscabo de su dignitas.
–Esto debe de costar una fortuna –replicó el joven.
–Yo no me preocuparía por eso. El general es asquerosamente rico. Nuevo rico, claro está –añadió Peto, más animado–. Minas de plata en Hispania. No sabe de esa clase de preocupaciones.
Habían tomado la mitad del vino cuando Crates se presentó de nuevo.
–Tened la bondad de seguirme.
Volvieron al pasillo por el que habían llegado y fueron hasta el final. Tras cruzar otra puerta, desembocaron en la estancia principal de la tienda, aunque parecía que hubiesen entrado en un palacio iluminado por un sinfín de lámparas de aceite. En lugar de los mástiles habituales, la cubierta se apoyaba en columnas de mármol que reposaban sobre basamentos esmeradamente trabajados. Tapices preciosos y frescos montados sobre tableros adornaban las paredes. Por todas partes, podían verse delicados muebles procedentes de todos los rincones del imperio y de allende las fronteras, oportunamente distribuidos en zonas diferenciadas con el objeto de dejar despejado el centro de la estancia. A la izquierda, se hallaba una mesa de comedor baja rodeada de tres enormes y espléndidos divanes; al otro lado, en el rincón de la derecha, un oscuro escritorio de madera maciza atestado de rollos de pergamino.
Crates los dejó en el centro del aposento; con discreción, fue a sentarse tras un escritorio pequeño, situado a la izquierda del de su amo, y comenzó a afilar un punzón.
Se abrió una puerta en el extremo más alejado de la estancia y apareció Gayo Popeo Sabino. Vespasiano tuvo que contenerse para no soltar una inconveniencia mientras, en posición de firmes y con el yelmo en el brazo izquierdo, saludaba militarmente: Popeo no medía más de cinco pies y, aunque canoso y entrado en la cincuentena, parecía un niño ataviado con uniforme de general. Por eso mostraba tanto empeño en exhibir oropeles que ensalzaran su dignitas.
–Buenas noches, amigos. ¡Qué grata sorpresa! Por supuesto, no me refiero a ti, Peto. Tú sólo me sorprenderás el día que sepas dominar tu necia verborrea.
–Como tengas a bien, general –contestó Peto, que ni siquiera se inmutó tras escuchar tal insulto. Vespasiano se preguntó si Crates habría tomado nota del comentario.
–Acercaos, os lo ruego –continuó Popeo, sentándose tras el escritorio.
Dieron un paso adelante y se pusieron en hilera delante del diminuto general. No les indicó que tomasen asiento. Dado que siempre tenía que mirar a los demás desde abajo, estaba claro que prefería hacerlo desde la posición de superioridad que le confería aquel enorme escritorio.
–Adelante, prefecto, y procura ser breve.
–Ayer salimos de patrulla hasta Filipópolis: sin novedad. Hoy, hicimos el camino de vuelta, sin otra novedad que la de encontrarnos con cuatro de los nuestros a los que dábamos por muertos –expuso Peto, a medio camino entre la insolencia burlona y la concisión militar.
Popeo frunció el ceño. Estaba claro que no podía ni ver a aquel patricio joven y desenvuelto, del mismo modo que Peto daba a entender que era algo que le traía sin cuidado. De sobra sabía que, al proceder de un linaje tan antiguo como el de la familia Junia, un nuevo rico como Popeo jamás se atrevería a encararse con él.
–Enterado, prefecto –dijo el general, con todo el aplomo que pudo reunir–. Puedes retirarte.
–¡Como ordenes, general! –contestó Peto, imitando lo mejor que supo el vozarrón de un centurión; dio media vuelta y salió de la estancia a toda prisa.
Popeo se irritó, pero supo recomponerse y, tras observar con detenimiento a Corbulón y Fausto, sus negros ojos penetrantes fueron a fijarse en Vespasiano.
–Adelante, tribuno. Habla.
–Se presenta el tribuno angusticlavius Tito Flavio Vespasiano, que se dispone a incorporarse a la Legión Cuarta Escítica.
–Así que tú eres el joven recomendado de Marco Asinio Agripa. Envió una carta muy elocuente al legado Pomponio Labeón. ¿Por qué crees que se habrá tomado tantas molestias para que te incorpores a su estado mayor?
–Quiero servir donde haya oportunidad de pelear, no quiero verme relegado a la rutina de vigilar fronteras.
–Un joven inquieto, por lo que veo. Por tu acento, deduzco que vienes del campo. Bueno, tendrás ocasión de desfogarte, pero todavía no has respondido a mi pregunta. ¿A qué se debe tanto interés por parte de Asinio? ¿Qué relación te une con él?
–Mi tío, Cayo Vespasio Polión, es cliente suyo –mintió Vespasiano, recurriendo a lo que le pareció una explicación convincente del interés que Asinio se había tomado por él.
Popeo se lo quedó mirando fijamente durante un momento hasta que, al cabo de un instante, hizo un gesto de asentimiento que daba a entender que estaba satisfecho con la explicación que acababa de escuchar.
–Muy bien. Me alegra que te unas a nosotros, tribuno. Una vez que te hayas retirado, preséntate a Pomponio Labeón. Lo encontrarás en el cuartel general, los principia, de la Cuarta Escítica. Él te dirá cuáles serán tus obligaciones que, al inicio, por fuerza habrán de ser mínimas. No olvides que estás aquí para aprender.
–No lo olvidaré –respondió Vespasiano, al tiempo que saludaba marcialmente.
Fue el turno de Fausto.
–Centurión, me alegra verte por aquí. Sin ánimo de menospreciar a quien ahora ocupa tu cargo, estoy seguro de que tanto Pomponio como los hombres y oficiales de la Cuarta Escítica estarán encantados de contar de nuevo con su primipilo.
–Gracias, general –gritó Fausto, en posición de firmes.
Popeo entonces se dirigió a Corbulón.
–Tribuno, me gustaría saber cómo habéis logrado salir con vida. El tribuno Galo me aseguró que te habían hecho prisionero. Adelante, cuéntamelo todo, te lo ruego.
Corbulón comenzó a relatar sus peripecias desde el momento en que se despidió del cuartel general de Popeo en Mesia camino de Génova, seis meses atrás. Hizo un escueto resumen, reseñando sólo los hechos más notables. No olvidó mencionar, sin embargo, que Vespasiano se había incorporado más tarde, lo que hizo que Popeo alzase una ceja y dirigiese una mirada interrogativa al joven. Alabó sin reservas el arrojo del muchacho durante la refriega a orillas del río, y refirió cómo el amuleto de Caenis les había salvado la vida, aunque nada dijo acerca de que la muchacha fuera esclava de Antonia. Tampoco dijo nada del cofre repleto de denarios.
Al cabo de casi media hora, daba por concluido su informe.
Popeo guardó silencio durante unos minutos mientras recapacitaba sobre lo que acababa de escuchar y finalmente, para sorpresa de Vespasiano, les dijo que podían retirarse sin hacerles ninguna pregunta sobre la rebelión de los ceneos. Ya se disponían a irse, cuando Corbulón intervino:
–General, me gustaría mantener una conversación privada contigo, completamente a solas.
–Entiendo –contestó Popeo, pensándoselo mucho–. Lo que me pides va en contra de lo establecido, tribuno.
–Sólo tú debes oír lo que tengo que decirte.
–Muy bien. Puedes retirarte, Crates.
El esclavo depositó el punzón en el escritorio y acompañó a Vespasiano y Fausto a la salida.
Cuando salieron de la tienda, ya se había hecho de noche. No vieron a Magno por ningún lado.
–Vamos a presentarnos a Pomponio, tribuno –le insistió el centurión–. El cuartel general de la Cuarta Escítica estará por aquí.
* * *
Una hora después, tras una larga espera y una atropellada conversación con Pomponio, que, medio borracho, le reservó un trato displicente por demás, Fausto acompañó a Vespasiano hasta las tiendas de los tribunos de la Cuarta Escítica. Allí estaba Magno, quien, tras haberse apropiado una tienda, estaba atareado con los preparativos de la cena.
–He encontrado un poco de cerdo fresco, lentejas, cebollas y también esto –dijo arrojándole un odre de vino; Vespasiano se sentó junto al fuego y se sirvió un buen vaso–. ¿Qué tal os fue con el general? –le preguntó, mientras echaba los trozos de cerdo en el aceite de oliva caliente que había en el cazo, sin dejar de dar vueltas a la carne que chisporroteaba.
–Escuchó el informe de Corbulón, y nos dijo que podíamos retirarnos. No mostró ningún interés por la revuelta de los ceneos.
–A lo mejor Galo ya le había puesto al corriente de lo que necesitaba saber.
–Es posible, aunque yo, en su lugar, hubiera preferido estar al tanto de todo.
–Pero tú no eres Popeo, y el asunto que el general ha de resolver lo tiene aquí mismo, no entre los ceneos, a unas cuantas millas de distancia.
Antes de que pudiera decir nada, se les unió Corbulón.
–Tengo que hablar contigo, Vespasiano.
–Siéntate, y toma un poco de vino.
–A solas.
–Magno es de confianza, está al tanto de todo. Corbulón se quedó mirando al púgil retirado y, al recordar cómo había despachado a los guardianes tracios, consiguió sobreponerse a sus prejuicios patricios. Se sentó, pues, en un taburete, y aceptó el vaso de vino que Vespasiano le ofrecía.
–Le he contado a Popeo lo de los denarios que tienen los tracios y cómo han llegado a sus manos –dijo en voz baja, como si alguien pudiera oír lo que decía en medio del alboroto que armaban veinte mil soldados cenando–. Le he explicado que sólo los vi yo, que vosotros estabais fuera de la tienda y que no os dije nada al salir.
–Creo que has hecho lo correcto, amo –comentó Magno, mientras echaba las cebollas al cazo.
Poco acostumbrado a que alguien de tan baja extracción social interviniese en las conversaciones que mantenía, Corbulón frunció el ceño.
–Me pareció lo más acertado. Popeo me insistió mucho sobre el particular, aunque supongo que al final me creyó porque le había pedido hablar a solas con él. Además, ¿por qué habría de mentirle?
–En ese caso, ¿por qué lo hiciste? –quiso saber Vespasiano.
–Había empezado a contarle lo del cofre, cuando apareció un esclavo que venía del dormitorio, situado en la parte de atrás de la tienda. Popeo le ordenó a voces que se fuera de allí, y el esclavo salió a todo correr por la puerta delantera. Cuando abandonó la estancia, acerté a ver a Crates y a otro hombre al otro lado. A hurtadillas, escuchaban nuestra conversación. Entonces caí en la cuenta de quién era el otro hombre. Recordé la descripción que nos había hecho Coronus del cuarto romano que había ido con el arcón: fornido, piel atezada, cabellos largos y negros y barba recortada. Tenía que ser el mismo. Es Hasdro, el liberto de Sejano.
Vespasiano lanzó una mirada de entendimiento a Magno, que se dio por enterado y comenzó a añadir agua al guiso.
–Continúa –le pidió a Corbulón.
–Si el liberto de Sejano fue quien llevó el dinero a los ceneos para que acabasen con los refuerzos que esperaba Popeo, ¿dónde anda ahora? ¿Por qué Crates permitía que escuchase lo que yo tenía que decirle al general?
–¿Así que piensas que Crates está compinchado con Hasdro? –apuntó Vespasiano.
–Puede ser. Desde luego Hasdro parece disponer de dinero suficiente como para comprar la lealtad de un esclavo. Si tal es el caso, Popeo y yo corremos un grave peligro de que nos asesinen por lo que sabemos. Al darme cuenta de que Crates y Hasdro habían escuchado lo que decía, pensé que lo mejor que podía hacer para cubrirme las espaldas, y las tuyas de paso, era no decir nada sobre la participación de Sejano en el asunto, afirmar que no sabía quién había entregado el dinero a los ceneos y que nadie había llegado a verlo –concluyó Corbulón apurando el vaso.
–Tuviste una muy buena idea, Corbulón –comentó Vespasiano, acercándole el odre de vino.
–¿Qué dijo Popeo cuando le hablaste del cofre? –preguntó Magno, mientras echaba las lentejas y un poco de apio silvestre al cazo.
Corbulón tomó un sorbo de vino, y se quedó pensativo un momento.
–Me hizo jurar que no le diría nada a nadie. Quiere mantenerlo en secreto a toda costa, mientras él indaga por su lado, aunque, si Crates tiene algo que ver en el asunto, bien poco podrá sacar en limpio –se echó un buen trago de vino y meneó la cabeza–. ¡Será hijo de puta ese griego! –se lamentó con rabia–. Estoy seguro de que está compinchado con Hasdro y con Sejano, y que hará cuanto esté en su mano para que nadie se entere de que habían planeado acabar con nosotros.