CAPÍTULO XXV

 

 

 

Las órdenes que, a la mañana siguiente, Pomponio impartió a los mandos de la Cuarta Escítica fueron realmente escuetas. Vespasiano debía salir de patrulla con Peto más allá del círculo de trincheras y empalizadas que rodeaba al enemigo.

–No me acabo de creer que haya sido capaz de recordar siquiera que estabas entre nosotros –comentó Peto con una sonrisa cuando, a lomos de sus monturas, salían del campamento por la Porta Principalis, al frente de dos turmae de las tropas auxiliares ilirias–. Anoche debiste de causarle una buena impresión a ese necio y viejo beodo.

–Si apenas se fijó en mí –respondió Vespasiano, aunque eso era lo de menos: estaba encantado de alejarse de los olores y el bullicio del campamento.

Cabalgaron unos cuantos centenares de pasos hasta llegar a la puerta principal de aquel campamento tan grande que medía cuatro millas de longitud. Al igual que hiciera el día anterior, Peto saludó con un gesto amistoso al centurión que estaba de guardia y le mostró las órdenes que llevaba. Les abrieron las puertas de par en par y dejaron atrás el recinto.

–No sé en qué estaría pensando Pomponio al mandarnos aquí –comentó el prefecto espoleando su caballo a medida que el terreno se hacía más escarpado–. Estos parajes tan empinados y con tantas peñas no son adecuados para la caballería. No obstante, he de reconocer que, gracias a misiones de vigilancia como ésta, hay menos peleas entre los nuestros y los caballos hacen un poco de ejercicio. Pasaremos cerca del fortín de los tracios. Impresiona, ya lo verás; merece la pena.

Siguieron ladera arriba durante algo más de una hora. El fortín parecía agrandarse por momentos hasta que pudieron verlo con toda claridad. Las murallas parduzcas que, de lejos, a Vespasiano le habían parecido de madera en realidad eran de piedra y estaban construidas con peñas arrancadas de la montaña en la que se asentaba. El muchacho se quedó asombrado de verlas.

–En el caos que siguió a la muerte de Alejandro, Lisímaco, uno de los generales del macedonio, se apoderó de Tracia y se proclamó rey de este territorio. Él fue quien levantó este fortín hace tres siglos para defender la frontera norte de su reino de las incursiones de otras tribus más belicosas asentadas al norte de la región, al otro lado de los montes Hemo, que solían dejarse caer por el desfiladero de Susi y se dedicaban al pillaje en el valle del Hebro. El fortín dio al traste con tales incursiones. Nada podían contra sus defensas inexpugnables ni tampoco podían ignorarlo y seguir avanzando sin correr el riesgo de que sus ocupantes les cortasen la retirada.

–¿Cómo no se le ocurriría hacerse fuerte en el propio desfiladero y cerrarles el paso? –planteó Vespasiano.

–Demasiado elevado: no es fácil llevar víveres hasta allí. Mientras así hablaban, en el fortín, a poco más de una milla de donde estaban, se produjo un alboroto que les llamó la atención. Las puertas se abrieron de par en par y comenzó a salir gente.

–¡Qué raro! –observó Peto–. Si estuvieran planeando un ataque, habrían enviado a la caballería por delante y nosotros estaríamos cabalgando como locos hacia nuestras defensas. Pero sólo veo gente a pie.

Vespasiano clavó la mirada en la multitud, cada vez más numerosa, que dejaba atrás las puertas.

–Creo que también van mujeres y niños con ellos.

–Cierto. Parece que se disponen a entregarse. Hay que avisar al general de inmediato –se volvió y dio una orden tajante en griego; a galope tendido, cuatro de los soldados partieron montaña abajo.

Los más rezagados salieron del fortín; tras ellos, las puertas volvieron a cerrarse. Encabezados por dos hombres a lomos de un par de mulas, tres mil personas cuando menos se dirigían hacia donde ellos estaban. El más alto de los dos, un anciano de pelo blanco cortado al rape y larga barba blanca, portaba una rama de olivo como símbolo de la intención que los animaba. A su lado, un hombre al que Vespasiano reconoció de inmediato.

–Por Júpiter, ¿qué pinta ése aquí?

–Nada en particular. ¡Qué cosas tienes! Es Rotisis, uno de los sacerdotes de los tracios. ¿Acaso lo conoces?

–Tuve ocasión de presenciar uno de sus rituales. Disfruta sacrificando romanos.

–No me cabe ninguna duda tratándose de ese jodido cabrón. Se presentó aquí hará cosa de una semana y, desde entonces, Popeo se sirve de él como correveidile para negociar su rendición. Por lo que tengo entendido, algo ha conseguido.

El anciano se detuvo a diez pasos de los romanos y alzó la rama de olivo por encima de la cabeza.

–Soy Dinis, jefe de los díos –dijo a voces para que lo oyera la mayoría de los suyos–. Vengo en compañía de aquellos de mi pueblo que han tomado la decisión de seguirme.

Hemos decidido entregarnos confiando en la benevolencia de Roma.

–Sé bienvenido, Dinis –contestó Peto, también a voces–. Os escoltaremos hasta el campamento.

 

 

* * *

 

 

Un par de horas tardó en llegar a la puerta de las fortificaciones la lenta comitiva tracia formada por guerreros, mujeres y niños, viejos y jóvenes, sanos y enfermos. Advertido de su llegada, Popeo había ordenado que en la explanada que quedaba entre las defensas y el campamento principal formasen cinco cohortes de las dos legiones, la Cuarta Escítica y la Quinta Macedónica, impresionante demostración de fuerza pensada tanto para intimidar a quienes venían dispuestos a entregarse como a aquellos que hubieran pensado en poner tierra por medio una vez que se encontrasen al otro lado del muro.

Abrieron las puertas, y Peto, con Vespasiano al lado, traspasó el umbral al frente de los jinetes que estaban a sus órdenes y se detuvo delante de Popeo. A la cabeza de los suyos, el diminuto general, montado en un caballo blanquísimo, lucía todos los oropeles que convenían a su rango, a saber, una espléndida coraza de plata reluciente, un largo manto de lana de color rojo oscuro que cubría la grupa de su montura, unas grebas de bronce y un yelmo del mismo metal con incrustaciones de plata en las carrilleras, y un ostentoso penacho de plumas de avestruz teñidas de rojo como remate. Por detrás, ataviado con una armadura no menos aparatosa, iba un joven amanerado de unos veinte años, con una diadema de oro, a lomos de otro caballo tan blanco como el primero.

Peto saludó.

–General, se presenta Dinis, jefe de los díos, que se declara dispuesto a entregarse a Roma.

–Entendido, prefecto. Llévate de aquí a tus hombres y que formen en el flanco derecho. Quitaos de en medio.

Peto hizo caso omiso de respuesta tan desabrida, y se dirigió a la posición que le habían ordenado.

Los tracios comenzaron a desfilar lentamente por la puerta, desplegándose a derecha e izquierda. Algunos, atemorizados ante semejante poderío, se hincaban de rodillas e imploraban piedad; ceñudos, los más curtidos, aguardaban en silencio la suerte que el destino les tuviese reservada. Cuando todos hubieron cruzado al otro lado del muro defensivo, cerraron las puertas. Junto con Rotisis, Dinis se acercó andando a Popeo y le tendió la rama de olivo, que el general rehusó.

–Pueblo de los díos –gritó el romano con una voz estridente que retumbó por la explanada, mientras, en un tono no menos desagradable, Rotisis traducía lo que decía a la lengua de los tracios–, vuestro jefe me asegura que estáis dispuestos a rendiros, un gesto que no puedo aceptar sin exponer mis condiciones. Os habéis levantado en armas contra vuestro rey, Remetalces, vasallo de Roma –dijo, mientras señalaba al joven que estaba a sus espaldas–. Muchos han sido los romanos y soldados tracios leales que por ello han perdido la vida, un hecho que no puedo pasar por alto –un lamento contenido surgió de la multitud–. Bastaría una orden mía para que los soldados cumplieran su cometido y os mataran. Pero Roma es generosa, y ni siquiera reclama vuestras vidas. Lo único que Roma os pide es que elijáis a doscientos de los vuestros: a cien les cortaremos las manos; al resto, les sacaremos los ojos. Si satisfacéis esta petición, tendré a bien aceptar la rama de olivo. Disponéis de media hora para tomar una decisión, antes de que dé la orden de que acaben con todos vosotros.

Un sentido grito de dolor brotó de la muchedumbre allí congregada. Popeo les dio la espalda para hacerles ver que ésa era su última palabra.

Dinis inclinó la cabeza, volvió al lado de los suyos y comenzó a hablarles en su lengua. Mientras tanto, por orden de Aulo, aparecieron unos legionarios con cinco braseros encendidos y cinco tajos de madera; los dejaron en el suelo, a la vista de los tracios.

Desde la posición en que se encontraba, en el flanco derecho, Vespasiano observaba todo lo que pasaba a la luz declinante de aquella postrera hora de la tarde. Unos treinta ancianos y quince mujeres, de edad también más o menos avanzada, dieron un paso adelante. Con los ojos vendados, Dinis caminaba entre la multitud tocando al azar a los suyos con la rama de olivo. La mayoría de los así elegidos no dudó en sumarse a los voluntarios que aguardaban; otros, en cambio, comenzaron a proferir alaridos y hubieron de llevarlos a rastras a sufrir la suerte que el destino les había deparado. Tan sólo los niños se libraron del sorteo. Por fin, delante de tajos y braseros, se formaron dos grupos de víctimas elegidas.

Dinis dio un paso adelante y se unió a los suyos. Desde allí, gritó a Popeo:

–Esto es lo que nos has exigido, general. Permite que dé ejemplo a los míos y sea el primero en recibir el castigo. Quédate con mis ojos.

–Como quieras –contestó Popeo, mirando a Aulo–. Centurión, cumple tu cometido.

Aulo dio una orden, y dos legionarios le sujetaron con fuerza los brazos a la espalda, mientras un tercero sacaba un badil al rojo vivo de uno de los braseros y se acercaba al anciano jefe. Dinis se arqueó, pero no abrió la boca. Con las cuencas ennegrecidas y aún humeantes, caminando con la cabeza alta, se lo llevaron a un lado. Los suyos guardaban silencio.

A empujones, otros cinco tracios echaron a andar hasta situarse enfrente de los tajos. Unos legionarios les ataron las muñecas y les obligaron a extender los brazos hasta las pulidas superficies de madera aferrándose, con las manos, a las aristas de los tajos. Otros soldados los sujetaron por los hombros, obligándoles a permanecer erguidos. Los cinco revoltosos miraron para otro lado, mientras otros tantos legionarios desenvainaban sus espadas y les cercenaban los brazos a la altura de las muñecas. Entre aullidos de dolor, los cinco cayeron al suelo de espaldas; no paraba de perder sangre por los muñones; las manos seguían aferradas a los tajos. Las mujeres que estaban entre la multitud comenzaron a chillar, lamentándose a gritos.

Les aplicaron de inmediato unas antorchas encendidas embadurnadas de pez sobre las heridas, y se llevaron a los cinco hombres a un lado.

Los gritos y los chillidos aumentaron cuando cinco ancianos de ambos sexos fueron conducidos hasta los braseros. Impasible y en silencio, Vespasiano contempló el centelleo de los badiles al rojo vivo. Otros cinco tracios se acercaban a los tajos cuando, a sus espaldas, por encima de tanto lamento distinguió la voz de Magno.

–Amo, tienes que venir enseguida –le dijo mientras guiaba su caballo hasta ponerse a su altura.

–¿Qué ocurre? –le preguntó, encantado de poder apartar la vista del macabro espectáculo.

Magno se arrimó aún más y, en voz baja, le dijo:

–Asinio acaba de llegar al campamento. Quiere que vayas a verlo de inmediato.

Incrédulo, el joven miró a su amigo.

–¿Cómo que Asinio está aquí? ¿Cómo ha venido?

–A caballo, como es natural. ¿Piensas acercarte o no?

–Pues claro –contestó, antes de volverse a Peto para decirle–: Con tu permiso, tengo un asunto urgente que atender.

–Faltaría más, querido compañero. Ojalá pudiera ir contigo. Las mutilaciones es lo que menos me gusta de los espectáculos de nuestro circo. Normalmente aprovecho para estirar las piernas hasta que da comienzo algo más de mi agrado, como la caza de animales salvajes. Eso me encanta. Ve, pues –lo despidió Peto.

 

 

* * *

 

 

El sol ya se había ocultado tras las cumbres de los montes Ródope, dejando el campamento sumido en sombras; sus rayos mortecinos teñían en tonos ambarinos y dorados las nubes bajas que se arremolinaban en el cielo.

Magno condujo a Vespasiano hasta una tienda enorme que se alzaba al lado del praetorium, siempre dispuesta para acoger a los visitantes ilustres. Custodiaban la entrada dos de los once lictores que habían escoltado al procónsul Asinio hasta la provincia. Vespasiano y Magno fueron recibidos al instante.

Asinio estaba sentado en un diván buscando alivio para sus pies en un barreño de agua templada y con una copa de vino en la mano. Un par de esclavos, todavía cubiertos del polvo del camino, trajinaban a sus espaldas con toallas de hilo y ánforas de agua caliente.

–Vespasiano, tenemos que hablar a solas –dijo, despidiendo a los esclavos; Magno, dándose por aludido, salió con ellos. Asinio le indicó al muchacho que tomase asiento en un taburete plegable que estaba colocado frente a él–. Te habrá sorprendido, sin duda, verme por aquí.

–Una agradable sorpresa, en cualquier caso. Tengo muchas cosas que contarte.

–Todo a su tiempo. Antes, deja que te explique qué me ha obligado a venir hasta este perdido rincón del imperio –apuró la copa, y recurrió a una jarra que reposaba en una mesa baja a su lado para llenarla de nuevo–. El ampuloso informe que Popeo envió a Roma sobre cómo había sojuzgado a las tribus rebeldes bastó para que el senado decretase otorgarle las insignias del triunfo, decisión un tanto precipitada a mi juicio dado que sólo hoy, según tengo entendido, está aceptando la rendición de una exigua facción de esos rebeldes que siguen desafiando a Roma enrocados en su fortín. Pero no hay vuelta atrás. El emperador no ocultó su satisfacción por la concesión de tales honores y reclamó la presencia de Popeo en Roma de inmediato para la celebración. Creo que Tiberio arde en deseos, como siempre por otro lado, de apartar a un general victorioso de su ejército y hacerle volver a Roma para no perderlo de vista. Pomponio Labeón asumirá el mando. Como yo estaba a punto de partir de Roma para hacerme cargo de la provincia de Bitinia (hubiera preferido Siria, pero esa bicoca fue a parar a manos de un amigo de Sejano, como bien te puedes imaginar), el senado me encargó que diera un pequeño rodeo y fuera yo, en persona, quien se lo notificase al excelso general. Al parecer, los senadores pensaron que no sólo se sentiría halagado si era un ex cónsul quien le daba tan grata noticia, sino que aceptaría de mejor grado su traslado a Roma –Asino tomó otro trago de vino; al ver que su acompañante no bebía nada, le hizo un gesto para que se sirviese–. En otras circunstancias –continuó–, habría buscado la forma de zafarme de un cometido tan poco agradable, pero mira por dónde tu hermano Sabino me informó de algo que me llamó poderosamente la atención. Al parecer, hace aproximadamente dos meses, unos hombres que exhibían una orden del emperador se llevaron de la ceca tres cofres con cincuenta mil denarios. Según la autorización que llevaban, se trataba de dinero destinado a pagar la soldada de las legiones estacionadas en Tracia. Hasta ahí, nada fuera de lo normal. Sin embargo, al repasar los libros de cuentas, Sabino se percató de que era el segundo pago que se hacía por ese importe para el mismo número de meses. Extrañado, comprobó la cantidad de denarios acuñados aquel mes y la comparó con las reservas de plata que se guardaban en las arcas públicas. Por lo visto, tu hermano tiene buen ojo para los libros de cuentas. Bien orgulloso puede estar quien le haya enseñado.

Vespasiano sonrió al pensar en las largas horas que había pasado tratando de que su hermano, a pesar de sus reticencias, aprendiese los rudimentos del cálculo contable. A lo que parecía, sus esfuerzos no habían caído en saco roto.

–¿Te parece divertido?

–Ten a bien disculparme, Asinio. Continúa, te lo ruego.

–Cuando Sabino repasó las reservas de plata, descubrió que había cincuenta mil denarios de más, pero que las cuentas del tesoro cuadraban, de manera que no había forma de demostrar que aquellos cofres hubieran salido de la ceca. En pocas palabras, era como si el dinero se hubiera esfumado, un plan perfecto para financiar en secreto una rebelión. Fue entonces cuando pensé que, si venía a transmitirle a Popeo el encargo que me había encomendado el senado, tendría la oportunidad de seguir la pista de esos cofres que, al parecer, nunca existieron –hizo una pausa y volvió a llenar la copa.

–Alguien habrá repuesto la plata que faltase –aventuró

Vespasiano.

–Exacto. Pero ¿quién dispone de tal cantidad de plata? Sejano no es tan rico como para permitirse semejante dispendio.

El joven se quedó pensativo.

–¡Ya lo tengo! ¡Popeo! –dijo casi alzando la voz–. Peto me contó que la familia de Popeo se había enriquecido gracias a las minas de plata que poseen en Hispania. Habrá echado mano de sus propios recursos para acuñar esa cantidad de dinero.

–¿Me estás diciendo que Popeo es un hombre de Sejano? –exclamó Asinio, incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír.

Vespasiano le contó entonces todo lo que había pasado desde que Magno y él llegaran a Tracia, sin omitir lo que la reina Trifena y Corbulón le habían contado.

–¿Cómo he podido ser tan estúpido? –musitó Asinio, cuando Vespasiano hubo concluido su relato–. Todo encaja. Sejano y Popeo se han puesto de acuerdo para crear una situación de crisis en la que sea imposible demostrar que ambos están detrás. Popeo jurará que, mirando sólo por los intereses del imperio, envió oficiales de reclutamiento a Tracia porque necesitaba más hombres para defender la frontera norte de Mesia. No hay ninguna prueba escrita ni material que los relacione con el dinero utilizado para incitar a los jefes tracios a la rebelión, puesto que nadie ha sacado esa suma de las arcas del tesoro. Popeo ha actuado con rapidez para sofocar la rebelión, mientras los agentes de Sejano, por su lado, animaban a otras tribus a sublevarse, poniendo en peligro nuestro acceso por tierra a las provincias orientales. Popeo sale de este asunto convertido en un héroe, y Sejano consigue lo que quiere, más tiempo para seguir con sus manejos en Roma. ¿A qué precio? La plata extraída de las montañas de Hispania. Un plan ingenioso, desde luego.

–Pero ¿por qué se tomaron la molestia de acuñar toda esa plata? ¿Por qué no se sirvieron de la plata en bruto?

–No lo sé. Quizá pensaran que sería más difícil saber de dónde procedían las monedas que averiguar el origen de los lingotes de plata. Al fin y al cabo, son pocas las familias que poseen minas de ese metal.

Desde fuera les llegó el alboroto de las tropas que, de vuelta en el campamento, rompían filas.

–Sé de una persona que podría probar que ambos tienen algo que ver con el dinero.

–Lo sé. Rotisis, el sacerdote. Pero ¿cómo daríamos con él? Aun en el improbable caso de que lo encontrásemos, habría que llevarlo a Roma para que declarase ante el senado, y siempre sería la palabra de un bárbaro contra el testimonio de un prefecto de la guardia pretoriana y de un gobernador.

–Y si te dijera que está aquí.

–¿Quién, Rotisis? No puede ser.

–Ha actuado como intermediario entre Popeo y los rebeldes.

Asinio rió con ganas.

–Las argucias de ese sacerdote no conocen límites. Primero anima a los suyos a alzarse en armas y, luego, los convence para que se entreguen. ¿Qué gana con esos tejemanejes?

–Yo tampoco lo entiendo.

–Creo que deberíamos tener una conversación con ese repugnante mierdecilla. Quizá nos diga dónde han ido a parar los otros cofres. Estoy seguro de que, entre Magno y tú, os las arreglaréis para traérmelo sin armar mucho revuelo. Mientras, voy a informar a Popeo de mi llegada y a ver de qué pie cojea. Según cómo me reciba, a solas o de forma protocolaria, nos aclarará hasta qué punto se siente seguro.

 

 

* * *

 

 

A pesar del ruidoso tumulto de las cohortes que volvían a sus tiendas, Vespasiano se encontró con que Magno lo esperaba fuera. Las llamas temblorosas de las antorchas que habían encendido a lo largo de la Via Principalis y la Via Praetoria se reflejaban en los repulidos yelmos y las corazas de hierro que llevaban los legionarios. Tras haber visto cómo se rendía la cuarta parte de sus enemigos, los hombres tenían la moral por las nubes. Caso de que tuviera lugar, la batalla que les quedaba por librar no habría de ser tan ardua.

–Así que Asinio quiere que le traigamos a Rotisis para sacarle el buche –concluyó Vespasiano, tras haberle puesto al tanto de la conversación que acababa de mantener.

–Será un placer –respondió Magno con una sonrisa torva–. Confío en que pueda cortarle el cuello después.

–¿Quién ha dicho nada de que haya que matarlo? Puede sernos de utilidad.

–Creo que sería lo más sensato, ¿no te parece? Si Asinio lo deja salir con vida de ésta, irá a Popeo con el cuento de que el gobernador está al corriente del asunto de los cofres y, si quiere salvar el pellejo, el general tendrá que liquidar a Asinio.

–Tienes razón. No estaría de más. Pero, primero, habrá que dar con él.

–Nada más fácil. He visto que volvía al campamento con Popeo. Ambos están en el praetorium en este momento. En cuanto a lo de atraparlo, eso es otro cantar. Parece que se ha traído una escolta formada por cuatro de los tracios que se han entregado hoy. Necesitaríamos a alguien que nos echase una mano.

–¿En quién podríamos confiar?

–Puede que en Corbulón, pero es posible que piense que le sale más a cuenta estar a bien con Popeo que jugarse el cuello por Asinio. En cuanto a Galo, no sabría decirte. Así que sólo nos queda Fausto. Estoy seguro de que, si le dices que nada le habría gustado tanto al general como que acabasen con su vida, se unirá a nosotros y traerá a algunos hombres de su confianza.

–Esperemos que tengas razón. Por si acaso, quédate aquí, y no pierdas de vista al sacerdote.

 

 

* * *

 

 

Poco después, Vespasiano volvió donde estaba Magno. Con él, iban Fausto y dos legionarios de aspecto siniestro que pertenecían a la primera cohorte.

–Todavía no ha salido, amo –le susurró Magno–. ¿Cómo estás, Fausto? ¿Dispuesto a saciar un poquito esa sed de venganza?

–¡Jodido cabrón! ¡Necrófilo de mierda! ¡Será mamón!

–Desde que Vespasiano le hubiera puesto al corriente de la jugada de Popeo, Fausto no había dejado de soltar cuantos improperios se le pasaban por la cabeza; estaba más que encantado de darle su merecido al sacerdote en cuestión.

Al poco rato, Rotisis, rodeado de su nueva escolta, salió del praetorium y se encaminó a toda prisa hacia la Via Principalis, donde, agazapados entre las sombras, acechaban Vespasiano y sus compañeros.

–Seguiremos el mismo camino que ellos, pero por esa calle de ahí –les dijo Vespasiano en voz baja, dirigiéndose a la trocha que discurría entre la primera y la segunda hilera de tiendas.

Al cabo de unos cien pasos, los tracios torcieron a la izquierda. Vespasiano se detuvo un instante y echó a correr entre dos tiendas; los otros fueron tras él. Ocultos en la oscuridad, observaron que tomaba la senda que pasaba por delante de ellos y se detenía en el exterior de una tienda suntuosa, custodiada por dos tracios. Intercambió unas palabras con los guardias que, tras dejar entrar a Rotisis y los suyos, hicieron otro tanto.

–Es la tienda del rey Remetalces –le susurró Fausto al oído.

Vespasiano fue con sus hombres hasta la entrada y se detuvieron a escuchar lo que decían. De dentro, les llegó la voz inconfundible y chillona de Rotisis. Fuere lo que fuere lo que estuviese diciendo, el tono era amenazante. Otra voz, que supuso que era la de Remetalces, respondía en un tono más mesurado. De repente, oyeron el silbido de unas espadas recién desenvainadas; casi de inmediato, unos gritos sofocados y los golpes sordos de dos cuerpos que iban a parar al suelo.

–¡Venid conmigo! –gritó Vespasiano, blandiendo su espada e irrumpiendo en la tienda.

Rotisis tenía al rey agarrado por el pelo, amenazándolo con una daga a la altura de la barbilla. Dio un grito, y enseguida sus hombres lo rodearon. Sin dudarlo, Vespasiano le clavó la espada en el pecho al que tenía más cerca; al chocar contra las costillas, le rechinó la muñeca a medida que traspasaba huesos, nervios y músculos hasta hundírsela en el pulmón. El tracio emitió un hondo gemido, sofocado muy pronto por un cuajarón que le llenó la boca, y se cayó de bruces ahogándose en su propia sangre. Sin tiempo de reaccionar, los otros tres no tardaron en rodar por el suelo junto a su compañero y los dos guardias que custodiaban la tienda del rey.

–Un paso más, y le rajo el cuello –amenazó Rotisis–. Quitaos de en medio.

Vespasiano alzó la mano, y sus compañeros no se movieron de donde estaban. Se quedó mirando al sacerdote de cara de comadreja que resollaba dejando al descubierto una hilera de dientes amarillos, mientras empujaba hacia adelante a un aterrorizado Remetalces.

–Si lo matas, morirás –dijo Vespasiano–. Si permites que se vaya, al menos seguirás con vida.

–No puedes hacerme nada. Soy un sacerdote –chilló Rotisis.

Vespasiano miró a Magno, a Fausto y a los otros dos; los cuatro soltaron una risotada.

–¡Nos importan un carajo vuestros inmundos dioses!

–le espetó Fausto, disfrutando del gesto de sorpresa que se dibujaba en la cara de Rotisis–. Con gusto te degollaría al pie de sus altares y me iría a dormir a pierna suelta, sapo repugnante.

Rotisis tiró con fuerza de la cabeza del rey hacia atrás y apretó la hoja contra su garganta, haciéndole un corte en la piel del cuello. El joven rey no apartaba sus ojos suplicantes de Vespasiano.

–Adelante, tú sabrás lo que haces –dijo Vespasiano con voz tranquila–. Pero recuerda que es la única posibilidad que tienes de salir con vida.

Los ojos negros sanguinolentos del sacerdote echaron una rápida ojeada a la estancia donde se encontraban, pero sólo vio cinco espadas dispuestas a acabar con su vida. Profirió un alarido y, tras darle un empellón, soltó a Remetalces y se engurruñó en el suelo. De una patada, Fausto le obligó a soltar el cuchillo; le pateó a continuación en el pecho, poniendo fin a tanto lamento, mientras el sacerdote se debatía por respirar.

–Ésta por los muchachos que mataste a la orilla del río, pedazo de cabrón. Muchas te caerán encima antes de que hayamos acabado contigo.

–¿Habrías dejado que me matase? –preguntó Remetalces, casi sin aliento.

–No tenía otra elección –respondió Vespasiano sin tapujos–. Te apuntaba a la garganta con un cuchillo; si no te mataba aquí mismo, lo habría hecho en cuanto hubierais salido de la tienda. Supongo que era a lo que venía.

–Así es. Me acusó de haberme arrogado el poder de los sacerdotes, de haber ofendido a los dioses.

–¡Jodidos tracios! –rezongó Magno–. La misma acusación de siempre: parece una cantinela que nunca se les cae de la boca. Condena a muerte y, además, inapelable, ¿o me equivoco?

–Según nuestras leyes, no hay defensa posible frente a semejante imputación.

–¿Acaso crees que no la hemos sufrido en nuestras propias carnes?

–Registradlo por si esconde algún arma; luego, conducid a este mierda ante Asinio –ordenó Vespasiano, propinando otra patada al sacerdote jadeante, que de paso le rompió un par de costillas–. Más vale que vengas con nosotros –añadió dirigiéndose con un gesto a Remetalces.

 

 

* * *

 

 

Cuando Vespasiano y los suyos irrumpieron en la tienda, Asinio ya estaba acicalado y sin rastro del polvo del camino, y su esclavo personal le estaba ajustando los pliegues de la toga de cenefas púrpura. Arrojaron al suelo al aterrorizado sacerdote, que no apartaba las manos de su pecho hundido.

–Buen trabajo, amigos –dijo Asinio, despidiendo al esclavo, que se fue hacia la zona de descanso, situada en la parte de atrás de la tienda–. Espero que ninguno de vosotros haya resultado herido.

–Por suerte, no. Llegamos justo a tiempo, en el momento en que se disponía a asesinar a su rey –respondió Vespasiano.

–¡Remetalces! Doy gracias a los dioses de que hayas salido con bien. Ni te habría reconocido –continuó el procónsul, ofreciendo el brazo al joven tracio–. No te había vuelto a ver desde que eras pequeño, cuando estabas en casa de Antonia. ¿Cómo está tu madre?

–Muy bien, senador. Agradezco tu interés.

–¡Me alegra oír eso! Tenía mucha prisa por llegar aquí. Pero ten por seguro que me acercaré a presentarle mis respetos durante el viaje de regreso.

Un sonoro gemido que parecía proceder del suelo le obligó a reparar en el sacerdote.

–Centurión, que tus hombres lo pongan boca arriba.

–Como ordenes –contestó Fausto, con un saludo militar, mientras daba las órdenes pertinentes.

Asinio sacó el puñal que llevaba al cinto y se lo introdujo en la boca. El sacerdote pataleaba, pero nada podía hacer, sujeto como estaba por los tobillos y las muñecas a manos de los dos hombres de Fausto.

–Sólo tienes una salida, sacerdote: o usas tu lengua para responder a mis preguntas o te la arrancaré.

Rotisis lo miró aterrado. Nunca antes le había tocado representar el papel de víctima; sumiso, asintió con la cabeza.

Asinio retiró el puñal.

–¿Quién te dio el dinero para que las tribus se alzasen contra tu rey y contra Roma?

Si bien con lentitud por culpa de las costillas rotas que le impedían respirar con normalidad, el sacerdote no tardó en contestar.

–Un romano de alto rango. No sé su nombre. Fue el año pasado, a través de intermediarios.

–No me vale –dijo Asinio, volviendo a introducir el puñal en la boca del tracio y haciéndole un corte de un dedo de ancho en la comisura de los labios, mientras la sangre le corría mentón abajo–. Empecemos de nuevo.

–Me aseguraron que venían en nombre del cónsul Marco Asinio Agripa.

Sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, Asinio pareció dudar un momento.

–Pero… –empezó a decir Vespasiano, antes de que el magistrado le hiciese un gesto para que se callase.

–Eran tres guardias pretorianos, aunque su jefe era un civil, un hombre fuerte, de piel atezada y cabellos largos –añadió, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas hasta mezclarse con su sangre.

–¿Te hablaron de las razones que pudiera tener Asinio para instigar la revuelta?

–Me comentaron algo acerca de deponer al emperador, que iban a producirse otros levantamientos a lo largo y ancho del imperio y que, mientras las legiones se ocupaban de sofocarlas, ellos restaurarían la república –dijo Rotisis, arrastrando las palabras; la herida de la boca le impedía hablar como es debido.

–¿Llegaron a decirte que la rebelión tendría éxito?

–Así es. Me dijeron que se produciría un levantamiento en Mesia, que las dos legiones destacadas en aquel territorio no podrían moverse ni acudir en ayuda de Remetalces, y que podríamos hacer cuanto nos viniera en gana.

–¿Así que confiaste en su palabra?

–Sí. De Mesia llegaron oficiales de reclutamiento para exigir que nuestros hombres se uniesen a las tropas romanas allí estacionadas, como si las legiones necesitasen refuerzos. Pensé entonces en la posibilidad de librarnos de esta monarquía opresora y volver a nuestra antigua tradición, a saber, tribus independientes unidas por creencias comunes.

–Según eso, tú, como sumo sacerdote, aun sin ostentar el título, te convertirías en rey de este territorio.

–Sólo quería lo mejor para Tracia y sus dioses –dijo Rotisis casi a gritos, a pesar de la herida.

–De modo que, cuando aparecieron las legiones y la rebelión perdió fuelle, te presentaste aquí y te pusiste a las órdenes de Popeo. ¿Puede saberse por qué?

–Cuando los ceneos no fueron capaces de impedir la llegada de los refuerzos que habían de unirse a las tropas de Popeo, comprendí que no teníamos ninguna posibilidad de ganar, y me acerqué hasta aquí para tratar de negociar una rendición, antes de que la situación no tuviera remedio.

–Muy noble por tu parte. ¿Cómo es que Popeo depositó en ti su confianza?

–Le hablé de los dineros de Asinio y, a cambio de mi vida, accedí a ir a Roma con él para prestar declaración ante el senado y denunciar tales manejos.

Asinio meneó la cabeza.

–Muy bien –musitó con una sonrisa, y a continuación volvió a encararse con el sacerdote–. ¿De modo que Popeo está encantado de que seas tú, su nuevo amigo, el encargado de llevar las negociaciones con los rebeldes?

–Pone muchas trabas, plantea un montón de exigencias y condiciones. No creo que quiera de verdad la rendición de las tribus, más bien quiere alzarse con la victoria.

–¿Y aun así deseas ver muerto a tu rey?

–Acabar con la vida de Remetalces era lo único que íbamos a sacar en limpio de todo este embrollo –siseó Rotisis mirando al rey, mientras su cara ensangrentada de comadreja se retorcía en un gesto de odio más que elocuente.

Asinio retrocedió un paso y, mirando a Magno y a los dos legionarios, les dijo:

–Llevadlo a la parte de atrás: dadle una buena tunda, atadlo de pies y manos, y no os apartéis de su lado.

Encantados, se dispusieron a cumplir la orden que acababan de recibir.

–¡Quién me iba a decir a mí que Sejano y Popeo podrían ganarme en sutileza! –le comentó Asinio a Vespasiano–. Utilizar mi nombre para atribuirme esta maniobra me parece un golpe maestro. Jamás lo habría imaginado. Está claro por qué recurrieron a monedas acuñadas: a nadie le extrañaría que yo tuviera algo que ver con dinero contante y sonante, mientras que con las reservas de plata de las arcas públicas…

Sin saber qué pensar de aquel galimatías, Vespasiano se lo quedó mirando.

–¿No irás a decirme que tú también te lo has creído?

–exclamó Asinio.

–No, claro que no –respondió Vespasiano, mientras recordaba lo que Coronus les había dicho: que Rotisis se presentó con Hasdro y tres pretorianos cuando había ido a ver a los ceneos.

–Menos mal –replicó el procónsul–. No puedo perder el tiempo defendiéndome de falsas acusaciones ante un tribuno raso.

–¿Qué tal si se lo explicas a un rey, Asinio? –aventuró Remetalces.

–Y a varios, si te parece. Me defenderé en el senado. Pero si necesitas más pruebas, piensa en la razón por la que no he ordenado a Magno que acabe con esa sabandija. Si tiene una oportunidad, testificará contra mí y, lo que es más importante, puesto que él también está implicado en el asunto, darán por buena su declaración. Si lo torturasen, y confío en que así sea, el resultado sería el mismo. Así que, ¿por qué habría de querer que siguiera con vida?

Remetalces se quedó mirando a Asinio y se encogió de hombros. Descorazonado, el gobernador se dejó caer en un diván.

–Para dar credibilidad a la declaración del sacerdote, estoy convencido de que Sejano habrá falsificado documentos que probarán que yo autoricé que se sacaran esos caudales de las arcas públicas. Aunque Rotisis muriese, tales documentos bastarían para condenarme. Si soy yo quien lo arrastra ante el senado, quedará claro que poco me importan las acusaciones que pueda formular. Tendré en mis manos los hilos del asunto y conseguiré que identifique a los intermediarios, es decir, a los pretorianos y a Hasdro, el liberto de Sejano, personas que nada tienen que ver conmigo como de sobra todo senador sabe. Así, el testigo de cargo de Sejano se volverá en su contra. Por eso es preciso que lo lleve a Roma con vida.

–Iré contigo y hablaré en tu defensa –balbució Remetalces, avergonzado.

–No hará falta. Bastará con una carta. Tienes que regresar a Filipópolis y empezar a curarte… –Asinio no llegó a decir nada más. En el exterior de la tienda, se produjo un alboroto. Alguien retiró el faldón de la entrada. Allí estaba Popeo, poniendo en su sitio a los lictores que pretendían cerrarle el paso.

–Buenas noches, Asinio –dijo Popeo, con afectación–. ¡Qué grata sorpresa! ¿A qué debo el placer de tu presencia por estos parajes?

–¡Popeo! –respondió Asinio, poniéndose en pie, haciendo un gesto a los lictores para que volvieran a vigilar la tienda–. He venido para cumplir un encargo del senado y del emperador.

–Supongo que algo tendrá que ver con el rey y este joven tribuno.

–Como bien sabes, tanto el rey Remetalces como el tribuno Vespasiano son viejos amigos míos –Asinio calló un momento al escuchar gritos y alaridos apagados que parecían provenir de las fortificaciones–. Han venido a presentarme sus respetos.

Vespasiano saludó al general, que lo ignoró, igual que hizo caso omiso de los gritos que se oían a lo lejos.

–¿Y el centurión Fausto? ¿Otro conocido de los viejos tiempos? –dedicando una mirada recelosa al veterano militar.

–No digas necedades, general –repuso Asinio, indignado–. El centurión está aquí como escolta del rey, quien, por lo visto, nada sabe de los hombres que lo custodiaban.

Popeo pareció darse por satisfecho con la explicación que acababa de escuchar.

–Muy importantes han de ser las nuevas que me traigas de Roma para que te hayan elegido a ti, un ex cónsul nada menos, como correo.

–Confiaba en que mantuviéramos un encuentro protocolario, general.

–Le diré a mi secretario que fije un momento para que nos veamos mañana por la mañana. Te quedaría muy agradecido si me adelantases algo.

Asinio volvió la vista hacia el lugar de donde procedía el alboroto, que tenía todas las trazas de ser una refriega en toda regla.

–En tu lugar, yo no me preocuparía en demasía, Asinio –le dijo Popeo con aplomo–. Se trata de una incursión más de los pocos rebeldes que quedan ahí arriba. Un incidente sin importancia.

–Si tú lo dices. Como muestra de gratitud por la gloriosa derrota que has infligido a los rebeldes tracios, el senado te ha otorgado las insignias del triunfo, decisión que el emperador no ha dudado en ratificar –el procónsul calló un instante, mientras observaba la sonrisa de autocomplacencia del general–. El emperador también te ruega que tengas a bien regresar a Roma cuanto antes para celebrarlo como es debido.

–¿Que vuelva a Roma de inmediato? –se extrañó Popeo–. ¿Por qué?

–En tu parte de guerra dabas a entender que habías aplastado a los rebeldes, aunque de forma un tanto precipitada, añadiría yo –contestó Asinio, prestando atención al creciente alboroto que les llegaba desde más allá del campamento–. El emperador ha pensado que nada más podías hacer aquí, y te pide que vuelvas a Roma cuanto antes. Desde este instante, Pomponio Labeón será quien asuma el mando.

–¡Pomponio Labeón! ¡Esto es cosa tuya! –se revolvió Popeo, señalando a Asinio con el dedo.

–¿Mía? Si no soy sino un correo que cumple con el encargo de transmitir buenas noticias antes de incorporarme a la provincia que me corresponde –replicó Asinio, con malicia–. Sólo cumplo órdenes del emperador y del senado. Si buscas un culpable, vuelve a leer tu ampuloso informe.

Popeo apretó los puños. Parecía dispuesto a abalanzarse sobre el senador. La inesperada llegada de Corbulón bastó para que los ánimos se tranquilizasen.

–General –dijo, casi sin resuello–, ¡gracias a los dioses que doy contigo! Esos bárbaros atacan nuestro muro defensivo por cuatro o cinco sitios a la vez; en uno de ellos, al menos, han abierto una brecha. Parece que los tracios que quedaban allí arriba se han decidido a lanzar el ataque definitivo.

–¡Todo el mundo en marcha! ¡Convoca a todos los oficiales al praetorium! –llegó a decir Popeo, que no acababa de reponerse de su asombro.

Corbulón saludó y se apresuró a cumplir las órdenes.

–¡Tribuno, centurión, a vuestras legiones! –bramó el general, dirigiéndose a la salida de la tienda.

–Demasiado tarde para merecerte de verdad los honores del triunfo, general –tuvo la entereza de decirle Asinio–. Otro será quien dé las órdenes en tu lugar.

Popeo se detuvo en la entrada de la tienda, y le dedicó una mirada cargada de rencor.

–¡A la mierda tú y tus órdenes! ¡Ya hablaremos! –abandonando la tienda en el momento en que todas las bucinae del campamento resonaban llamando a los hombres a las armas. Asinio se encogió de hombros.

–Acaba de desobedecer una orden directa del emperador y del senado. Él sabrá lo que hace. Esa conversación aplazada promete.

Despidió a Fausto y a los dos legionarios, y reclamó la presencia de los lictores, que no tardaron en presentarse.

–Bien pensado, es una suerte que se haya producido este ataque –dijo Asinio, sonriendo contento a Vespasiano–. ¡Llama a Magno!

Tras ser relevado de su cometido por dos lictores fornidos, Magno abandonó encantado la parte de atrás de la tienda.

–¿Ya hemos acabado, amo? Parece que ahí fuera se ha montado un bonito jaleo.

–Te quedarás conmigo, Magno –le ordenó Asinio–. Me vienes que ni pintado para el encargo que pienso encomendarte.

–Me las compondré yo solo, amigo mío –lo tranquilizó Vespasiano, queriendo acallar las protestas de su compañero–. Alguna vez tenía que pasar: habré de pelear por mi cuenta. Haz lo que te diga.

–Como tengas a bien –contestó el otro de mal humor.

–Así me gusta.

–¿Qué quieres que haga, amo? –rezongó Magno.

–Quiero que encuentres cualquier carta que establezca una relación entre Popeo y Sejano. Exceptuando a los esclavos, el campamento está casi vacío, así que creo que ha llegado el momento de registrar el praetorium de arriba abajo.